domingo, 3 de febrero de 2013

Homilía



La primera lectura del profeta Jeremías y el apartado del evangelio según San Lucas, que acabamos de escuchar, guardan gran similitud. En ambos, tanto Jeremías como Jesús, se sienten llamados para una misión:
“Antes de formarte en el vientre materno, te escogí” (Jeremías 1,5);
“Hoy se cumple esta Escritura que acabáis de oír” (Lucas 4,21).
Jeremías recibe del Señor la seguridad de no estar sólo ante los problemas que le van a venir ni de tener miedo a sus adversarios.
Jesús, por su parte, convencido de ser el “ungido”, anuncia la libertad y no se arredra en proclamar un mensaje, que choca frontalmente con los santones de su tiempo. Intentan apedrearlo, porque ha defraudado sus expectativas, pero se aleja sin miedo, sin que nadie ose tocarlo.

La facultad de ser autónomo, de ser protagonista del propio destino, hace posible la paradoja de que millones de seres prefieran pasar hambre y calamidades a vivir como esclavos, a mendigar por las calles y dormir bajo un puente antes que someterse a unas condiciones, que les permitan vivir bien económicamente, pero coartando su libertad.
Y, sin embargo, a pesar de las nobles aspiraciones de las sociedades, llamadas libres y democráticas, no se ha logrado que la gente se sienta plenamente realizada.
Porque millones de personas nos sentimos tan apegadas a las comodidades y al consumo de los productos que van saliendo que terminamos vendiendo libertad para esclavizarnos y dejar que otros nos señalen el camino a seguir. Decimos que somos libres, pero no es cierto. Tenemos miedo de perder la posición de privilegio, y pagamos su “precio” para que otros dirijan nuestros propios destinos.
Vivimos así envueltos en miedos y con las manos atadas y, desde luego, somos menos libres que las tribus de indios, perdidos en la inmensidad de la selva amazónica, que consideramos salvajes y por civilizar.

Nos han cortado las alas y maniatado los pies, por mucho que nos declaremos libres.
A lo mejor es que nos sentimos así a gusto, como el pájaro en la jaula, que canta a sus amos y recibe su cotidiana ración de comida.

La libertad que anuncia Jesús tiene otras connotaciones. Implica unas actitudes personales ante los opresores y ante el uso codicioso de los bienes, ante la manipulación egoísta y ante las falsas seguridades.

Habría salido como un rey triunfante de su pueblo si se hubiera presentado ante su gente con todos los atributos de su poder y con la magnanimidad de los que tienen en sus manos la solución de todos los problemas. Con rodearse de un buen equipo de propaganda y mantener inmaculada su imagen de milagrero, habría tenido bastante.
Es lo que hacen hoy muchos políticos – no la generalidad- en las campañas electorales: se hacen cercanos a todas las instituciones, abrazan a los niños, se muestran compasivos y prometen limpiar el país de delitos, erigir escuelas y hospitales, dar trabajo a todos, promover a la mujer...
Y, después ¿qué?. Todo se queda en “puedo prometer, y prometo.”

Pero, Jesús en cambio, se presenta como un predicador fracasado, que no busca las estrategias habituales de los que persiguen fines proselitistas.
Actúa extrañamente, para lo que los hombres de hoy estamos acostumbrados a ver. Choca frontalmente con las aspiraciones de los habitantes de Nazaret, que preferían manejar su imagen a su antojo y explotar su contrastada capacidad taumatúrgica, a dejarse interpelar por las palabras proféticas del Maestro. No buscan la conversión, sino la utilidad mediática.
Jesús, que venía a su pueblo a proclamar la libertad, no podía esclavizarse a intereses egoístas.
Por eso, prefiere ser considerado un impostor y dilapidar su fama, a claudicar ante sus intereses oportunistas. Y deja claro que el reino que predica no es buena noticia para la sociedad satisfecha, hedonista y consumista, que necesita ofertas constantes y milagros para aceptar a los candidatos de turno, porque carece de espíritu de sacrificio y de sensibilidad hacia compromisos serios que impliquen servicio y entrega.

Ni la fama ni el aplauso fácil embaucan a Jesús. Ni se deja maniatar por los encantos de una vida muelle, ni se rinde ante los regionalismos localistas, ni a intereses familiares.
Su familia es el mundo y su horizonte el amor de un Dios, que se entrega sin reservas hasta el contrasentido de la cruz.
Ahora entendemos por qué este amor no pasa nunca.
Pasarán las lenguas, las naciones, las profecías, el saber, los dones de lenguas. Sólo el AMOR permanece para siempre. Y; Dios, el eternamente fiel, ES AMOR.

¿Qué hermosa la apología del amor de San Pablo, que tantas veces hemos leído a los novios con ocasión de su boda. A fuerza de repetirla parece trillada: “el amor es comprensivo, es servicial, no tiene envidia, no lleva cuentas del mal; no se alegra de la injusticia, sino que disfruta de la verdad. Disculpa, cree, espera...”

Este amor, llevado a la práctica en la vida matrimonial y en las relaciones humanas, es lo que da consistencia a nuestra sociedad y nos permite vislumbrar el amor que Dios nos tiene. Una vida sin amor es como un campo sin flores o como una tierra sin agua.
Ocultar esta realidad con sucedáneos de promesas estériles de poder, gloria, dinero y posesión de cosas, jamás nos llevará a crecer como personas y sí a sembrar vacíos de soledad, desánimo y muerte.
El amor da sentido a todo, aunque adulteremos su contenido.

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