¿Cómo es posible, señora—decía la bondadosa sirvienta—, que conservéis esa serenidad en medio de tantas desgracias?
—¿Y qué adelantamos con llorar?—respondió la reina—. Cierto que a veces es difícil dominar nuestros sentidos, pero cuando el dolor me agobia pienso en lo que Cristo sufría en la cruz, y eso me llena de consuelo.
—Pero, ¡es tan terrible lo que os ha pasado! En pocos días lo habéis perdido todo: los honores, las riquezas, el reino, el marido. Y ¡cuánta ingratitud en gentes que sólo beneficios habían recibido de vos!
—¡Vamos, Ingunda!, no me hagas creer que tiene algún mérito mi prisión. Todavía me quedas tú para consolarme; y no deja de aliviar un poco el poder repetir las palabras del santo Job: «El Señor me lo dio, el Señor me lo quitó; que sea bendito su santo nombre.»
Quienes así hablaban eran una reina destronada y su antigua camarera, la única servidora que le quedaba. Alta, bella, joven, la reina juntaba en su exterior todos los atractivos que añaden a la desgracia un nuevo motivo de compasión. El dolor sereno tenía en su rostro un brillo más amable que aquel otro con que antes le iluminaba la alegría de la felicidad, aquella felicidad que le había sonreído a la niña desde la cuna. Hija del rey de Borgoña, había crecido entre fiestas de palacios y castillos señoriales. A los dieciséis años, Lotario, rey de Italia, la hace su esposa. Pronto a la reina se junta en ella la madre. ¡Con qué transportes de júbilo había visto el nacimiento de Emma, regio vástago de un tálamo real! Pero su destino la había traído al mundo en aquel siglo oscuro, siglo de traiciones, de intrigas, de ocasos y levantes de imperios. Ella iba a ser uno de los juguetes de la marejada. Un día, el marqués de Ivrea, Berengario, codicia el reino de Italia. Lotario es traicionado, huye, muere: Adelaida cae en manos del usurpador, le arrancan a su hija de los brazos, la encierran en una fortaleza de la alta Italia. La pompa antigua se ha desvanecido como humo, y he aquí ahora a la joven reina encerrada en una habitación estrecha, oscura, húmeda e incómoda, estrechamente vigilada y expuesta a todas las humillaciones y malos tratamientos. De cuando en cuando entra un caballero de larga melena y cinturón reluciente, que le dice con altanería:
—Señora, es preciso que os decidáis de una vez.
Adelaida permanece silenciosa, dulce, pero inquebrantable; o bien dice sencillamente:
—¿Es posible que rompáis así vuestro juramento de fidelidad?
Otras veces la que entra en la prisión es una mujer que viene arrastrando sedas y dejando una estela de perfumes. La prisionera tiene que hacer esfuerzos inauditos para conservar su serenidad delante de ella. Esta importuna visitante es la nueva reina, Vila, la esposa del usurpador. Vila da comienzo a la entrevista con una suavidad mal disimulada. Promete libertad, honores, riquezas; pero quiere obtener una cosa: que su cautiva renuncie al trono en que ella se sienta injustamente. Adelaida sigue callando, no quiere discutir por temor a sus palabras; piensa en su hija, llora y reza. Su rival se irrita, amenaza, y hace estallar su cólera en golpes y puntapiés. Más de una vez Adelaida rueda por la habitación arrastrada de los cabellos.
A fuerza de resignación, la cárcel iba perdiendo su horror para la ilustre prisionera. Dios vivía con ella, y el pensamiento de sufrir por Él la inundaba de alegría, aunque no por eso dejaba de poner los medios para salir de su encierro. Imaginaba planes de evasión, aunque no veía el camino de realizarlos. Por la puerta era imposible escapar: los guardias vigilaban constantemente, y aunque hubiera podido burlarlos, se hubiera visto detenida por los fosos, las cadenas los puentes levadizos. Al asomar los ojos por la estrecha ventana, se estremecía viendo allá en el fondo las aguas cenagosas del lago de Garda, cuya profundidad le era imposible medir. Pero una noche llegó hasta ella una voz desde la habitación contigua:
—Señora, si podéis pasar hasta aquí, estamos salvos.
Dos guerreros custodiaban el corredor. Ingunda se acercó a ellos.
—Mi señora—les dijo—se va morir de tristeza, y desearía purificar su alma con el sacerdote de Cristo. A estas palabras acompañó un regalo, la última joya que la reina conservaba como recuerdo de su pasada grandeza. Los centinelas asintieron gozosos, y, guiadas por ellos, las dos mujeres entraron en la habitación del capellán. Este había hecho tiras con las mantas del lecho, y atándolas unas a otras, tenía la soga necesaria para descolgarse hasta el lago. El lago, en aquella extremidad, era, según él, poco profundo, y el agua misma podía facilitar la evasión. Ni Adelaida, ni Ingunda se asustaron del plan. Una tras otra se deslizaron por la estrecha saetera, y cautelosamente descendieron sujetándose a la cuerda improvisada. Siguiólas el clérigo. El agua les cubría hasta medio cuerpo; pero con la alegría de la libertad, ni siquiera la sentían. Avanzando lentamente, llegaron a tierra, y durante algún tiempo caminaron por la orilla del lago. El viento y la oscuridad favorecían la evasión. Al poco tiempo, el clérigo se separó para ir a dar la noticia a un castellano de las cercanías y pedirle su favor. Entre tanto, las dos mujeres se escondieron entre el follaje de la ribera, y allí permanecieron todo el día siguiente, aguardando la muerte de un momento a otro. Las gentes de la fortaleza las buscaban, y más de una vez pasaron cerca de su escondrijo. Llegó la noche y empezaron a sentir hambre, cuando, a la luz de la luna, vieron que una lancha se acercaba a la ribera, y dentro de la lancha no tardaron en descubrir a un pescador. Las dos fugitivas temblaron de pies a cabeza y hacían esfuerzos desesperados para ocultarse a las miradas de aquel desconocido. Fue inútil. Al verse descubiertas, decidiéronse a dejar las malezas, y, dirigiéndose al barquero, le dijeron con voz suplicante:
—Buen hombre, queremos confiarnos a tu bondad; somos unas pobres peregrinas que hemos perdido la ruta, y si no vienes en nuestro auxilio nos vamos a morir de necesidad.
El pescador se compadeció de ellas y las recogió en su barca.
—Poco es—dijo—lo que puedo ofreceros, pero aquí tengo agua y un pez grande que acabo de coger.
Además, como todos los que se dedican a pescar, dice el biógrafo, tenía fuego. Era bastante para remediar una necesidad urgente. Generosamente, puso el pez en el fuego, y cuando la piel empezó a tomar un color rosado, lo partió y lo puso delante de las dos mujeres. Fue una cena sencilla, pero sabrosa, interrumpida por un trote de caballos. AI oírle, Adelaida empezó a temblar, pensando que serian sus perseguidores. A punto estuvo de pedir al pescador que la llevase lago adentro. De pronto, apareció una sombra en la orilla, y al mismo tiempo se oyó una voz. ¡Oh alegría! Era el fiel capellán, que venía con un grupo de caballeros dispuestos a salvar a su antigua señora. Rápidamente la arrancaron de la lancha, y al amanecer entraban ya con ella en el castillo de Canosa.
Así salió la reina de Italia del poder de sus enemigos. Vino después el asedio de Canosa por Berengario, que quería recuperar su presa; pero en lo alto de los Alpes se oyen galopar de corceles y estruendos de tropas guerreras: es el rey de Germania, que viene a poner orden en las facciones italianas. Berengario huye delante de Otón; Adelaida cae de hinojos ante su libertador, llena de agradecimiento. El príncipe la levanta, y, prendado de su discreción, de su hermosura y de su historia, la hace su esposa. Nuevamente es reina de Italia, y los pueblos germánicos la llaman su señora. Nace el Imperio romano-germánico, y el Pontífice de Roma coloca sobre las sienes de Otón y Adelaida la corona de Carlomagno. Así suele dar vueltas la fortuna. Los antiguos verdugos se han convertido en humildes vasallos (951).
Pero la emperatriz no sabe vengarse más que haciendo beneficios. En torno suyo reina el perdón, la suavidad, la mansedumbre. Ni en su frente hay altivez, ni orgullo en su corazón. Recuerda las vicisitudes pasadas y piensa en aquella primera gloria que se pasó como un sueño. Tal vez se decía en su interior, como el rey de la fábula:
A reinar, fortuna, vamos;
no me despiertes, si sueño,
y si es verdad, no me aduermas;
mas sea verdad o sueño,
obrar bien es lo que importa;
si fuere verdad, por serlo,
si no, por ganar amigos
para cuando despertemos.
Obrar bien: tales son las palabras que resumen la vida de Adelaida en el palacio imperial durante casi cincuenta años: amar y admirar a su marido, educar a sus hijos, repartir su oro entre los pobres, levantar iglesias, castigar su carne y sembrar a su paso la alegría y el consuelo. Y los pueblos que llamaron a su marido Otón el Grande, le dieron a ella el título más hermoso de Adelaida la Santa.
—¿Y qué adelantamos con llorar?—respondió la reina—. Cierto que a veces es difícil dominar nuestros sentidos, pero cuando el dolor me agobia pienso en lo que Cristo sufría en la cruz, y eso me llena de consuelo.
—Pero, ¡es tan terrible lo que os ha pasado! En pocos días lo habéis perdido todo: los honores, las riquezas, el reino, el marido. Y ¡cuánta ingratitud en gentes que sólo beneficios habían recibido de vos!
—¡Vamos, Ingunda!, no me hagas creer que tiene algún mérito mi prisión. Todavía me quedas tú para consolarme; y no deja de aliviar un poco el poder repetir las palabras del santo Job: «El Señor me lo dio, el Señor me lo quitó; que sea bendito su santo nombre.»
Quienes así hablaban eran una reina destronada y su antigua camarera, la única servidora que le quedaba. Alta, bella, joven, la reina juntaba en su exterior todos los atractivos que añaden a la desgracia un nuevo motivo de compasión. El dolor sereno tenía en su rostro un brillo más amable que aquel otro con que antes le iluminaba la alegría de la felicidad, aquella felicidad que le había sonreído a la niña desde la cuna. Hija del rey de Borgoña, había crecido entre fiestas de palacios y castillos señoriales. A los dieciséis años, Lotario, rey de Italia, la hace su esposa. Pronto a la reina se junta en ella la madre. ¡Con qué transportes de júbilo había visto el nacimiento de Emma, regio vástago de un tálamo real! Pero su destino la había traído al mundo en aquel siglo oscuro, siglo de traiciones, de intrigas, de ocasos y levantes de imperios. Ella iba a ser uno de los juguetes de la marejada. Un día, el marqués de Ivrea, Berengario, codicia el reino de Italia. Lotario es traicionado, huye, muere: Adelaida cae en manos del usurpador, le arrancan a su hija de los brazos, la encierran en una fortaleza de la alta Italia. La pompa antigua se ha desvanecido como humo, y he aquí ahora a la joven reina encerrada en una habitación estrecha, oscura, húmeda e incómoda, estrechamente vigilada y expuesta a todas las humillaciones y malos tratamientos. De cuando en cuando entra un caballero de larga melena y cinturón reluciente, que le dice con altanería:
—Señora, es preciso que os decidáis de una vez.
Adelaida permanece silenciosa, dulce, pero inquebrantable; o bien dice sencillamente:
—¿Es posible que rompáis así vuestro juramento de fidelidad?
Otras veces la que entra en la prisión es una mujer que viene arrastrando sedas y dejando una estela de perfumes. La prisionera tiene que hacer esfuerzos inauditos para conservar su serenidad delante de ella. Esta importuna visitante es la nueva reina, Vila, la esposa del usurpador. Vila da comienzo a la entrevista con una suavidad mal disimulada. Promete libertad, honores, riquezas; pero quiere obtener una cosa: que su cautiva renuncie al trono en que ella se sienta injustamente. Adelaida sigue callando, no quiere discutir por temor a sus palabras; piensa en su hija, llora y reza. Su rival se irrita, amenaza, y hace estallar su cólera en golpes y puntapiés. Más de una vez Adelaida rueda por la habitación arrastrada de los cabellos.
A fuerza de resignación, la cárcel iba perdiendo su horror para la ilustre prisionera. Dios vivía con ella, y el pensamiento de sufrir por Él la inundaba de alegría, aunque no por eso dejaba de poner los medios para salir de su encierro. Imaginaba planes de evasión, aunque no veía el camino de realizarlos. Por la puerta era imposible escapar: los guardias vigilaban constantemente, y aunque hubiera podido burlarlos, se hubiera visto detenida por los fosos, las cadenas los puentes levadizos. Al asomar los ojos por la estrecha ventana, se estremecía viendo allá en el fondo las aguas cenagosas del lago de Garda, cuya profundidad le era imposible medir. Pero una noche llegó hasta ella una voz desde la habitación contigua:
—Señora, si podéis pasar hasta aquí, estamos salvos.
Dos guerreros custodiaban el corredor. Ingunda se acercó a ellos.
—Mi señora—les dijo—se va morir de tristeza, y desearía purificar su alma con el sacerdote de Cristo. A estas palabras acompañó un regalo, la última joya que la reina conservaba como recuerdo de su pasada grandeza. Los centinelas asintieron gozosos, y, guiadas por ellos, las dos mujeres entraron en la habitación del capellán. Este había hecho tiras con las mantas del lecho, y atándolas unas a otras, tenía la soga necesaria para descolgarse hasta el lago. El lago, en aquella extremidad, era, según él, poco profundo, y el agua misma podía facilitar la evasión. Ni Adelaida, ni Ingunda se asustaron del plan. Una tras otra se deslizaron por la estrecha saetera, y cautelosamente descendieron sujetándose a la cuerda improvisada. Siguiólas el clérigo. El agua les cubría hasta medio cuerpo; pero con la alegría de la libertad, ni siquiera la sentían. Avanzando lentamente, llegaron a tierra, y durante algún tiempo caminaron por la orilla del lago. El viento y la oscuridad favorecían la evasión. Al poco tiempo, el clérigo se separó para ir a dar la noticia a un castellano de las cercanías y pedirle su favor. Entre tanto, las dos mujeres se escondieron entre el follaje de la ribera, y allí permanecieron todo el día siguiente, aguardando la muerte de un momento a otro. Las gentes de la fortaleza las buscaban, y más de una vez pasaron cerca de su escondrijo. Llegó la noche y empezaron a sentir hambre, cuando, a la luz de la luna, vieron que una lancha se acercaba a la ribera, y dentro de la lancha no tardaron en descubrir a un pescador. Las dos fugitivas temblaron de pies a cabeza y hacían esfuerzos desesperados para ocultarse a las miradas de aquel desconocido. Fue inútil. Al verse descubiertas, decidiéronse a dejar las malezas, y, dirigiéndose al barquero, le dijeron con voz suplicante:
—Buen hombre, queremos confiarnos a tu bondad; somos unas pobres peregrinas que hemos perdido la ruta, y si no vienes en nuestro auxilio nos vamos a morir de necesidad.
El pescador se compadeció de ellas y las recogió en su barca.
—Poco es—dijo—lo que puedo ofreceros, pero aquí tengo agua y un pez grande que acabo de coger.
Además, como todos los que se dedican a pescar, dice el biógrafo, tenía fuego. Era bastante para remediar una necesidad urgente. Generosamente, puso el pez en el fuego, y cuando la piel empezó a tomar un color rosado, lo partió y lo puso delante de las dos mujeres. Fue una cena sencilla, pero sabrosa, interrumpida por un trote de caballos. AI oírle, Adelaida empezó a temblar, pensando que serian sus perseguidores. A punto estuvo de pedir al pescador que la llevase lago adentro. De pronto, apareció una sombra en la orilla, y al mismo tiempo se oyó una voz. ¡Oh alegría! Era el fiel capellán, que venía con un grupo de caballeros dispuestos a salvar a su antigua señora. Rápidamente la arrancaron de la lancha, y al amanecer entraban ya con ella en el castillo de Canosa.
Así salió la reina de Italia del poder de sus enemigos. Vino después el asedio de Canosa por Berengario, que quería recuperar su presa; pero en lo alto de los Alpes se oyen galopar de corceles y estruendos de tropas guerreras: es el rey de Germania, que viene a poner orden en las facciones italianas. Berengario huye delante de Otón; Adelaida cae de hinojos ante su libertador, llena de agradecimiento. El príncipe la levanta, y, prendado de su discreción, de su hermosura y de su historia, la hace su esposa. Nuevamente es reina de Italia, y los pueblos germánicos la llaman su señora. Nace el Imperio romano-germánico, y el Pontífice de Roma coloca sobre las sienes de Otón y Adelaida la corona de Carlomagno. Así suele dar vueltas la fortuna. Los antiguos verdugos se han convertido en humildes vasallos (951).
Pero la emperatriz no sabe vengarse más que haciendo beneficios. En torno suyo reina el perdón, la suavidad, la mansedumbre. Ni en su frente hay altivez, ni orgullo en su corazón. Recuerda las vicisitudes pasadas y piensa en aquella primera gloria que se pasó como un sueño. Tal vez se decía en su interior, como el rey de la fábula:
A reinar, fortuna, vamos;
no me despiertes, si sueño,
y si es verdad, no me aduermas;
mas sea verdad o sueño,
obrar bien es lo que importa;
si fuere verdad, por serlo,
si no, por ganar amigos
para cuando despertemos.
Obrar bien: tales son las palabras que resumen la vida de Adelaida en el palacio imperial durante casi cincuenta años: amar y admirar a su marido, educar a sus hijos, repartir su oro entre los pobres, levantar iglesias, castigar su carne y sembrar a su paso la alegría y el consuelo. Y los pueblos que llamaron a su marido Otón el Grande, le dieron a ella el título más hermoso de Adelaida la Santa.
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