En la Ley estaba escrito: «Todo varón que abriere el seno de su madre, será consagrado al Señor.» De este modo, exigiendo las primicias de la familia, como había exigido las primicias de la tierra, afirmaba Yahvé su dominio soberano sobre Israel. Según otro precepto, toda mujer que había dado a luz un hijo varón, quedaba impura, y por espacio de cuarenta días le estaba prohibido acercarse al santuario. Terminado el plazo, podía ya subir al templo para ofrecer en holocausto un cordero, o un pichón, o una tórtola, por el pecado. Así entraba de nuevo en posesión de todos sus derechos de hija de Israel. Cuando la joven madre era pobre, bastábale ofrecer dos pichones o dos tortolillos.
«Cumplióse también para María—dice San Lucas—el tiempo de la purificación»; y como quería dar ejemplo de humildad y de obediencia a la Ley, aunque su parto había sido libre de toda sombra de impureza, subió al monte Moria, donde el templo de Salomón ostentaba la magnificencia de su fábrica recién restaurada. En sus brazos llevaba al Niño y junto a ella caminaba José con la jaula en que dormitaban los volátiles.
Tímidamente atravesaron los dos galileos aquellos magníficos pórticos, aquellas mansiones doradas, que llamará su Hijo, el mismo que ahora cuidan solícitos, guaridas de ladrones. Temblorosos, pero sin perder su serena sencillez, atravesaron el Palio de los Gentiles, bajo las miradas curiosas de los tratantes y de los levitas, que no tardan en adivinar, bajo sus maneras humildes, dos oscuros provincianos. Más allá del Hell, o atrio de las mujeres, encuentran la escalinata marmórea de las quince gradas guarnecidas de bronce. Allí les sale al encuentro un sacerdote, que hisopea a la joven esposa con sangre, después de recibir la ofrenda de los pichones y los cinco siclos que se exigían como rescate del recién nacido. El descendiente de Aarón creyó, sin duda, libertar a un hombre y purificar a una mujer; pero tan ilusoria era la purificación como la liberación. El rescatado y ofrecido debía, según el plan divino, sustituir Él mismo a todas las ofrendas, a todas las primicias, a todos los holocaustos, reemplazando a la Humanidad entera y representándola en el servicio de Dios. Por derecho propio era el Rey universal y el Pontífice de la Nueva Alianza, único capaz de reconciliar al cielo con la tierra. Toda la tribu de Leví hubiera sido incapaz de suplirlo; por eso, contra todas las apariencias viene ahora a constituirse víctima de su sacerdocio. Treinta y tres años más tarde, clavado en una cruz, podrá verse claramente que los cinco siclos del sudor del carpintero—¡con qué divina fruición los daría San José!—no le dispensaron de inmolarse a la gloria de su Padre, y se comprenderá cómo, siendo verdadero sacrificador y única víctima, reemplazó en un templo más perfecto un sacerdocio estéril y unas víctimas impotentes.
Nada de esto adivinaron los ministros de la Ley antigua; no supieron descifrar la mirada de aquel Hijo, no acertaron a leer en la frente de aquella Madre. Les importaba más averiguar lo que allá en Roma soñaba el señor de las naciones, y chismear a costa de los cabecillas que aparecían en Galilea, o seguir, marrulleros, el humor lunático del tirano de Palestina. Y, sin embargo, habían hablado los profetas y los oráculos. Los paganos mismos aguardaban un salvador prodigioso. ¿No había profetizado Ageo la gloria del templo nuevo, ilustrado por la majestad del esperado dominador? ¿No existían las visiones tan claras de Isaías? Y, sin necesidad de estudiar muchos cálculos, ¿no aparecían terminantes y apodícticas las semanas de Daniel? Cosas de sacristía; más interesante era intrigar con sagacidad, hacer la rosca al señor extranjero, resolver problemas de una casuística a ras de tierra. Aquella misteriosa transmisión de poderes de la Sinagoga a la Iglesia celebróse de una manera casi clandestina; mas pronto la indiferencia inical se transformará en un odio irreconciliable.
Vulgar, incolora, se había desarrollado al exterior la sublime ceremonia. Iban a salir ya del santuario los dos nazarenos, cuando se vieron detenidos por un anciano venerable. «Había en Jerusalén un hombre justo y temeroso de Dios, llamado Simeón, que vivía con la esperanza de la consolación de Israel. Sobre él descansaba el Espíritu Santo, por obra del cual estaba cierto de que no moriría sin ver antes al Cristo del Señor.» Las expresiones de San Lucas nos hacen pensar en un gran personaje, tal vez en el famoso escriba, en el «gran maestro» Rabbán Simeón, hijo de Hillel. La edad, la virtud, la grandeza del alma, la coincidencia de tiempo y lugar, todo nos invita a confundirle con el Simeón evangélico. Hasta el mismo silencio de la tradición hebraica: el Talmud, que se alarga en las alabanzas de Hillel y su familia, se esfuerza por relegar al olvido el nombre de este presidente del Sanedrín, panegirista de Jesús, cuyas ideas sobre el Mesías eran tan distintas de las de sus compañeros, que a causa de ellas se le quitó la presidencia del consejo supremo.
Simeón observó, intrigado, a la pareja de humildes provincianos que dejaban la pobre ofrenda. Nada extraordinario se le presentaba al exterior; pero a los ojos del vidente, aquel Niño apareció lo que era en realidad: la salud, la consolación esperada, el objeto de sus ardientes anhelos. Tomole ansiosamente en sus brazos, y, arrebatado por la fuerza del Espíritu, cantó con voz temblorosa:
Ahora, ¡oh Señor!, despide a tu siervo
en paz, según tu palabra;
porque han visto mis ojos tu salud,
la que has aparejado ante la faz de todos los pueblos,
como luz que ha de iluminar a las gentes,
y gloria de Israel, tu pueblo.
Era el mismo acento solemne, la frase lírica, la palabra misteriosa de los viejos profetas mesiánicos. José y María escuchaban con admiración. De repente, el anciano, cuya frente cargada de años parecía iluminada por una gloria ultraterrena, clavó sus ojos en los ojos de la Madre, y condensando en pocas palabras largas profecías, exclamó: «He aquí que éste es puesto para caída y para levantamiento de muchos en Israel, y para señal a la que se hará contradicción. Por lo que a ti toca, una espada atravesará tu alma.» Después, fijándose de nuevo en el Niño, añadió: «Por este medio serán descubiertos los pensamientos que muchos ocultan en sus corazones»; es decir, delante de Cristo, escándalo y desprecio del mundo, los sentimientos secretos se revelarán. Sabremos, al fin, quiénes son los que sueñan con un Mesías glorioso y triunfador, y quiénes son los que están dispuestos a recibirle de cualquier forma que aparezca.
Detrás, presenciando esta escena conmovedora, se hallaba una mujer, una profetisa, llamada Ana, hija de Fanuel, que también esperaba la esperanza. Siete años había vivido con su marido después de su virginidad, y al quedarse viuda en la flor de la juventud, buscó un refugio en el templo, donde servía al Señor día y noche, en el ayuno y en la oración. Tenía ahora ochenta y cuatro años. El celo de la casa de Dios merecióle encontrar y venerar en ella al Salvador. Reconocióle en el momento en que Simeón le bendecía, dio gracias al Cielo, que le revelaba el misterio, y no cesaba de hablar de aquel Niño a cuantos aguardaban la redención de Israel. Ella tuvo el honor insigne de anunciar antes que nadie en Jerusalén la divinidad de aquel Niño, cuya grandeza adivinaron sus ojos, cansados ya de mirar las luces mentirosas de la tierra.
Un anciano y una anciana, sin luces de estrelIas ni cantos de ángeles, acarician las carnes rosadas de un Niño que los mira en silencio, y anuncian en Él al Salvador del mundo. María ha conocido la tragedia de su vida. La espada simbólica ha empezado a entrar en su corazón; y ante esta Madre amenazada de mares de angustias, la Iglesia se postra llevando presentes de amor, de gratitud, de consuelo y de amiración. Así nace la fiesta de este día, la más antigua de todas las fiestas de la Virgen; por eso los cristianos, en recuerdo de aquella entrada de María en el templo, recorren en procesión sus iglesias, como si quisieran tomar parte en el humilde cortejo de la Sagrada Familia y hacer olvidar la indiferencia de los sacerdotes de la antigua Ley;
por eso, cuando llega la santa Candelaria,
la Iglesia en nuestras manos pone una luminaria
preñada de misterio: ese cirio figura
al Verbo, que en el seno de su Padre fulgura
antes de todo tiempo, y en la cera escondida
se nos da la simiente de nuestra eterna vida;
simiente del deseo saciado eternamente,
que en el alma y el cuerpo arraiga juntamente,
reduciendo a ceniza el cuerpo, y en la llama
aspirando el espíritu al amor que le llama.
«Cumplióse también para María—dice San Lucas—el tiempo de la purificación»; y como quería dar ejemplo de humildad y de obediencia a la Ley, aunque su parto había sido libre de toda sombra de impureza, subió al monte Moria, donde el templo de Salomón ostentaba la magnificencia de su fábrica recién restaurada. En sus brazos llevaba al Niño y junto a ella caminaba José con la jaula en que dormitaban los volátiles.
Tímidamente atravesaron los dos galileos aquellos magníficos pórticos, aquellas mansiones doradas, que llamará su Hijo, el mismo que ahora cuidan solícitos, guaridas de ladrones. Temblorosos, pero sin perder su serena sencillez, atravesaron el Palio de los Gentiles, bajo las miradas curiosas de los tratantes y de los levitas, que no tardan en adivinar, bajo sus maneras humildes, dos oscuros provincianos. Más allá del Hell, o atrio de las mujeres, encuentran la escalinata marmórea de las quince gradas guarnecidas de bronce. Allí les sale al encuentro un sacerdote, que hisopea a la joven esposa con sangre, después de recibir la ofrenda de los pichones y los cinco siclos que se exigían como rescate del recién nacido. El descendiente de Aarón creyó, sin duda, libertar a un hombre y purificar a una mujer; pero tan ilusoria era la purificación como la liberación. El rescatado y ofrecido debía, según el plan divino, sustituir Él mismo a todas las ofrendas, a todas las primicias, a todos los holocaustos, reemplazando a la Humanidad entera y representándola en el servicio de Dios. Por derecho propio era el Rey universal y el Pontífice de la Nueva Alianza, único capaz de reconciliar al cielo con la tierra. Toda la tribu de Leví hubiera sido incapaz de suplirlo; por eso, contra todas las apariencias viene ahora a constituirse víctima de su sacerdocio. Treinta y tres años más tarde, clavado en una cruz, podrá verse claramente que los cinco siclos del sudor del carpintero—¡con qué divina fruición los daría San José!—no le dispensaron de inmolarse a la gloria de su Padre, y se comprenderá cómo, siendo verdadero sacrificador y única víctima, reemplazó en un templo más perfecto un sacerdocio estéril y unas víctimas impotentes.
Nada de esto adivinaron los ministros de la Ley antigua; no supieron descifrar la mirada de aquel Hijo, no acertaron a leer en la frente de aquella Madre. Les importaba más averiguar lo que allá en Roma soñaba el señor de las naciones, y chismear a costa de los cabecillas que aparecían en Galilea, o seguir, marrulleros, el humor lunático del tirano de Palestina. Y, sin embargo, habían hablado los profetas y los oráculos. Los paganos mismos aguardaban un salvador prodigioso. ¿No había profetizado Ageo la gloria del templo nuevo, ilustrado por la majestad del esperado dominador? ¿No existían las visiones tan claras de Isaías? Y, sin necesidad de estudiar muchos cálculos, ¿no aparecían terminantes y apodícticas las semanas de Daniel? Cosas de sacristía; más interesante era intrigar con sagacidad, hacer la rosca al señor extranjero, resolver problemas de una casuística a ras de tierra. Aquella misteriosa transmisión de poderes de la Sinagoga a la Iglesia celebróse de una manera casi clandestina; mas pronto la indiferencia inical se transformará en un odio irreconciliable.
Vulgar, incolora, se había desarrollado al exterior la sublime ceremonia. Iban a salir ya del santuario los dos nazarenos, cuando se vieron detenidos por un anciano venerable. «Había en Jerusalén un hombre justo y temeroso de Dios, llamado Simeón, que vivía con la esperanza de la consolación de Israel. Sobre él descansaba el Espíritu Santo, por obra del cual estaba cierto de que no moriría sin ver antes al Cristo del Señor.» Las expresiones de San Lucas nos hacen pensar en un gran personaje, tal vez en el famoso escriba, en el «gran maestro» Rabbán Simeón, hijo de Hillel. La edad, la virtud, la grandeza del alma, la coincidencia de tiempo y lugar, todo nos invita a confundirle con el Simeón evangélico. Hasta el mismo silencio de la tradición hebraica: el Talmud, que se alarga en las alabanzas de Hillel y su familia, se esfuerza por relegar al olvido el nombre de este presidente del Sanedrín, panegirista de Jesús, cuyas ideas sobre el Mesías eran tan distintas de las de sus compañeros, que a causa de ellas se le quitó la presidencia del consejo supremo.
Simeón observó, intrigado, a la pareja de humildes provincianos que dejaban la pobre ofrenda. Nada extraordinario se le presentaba al exterior; pero a los ojos del vidente, aquel Niño apareció lo que era en realidad: la salud, la consolación esperada, el objeto de sus ardientes anhelos. Tomole ansiosamente en sus brazos, y, arrebatado por la fuerza del Espíritu, cantó con voz temblorosa:
Ahora, ¡oh Señor!, despide a tu siervo
en paz, según tu palabra;
porque han visto mis ojos tu salud,
la que has aparejado ante la faz de todos los pueblos,
como luz que ha de iluminar a las gentes,
y gloria de Israel, tu pueblo.
Era el mismo acento solemne, la frase lírica, la palabra misteriosa de los viejos profetas mesiánicos. José y María escuchaban con admiración. De repente, el anciano, cuya frente cargada de años parecía iluminada por una gloria ultraterrena, clavó sus ojos en los ojos de la Madre, y condensando en pocas palabras largas profecías, exclamó: «He aquí que éste es puesto para caída y para levantamiento de muchos en Israel, y para señal a la que se hará contradicción. Por lo que a ti toca, una espada atravesará tu alma.» Después, fijándose de nuevo en el Niño, añadió: «Por este medio serán descubiertos los pensamientos que muchos ocultan en sus corazones»; es decir, delante de Cristo, escándalo y desprecio del mundo, los sentimientos secretos se revelarán. Sabremos, al fin, quiénes son los que sueñan con un Mesías glorioso y triunfador, y quiénes son los que están dispuestos a recibirle de cualquier forma que aparezca.
Detrás, presenciando esta escena conmovedora, se hallaba una mujer, una profetisa, llamada Ana, hija de Fanuel, que también esperaba la esperanza. Siete años había vivido con su marido después de su virginidad, y al quedarse viuda en la flor de la juventud, buscó un refugio en el templo, donde servía al Señor día y noche, en el ayuno y en la oración. Tenía ahora ochenta y cuatro años. El celo de la casa de Dios merecióle encontrar y venerar en ella al Salvador. Reconocióle en el momento en que Simeón le bendecía, dio gracias al Cielo, que le revelaba el misterio, y no cesaba de hablar de aquel Niño a cuantos aguardaban la redención de Israel. Ella tuvo el honor insigne de anunciar antes que nadie en Jerusalén la divinidad de aquel Niño, cuya grandeza adivinaron sus ojos, cansados ya de mirar las luces mentirosas de la tierra.
Un anciano y una anciana, sin luces de estrelIas ni cantos de ángeles, acarician las carnes rosadas de un Niño que los mira en silencio, y anuncian en Él al Salvador del mundo. María ha conocido la tragedia de su vida. La espada simbólica ha empezado a entrar en su corazón; y ante esta Madre amenazada de mares de angustias, la Iglesia se postra llevando presentes de amor, de gratitud, de consuelo y de amiración. Así nace la fiesta de este día, la más antigua de todas las fiestas de la Virgen; por eso los cristianos, en recuerdo de aquella entrada de María en el templo, recorren en procesión sus iglesias, como si quisieran tomar parte en el humilde cortejo de la Sagrada Familia y hacer olvidar la indiferencia de los sacerdotes de la antigua Ley;
por eso, cuando llega la santa Candelaria,
la Iglesia en nuestras manos pone una luminaria
preñada de misterio: ese cirio figura
al Verbo, que en el seno de su Padre fulgura
antes de todo tiempo, y en la cera escondida
se nos da la simiente de nuestra eterna vida;
simiente del deseo saciado eternamente,
que en el alma y el cuerpo arraiga juntamente,
reduciendo a ceniza el cuerpo, y en la llama
aspirando el espíritu al amor que le llama.
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