Hermanos:
Todavía no habéis llegado a la sangre en vuestra pelea contra el pecado.
Habéis olvidado la exhortación paternal que os dieron:
- “Hijo mío, no rechaces la corrección del Señor, no te enfades por su reprensión; porque el Señor reprende a los que ama y castiga a sus hijos preferidos.”
Aceptad la corrección, porque Dios os trata como a hijos, pues, ¿qué padre no corrige a sus hijos?
Ninguna corrección nos gusta cuando la recibimos, sino que nos duele; pero, después de pasar por ella, nos da como fruto una vida honrada y en paz.
Por eso, fortaleced las manos débiles, robusteced las rodillas vacilantes, y caminad por una senda llana: así el pie cojo, en vez de retorcerse, se curará.
Buscad la paz con todos y la santificación, sin la cual nadie verá al Señor.
Procurad que nadie se quede sin la gracia de Dios y que ninguna raíz amarga rebrote y haga daño, contaminando a muchos.
En aquel tiempo, fue Jesús a su pueblo en compañía de sus discípulos. Cuando llegó el sábado, empezó a enseñar en la sinagoga; la multitud que lo oía se preguntaba asombrada:
-« ¿De dónde saca todo eso? ¿Qué sabiduría es ésa que le han enseñado? ¿Y esos milagros de sus manos? ¿No es éste el carpintero, el hijo de María, hermano de Santiago y José y Judas y Simón? Y sus hermanas ¿no viven con nosotros aquí?»
Y esto les resultaba escandaloso.
Jesús les decía:
-«No desprecian a un profeta más que en su tierra, entre sus parientes y en su casa.»
No pudo hacer allí ningún milagro, sólo curó algunos enfermos imponiéndoles las manos.
Y se extrañó de su falta de fe.
Y recorría los pueblos de alrededor enseñando.
Palabra del Señor.
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