miércoles, 5 de diciembre de 2012

SAN SABAS DE JERUSALÉN

Un medio del desierto de Judea, en los barrancos del Cedrón, rodeada por un paisaje de sed, de espejismos y de desolación, adornada de extraños balconcillos de cañas y de palmas, y colgada o embutida en las asperidades perpendiculares de adusta roca, se levanta una construcción singular, aldea aérea, que existe allí desde hace quince siglos. Es la laura de cenobitas, que del nombre de su fundador se llama Mar-Saba. Este paisaje austero sirve de marco a la vida de uno de los más famosos anacoretas.

Sabas había nacido en Mutalasca, villa poco nombrada de Capadocia. A los veinte años se presenta en Jerusalén, y atraído, más aún que por los Santos Lugares, por la fama de los grandes penitentes, llama a las puertas del monasterio de Pasarión. «Para un mozo como tú—díjole un día el superior—nuestra vida debe ser difícil de llevar.» Sabas contestóle que se hallaba muy a gusto; pero poco después, habiendo oído hablar de la regla que imponía San Eutimio en el desierto de Palestina, se fue allá, deseoso de mayores austeridades. El nuevo archimandrita hizo cuanto pudo por disuadirlo: «Nuestra vida—le decía—es a propósito para los viejos, que ya no tememos a la muerte ni la fatiga; los jóvenes como tú difícilmente se acostumbrarían a nuestro ayuno, a nuestro silencio, a nuestra penitencia.» Vencido, no obstante, por las súplicas ardientes del mancebo, admitióle como novicio. Nada podía amedrentar su espíritu de humildad y sacrificio. Servía de criado a los leñadores, y como era alto y robusto, pedía que le permitiesen llevar la misma carga que un camello.

Después de mucho tiempo. San Eutimio le llamó y le dijo: «Hace diez años que eres novicio y aún no me has pedido que te admita definitivamente.» El pobre monje creyó que el archimandrita se burlaba de él. ¿Diez años aquellos pocos días?... «Padre mío—dijo entonces Sabas—, sólo te pido que me permitas retirarme algún tiempo a una gruta apartada para ayunar en silencio y trabajar con mis manos pecadoras.» Obtenido el permiso, se retiró al desierto, y allí vivió durante cinco años, sin ir al monasterio sino para entregar cada semana los cestos de mimbre que tejía. Así hasta que descubrió la soledad absoluta en la cima del Cedrón, que lleva su nombre. Todo allí le invitaba a volver loa ojos hacia su alma: el sitio, de una tristeza acongojante; la tierra, cenicienta; la aspereza de las rocas, la llanura; sin una fuente, sin un árbol, sin un sendero que indicase el camino de Belén o de Jericó. Para vivir, escogió el solitario una caverna, a la cual tenía que trepar haciendo equilibrios temerarios. Allí vivió solo, sin hablar, casi sin comer, durmiendo poco y orando sin tregua, durante un lustro, hasta que empezó a hablarse de él, y, contra su voluntad, se vio rodeado de discípulos. Por ellos hizo lo que no se le hubiera ocurrido hacer por sí mismo: orando a hurtadillas, consiguió que brotase una fuente. Luego edificó una capilla de cañas y de barro. Tenía ya setenta años, cuando una anciana llegóse hasta él diciendo: «Hijo mío, yo soy tu madre y quiero morir cerca de ti. He llegado al fin de mi jornada y siento que el soplo se apaga en mi pecho.» El santo arrodillóse al lado de ella, y sosteniendo su cabeza entre las manos, oró largo rato.

Con la fama de la penitencia llovían las limosnas, y con las limosnas mejoraron los edificios primitivos y se aumentaron los cenobitas, pero muchos de ellos, mal hechos a la austeridad, se rebelaron contra su jefe. Entristecido, pero no irritado, Sabas busca otro retiro. Los de Mar-Saba corrieron la voz de que le habían devorado los leones, pero los leones le respetaban más que sus discípulos. El patriarca de Jerusalén le ordenó que se pusiese al frente de su laura, y entonces fue cuando, al entrar en su antigua caverna, la encontró ocupada por un león que dormía. «¡Pobre animal!», murmuró; y después de orar largo rato, quedóse dormido junto a él. Cuando despertó, el león estaba a su lado y le lamía las heridas que le habían causado los guijarros del camino. La noche siguiente, el león volvió de nuevo, y durante un año compartió el duro lecho y el negro pan del archimandrita.

Ya casi octogenario, Sabas, restaurador y organizador de la vida monástica, empieza a tomar parte en los negocios de la Iglesia. Todo el Oriente arde en acaloradas disputas. Los discípulos de Eutiques combaten a los de Nestorio, y la ortodoxia se levanta enfrente de unos y otros. En 511, Sabas se dirige a Constantinopla, enviado por el patriarca de Jerusalén. La carta de presentación al emperador empieza por estas palabras:

«Os envío a los más ilustres servidores de Dios, superiores de todo el desierto, y con ellos al venerable Sabas, luz de toda Palestina.» Admitidos a la presencia del emperador Anastasio, los comisionados exponen sus deseos. Sólo Sabas permanece silencioso. Ante su actitud, el emperador le pregunta: «Y vos. Padre, ¿no tenéis nada que pedirme después de haber emprendido tan largo viaje?» «Sí—responde el abad—, tengo una cosa: es que devolváis la paz a la Iglesia.» Unos años más tarde aparece en Jerusalén para defender la ortodoxia. El desierto se despuebla a su paso, y diez mil monjes, las caras demacradas, los ojos fulgurantes, sucios y desgarrados los mantos, entran con él en la Ciudad Santa; gritando a una voz: «Anatema a Eutiques, anatema a Nestorio, anatema a los herejes. » A los noventa años, el viejo conservaba todo el vigor del joven que pedía la carga de un camello. Véase en qué tono escribía al emperador: «No sufriremos que se añada ni una tilde a los decretos de los trescientos dieciocho Padres de Nicea ni a las decisiones de los otros tres Concilios. Dispuestos estamos a derramar por ellos nuestra sangre y a soportar mil muertes si necesario fuere.» Todavía se presentó una vez más en Constantinopla para intervenir en los consejos de Justiniano. "No sé—decía—si me recibirá el basileus; pero si no me recibe moriré a la puerta de su palacio orando por él y por mis hermanos de Judea.» El emperador le recibió y le escuchó benévolamente. Al despedirle, hizo que le diesen una suma de dinero: «Guardadlo vos, señor—dijo Sabas—, que yo no lo necesito.» «Bendecidme», exclamó entonces Justiniano; y Sabas le dio su bendición, le prometió conquistas en África, en Italia y en España, y se volvió a morir en su caverna.

En aquella altura están todavía los discípulos del santo, monjes basilios, de hábitos negros, de negros birretes, de barbas negras y de ojos negros, que brillan en la cara, de una palidez ebúrnea, como la de sus iconos. Suspendido en el abismo, se ve el sendero que conduce a la celda de San Sabas, sin puertas, como cuando entraban en ella los leones. En uno de los desfiladeros del barranco, como un esqueleto vegetal, se alza en el aire calcinado la palmera que Sabas plantó. Abajo, los monjes han logrado hacer florecer unos jardincillos, donde cultivan raquíticas hortalizas. Hay muros y torres, detrás de los cuales se esconden el claustro y la iglesia, pero el verdadero cenobio sigue siendo un laberinto de celdas troglodíticas. Cuando llega algún peregrino, un monje aparece en lo alto de una almena y deja caer un cesto sostenido por una cuerda, en el cual hay que depositar los documentos de identidad. Al cabo de media hora el monje surge escrutador detrás de un postigo, se entreabre una puerta, y el viajero puede descansar en el diván de una torre inexpugnable. Son precauciones necesarias en una tierra de beduinos y salteadores.

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