El nombre de Alcuino condensa uno de los más bellos esfuerzos que ha hecho la Iglesia para restaurar la cultura en la Europa invadida por la barbarie. Alcuino, «el célebre doctor, el incomparable maestro, el hombre más versado en la ciencia de las Escrituras», era un monje inglés del monasterio-catedral de York. «Allí—dice él mismo—enseñaba el sabio. Alberto, apagando la sed de nuestros espíritus en todas las fuentes de las ciencias. A unos ejercitaba en las reglas de la gramática; para otros, derramaba los raudales de la retórica; entrenaba a éstos en las luchas del foro, y a aquéllos formábalos en los cantos de los poetas aonios, acostumbrándolos a hacer resonar la flauta de Castalia y a herir con paso lírico las cimas del Parnaso. Explicaba el mecanismo de los Cielos, los eclipses del Sol y de la Luna, las cinco zonas del Polo, las siete estrellas errantes, las leyes de los astros, los movimientos del mar proceloso, los temblores de la tierra, las diversas combinaciones de los números y sus formas variadas, y la historia natural del hombre, de los animales domésticos, de los pájaros y de las bestias salvajes. Nos adiestraba en la manera de calcular con rapidez la vuelta anual de la Pascua; y, sobre todo, nos descubría los misterios de las Sagradas Escrituras y nos hacía penetrar en las profundidades de la Antigua Ley.»
Todo esto es lo que Alcuino aprendió de Alberto. Cuando el maestro se hizo viejo, el discípulo heredó su cátedra y su biblioteca. «El tesoro de sus libros—escribe él mismo—dióselo al hijo querido, que nunca había abandonado al padre por no separarse de las fuentes de la ciencia.» El ilustre maestro los había reunido bajo un mismo techo, trayéndolos de los puntos más apartados del globo. Allí estaban los escritos de los Padres antiguos, las obras maestras del genio romano, cuanto transmitió al Lacio la Grecia brillante, las lluvias divinas que apagaron la sed del pueblo hebreo y los luminosos resplandores que brillaron en el suelo africano y bajo el cielo de Hesperia. Eran los ingenios más ilustres de la ciencia, del arte, de la elocuencia y de la poesía. El ansia de saber sacó de su patria al maestro de York.
Quiso viajar, recorrer las escuelas del continente, llegar hasta Roma, centro de la sabiduría y de la religión. Esto era hacia el año 770. Pasando por Pavía, se encontró con Carlomagno. Fue un encuentro providencial. El emperador, con su habilidad para conocer a los hombres, vio en aquel monje el alma del resurgimiento científico que proyectaba, lo asoció a su fortuna y lo puso al frente de las escuelas del palacio. Alcuino cedió, pero el alma se le partía al tener que despedirse del silencio del claustro: «¡Adiós, celda mía!—exclamaba—. ¡Dulce y amada mansión, adiós para siempre! Ya no veré más ni los bosques que te rodean con sus ramas entrelazadas y su verdor florido, ni tus prados llenos de plantas bellas y aromáticas, ni tus estanques, donde se mueven los peces, que brillan heridos por el sol, ni tus jardines, donde el lirio crece junto a la rosa. Ya no escucharé a las avecillas que cantaban los maitines como nosotros, ni las enseñanzas de una sabiduría suave y santa, que brotaba de los corazones rebosantes de paz. Celda querida, yo lloro y suspiro por ti. Así es como todo pasa. ¡Desgraciados de nosotros! ¿Para qué pondremos nuestro corazón en las cosas que fenecen? Sólo a Ti, ¡oh Cristo!, hemos de amar, porque sólo tu amor no defrauda.»
En el palacio era Alcuino lo que llamaríamos, con una expresión moderna, el secretario de Instrucción pública, el que inspiraba todos los proyectos literarios que el restaurador del Imperio dictaba en sus cartas y capitulares. Carlomagno se hizo su primer discípulo. Cuando escribía al humilde monje, encabezaba sus cartas con esta fórmula: «A mi amabilísimo maestro y que por mí siempre ha de ser nombrado con amor, Alcuino Flacco.» En aquella corte, donde se reunían los hombres más sabios de aquel tiempo, todos tenían su nombre literario, cogido entre los autores más famosos de la antigüedad griega o latina, de la literatura cristiana o hebrea. El rey se llamaba David; Alcuino había tomado el nombre de Flacco, que indicaba sus aficiones poéticas y su admiración por el venusino.
El hombre anglosajón era el hombre más a propósito para sostener el entusiasmo del emperador, fascinado por el fulgor de la civilización latina. También su espíritu había salido a la luz de entre las tinieblas septentrionales, y sentía por ella verdadero enamoramiento. «No ignoráis—decía a su imperial discípulo—cómo en todas las páginas de la Sagrada Escritura se nos exhorta a aprender la sabiduría. No hay nada más sublime para alcanzar la vida bienaventurada, nada más dulce de ejercitar, nada más fuerte contra los vicios, nada más laudable para dignificar al hombre. Nada tampoco tan necesario para regir un pueblo y ordenar rectamente la vida como el ornamento de la sabiduría, el prestigio de la ciencia y la eficacia de la erudición. Procurad, ¡oh señor!, que en vuestro palacio todos la amen y la aprendan, y se ejerciten en ella diariamente, para que lleguen a una honrada vejez y luego a una bienaventuranza perpetua.»
Los sabios que rodeaban a Carlomagno, monjes, obispos, capitanes y cortesanos, todos ellos discípulos de Alcuino, conocían los clásicos como muy pocos los conocen hoy. Para cualquier cosa tenían presta una cita de Virgilio, de Horacio, de Lucano... Hasta de Tibulo y Marcial. Algunos de ellos sabían perfectamente el griego, y leían en el original los trabajos de Ulises y los discursos de San Crisóstomo. En ciencias, conocían todo lo que podía enseñarse en aquel tiempo; y en filosofía, podían escribir tratados «sobre el ser y la nada», «sobre la esencia, la existencia y la subsistencia». Su conocimiento principal era el de la teología y las Sagradas Escrituras. Alcuino, poeta insigne, tenía fama de ser el mejor escriturista de su tiempo. Estudiábase también con afán la música. «Era muy difícil—decía un escritor de aquel tiempo—conseguir que aquellas voces, naturalmente bárbaras, llegasen a expresar las modulaciones, las cadencias y los sonidos con el ritmo, unas veces ligado y otras suelto, de los meridionales. Las melodías se les rompían en la garganta antes de salir al exterior.» Sin embargo, el canto era una de las cosas en que más se ejercitaban. Cantaban los himnos gregorianos o las gestas nacionales —los Nibelungos—recogidas por el mismo emperador, acompañándolas con el arpa pequeña, con la flauta de dos tubos o con el órgano, del cual hablaba así uno de aquellos santos académicos: «Este admirable instrumento, que, con ayuda de cajas de bronce y con fuelles de piel de toro, como por arte de encantamiento, lanza el aire a los tubos broncíneos, produciendo un sonido igual, cuando brama, a los estampidos del trueno, y comparable por su dulzura a los leves suspiros de la lira y del címbalo, es una de las cosas más maravillosas que ha visto nuestra edad.»
Muchas de las poesías de Alcuino fueron hechas para animar las veladas académicas de la corte, las que cantan la gloria del emperador o la piedad de sus hijos, el lozano ingenio de los discípulos, o la briosa conducta de los capitanes, o algún suceso jocoso del palacio. Tiene un poemita en que hace el elogio de varios asistentes a aquellas reuniones literarias; otro nos recuerda un gracioso percance casi familiar. El maestro se queja al emperador y a su hija Berta porque le habían dejado en la calle mientras nevaba: «La nieve cae del cielo; una capa helada envuelve el cuerpo. No hay quien dé un techo al pobre Alcuino, errante por la ciudad, y el viejo poeta se marchó triste. Por eso su flauta no sabe decir más que este gemido: David ya no hace caso de los versos, y Delia tampoco; porque tú también, hija mía, despreciaste a tu vate, que hubo de irse temblando a través del frío y de la nieve. Sólo los niños lamentaron la suerte de su querido Flacco.»
Poco a poco los discípulos se derramaban por todo el Imperio, para gobernar las diócesis, regir las abadías, cumplir las órdenes imperiales y capitanear los ejércitos. Aquel desfile irremediable entristecía el corazón del maestro. «El tedio se ha apoderado de mi alma por vuestra ausencia—escribía en 796 a uno de aquellos jóvenes lanzados ahora lejos de él por las necesidades de la vida—. Estoy como huérfano de mis hijos: Dámelas, en Sajonia; Homero, en Italia; Cándido, en Inglaterra; Mopso, enfermo en San Martín. Considera; hijo mío, cuántas tempestades acosan a tu padre.» Al fin, con gran disgusto del emperador, logró también él huir de la corte y refugiarse en el monasterio de San Martín de Tours. Desde su retiro, aquel sol ya moribundo derramó los últimos, los más bellos de sus resplandores. El maestro palatino se convierte en maestro de la Iglesia. Su voz resuena dondequiera que hay un peligro. Sus cartas llegan hasta la corte bizantina, hasta el patriarca de Jerusalén, hasta los Pontífices romanos, hasta los reyes y los obispos y los monasterios ingleses, hasta el pobre pueblo visigodo, víctima del despotismo musulmán y de la herejía adopcionista, que el viejo atleta combate con sus libros y su palabra, venciendo en pública disputa a Félix de Urgel, uno de los heresíarcas.
Pero su pensamiento y su mirada siguen fijos en los discípulos dispersos. Para él la enseñanza era una paternidad, «Sé piadoso y solícito con los niños—decía, trazando el tipo del maestro—, y vosotros, los niños, amad al que os enseña como a un padre, para que la bendición paterna no se aparte de vosotros.» En su copioso epistolario hay dos cartas de entrañable ternura, dirigidas a los que antiguamente escucharon su doctrina. Una vez escribía a los que que daban en la corte: «A mis carísimos hijos, salud perpetua, el padre. Muchas cosas os diría si tuviese una paloma o un cuervo que con vuelo fiel os llevase mis cartas... Pero me contento con enviaros este saludo, anunciándoos mi prosperidad y deseándoos cuanto un padre puede desear a sus hijos. Tengo ansia de veros; y aguardo el cumplimiento de mi deseo con turbación y timidez. Tal vez no sois lo que antes erais. ¡Qué felices aquellos días en que jugaba en medio de vosotros con la seriedad de nuestros trabajos literarios! Pero ahora todo ha cambiado. El viejo cría otros hijos, gimiendo por la dispersión de los primeros. Pero escuchad el consejo paterno: Que vuestra santidad y vuestra religión sean mi alabanza y mi galardón entre los hombres y delante de Dios. Que no lleguen a vuestras ventanas las palomas coronadas que vuelan por las cámaras del palacio. Que no atraviesen vuestras puertas los caballos indómitos, ni busquéis vuestra diversión en los cantos de los osos, sino en los cantos de los clérigos.»
Todas las cartas de Alcuino están escritas con el corazón. Era una naturaleza dulce, expansiva, llena de optimismo y sinceridad. El olvido de sus amigos le desgarra el alma, y hasta se diría que siente celos cuando el demasiado amor a los poetas les hace olvidar a su maestro. A uno de ellos le escribe: «Quisiera más verte pobre a mi lado, que rico lejos de mí. ¿Qué me importan las riquezas si no tengo a quien amo? Tu poder es mi miseria. ¿Dónde está el coloquio dulce entre ambos? ¿Dónde el estudio deseable de las sagradas letras? ¿Dónde el rostro alegre que yo tenía costumbre de mirar? ¿Dónde la comunión de la caridad ejercitada por el amor fraterno? ¿Dónde, al menos, la memoria de mi nombre? Todo un año ha pasado sin haber tenido el consuelo de una carta tuya. ¿En qué pecó tu padre para ser olvidado por su hijo? ¡Ah, si yo me llamase Virgilio! Entonces me tendrías constantemente ante tus ojos y meditarías con avidez mis palabras. Pero Alcuino Flacco desapareció para tí, y Marón ha ocupado su lugar. Digo estas cosas obligado por el dolor. Tu ausencia y tu olvido son la causa de que haya fijado tan fuertemente mi pluma en la carta. Ojalá llenasen tu pecho los cuatro Evangelios, y no los doce cantos de la Eneida, a fin de que aquella celestial cuadriga te llevase al palacio del Rey eterno.»
Esta palabra íntima y buena se hacía más amorosa, más vibrante, cuando se dirigía a algún discípulo extraviado, a algún hijo pródigo. El padre era entonces más padre, sus brazos más generosos, su acento irresistible: «Dulcísimo hijo, hermano y amigo—escribía a uno de aquellos pobres juguetes de la pasión—; amabilísimo hijo, cuyo nombre quiero que para siempre quede escrito en la biblioteca celeste. Yo te engendré, te crió, te alimenté y te formé hasta hacer de ti un varón perfecto, adornándote con las artes, iluminándote con el sol de la sabiduría y haciéndote un hombre útil a tu patria. Pero, ¡ay!, ¿quién dará agua a mi cabeza, y fuente de lágrimas a mis ojos, para llorar por tu alma, imagen de Cristo, que no debe perecer? ¡Ay, ay! ¡Alma desgraciada, noble por la sangre de Dios y vil por el cieno del pecado! ¿Por qué dejaste la fuente de la vida y fuiste en busca de cisternas horadadas? ¿Por qué abandonaste a tu padre, el que guió tu infancia, el que te enseñó las disciplinas liberales, el que te introdujo en el camino de la vida? ¿No eres tú aquel adolescente, alabado por todos, amable a todos los ojos, deseable a todos los corazones? ¡Ay! Ahora todos te reprenden y detestan. ¿Quién, hermoso niño mío, hijo de la Iglesia, lumbre amable y venerable, quién te persuadió a apacentar puercos y alimentarte de bellotas? Ven, cree en la cruz de la misericordia; tu padre es piadoso, saldrá a tu encuentro y te recogerá en sus brazos.»
Aún en Tours, Carlomagno seguía siendo el grande amigo y admirador del maestro anglosajón. Sus cartas llegaban constantemente al monasterio desde Roma, desde Aquisgran, desde los campamentos de Italia y del Danubio. La mayor parte de las veces eran consultas sobre alguna cuestión literaria, sobre asuntos de gobierno; sobre la evangelización de los sajones. El año 800, Carlos tenía empeño en que Alcuino asistiese a su coronación en Roma; pero recibió de él esta respuesta: «Ruégote que me dejes acabar en paz la vida junto al sepulcro de San Martín. Toda fuerza se ha apagado en mí, y ya no volveré a encontrarla en este mundo. Deja que el viejo descanse, que rece en la soledad por su rey, a quien tanto ama, y que se prepare en la confesión y en las lágrimas a comparecer delante del Juez eterno.» Carlomagno tuvo que resignarse; pero, contestando a su amigo, le decía: «Es una vergüenza preferir los techos ahumados de Tours a los dorados palacios de Roma.»
A pesar de su agotamiento, Alcuino seguía componiendo poesías llenas de buen humor y paternal afecto, dictando invectivas formidables contra los herejes españoles Félix y Elipando, comentando las Sagradas Escrituras y enseñando, con la misma pasión que en los días de su juventud, a los alumnos de la escuela turonense, que era, por la fama del maestro, la más concurrida de Europa. «Aquí está vuestro Alcuino—decía, escribiendo al emperador—, esforzándose por comunicar a los unos las mieles de la palabra divina, embriagando a otros con los mostos de los poetas y los oradores, y a otros alimentándolos con el manjar de las sutilezas gramaticales. No faltan tampoco aquellos a quienes tengo que enseñar el orden de las estrellas. Estoy hecho todo para todos, a fin de formar a muchos en pro de la Santa Madre Iglesia y de la gloria de su imperio, para que la gracia de Cristo no se pierda en mí. Así cumplo con aquel precepto sagrado: «Siembra por la mañana tu semilla y por la tarde no descanse tu mano.» Por la mañana, en la primavera de mi vida, lancé el grano en la isla de Bretaña; ahora, en el atardecer de mi edad, no ceso de esparcirle por toda Francia, y, aunque mi cuerpo está fatigado, consuélame aquella sentencia de San Jerónimo: «Casi todas las excelencias del cuerpo se pierden en los viejos; pero al decrecer las demás cosas, crece la sabiduría.»
Sin embargo, el agotamiento crecía también, acelerado por la fiebre. Las cartas de afecto, las poesías, los regalos que le llegaban de todas partes, los médicos que el emperador ponía a su disposición, las hierbas medicinales que le enviaba San Benito Anianense, no consiguieron nada. En 804, escribía el anciano a su imperial amigo: «Príncipe, mi último deseo hubiera sido verte una vez más antes de morir. He pedido a Dios esta consolación suprema, pero mis pecados me hacen indigno de ella. Ya sólo tengo fuerzas para invocar a mis patronos celestiales, a fin de que me protejan en el día del juicio. ¡Qué día tan terrible, y cómo debemos prepararnos a él!» Era la última carta del monje al emperador. En el momento de expirar, Alcuino recobró la palabra, que había perdido tres días antes, y pudo cantar su antífona favorita, O clavis David: «Oh llave de David, cetro de la casa de Israel, que abres sin que nadie pueda cerrar y cierras sin que nadie pueda abrir: libra de la prisión a este cautivo, sentado en las tinieblas y en las sombras de la muerte.». Así murió el diácono Alcuino, el humilde maestro Flacco, el cisne transmarino, el peregrino de la ciencia, como él mismo se llamó. Su epitafio decía:
«Yo fuí lo que tú eres: un viajero, famoso un día en la tierra. Con vano ardor perseguí las alegrías del mundo, y ahora soy polvo, ceniza y pasto de gusanos en la tumba.»
Todo esto es lo que Alcuino aprendió de Alberto. Cuando el maestro se hizo viejo, el discípulo heredó su cátedra y su biblioteca. «El tesoro de sus libros—escribe él mismo—dióselo al hijo querido, que nunca había abandonado al padre por no separarse de las fuentes de la ciencia.» El ilustre maestro los había reunido bajo un mismo techo, trayéndolos de los puntos más apartados del globo. Allí estaban los escritos de los Padres antiguos, las obras maestras del genio romano, cuanto transmitió al Lacio la Grecia brillante, las lluvias divinas que apagaron la sed del pueblo hebreo y los luminosos resplandores que brillaron en el suelo africano y bajo el cielo de Hesperia. Eran los ingenios más ilustres de la ciencia, del arte, de la elocuencia y de la poesía. El ansia de saber sacó de su patria al maestro de York.
Quiso viajar, recorrer las escuelas del continente, llegar hasta Roma, centro de la sabiduría y de la religión. Esto era hacia el año 770. Pasando por Pavía, se encontró con Carlomagno. Fue un encuentro providencial. El emperador, con su habilidad para conocer a los hombres, vio en aquel monje el alma del resurgimiento científico que proyectaba, lo asoció a su fortuna y lo puso al frente de las escuelas del palacio. Alcuino cedió, pero el alma se le partía al tener que despedirse del silencio del claustro: «¡Adiós, celda mía!—exclamaba—. ¡Dulce y amada mansión, adiós para siempre! Ya no veré más ni los bosques que te rodean con sus ramas entrelazadas y su verdor florido, ni tus prados llenos de plantas bellas y aromáticas, ni tus estanques, donde se mueven los peces, que brillan heridos por el sol, ni tus jardines, donde el lirio crece junto a la rosa. Ya no escucharé a las avecillas que cantaban los maitines como nosotros, ni las enseñanzas de una sabiduría suave y santa, que brotaba de los corazones rebosantes de paz. Celda querida, yo lloro y suspiro por ti. Así es como todo pasa. ¡Desgraciados de nosotros! ¿Para qué pondremos nuestro corazón en las cosas que fenecen? Sólo a Ti, ¡oh Cristo!, hemos de amar, porque sólo tu amor no defrauda.»
En el palacio era Alcuino lo que llamaríamos, con una expresión moderna, el secretario de Instrucción pública, el que inspiraba todos los proyectos literarios que el restaurador del Imperio dictaba en sus cartas y capitulares. Carlomagno se hizo su primer discípulo. Cuando escribía al humilde monje, encabezaba sus cartas con esta fórmula: «A mi amabilísimo maestro y que por mí siempre ha de ser nombrado con amor, Alcuino Flacco.» En aquella corte, donde se reunían los hombres más sabios de aquel tiempo, todos tenían su nombre literario, cogido entre los autores más famosos de la antigüedad griega o latina, de la literatura cristiana o hebrea. El rey se llamaba David; Alcuino había tomado el nombre de Flacco, que indicaba sus aficiones poéticas y su admiración por el venusino.
El hombre anglosajón era el hombre más a propósito para sostener el entusiasmo del emperador, fascinado por el fulgor de la civilización latina. También su espíritu había salido a la luz de entre las tinieblas septentrionales, y sentía por ella verdadero enamoramiento. «No ignoráis—decía a su imperial discípulo—cómo en todas las páginas de la Sagrada Escritura se nos exhorta a aprender la sabiduría. No hay nada más sublime para alcanzar la vida bienaventurada, nada más dulce de ejercitar, nada más fuerte contra los vicios, nada más laudable para dignificar al hombre. Nada tampoco tan necesario para regir un pueblo y ordenar rectamente la vida como el ornamento de la sabiduría, el prestigio de la ciencia y la eficacia de la erudición. Procurad, ¡oh señor!, que en vuestro palacio todos la amen y la aprendan, y se ejerciten en ella diariamente, para que lleguen a una honrada vejez y luego a una bienaventuranza perpetua.»
Los sabios que rodeaban a Carlomagno, monjes, obispos, capitanes y cortesanos, todos ellos discípulos de Alcuino, conocían los clásicos como muy pocos los conocen hoy. Para cualquier cosa tenían presta una cita de Virgilio, de Horacio, de Lucano... Hasta de Tibulo y Marcial. Algunos de ellos sabían perfectamente el griego, y leían en el original los trabajos de Ulises y los discursos de San Crisóstomo. En ciencias, conocían todo lo que podía enseñarse en aquel tiempo; y en filosofía, podían escribir tratados «sobre el ser y la nada», «sobre la esencia, la existencia y la subsistencia». Su conocimiento principal era el de la teología y las Sagradas Escrituras. Alcuino, poeta insigne, tenía fama de ser el mejor escriturista de su tiempo. Estudiábase también con afán la música. «Era muy difícil—decía un escritor de aquel tiempo—conseguir que aquellas voces, naturalmente bárbaras, llegasen a expresar las modulaciones, las cadencias y los sonidos con el ritmo, unas veces ligado y otras suelto, de los meridionales. Las melodías se les rompían en la garganta antes de salir al exterior.» Sin embargo, el canto era una de las cosas en que más se ejercitaban. Cantaban los himnos gregorianos o las gestas nacionales —los Nibelungos—recogidas por el mismo emperador, acompañándolas con el arpa pequeña, con la flauta de dos tubos o con el órgano, del cual hablaba así uno de aquellos santos académicos: «Este admirable instrumento, que, con ayuda de cajas de bronce y con fuelles de piel de toro, como por arte de encantamiento, lanza el aire a los tubos broncíneos, produciendo un sonido igual, cuando brama, a los estampidos del trueno, y comparable por su dulzura a los leves suspiros de la lira y del címbalo, es una de las cosas más maravillosas que ha visto nuestra edad.»
Muchas de las poesías de Alcuino fueron hechas para animar las veladas académicas de la corte, las que cantan la gloria del emperador o la piedad de sus hijos, el lozano ingenio de los discípulos, o la briosa conducta de los capitanes, o algún suceso jocoso del palacio. Tiene un poemita en que hace el elogio de varios asistentes a aquellas reuniones literarias; otro nos recuerda un gracioso percance casi familiar. El maestro se queja al emperador y a su hija Berta porque le habían dejado en la calle mientras nevaba: «La nieve cae del cielo; una capa helada envuelve el cuerpo. No hay quien dé un techo al pobre Alcuino, errante por la ciudad, y el viejo poeta se marchó triste. Por eso su flauta no sabe decir más que este gemido: David ya no hace caso de los versos, y Delia tampoco; porque tú también, hija mía, despreciaste a tu vate, que hubo de irse temblando a través del frío y de la nieve. Sólo los niños lamentaron la suerte de su querido Flacco.»
Poco a poco los discípulos se derramaban por todo el Imperio, para gobernar las diócesis, regir las abadías, cumplir las órdenes imperiales y capitanear los ejércitos. Aquel desfile irremediable entristecía el corazón del maestro. «El tedio se ha apoderado de mi alma por vuestra ausencia—escribía en 796 a uno de aquellos jóvenes lanzados ahora lejos de él por las necesidades de la vida—. Estoy como huérfano de mis hijos: Dámelas, en Sajonia; Homero, en Italia; Cándido, en Inglaterra; Mopso, enfermo en San Martín. Considera; hijo mío, cuántas tempestades acosan a tu padre.» Al fin, con gran disgusto del emperador, logró también él huir de la corte y refugiarse en el monasterio de San Martín de Tours. Desde su retiro, aquel sol ya moribundo derramó los últimos, los más bellos de sus resplandores. El maestro palatino se convierte en maestro de la Iglesia. Su voz resuena dondequiera que hay un peligro. Sus cartas llegan hasta la corte bizantina, hasta el patriarca de Jerusalén, hasta los Pontífices romanos, hasta los reyes y los obispos y los monasterios ingleses, hasta el pobre pueblo visigodo, víctima del despotismo musulmán y de la herejía adopcionista, que el viejo atleta combate con sus libros y su palabra, venciendo en pública disputa a Félix de Urgel, uno de los heresíarcas.
Pero su pensamiento y su mirada siguen fijos en los discípulos dispersos. Para él la enseñanza era una paternidad, «Sé piadoso y solícito con los niños—decía, trazando el tipo del maestro—, y vosotros, los niños, amad al que os enseña como a un padre, para que la bendición paterna no se aparte de vosotros.» En su copioso epistolario hay dos cartas de entrañable ternura, dirigidas a los que antiguamente escucharon su doctrina. Una vez escribía a los que que daban en la corte: «A mis carísimos hijos, salud perpetua, el padre. Muchas cosas os diría si tuviese una paloma o un cuervo que con vuelo fiel os llevase mis cartas... Pero me contento con enviaros este saludo, anunciándoos mi prosperidad y deseándoos cuanto un padre puede desear a sus hijos. Tengo ansia de veros; y aguardo el cumplimiento de mi deseo con turbación y timidez. Tal vez no sois lo que antes erais. ¡Qué felices aquellos días en que jugaba en medio de vosotros con la seriedad de nuestros trabajos literarios! Pero ahora todo ha cambiado. El viejo cría otros hijos, gimiendo por la dispersión de los primeros. Pero escuchad el consejo paterno: Que vuestra santidad y vuestra religión sean mi alabanza y mi galardón entre los hombres y delante de Dios. Que no lleguen a vuestras ventanas las palomas coronadas que vuelan por las cámaras del palacio. Que no atraviesen vuestras puertas los caballos indómitos, ni busquéis vuestra diversión en los cantos de los osos, sino en los cantos de los clérigos.»
Todas las cartas de Alcuino están escritas con el corazón. Era una naturaleza dulce, expansiva, llena de optimismo y sinceridad. El olvido de sus amigos le desgarra el alma, y hasta se diría que siente celos cuando el demasiado amor a los poetas les hace olvidar a su maestro. A uno de ellos le escribe: «Quisiera más verte pobre a mi lado, que rico lejos de mí. ¿Qué me importan las riquezas si no tengo a quien amo? Tu poder es mi miseria. ¿Dónde está el coloquio dulce entre ambos? ¿Dónde el estudio deseable de las sagradas letras? ¿Dónde el rostro alegre que yo tenía costumbre de mirar? ¿Dónde la comunión de la caridad ejercitada por el amor fraterno? ¿Dónde, al menos, la memoria de mi nombre? Todo un año ha pasado sin haber tenido el consuelo de una carta tuya. ¿En qué pecó tu padre para ser olvidado por su hijo? ¡Ah, si yo me llamase Virgilio! Entonces me tendrías constantemente ante tus ojos y meditarías con avidez mis palabras. Pero Alcuino Flacco desapareció para tí, y Marón ha ocupado su lugar. Digo estas cosas obligado por el dolor. Tu ausencia y tu olvido son la causa de que haya fijado tan fuertemente mi pluma en la carta. Ojalá llenasen tu pecho los cuatro Evangelios, y no los doce cantos de la Eneida, a fin de que aquella celestial cuadriga te llevase al palacio del Rey eterno.»
Esta palabra íntima y buena se hacía más amorosa, más vibrante, cuando se dirigía a algún discípulo extraviado, a algún hijo pródigo. El padre era entonces más padre, sus brazos más generosos, su acento irresistible: «Dulcísimo hijo, hermano y amigo—escribía a uno de aquellos pobres juguetes de la pasión—; amabilísimo hijo, cuyo nombre quiero que para siempre quede escrito en la biblioteca celeste. Yo te engendré, te crió, te alimenté y te formé hasta hacer de ti un varón perfecto, adornándote con las artes, iluminándote con el sol de la sabiduría y haciéndote un hombre útil a tu patria. Pero, ¡ay!, ¿quién dará agua a mi cabeza, y fuente de lágrimas a mis ojos, para llorar por tu alma, imagen de Cristo, que no debe perecer? ¡Ay, ay! ¡Alma desgraciada, noble por la sangre de Dios y vil por el cieno del pecado! ¿Por qué dejaste la fuente de la vida y fuiste en busca de cisternas horadadas? ¿Por qué abandonaste a tu padre, el que guió tu infancia, el que te enseñó las disciplinas liberales, el que te introdujo en el camino de la vida? ¿No eres tú aquel adolescente, alabado por todos, amable a todos los ojos, deseable a todos los corazones? ¡Ay! Ahora todos te reprenden y detestan. ¿Quién, hermoso niño mío, hijo de la Iglesia, lumbre amable y venerable, quién te persuadió a apacentar puercos y alimentarte de bellotas? Ven, cree en la cruz de la misericordia; tu padre es piadoso, saldrá a tu encuentro y te recogerá en sus brazos.»
Aún en Tours, Carlomagno seguía siendo el grande amigo y admirador del maestro anglosajón. Sus cartas llegaban constantemente al monasterio desde Roma, desde Aquisgran, desde los campamentos de Italia y del Danubio. La mayor parte de las veces eran consultas sobre alguna cuestión literaria, sobre asuntos de gobierno; sobre la evangelización de los sajones. El año 800, Carlos tenía empeño en que Alcuino asistiese a su coronación en Roma; pero recibió de él esta respuesta: «Ruégote que me dejes acabar en paz la vida junto al sepulcro de San Martín. Toda fuerza se ha apagado en mí, y ya no volveré a encontrarla en este mundo. Deja que el viejo descanse, que rece en la soledad por su rey, a quien tanto ama, y que se prepare en la confesión y en las lágrimas a comparecer delante del Juez eterno.» Carlomagno tuvo que resignarse; pero, contestando a su amigo, le decía: «Es una vergüenza preferir los techos ahumados de Tours a los dorados palacios de Roma.»
A pesar de su agotamiento, Alcuino seguía componiendo poesías llenas de buen humor y paternal afecto, dictando invectivas formidables contra los herejes españoles Félix y Elipando, comentando las Sagradas Escrituras y enseñando, con la misma pasión que en los días de su juventud, a los alumnos de la escuela turonense, que era, por la fama del maestro, la más concurrida de Europa. «Aquí está vuestro Alcuino—decía, escribiendo al emperador—, esforzándose por comunicar a los unos las mieles de la palabra divina, embriagando a otros con los mostos de los poetas y los oradores, y a otros alimentándolos con el manjar de las sutilezas gramaticales. No faltan tampoco aquellos a quienes tengo que enseñar el orden de las estrellas. Estoy hecho todo para todos, a fin de formar a muchos en pro de la Santa Madre Iglesia y de la gloria de su imperio, para que la gracia de Cristo no se pierda en mí. Así cumplo con aquel precepto sagrado: «Siembra por la mañana tu semilla y por la tarde no descanse tu mano.» Por la mañana, en la primavera de mi vida, lancé el grano en la isla de Bretaña; ahora, en el atardecer de mi edad, no ceso de esparcirle por toda Francia, y, aunque mi cuerpo está fatigado, consuélame aquella sentencia de San Jerónimo: «Casi todas las excelencias del cuerpo se pierden en los viejos; pero al decrecer las demás cosas, crece la sabiduría.»
Sin embargo, el agotamiento crecía también, acelerado por la fiebre. Las cartas de afecto, las poesías, los regalos que le llegaban de todas partes, los médicos que el emperador ponía a su disposición, las hierbas medicinales que le enviaba San Benito Anianense, no consiguieron nada. En 804, escribía el anciano a su imperial amigo: «Príncipe, mi último deseo hubiera sido verte una vez más antes de morir. He pedido a Dios esta consolación suprema, pero mis pecados me hacen indigno de ella. Ya sólo tengo fuerzas para invocar a mis patronos celestiales, a fin de que me protejan en el día del juicio. ¡Qué día tan terrible, y cómo debemos prepararnos a él!» Era la última carta del monje al emperador. En el momento de expirar, Alcuino recobró la palabra, que había perdido tres días antes, y pudo cantar su antífona favorita, O clavis David: «Oh llave de David, cetro de la casa de Israel, que abres sin que nadie pueda cerrar y cierras sin que nadie pueda abrir: libra de la prisión a este cautivo, sentado en las tinieblas y en las sombras de la muerte.». Así murió el diácono Alcuino, el humilde maestro Flacco, el cisne transmarino, el peregrino de la ciencia, como él mismo se llamó. Su epitafio decía:
«Yo fuí lo que tú eres: un viajero, famoso un día en la tierra. Con vano ardor perseguí las alegrías del mundo, y ahora soy polvo, ceniza y pasto de gusanos en la tumba.»
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