La juventud de Parma agrupábase en torno del joven profesor. Joven, porque aún no tenía veinticinco años. Sus discípulos le llamaban el maestro Pedro; él se llamaba Pedro Damiano, en agradecimiento a su hermano Damián, que lo había sacado de la miseria y lanzado por el camino de las letras. Sabía mucho, y al exponer sus doctrinas, ponía en ellas la llama impetuosa de su corazón y acertaba a envolverlas en imágenes impresionantes. Su palabra había brillado primero en Ravena, su patria, después en Faenza, y en Parma era el ídolo de la juventud estudiosa. Tenía admiradores, gloria, dinero. Pero ¡cuánto le había costado llegar a la cumbre!
Sus primeros años habían sido de privaciones y desprecios. Cúpole en suerte una madre desnaturalizada, que lo abandonó al nacer. «Es una lástima—decía—; somos ya tantos en casa, que no hay lugar para más.» Una mujer extraña lo recogió y lo crió. Luego fue a parar a casa de un hermano, hombre avaricioso y cruel, que lo hería y maltrataba, dejándole sucio y roto y privándole de lo más necesario para la vida. Entonces el niño fue porquerizo. Un día, arreando su piara por el campo, halló una moneda, y el pequeñuelo, que jamás conociera el calor piadoso del hogar paterno, mandó decir con ella una misa por sus padres; Su hermano, el arcipreste, se apiadó de él y lo llevó consigo a Ravena, ciudad entonces floreciente, hoy melancólicamente dormida entre ciénagas y pantanos. Allí había trabajado, había estudiado día y noche, había luchado con la vehemencia propia de su carácter, y el porvenir le sonreía.
Pero fue precisamente entonces cuando comenzaron a darle hastío todas las cosas. El trato con los hombres le disgustaba, los triunfos le dejaban triste; empezó a meditar en el desierto. No era por odio a aquella sociedad, que tan mal le había tratado, sino porque, en medio de los aplausos y placeres juveniles, jamás había perdido de vista el problema de la salvación de su alma. Quería ser bueno, pero se le ponía delante aquel siglo de hierro; como él le llamaba. Acosábanle las tentaciones, y aunque él las sofocaba metiéndose entre el hielo, como habían hecho los santos antiguos, volvían luego a renacer con los malos ejemplos. Bien conocía él, por haberle visto en sus aulas, el desenfado de aquel clérigo Concelino, que a su lado se entregaba a la vida más escandalosa.
Un día pararon en su misma posada dos hermanos de Fonte Avellana, monasterio recién fundado en un valle de Umbría, al pie del Apenino. Habláronle conmovidos de su fundador, el penitente y apostólico San Romualdo, que acababa de morir por aquellos días. Maese Pedro quedó vivamente impresionado por sus relatos y profundamente admirado de su austeridad. Al partir, les ofreció en limosna su copa de plata, pero ellos no quisieron recibirla. Esto le decidió a tomar una resolución definitiva. Dos meses después se presentaba en Fonte Avellana con el tesoro de su juventud ardiente y el caudal de su saber y buena voluntad.
El futuro reformador empezó por purificar su alma. Su divisa era aquel axioma, fácil sólo en apariencia, de los antiguos eremitas: «Siéntate en tu celda, doma la lengua y el vientre, y te salvarás.» Pero no siempre pudo realizarlo: los monasterios próximos se disputaban su ciencia, y, por obedecer, debía andar de una parte a otra enseñando. Nombrado superior, funda monasterios, restaura, reforma. Impone la Regla de San Benito, pero con la interpretación de San Romualdo, añadiendo una modalidad personal. Extiende entre sus monjes ciertas prácticas que aún se conservan en la Iglesia, como la consagración de los lunes a las almas del Purgatorio; de los viernes, al misterio de la Cruz; de los sábados, a la Santísima Virgen, y la del rezo del oficio parvo de María.
Penitencia y vida monástica eran una misma cosa para Pedro Damiano. A sus discípulos se les llamaba «los penitentes». Con su libro Del desprecio del mundo, se inaugura ese espíritu de desdén para los bienes terrenos, que, a través de San Bernardo, llegará hasta San Francisco de Asís. Sus páginas están llenas de apostrofes contra el lujo y contra el dinero. La situación económica de los monasterios no debe ser la suficiencia anhelada por San Benito, sino la penuria. El monje debe vivir para callar, para ayunar y para hacer penitencia. Esto no era precisamente el espíritu benedictino, y así se lo dijeron una y otra vez al reformador algunos de sus discípulos más sueltos de lengua. A lo cual él respondía que San Benito escribió para cenobitas, y ellos eran ermitaños, lo cual no le impedía llamar al patriarca su muy amado y bienaventurado Padre. En su sentir, los verdaderos monjes eran los de Fonte Avellana, que ni se lavaban los pies, ni se cuidaban las manos, ni se arreglaban la barba o el cabello, ni dejaban el ayuno en todo el ario más que los domingos y los ocho primeros días después de Pascua.
Una especialidad de aquellos monjes era el uso y el abuso de la disciplina, «espectáculo insigne y delicioso», según la expresión del maestro, que llegó a escribir un libro titulado De la alabanza de la flagelación. Algunos se burlaban de aquella furia terrible, y entre ellos el cardenal Esteban, que murió de repente, según Pedro Damiano en castigo de sus chanzas irreverentes. Los ermitaños debían disciplinarse diariamente durante el rezo de cuarenta salmos, a los que añadían en Adviento y Cuaresma veinte más. Cuando uno moría, cada hermano estaba obligado a ayunar por él siete días y a darse mil azotes. Tres mil azotes correspondían, según el cómputo de Fonte Avellana, a un año de penitencia; calculábase que la disciplina tomada durante diez salmos equivalía a mil golpes, y durante el salterio entero, a cinco años de la antigua penitencia eclesiástica.
Aquellos atletas luchaban de una manera inverosímil para aventajarse en todo género de mortificación. Hubo uno que durante año y medio no comió más que un poco de pan dos veces por semana; otro dividía el pan en partículas menudísimas, para tener la sensación de que no comía; otro, diariamente rezaba dos veces el salterio con las manos en alto; otro no logró aprenderse de memoria más que cincuenta salmos, pero los rezaba siete veces cada día; quince años vivió en su celda sin salir de ella, sin cortarse el pelo ni la barba, sin comer más que pan y agua, que guardaba hasta que olía mal. Cada uno de estos héroes tenía un nombre especial, significativo de la meta a que había llegado: el que por el ayuno se había convertido en una sombra, llamábase León; Pedro, el que dormía en el suelo; Inocencio, el que batía el record en las disciplinas. Hubo uno entre los discípulos de Pedro Damiano que indiscutiblemente venció a todos en resistencia. Fue Domingo Loricato, su predilecto, llamado así porque llevaba a raíz de las carnes una coraza de hierro, que no se quitaba más que para disciplinarse. A veces, en seis días ganaba cien años de indulgencia. Una vez rogó a su abad que le permitiese ganar mil años en una Cuaresma, es decir, que le permitiese disciplinarse mientras rezaba cien salterios. Un hermano que por persuasión de Domingo había llegado a disciplinarse una noche durante un salterio y cincuenta salmos, fue a contárselo a él en cuanto amaneció, no sin cierto miedo de recibir alguna reprensión por su celo excesivo. «No te desalientes, hermano—le dijo Domingo—; Dios es poderoso y te llevará de lo pequeño a lo grande.»
Pedro Damiano gozaba contemplando esta emulación de penitencia, que, en su sentir, era lo que necesitaba aquella sociedad anárquica en que vivía. Él mismo nos la ha pintado con vivos colores; brutales a veces. «Este mundo—escribo en su Liber Gomorrhianus—se hunde cada día de tal suerte en la corrupción, que todas las clases sociales están podridas. No hay pudor, ni decencia, ni religión; el brillante tropel de las santas virtudes ha huido de nosotros. Todos buscan su interés; están devorados por el apetito insaciable de los bienes de la tierra. El fin del mundo se acerca, y ellos no cesan de pecar. Hierven las olas furiosas del orgullo, y la lujuria levanta una tempestad general. El orden del matrimonio está confundido, y los cristianos viven como judíos. Todos, grandes y pequeños, están enredados en la concupiscencia, nadie tiene vergüenza del sacrilegio, del perjurio, de la lujuria, y el mundo es un abismo de envidia y de hediondez.»
En medio de este caos, apareció el prior de Fonte Avellana con la fusta de fuego de su palabra. Por carácter, era un contemplativo; pero aquel doloroso espectáculo le hizo un luchador. Primero lanza a sus discípulos al campo; luego arroja su ardiente corazón en los apostrofes indignados de sus opúsculos y sus cartas. Al fin se presenta él mismo; purificando la casa de Dios con las llamas de su elocuencia. Se convierte en heraldo de la penitencía, en caudillo de las libertades eclesiásticas, en debelador de la licencia, de la simonía y del cisma. Trabaja con la acción, con la palabra, con la pluma; escribe sin cesar, se cartea con medio mundo, con los Papas, con los obispos, con los príncipes, con los monjes. Viaja y predica, sin olvidar sus austeridades: ayuna diariamente, lleva una cadena alrededor del cuello, come en el plato que le sirve para lavar los pies a los pobres, y duerme con la cabeza echada sobre un códice bíblico de pastas trenzadas de esparto. Con este descuido exterior, contrasta su formación cultural. Es vasta su erudición patrística, acerada y fuerte su lógica, recio y cáustico su lenguaje, su gesto firme e intransigente, su palabra paradójica, sarcástica y a veces brutal. Nunca conoció las discreciones del miedo ni las prudencias de la cobardía. Parecía la reencarnación de San Jerónimo. Nunca el solitario de Belén fustigó a los clérigos de Roma con la acerba ironía, con el rigor implacable que Damiano empleaba para desenmascarar los vicios del clero de su tiempo.
El buen Papa Gregorio VI se asustó algún tanto de aquellas cóleras terribles; pero Esteban X, antiguo abad de Montecasino, le obliga, bajo pena de excomunión, a aceptar el título de cardenal-obispo de Ostia. Su ardor infatigable encuentra ahora un campo más ancho en la Iglesia entera; centuplica sus esfuerzos, viendo los estragos del cisma y la herejía, y se distingue como uno de los campeones más entusiastas de aquel espíritu de reforma que soplaba sobre la cristiandad. Duro, crudamente realista, violento cuando describía el vicio, llenábase de ternura cuando se dolía por los que eran víctimas de él «¡Oh pobre alma pecadora—decía en una carta—; lloro por ti, por tu perdición, porque te has abismado en los lodos de la ignominia! No es un templo hecho por la mano del hombre el que se ha derrumbado, sino un alma, un alma nobilísima, formada a imagen y semejanza de Dios y rescatada por la sangre de Cristo. ¡Qué grande era y qué hermosa! Por eso lloro: lloro la ruina de un templo de Cristo... El Rey eterno la alimenta en su mismo palacio; embriagábase con la leche de la palabra divina, tan tierna y tan dulce; pero el azufre y el fuego de Gomorra la han consumido.»
Tales son los sentimientos que le animaban a luchar. Ellos le llevaban a través de Italia, y le hacían pasar los Alpes, poniendo en su boca asperezas de censor y acentos de profeta bíblico. La misma timidez de los sucesores de Pedro podía estar segura de hallarse frente al ardimiento de aquel hombre. En Roma, en Ostia, en Milán, en Florencia, en la Galia, su voz consuela a los discípulos del Evangelio y hace temblar a los enemigos de la virtud, dejando siempre huellas de luz y de renovación. El prestigio de una vida sin mancha se unía en él a la fuerza de una elocuencia que tocaba a veces las cumbres de lo sublime. En Milán estuvo a punto de ser mártir de su celo. El Papa le había enviado para restablecer allí la concordia; los milaneses no querían recibirle, porque les parecía mengua someterse a aquel emisario de Roma. Por las calles se oía un grito ensordecedor: «¡Muerte al romano!» Las turbas se disponían a lincharle, pero logró imponer silencio, bastó el primer ademán para apaciguar el tumulto. Después habló larga y firmemente, consiguiendo todo lo que se proponía. Pocas veces ha conseguido la elocuencia un triunfo tan completo. Aún conservamos la oración famosa. Al leerla, empezamos a comprender hasta dónde llegaba la serenidad, la sangre fría, la entereza indomable de aquel hombre, cuando una sola palabra podía costarle la vida.
No obstante, la grandeza del mal le asusta; pronto pierde la esperanza de salvar al mundo, y temiendo, por su parte, hacerse mundano, intenta volver al desierto. «¿Qué me importan a mí—decía en esa hora de desaliento—los reyes y los concilios? Bástame con llorar mis pecados.» Había reformado a los monjes y raído muchas lacras de la sociedad cristiana, y aniquilado al antipapa Honorio II, y cumplido diversas legaciones en Francia e Italia, y combatido al lado de los Pontífices juntamente con Hildebrando, y aconsejado a Enrique III y su mujer Inés en los negocios del Imperio. Parecíale que ya era hora de descansar. Varias veces había pedido a los Papas que le permitiesen abdicar sus dignidades, y en 1075 escribía a Alejandro II: «Os lo ruego en nombre de la clemencia divina; no tardéis en darme un sucesor; permitidme levantar las manos de un arado que está labrando un suelo de arena. El que hoy quiere seguir el camino de la inocencia, no puede guardar el gobierno eclesiástico, porque casi todos los hombres, como caballos indómitos y espumantes, se han arrojado por la pendiente de los vicios. La venida del Anticristo está cercana.»
El Papa estaba dispuesto a ceder, pero Hildebrando se opuso, amenazando al obispo de Ostia con una penitencia de cien años. Damiano la aceptó de buena gana y dimitió. Todo era cuestión de darse trescientos mil azotes. Poco después escribía desde su retiro: «Al muy amado Pontífice Hildebrando, vara de Asur: Bendigo la mano del Todopoderoso, que ha accedido a mis deseos... Si la penitencia impuesta os parece pequeña, podéis aumentarla. Echadme, si os parece, en un calabozo, cargadme de cadenas: la reclusión y el silencio es lo mejor para quien tanto ha corrido y abusado de la libertad. Por ventura, ese dulce tirano—se refiere a Hildebrando—que me ha mostrado siempre una compasión neroniana, que me acariciaba haciéndome sangre, que me pasaba por el rostro su garra de águila, irá malhumorado: Mira cómo busca la sombra, mientras los demás combatimos. Pero a este mi santo Satán le doy la respuesta que los hijos de Rubén y Gad daban a Moisés...» Luego, para sincerarse mejor, traza de sí mismo esta caricatura: «Mis ojos se han oscurecido; las lágrimas corren cada día más abundantes; tremendas arrugas surcan mi rostro; todos mis dientes se han caído y la mejilla está deshecha. Mi cabeza, gris hasta ahora, se ha vuelto blanca como la nieve. Tengo ronca la voz y las fuerzas me desamparan. Una sola cosa, ¡oh vergüenza!, me queda aún con mi vejez: el tropel espantoso de los vicios.»
Esos vicios él los enumera con delectación en una carta íntima a su hermano el arcipreste. Habla de la sensualidad, de la cólera, de la impaciencia, del orgullo.... Describe, sobre todo, un monstruo fiero: el afán de hacer chistes, frases ingeniosas y juegos de palabras, que producían risa. Dulce manía, que ameniza y da no poca gracia a sus escritos; porque, en medio de todo, el monstruo no es tan fiero como nos le pinta.
Pero como en su vida pública no había podido olvidar las disciplinas, así, entre las disciplinas seguía recordando su obra de reformador, y flagelando a los eclesiásticos, «que amontonaban en su mesa la abundancia de los platos, donde olían las especias de la India, y usaban vasos de cristal en que brillaba el oro del vino adobado con mieles, y se adornaban con cadenas y collares de oro, y ostentaban en sus habitaciones tapices bellamente tejidos y bordados, y decoraban su lecho como un altar del Papa, y no contentos con la púrpura del murex, mandaban traer púrpura de ultramar, porque era más cara, y se vestían con pieles de martas cibelinas y zorros, porque les parecía cosa vulgar el plumaje de los pájaros y las lana de las ovejas».
El Papa Alejandro II le encomendó todavía tres misiones: una en Florencia, otra en Alemania para impedir el divorcio de Enrique IV, y la última en Ravena. Volvía de esta ciudad, cumplida felizmente su legación, cuando murió en Faenza el 22 de febrero. Cayó en el campo de combate, como convenía al caballero sin tacha de la virtud. Él mismo escribió su epitafio: «Lo que tú eres, yo lo fui; lo que soy yo, tú lo serás. No te rías de los seres que pasan. Son fantasmas, sombras que preceden a la realidad. Los siglos suceden a los años que fueron. Mientras vives, acuérdate de la muerte, y vivirás para siempre. Mira con piedad las cenizas de Pedro. Reza, llora y di: Señor, perdónale.»
El que con tanta humildad hablaba, goza hoy de la luz de la inmortalidad: la luz de la inmortalidad sustancial del Cielo y esta otra luz pálida de la inmortalidad de la tierra. Su palabra y su virtud iluminan aquel revuelto siglo XI, del que fue el corazón, si su amigo el canciller Hildebrando fue la cabeza. Teólogo, el mejor de su tiempo, poeta fácil y armonioso, tribuno, diplomático, hagiógrafo y asceta, reúne en su vida todas las grandes cualidades con que Dios dota a un hombre cuando quiere hacer de él una gran luminaria de su Iglesia. Pero lo que más nos pasma en él es su carácter varonil, su temple de acero, su corazón incapaz de traicionar la verdad, aunque el mundo entero se conjure en contra suya.
Sus primeros años habían sido de privaciones y desprecios. Cúpole en suerte una madre desnaturalizada, que lo abandonó al nacer. «Es una lástima—decía—; somos ya tantos en casa, que no hay lugar para más.» Una mujer extraña lo recogió y lo crió. Luego fue a parar a casa de un hermano, hombre avaricioso y cruel, que lo hería y maltrataba, dejándole sucio y roto y privándole de lo más necesario para la vida. Entonces el niño fue porquerizo. Un día, arreando su piara por el campo, halló una moneda, y el pequeñuelo, que jamás conociera el calor piadoso del hogar paterno, mandó decir con ella una misa por sus padres; Su hermano, el arcipreste, se apiadó de él y lo llevó consigo a Ravena, ciudad entonces floreciente, hoy melancólicamente dormida entre ciénagas y pantanos. Allí había trabajado, había estudiado día y noche, había luchado con la vehemencia propia de su carácter, y el porvenir le sonreía.
Pero fue precisamente entonces cuando comenzaron a darle hastío todas las cosas. El trato con los hombres le disgustaba, los triunfos le dejaban triste; empezó a meditar en el desierto. No era por odio a aquella sociedad, que tan mal le había tratado, sino porque, en medio de los aplausos y placeres juveniles, jamás había perdido de vista el problema de la salvación de su alma. Quería ser bueno, pero se le ponía delante aquel siglo de hierro; como él le llamaba. Acosábanle las tentaciones, y aunque él las sofocaba metiéndose entre el hielo, como habían hecho los santos antiguos, volvían luego a renacer con los malos ejemplos. Bien conocía él, por haberle visto en sus aulas, el desenfado de aquel clérigo Concelino, que a su lado se entregaba a la vida más escandalosa.
Un día pararon en su misma posada dos hermanos de Fonte Avellana, monasterio recién fundado en un valle de Umbría, al pie del Apenino. Habláronle conmovidos de su fundador, el penitente y apostólico San Romualdo, que acababa de morir por aquellos días. Maese Pedro quedó vivamente impresionado por sus relatos y profundamente admirado de su austeridad. Al partir, les ofreció en limosna su copa de plata, pero ellos no quisieron recibirla. Esto le decidió a tomar una resolución definitiva. Dos meses después se presentaba en Fonte Avellana con el tesoro de su juventud ardiente y el caudal de su saber y buena voluntad.
El futuro reformador empezó por purificar su alma. Su divisa era aquel axioma, fácil sólo en apariencia, de los antiguos eremitas: «Siéntate en tu celda, doma la lengua y el vientre, y te salvarás.» Pero no siempre pudo realizarlo: los monasterios próximos se disputaban su ciencia, y, por obedecer, debía andar de una parte a otra enseñando. Nombrado superior, funda monasterios, restaura, reforma. Impone la Regla de San Benito, pero con la interpretación de San Romualdo, añadiendo una modalidad personal. Extiende entre sus monjes ciertas prácticas que aún se conservan en la Iglesia, como la consagración de los lunes a las almas del Purgatorio; de los viernes, al misterio de la Cruz; de los sábados, a la Santísima Virgen, y la del rezo del oficio parvo de María.
Penitencia y vida monástica eran una misma cosa para Pedro Damiano. A sus discípulos se les llamaba «los penitentes». Con su libro Del desprecio del mundo, se inaugura ese espíritu de desdén para los bienes terrenos, que, a través de San Bernardo, llegará hasta San Francisco de Asís. Sus páginas están llenas de apostrofes contra el lujo y contra el dinero. La situación económica de los monasterios no debe ser la suficiencia anhelada por San Benito, sino la penuria. El monje debe vivir para callar, para ayunar y para hacer penitencia. Esto no era precisamente el espíritu benedictino, y así se lo dijeron una y otra vez al reformador algunos de sus discípulos más sueltos de lengua. A lo cual él respondía que San Benito escribió para cenobitas, y ellos eran ermitaños, lo cual no le impedía llamar al patriarca su muy amado y bienaventurado Padre. En su sentir, los verdaderos monjes eran los de Fonte Avellana, que ni se lavaban los pies, ni se cuidaban las manos, ni se arreglaban la barba o el cabello, ni dejaban el ayuno en todo el ario más que los domingos y los ocho primeros días después de Pascua.
Una especialidad de aquellos monjes era el uso y el abuso de la disciplina, «espectáculo insigne y delicioso», según la expresión del maestro, que llegó a escribir un libro titulado De la alabanza de la flagelación. Algunos se burlaban de aquella furia terrible, y entre ellos el cardenal Esteban, que murió de repente, según Pedro Damiano en castigo de sus chanzas irreverentes. Los ermitaños debían disciplinarse diariamente durante el rezo de cuarenta salmos, a los que añadían en Adviento y Cuaresma veinte más. Cuando uno moría, cada hermano estaba obligado a ayunar por él siete días y a darse mil azotes. Tres mil azotes correspondían, según el cómputo de Fonte Avellana, a un año de penitencia; calculábase que la disciplina tomada durante diez salmos equivalía a mil golpes, y durante el salterio entero, a cinco años de la antigua penitencia eclesiástica.
Aquellos atletas luchaban de una manera inverosímil para aventajarse en todo género de mortificación. Hubo uno que durante año y medio no comió más que un poco de pan dos veces por semana; otro dividía el pan en partículas menudísimas, para tener la sensación de que no comía; otro, diariamente rezaba dos veces el salterio con las manos en alto; otro no logró aprenderse de memoria más que cincuenta salmos, pero los rezaba siete veces cada día; quince años vivió en su celda sin salir de ella, sin cortarse el pelo ni la barba, sin comer más que pan y agua, que guardaba hasta que olía mal. Cada uno de estos héroes tenía un nombre especial, significativo de la meta a que había llegado: el que por el ayuno se había convertido en una sombra, llamábase León; Pedro, el que dormía en el suelo; Inocencio, el que batía el record en las disciplinas. Hubo uno entre los discípulos de Pedro Damiano que indiscutiblemente venció a todos en resistencia. Fue Domingo Loricato, su predilecto, llamado así porque llevaba a raíz de las carnes una coraza de hierro, que no se quitaba más que para disciplinarse. A veces, en seis días ganaba cien años de indulgencia. Una vez rogó a su abad que le permitiese ganar mil años en una Cuaresma, es decir, que le permitiese disciplinarse mientras rezaba cien salterios. Un hermano que por persuasión de Domingo había llegado a disciplinarse una noche durante un salterio y cincuenta salmos, fue a contárselo a él en cuanto amaneció, no sin cierto miedo de recibir alguna reprensión por su celo excesivo. «No te desalientes, hermano—le dijo Domingo—; Dios es poderoso y te llevará de lo pequeño a lo grande.»
Pedro Damiano gozaba contemplando esta emulación de penitencia, que, en su sentir, era lo que necesitaba aquella sociedad anárquica en que vivía. Él mismo nos la ha pintado con vivos colores; brutales a veces. «Este mundo—escribo en su Liber Gomorrhianus—se hunde cada día de tal suerte en la corrupción, que todas las clases sociales están podridas. No hay pudor, ni decencia, ni religión; el brillante tropel de las santas virtudes ha huido de nosotros. Todos buscan su interés; están devorados por el apetito insaciable de los bienes de la tierra. El fin del mundo se acerca, y ellos no cesan de pecar. Hierven las olas furiosas del orgullo, y la lujuria levanta una tempestad general. El orden del matrimonio está confundido, y los cristianos viven como judíos. Todos, grandes y pequeños, están enredados en la concupiscencia, nadie tiene vergüenza del sacrilegio, del perjurio, de la lujuria, y el mundo es un abismo de envidia y de hediondez.»
En medio de este caos, apareció el prior de Fonte Avellana con la fusta de fuego de su palabra. Por carácter, era un contemplativo; pero aquel doloroso espectáculo le hizo un luchador. Primero lanza a sus discípulos al campo; luego arroja su ardiente corazón en los apostrofes indignados de sus opúsculos y sus cartas. Al fin se presenta él mismo; purificando la casa de Dios con las llamas de su elocuencia. Se convierte en heraldo de la penitencía, en caudillo de las libertades eclesiásticas, en debelador de la licencia, de la simonía y del cisma. Trabaja con la acción, con la palabra, con la pluma; escribe sin cesar, se cartea con medio mundo, con los Papas, con los obispos, con los príncipes, con los monjes. Viaja y predica, sin olvidar sus austeridades: ayuna diariamente, lleva una cadena alrededor del cuello, come en el plato que le sirve para lavar los pies a los pobres, y duerme con la cabeza echada sobre un códice bíblico de pastas trenzadas de esparto. Con este descuido exterior, contrasta su formación cultural. Es vasta su erudición patrística, acerada y fuerte su lógica, recio y cáustico su lenguaje, su gesto firme e intransigente, su palabra paradójica, sarcástica y a veces brutal. Nunca conoció las discreciones del miedo ni las prudencias de la cobardía. Parecía la reencarnación de San Jerónimo. Nunca el solitario de Belén fustigó a los clérigos de Roma con la acerba ironía, con el rigor implacable que Damiano empleaba para desenmascarar los vicios del clero de su tiempo.
El buen Papa Gregorio VI se asustó algún tanto de aquellas cóleras terribles; pero Esteban X, antiguo abad de Montecasino, le obliga, bajo pena de excomunión, a aceptar el título de cardenal-obispo de Ostia. Su ardor infatigable encuentra ahora un campo más ancho en la Iglesia entera; centuplica sus esfuerzos, viendo los estragos del cisma y la herejía, y se distingue como uno de los campeones más entusiastas de aquel espíritu de reforma que soplaba sobre la cristiandad. Duro, crudamente realista, violento cuando describía el vicio, llenábase de ternura cuando se dolía por los que eran víctimas de él «¡Oh pobre alma pecadora—decía en una carta—; lloro por ti, por tu perdición, porque te has abismado en los lodos de la ignominia! No es un templo hecho por la mano del hombre el que se ha derrumbado, sino un alma, un alma nobilísima, formada a imagen y semejanza de Dios y rescatada por la sangre de Cristo. ¡Qué grande era y qué hermosa! Por eso lloro: lloro la ruina de un templo de Cristo... El Rey eterno la alimenta en su mismo palacio; embriagábase con la leche de la palabra divina, tan tierna y tan dulce; pero el azufre y el fuego de Gomorra la han consumido.»
Tales son los sentimientos que le animaban a luchar. Ellos le llevaban a través de Italia, y le hacían pasar los Alpes, poniendo en su boca asperezas de censor y acentos de profeta bíblico. La misma timidez de los sucesores de Pedro podía estar segura de hallarse frente al ardimiento de aquel hombre. En Roma, en Ostia, en Milán, en Florencia, en la Galia, su voz consuela a los discípulos del Evangelio y hace temblar a los enemigos de la virtud, dejando siempre huellas de luz y de renovación. El prestigio de una vida sin mancha se unía en él a la fuerza de una elocuencia que tocaba a veces las cumbres de lo sublime. En Milán estuvo a punto de ser mártir de su celo. El Papa le había enviado para restablecer allí la concordia; los milaneses no querían recibirle, porque les parecía mengua someterse a aquel emisario de Roma. Por las calles se oía un grito ensordecedor: «¡Muerte al romano!» Las turbas se disponían a lincharle, pero logró imponer silencio, bastó el primer ademán para apaciguar el tumulto. Después habló larga y firmemente, consiguiendo todo lo que se proponía. Pocas veces ha conseguido la elocuencia un triunfo tan completo. Aún conservamos la oración famosa. Al leerla, empezamos a comprender hasta dónde llegaba la serenidad, la sangre fría, la entereza indomable de aquel hombre, cuando una sola palabra podía costarle la vida.
No obstante, la grandeza del mal le asusta; pronto pierde la esperanza de salvar al mundo, y temiendo, por su parte, hacerse mundano, intenta volver al desierto. «¿Qué me importan a mí—decía en esa hora de desaliento—los reyes y los concilios? Bástame con llorar mis pecados.» Había reformado a los monjes y raído muchas lacras de la sociedad cristiana, y aniquilado al antipapa Honorio II, y cumplido diversas legaciones en Francia e Italia, y combatido al lado de los Pontífices juntamente con Hildebrando, y aconsejado a Enrique III y su mujer Inés en los negocios del Imperio. Parecíale que ya era hora de descansar. Varias veces había pedido a los Papas que le permitiesen abdicar sus dignidades, y en 1075 escribía a Alejandro II: «Os lo ruego en nombre de la clemencia divina; no tardéis en darme un sucesor; permitidme levantar las manos de un arado que está labrando un suelo de arena. El que hoy quiere seguir el camino de la inocencia, no puede guardar el gobierno eclesiástico, porque casi todos los hombres, como caballos indómitos y espumantes, se han arrojado por la pendiente de los vicios. La venida del Anticristo está cercana.»
El Papa estaba dispuesto a ceder, pero Hildebrando se opuso, amenazando al obispo de Ostia con una penitencia de cien años. Damiano la aceptó de buena gana y dimitió. Todo era cuestión de darse trescientos mil azotes. Poco después escribía desde su retiro: «Al muy amado Pontífice Hildebrando, vara de Asur: Bendigo la mano del Todopoderoso, que ha accedido a mis deseos... Si la penitencia impuesta os parece pequeña, podéis aumentarla. Echadme, si os parece, en un calabozo, cargadme de cadenas: la reclusión y el silencio es lo mejor para quien tanto ha corrido y abusado de la libertad. Por ventura, ese dulce tirano—se refiere a Hildebrando—que me ha mostrado siempre una compasión neroniana, que me acariciaba haciéndome sangre, que me pasaba por el rostro su garra de águila, irá malhumorado: Mira cómo busca la sombra, mientras los demás combatimos. Pero a este mi santo Satán le doy la respuesta que los hijos de Rubén y Gad daban a Moisés...» Luego, para sincerarse mejor, traza de sí mismo esta caricatura: «Mis ojos se han oscurecido; las lágrimas corren cada día más abundantes; tremendas arrugas surcan mi rostro; todos mis dientes se han caído y la mejilla está deshecha. Mi cabeza, gris hasta ahora, se ha vuelto blanca como la nieve. Tengo ronca la voz y las fuerzas me desamparan. Una sola cosa, ¡oh vergüenza!, me queda aún con mi vejez: el tropel espantoso de los vicios.»
Esos vicios él los enumera con delectación en una carta íntima a su hermano el arcipreste. Habla de la sensualidad, de la cólera, de la impaciencia, del orgullo.... Describe, sobre todo, un monstruo fiero: el afán de hacer chistes, frases ingeniosas y juegos de palabras, que producían risa. Dulce manía, que ameniza y da no poca gracia a sus escritos; porque, en medio de todo, el monstruo no es tan fiero como nos le pinta.
Pero como en su vida pública no había podido olvidar las disciplinas, así, entre las disciplinas seguía recordando su obra de reformador, y flagelando a los eclesiásticos, «que amontonaban en su mesa la abundancia de los platos, donde olían las especias de la India, y usaban vasos de cristal en que brillaba el oro del vino adobado con mieles, y se adornaban con cadenas y collares de oro, y ostentaban en sus habitaciones tapices bellamente tejidos y bordados, y decoraban su lecho como un altar del Papa, y no contentos con la púrpura del murex, mandaban traer púrpura de ultramar, porque era más cara, y se vestían con pieles de martas cibelinas y zorros, porque les parecía cosa vulgar el plumaje de los pájaros y las lana de las ovejas».
El Papa Alejandro II le encomendó todavía tres misiones: una en Florencia, otra en Alemania para impedir el divorcio de Enrique IV, y la última en Ravena. Volvía de esta ciudad, cumplida felizmente su legación, cuando murió en Faenza el 22 de febrero. Cayó en el campo de combate, como convenía al caballero sin tacha de la virtud. Él mismo escribió su epitafio: «Lo que tú eres, yo lo fui; lo que soy yo, tú lo serás. No te rías de los seres que pasan. Son fantasmas, sombras que preceden a la realidad. Los siglos suceden a los años que fueron. Mientras vives, acuérdate de la muerte, y vivirás para siempre. Mira con piedad las cenizas de Pedro. Reza, llora y di: Señor, perdónale.»
El que con tanta humildad hablaba, goza hoy de la luz de la inmortalidad: la luz de la inmortalidad sustancial del Cielo y esta otra luz pálida de la inmortalidad de la tierra. Su palabra y su virtud iluminan aquel revuelto siglo XI, del que fue el corazón, si su amigo el canciller Hildebrando fue la cabeza. Teólogo, el mejor de su tiempo, poeta fácil y armonioso, tribuno, diplomático, hagiógrafo y asceta, reúne en su vida todas las grandes cualidades con que Dios dota a un hombre cuando quiere hacer de él una gran luminaria de su Iglesia. Pero lo que más nos pasma en él es su carácter varonil, su temple de acero, su corazón incapaz de traicionar la verdad, aunque el mundo entero se conjure en contra suya.
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