Bajo el imperio de Antonino—dice Sulpicio Severo—, las Iglesias gozaron de paz.» Pero era una paz a la cual podían aplicarse aquellas palabras de Epicteto: «¡Oh César, en tu paz, cuánto sufro!» Paz insegura y borrascosa. Seguía en vigor el rescripto por el cual Trajano había dispuesto que no se persiguiese a los cristianos, pero que era preciso proceder contra ellos si se les acusaba regularmente.
Por otra parte, los pueblos eran fanáticos; los magistrados, débiles, y si los apologistas enviaban a los emperadores sus alegatos, los emperadores, a pesar de su filosofía algo teatral y de su piedad fofa, solían recibirlos con serena indiferencia. El motín es el amo; el populacho exige y ejecuta. Así sucedió en el martirio de San Policarpo.
Muerto Ignacio de Antioquía, Policarpo era el primer personaje de la cristiandad oriental. Príncipe del Asia le llama San Jerónimo; doctor del Asia le apellidaban los paganos mismos. Había conocido a Juan y a muchos de los que habían visto al Señor, y en él vivía la tradición apostólica. San Ireneo, discípulo suyo, decía de él: «Podría señalar todavía el lugar mismo donde se sentaba para predicar la palabra de Dios. Aún le veo entrar y salir; su paso, su mirada, su exterior, su género de vida, los discursos que dirigía al pueblo, todo está grabado en mi corazón. Paréceme que le estoy viendo contamos cómo había conocido a San Juan, y reproducirnos las palabras, los milagros, la doctrina de los que habían visto al Verbo de vida.»
La reputación de Policarpo había llegado hasta Roma. Cuando en 154 se presentó él mismo en la Ciudad Eterna, el Papa Aniceto le cedió el honor de pronunciar en la asamblea de los fieles las palabras de la consagración eucarística. En esta ocasión fue cuando se encontró con Marción, el jefe de los gnósticos. «¿Me conoces?»—preguntó el heresiarca—. «Sí—contestó el obispo—, sé que eres el primogénito del diablo.» Policarpo reunía en su grado eminente las virtudes de la vida pastoral, cuyo ideario le había trazado San Ignacio en una epístola escrita en su camino hacia Roma: conservar la unidad de la fe en la comunidad cristiana, resistir a los ataques del error, como el yunque a los golpes del martillo; gobernar la mística barca como un piloto que observa los vientos y arrostra las tempestades; unir a la prudencia de la serpiente la sencillez de la paloma; asegurar el bien por todos los medios y tolerar con amor el mal inevitable; distribuir el pan de la palabra, velar por la paz de las familias, rodear de especial solicitud el estado virginal, flor de la perfección cristiana; mirar por los más desgraciados del mundo, por los pobres, por los huérfanos y por los esclavos. Tal es el bello programa que el mártir de Roma trazaba al de Esmirna, y que éste realizó animosamente durante más de cincuenta años. Pero su actividad se extendía más allá del Asia, y buena prueba es su carta a los de Filipos, documento precioso de un gran valor dogmático y moral, que nos descubre en su autor una meditación constante de las Sagradas Escrituras, y en especial del Nuevo Testamento. Las Epístolas de San Pedro, de San Pablo, de San Juan;. los Actos de los Apóstoles, los Evangelios de San Lucas y San Mateo, dejaron en él huellas profundas. De él son estas palabras dirigidas contra los que se escandalizaban de la ignominia de la Cruz: «Cualquiera que no confiese que Jesús ha venido en la carne, es un anticristo.»
Tal era el hombre cuya muerte pidió a gritos la población de Esmirna entre los febriles alborozos de una fiesta. Once cristianos habían muerto ya despedazados por las fieras. Su heroísmo, su grandeza de alma ante la muerte, había exacerbado a la multitud. En el inmenso óvalo del estadio, bajo el sol abrasador, miles de voces empezaron a gritar: «¡Basta ya de ateos; que traigan a Policarpo!» El obispo permaneció sereno. Quien desde su juventud vivía en la esperanza del martirio, no iba a turbarse cuando se le acercaba la corona. Cediendo, sin embargo, a los consejos de la prudencia, se retiró a una granja de los alrededores de la ciudad, y allí estuvo varios días, rezando constantemente, según su costumbre, por la Iglesia universal. Pero un esclavo que había dejado en casa prometió, en medio del tormento, indicar el lugar de su refugio. Anochecía cuando la policía llegaba a la puerta. Pudo escapar, pero se contentó con decir: «¡Hágase la voluntad de Dios!» Bajó de la cámara alta, donde estaba cenando, y trabó conversación con los soldados. Su vejez les infundió respeto, su sangre fría les subyugó. «No sabemos—se decían unos a otros—por qué tienen tanto empeño por prender a este anciano tan divino.» Después de darles de comer y de beber, rogóles que le dejasen todavía algún tiempo para rezar. Durante dos horas rezó en voz alta, con gran admiración de los que le oían, recomendando al Señor todas las personas que había conocido en su larga vida, pequeños y grandes, ilustres y humildes, y en especial la Iglesia Católica, esparcida por el mundo. Terminada la oración, los soldados le subieron a un jumento y le condujeron a la ciudad.
En el camino encontraron un coche, que se detuvo delante del prisionero. Dentro venía el irenarca Herodes, una de las primeras dignidades de la curia, especie de prefecto de Policía. Herodes hizo que le trajesen al obispo, y trató de inducirle a la abjuración.
—¿Qué mal—decía—puede haber en decir: Señor César, y en sacrificar?
Al principio, Policarpo callaba, pero deseando librarse de las importunaciones, dijo al fin:
—No haré lo que me aconsejas.
Irritado de la negativa, el irenarca hirió al obispo y éste cayó en tierra, rompiéndose una pierna. Levantóse, sin perder su buen humor, y caminó a pie en medio de los soldados.
Aquella misma tarde, Policarpo era empujado al estadio. Su presencia fue recibida por una tempestad de gritos, insultos y blasfemias, entre las cuales se oyó una voz más poderosa que decía: «¡Valor, oh Policarpo, lucha denodadamente!» Llévesele ante el procónsul, y allí, en el mismo circo, transformado en tribunal, se celebró el impresionante interrogatorio, en que se nos descubre la energía serena del cristiano, la cobardía de la autoridad y la violencia de la turba sanguinaria:
El procónsul Cuádralo se informa de la identidad del reo, le mira con indiferencia simulada y le dice:
—Ten compasión de tu edad; jura por el genio del César; arrepiéntete y di conmigo: Mueran los ateos.
La multitud se agita en el estadio, sin disimular su ansiedad; el obispo dirige hacia ella una mirada triste y severa; levanta la mano hacia los que gritan pidiendo su muerte, y solloza:
—¡Mueran los ateos!
El procónsul insiste:
—Jura y te dejo en libertad: reniega de Cristo.
—Ochenta y seis años—responde Policarpo—hace que le sirvo; nunca me ha hecho el menor mal. ¿Cómo podría injuriar a mi Rey y a mi Salvador?
—Jura por el genio del César.
—Puesto que te empeñas en hacerme jurar por el genio del César, como dicen, y finges ignorar quién soy, escucha: soy cristiano. Si quieres saber lo que esto significa, dame un día de tregua y ten la bondad de oírme.
—Convence al pueblo.
—Yo te he considerado digno de exponerte mis razones. Tenemos obligación de honrar a los poderes establecidos por Dios. En cuanto a éstos, es inútil parlamentar con ellos.
La canalla de las grandes ciudades era para los mártires el mayor enemigo. Ellos la tratan con desdén; afectan no oír sus ladridos, se desdeñan de discutir con ella, y argumentan exclusivamente con la autoridad. Aceptan al pueblo como discípulo, no como juez, y al obrar de esta suerte estaban de acuerdo con los rescriptos imperiales, que sólo permitían contra los cristianos las acusaciones en forma. Sin darse cuenta de la intención del obispo, el procónsul reanudó el diálogo, diciendo:
—Tengo bestias feroces, si no te dejas convencer, voy a arrojarlas contra ti.
—Haz lo que quieras; no tenemos costumbre de mirar atrás, ni de ir de lo mejor a lo peor. Es una cosa buena pasar de los males de esta vida a la justicia perenne.
—Puesto que desprecias las fieras, te voy a hacer quemar vivo.
—Me amenazas con un fuego que quema una hora, y luego se apaga. ¿Ignoras el fuego que no se acaba? Ya tardas.
Cuadrato quería no tener que usar de medidas violentas, pero tuvo que declararse vencido. Por orden suya, un pregonero avanzó hasta el centro del estadio y gritó tres veces: «Policarpo se ha declarado cristiano.» La indignación de los espectadores estalló en denuestos estrepitosos, Muchos de los que vociferaban eran judíos. «¡Es el doctor del Asia—decían—; es el padre de los cristianos, el destructor de nuestros dioses! » Entretanto, el procónsul había desaparecido: quedaba allí el asiarca, organizador de los juegos. Los energúmenos le decían con gritos desaforados: « ¡Filipo, Filipo, un león para él!» Él se defendía con gestos de angustia: «No es posible; los juegos de animales han terminado.» El pueblo no insistió; pero un nuevo grito se levantó de los asientos circulares: «¡La hoguera, la hoguera!» Policarpo presenciaba la escena sin inmutarse. Vio que muchos dejaban las gradas y se dispersaban por los baños, los almacenes y las tiendas cercanas, buscando ramas y astillas. Unos minutos más tarde todo estaba preparado. Dispuesto a morir, Policarpo desató su ceñidor, se quitó la túnica y descalzóse con ayuda de algunos cristianos. «Ya antes de su martirio era honrado por su santidad.» Colocado sobre la pira, íbanle a clavar a un poste central, pero él lo impidió, diciendo: «Dejadme: el que me da la gracia de sufrir el fuego, me dará la fuerza de permanecer inmóvil.» De pie junto al madero, parecía una víctima ofrecida a Dios en holocausto. Mientras las lenguas de fuego empezaban a morder el aire, él rezaba en alta voz. Vióse luego la llama ondulante hincharse como vela de navío agitada por el viento y envolver en sus pliegues el cuerpo del mártir, que brillaba a través de la roja y transparente vestidura como un pan en el horno o como un precioso metal en el crisol. Un olor aromático inundó la inmensa arena. No obstante, el mártir seguía orando y respirando. Fue preciso que el verdugo le rematase con una puñalada en el corazón. La sangre brotó en abundancia, y al mismo tiempo, los cristianos vieron que una paloma cruzaba los aires, reconociendo en ella, como los artistas de las Catacumbas, el símbolo del alma pura que subía al Cielo.
Sabemos esta emocionante historia por una carta que la «iglesia de Dios que está en Esmirna dirigió a todas las partes de la Iglesia santa y católica, esparcida en las cuatro partes del mundo», uno de los más bellos monumentos de la antigüedad cristiana, relato de una épica elocuencia en su maravillosa sencillez, que respira toda la emoción nueva, toda la graciosa frescura, toda la intimidad conmovedora de la primitiva sociedad cristiana.
Por otra parte, los pueblos eran fanáticos; los magistrados, débiles, y si los apologistas enviaban a los emperadores sus alegatos, los emperadores, a pesar de su filosofía algo teatral y de su piedad fofa, solían recibirlos con serena indiferencia. El motín es el amo; el populacho exige y ejecuta. Así sucedió en el martirio de San Policarpo.
Muerto Ignacio de Antioquía, Policarpo era el primer personaje de la cristiandad oriental. Príncipe del Asia le llama San Jerónimo; doctor del Asia le apellidaban los paganos mismos. Había conocido a Juan y a muchos de los que habían visto al Señor, y en él vivía la tradición apostólica. San Ireneo, discípulo suyo, decía de él: «Podría señalar todavía el lugar mismo donde se sentaba para predicar la palabra de Dios. Aún le veo entrar y salir; su paso, su mirada, su exterior, su género de vida, los discursos que dirigía al pueblo, todo está grabado en mi corazón. Paréceme que le estoy viendo contamos cómo había conocido a San Juan, y reproducirnos las palabras, los milagros, la doctrina de los que habían visto al Verbo de vida.»
La reputación de Policarpo había llegado hasta Roma. Cuando en 154 se presentó él mismo en la Ciudad Eterna, el Papa Aniceto le cedió el honor de pronunciar en la asamblea de los fieles las palabras de la consagración eucarística. En esta ocasión fue cuando se encontró con Marción, el jefe de los gnósticos. «¿Me conoces?»—preguntó el heresiarca—. «Sí—contestó el obispo—, sé que eres el primogénito del diablo.» Policarpo reunía en su grado eminente las virtudes de la vida pastoral, cuyo ideario le había trazado San Ignacio en una epístola escrita en su camino hacia Roma: conservar la unidad de la fe en la comunidad cristiana, resistir a los ataques del error, como el yunque a los golpes del martillo; gobernar la mística barca como un piloto que observa los vientos y arrostra las tempestades; unir a la prudencia de la serpiente la sencillez de la paloma; asegurar el bien por todos los medios y tolerar con amor el mal inevitable; distribuir el pan de la palabra, velar por la paz de las familias, rodear de especial solicitud el estado virginal, flor de la perfección cristiana; mirar por los más desgraciados del mundo, por los pobres, por los huérfanos y por los esclavos. Tal es el bello programa que el mártir de Roma trazaba al de Esmirna, y que éste realizó animosamente durante más de cincuenta años. Pero su actividad se extendía más allá del Asia, y buena prueba es su carta a los de Filipos, documento precioso de un gran valor dogmático y moral, que nos descubre en su autor una meditación constante de las Sagradas Escrituras, y en especial del Nuevo Testamento. Las Epístolas de San Pedro, de San Pablo, de San Juan;. los Actos de los Apóstoles, los Evangelios de San Lucas y San Mateo, dejaron en él huellas profundas. De él son estas palabras dirigidas contra los que se escandalizaban de la ignominia de la Cruz: «Cualquiera que no confiese que Jesús ha venido en la carne, es un anticristo.»
Tal era el hombre cuya muerte pidió a gritos la población de Esmirna entre los febriles alborozos de una fiesta. Once cristianos habían muerto ya despedazados por las fieras. Su heroísmo, su grandeza de alma ante la muerte, había exacerbado a la multitud. En el inmenso óvalo del estadio, bajo el sol abrasador, miles de voces empezaron a gritar: «¡Basta ya de ateos; que traigan a Policarpo!» El obispo permaneció sereno. Quien desde su juventud vivía en la esperanza del martirio, no iba a turbarse cuando se le acercaba la corona. Cediendo, sin embargo, a los consejos de la prudencia, se retiró a una granja de los alrededores de la ciudad, y allí estuvo varios días, rezando constantemente, según su costumbre, por la Iglesia universal. Pero un esclavo que había dejado en casa prometió, en medio del tormento, indicar el lugar de su refugio. Anochecía cuando la policía llegaba a la puerta. Pudo escapar, pero se contentó con decir: «¡Hágase la voluntad de Dios!» Bajó de la cámara alta, donde estaba cenando, y trabó conversación con los soldados. Su vejez les infundió respeto, su sangre fría les subyugó. «No sabemos—se decían unos a otros—por qué tienen tanto empeño por prender a este anciano tan divino.» Después de darles de comer y de beber, rogóles que le dejasen todavía algún tiempo para rezar. Durante dos horas rezó en voz alta, con gran admiración de los que le oían, recomendando al Señor todas las personas que había conocido en su larga vida, pequeños y grandes, ilustres y humildes, y en especial la Iglesia Católica, esparcida por el mundo. Terminada la oración, los soldados le subieron a un jumento y le condujeron a la ciudad.
En el camino encontraron un coche, que se detuvo delante del prisionero. Dentro venía el irenarca Herodes, una de las primeras dignidades de la curia, especie de prefecto de Policía. Herodes hizo que le trajesen al obispo, y trató de inducirle a la abjuración.
—¿Qué mal—decía—puede haber en decir: Señor César, y en sacrificar?
Al principio, Policarpo callaba, pero deseando librarse de las importunaciones, dijo al fin:
—No haré lo que me aconsejas.
Irritado de la negativa, el irenarca hirió al obispo y éste cayó en tierra, rompiéndose una pierna. Levantóse, sin perder su buen humor, y caminó a pie en medio de los soldados.
Aquella misma tarde, Policarpo era empujado al estadio. Su presencia fue recibida por una tempestad de gritos, insultos y blasfemias, entre las cuales se oyó una voz más poderosa que decía: «¡Valor, oh Policarpo, lucha denodadamente!» Llévesele ante el procónsul, y allí, en el mismo circo, transformado en tribunal, se celebró el impresionante interrogatorio, en que se nos descubre la energía serena del cristiano, la cobardía de la autoridad y la violencia de la turba sanguinaria:
El procónsul Cuádralo se informa de la identidad del reo, le mira con indiferencia simulada y le dice:
—Ten compasión de tu edad; jura por el genio del César; arrepiéntete y di conmigo: Mueran los ateos.
La multitud se agita en el estadio, sin disimular su ansiedad; el obispo dirige hacia ella una mirada triste y severa; levanta la mano hacia los que gritan pidiendo su muerte, y solloza:
—¡Mueran los ateos!
El procónsul insiste:
—Jura y te dejo en libertad: reniega de Cristo.
—Ochenta y seis años—responde Policarpo—hace que le sirvo; nunca me ha hecho el menor mal. ¿Cómo podría injuriar a mi Rey y a mi Salvador?
—Jura por el genio del César.
—Puesto que te empeñas en hacerme jurar por el genio del César, como dicen, y finges ignorar quién soy, escucha: soy cristiano. Si quieres saber lo que esto significa, dame un día de tregua y ten la bondad de oírme.
—Convence al pueblo.
—Yo te he considerado digno de exponerte mis razones. Tenemos obligación de honrar a los poderes establecidos por Dios. En cuanto a éstos, es inútil parlamentar con ellos.
La canalla de las grandes ciudades era para los mártires el mayor enemigo. Ellos la tratan con desdén; afectan no oír sus ladridos, se desdeñan de discutir con ella, y argumentan exclusivamente con la autoridad. Aceptan al pueblo como discípulo, no como juez, y al obrar de esta suerte estaban de acuerdo con los rescriptos imperiales, que sólo permitían contra los cristianos las acusaciones en forma. Sin darse cuenta de la intención del obispo, el procónsul reanudó el diálogo, diciendo:
—Tengo bestias feroces, si no te dejas convencer, voy a arrojarlas contra ti.
—Haz lo que quieras; no tenemos costumbre de mirar atrás, ni de ir de lo mejor a lo peor. Es una cosa buena pasar de los males de esta vida a la justicia perenne.
—Puesto que desprecias las fieras, te voy a hacer quemar vivo.
—Me amenazas con un fuego que quema una hora, y luego se apaga. ¿Ignoras el fuego que no se acaba? Ya tardas.
Cuadrato quería no tener que usar de medidas violentas, pero tuvo que declararse vencido. Por orden suya, un pregonero avanzó hasta el centro del estadio y gritó tres veces: «Policarpo se ha declarado cristiano.» La indignación de los espectadores estalló en denuestos estrepitosos, Muchos de los que vociferaban eran judíos. «¡Es el doctor del Asia—decían—; es el padre de los cristianos, el destructor de nuestros dioses! » Entretanto, el procónsul había desaparecido: quedaba allí el asiarca, organizador de los juegos. Los energúmenos le decían con gritos desaforados: « ¡Filipo, Filipo, un león para él!» Él se defendía con gestos de angustia: «No es posible; los juegos de animales han terminado.» El pueblo no insistió; pero un nuevo grito se levantó de los asientos circulares: «¡La hoguera, la hoguera!» Policarpo presenciaba la escena sin inmutarse. Vio que muchos dejaban las gradas y se dispersaban por los baños, los almacenes y las tiendas cercanas, buscando ramas y astillas. Unos minutos más tarde todo estaba preparado. Dispuesto a morir, Policarpo desató su ceñidor, se quitó la túnica y descalzóse con ayuda de algunos cristianos. «Ya antes de su martirio era honrado por su santidad.» Colocado sobre la pira, íbanle a clavar a un poste central, pero él lo impidió, diciendo: «Dejadme: el que me da la gracia de sufrir el fuego, me dará la fuerza de permanecer inmóvil.» De pie junto al madero, parecía una víctima ofrecida a Dios en holocausto. Mientras las lenguas de fuego empezaban a morder el aire, él rezaba en alta voz. Vióse luego la llama ondulante hincharse como vela de navío agitada por el viento y envolver en sus pliegues el cuerpo del mártir, que brillaba a través de la roja y transparente vestidura como un pan en el horno o como un precioso metal en el crisol. Un olor aromático inundó la inmensa arena. No obstante, el mártir seguía orando y respirando. Fue preciso que el verdugo le rematase con una puñalada en el corazón. La sangre brotó en abundancia, y al mismo tiempo, los cristianos vieron que una paloma cruzaba los aires, reconociendo en ella, como los artistas de las Catacumbas, el símbolo del alma pura que subía al Cielo.
Sabemos esta emocionante historia por una carta que la «iglesia de Dios que está en Esmirna dirigió a todas las partes de la Iglesia santa y católica, esparcida en las cuatro partes del mundo», uno de los más bellos monumentos de la antigüedad cristiana, relato de una épica elocuencia en su maravillosa sencillez, que respira toda la emoción nueva, toda la graciosa frescura, toda la intimidad conmovedora de la primitiva sociedad cristiana.
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