Nada más temible que el poder de aquellos guerreros visigodos que se establecen en la Península ibérica durante el siglo V. Raza vigorosa y joven, aureolada con el prestigio de la victoria, aparecía como envuelta en el esplendor fabuloso de una aurora llena de promesas irrealizables. Sin embargo, su grandeza iba a ser efímera; como el torrente siciliano que guardaba los despojos del primero de sus reyes, el río de la civilización debía pasar sobre ella y esconder su tumba. Su fatalidad fue gastar sus energías al servicio de una obra infecunda, perder lo mejor de su vida en defensa del arrianismo. El más valiente, el más poderoso y el más sagaz de sus reyes, fue un arriano furibundo y un perseguidor. Entre los numerosos aciertos de su política, tuvo un gran desacierto, que manchó su nombre: el de haber querido establecer la unidad religiosa de su reino a base de la teología arriana. Pronto se dio cuenta de que lo que debiera ser un lazo de unión se convertía en manzana de discordia. Primero, en su mismo palacio: una princesa que humedece con su sangre y con sus lágrimas los mármoles brillantes, arrastrada por la furia de la reina; después, entre dominados y dominadores, y, finalmente, entre los hombres de su misma raza.
Godo, como él, era Masona, el metropolitano de Mérida, que resistía a todas las cometidas de su poder. Cuando estalló la persecución en 580, Masona se había creado ya un nombre ilustre en toda España. Reverenciábasele, no sólo por su ilustre nacimiento y por la dignidad que ocupaba, sino también por la austeridad de su vida y la ortodoxia de su fe. En diez años que llevaba gobernando la sede emeritense, habíase conquistado el cariño de todas las gentes de la tierra por sus liberalidades, por la afabilidad de su trato, por su humildad y por su amor a los pobres. Antes, su nombre había corrido lo mismo entre los católicos como entre los arríanos, admirados de ver a un hombre que en la flor de la juventud abandonaba la herejía de sus padres, despreciaba un risueño porvenir y se encerraba en un monasterio junto a la basílica de Santa Eulalia. Aclamado obispo por el pueblo de Mérida, se había revelado desde el primer momento, no acaso como un sabio a semejanza de Leandro de Sevilla, pero sí como un hombre de acción y como un santo. En cierto sentido, era el mayor prestigio del episcopado católico. Así lo comprendía el rey, empeñado desde el primer momento en ganarse la adhesión de aquel hombre famoso. Entablóse primero una lucha a distancia. Tres veces llegaron los emisarios de Toledo al palacio episcopal de Mérida, y tres veces fueron rechazados sus ofrecimientos y despreciadas sus amenazas. Quiere entonces arrojarle de Mérida, pero el pueblo se agrupa en torno suyo para defenderle, y no es el momento de crear nuevos conflictos, pues su hijo Hermenegildo acaba de rebelarse en Sevilla. Sin embargo, manda un obispo arriano a la ciudad. Es un hombre llamado Sunna, «de frente adusta, de ojos torvos, de hablar obsceno, de costumbres perversas, de ingenio intrigante, de aspecto facineroso». No obstante, está orgulloso de su saber, y Leovigildo confía también en su ciencia, pues propone al clero y al pueblo de Mérida la celebración de una disputa pública para conocer de qué lado estaba la verdad. Los dos obispos debían presentarse, uno frente a otro, en el atrio del palacio. Era imposible rehuir la contienda. Durante un momento se creyó que Masona había desaparecido. La ansiedad era enorme entre los católicos. Sunna y los suyos recorrían la ciudad con aire de triunfadores.
—Pero ¿dónde está vuestro obispo?—preguntaban a sus adversarios con tono de desdén.
Masona se había retirado a la basílica de Santa Eulalia para prepararse a la lucha con ayunos y oraciones. Temblaba con razón, porque de su habilidad dependía el triunfo de la ortodoxia. Su aparición a los tres días dentro de la ciudad disipó las angustias y preocupaciones de los fieles.
—No dudéis un momento de la victoria—dijo a los suyos. Y aguardó tranquilamente a su rival.
Llegó Sunna, acompañado de gentes algareras, llagaron les jueces nombrados por el rey y por la Iglesia, sentáronse los dos obispos, y empezó aquel certamen que tenía suspensa a toda la nación. Habló Sunna con ampulosidad y grandes voces, insultando a sus enemigos más que exponiendo su doctrina; respondió Masona con suavidad y moderación; fue acalorándose la disputa; de una y otra parte se cruzaban textos de la Sagrada Escritura y de los Padres, argumentos teológicos y comentarios bíblicos. De repente, el obispo arriano se quedó sin saber qué contestar; algunos de su campo salieron en su defensa, pero fueron también refutados. Los mismos arrianos se hacían lenguas de la elocuencia de Masona. «El Señor—dice su biógrafo—puso tal gracia aquel día en sus labios, que, aunque era un buen orador, jamás habló de una manera tan admirable como entonces.» Fuera de sí, la muchedumbre le arrebató y le llevó en triunfo hasta la basílica de la mártir, entre vítores y cánticos sagrados.
Fue una alegría de corta duración. A los pocos días, los agentes del rey se apoderaron del santo obispo y, bien escoltado, le llevaban a Toledo. Durante largo trecho le acompañó hacia el destierro la ciudad de Mérida en masa, llorando inconsolablemente. También él lloró al despedirles con un discurso en que recomendaba la moderación y la paciencia. Leovigildo no había desesperado aún de atraerle a su secta. Díjole que, entendido como él lo entendía, el arrianismo apenas si se diferenciaba del catolicismo. Veneraba las reliquias de los mártires, prohibía rebautizar a los convertidos, y sólo exigía «que se diese gloria al Padre por el Hijo en el Espíritu Santo»; una fórmula, decía él, que podía ser aceptada lo mismo por los católicos que por los arrianos. A estas argucias, Masona respondía siempre lo mismo: «Creo en la consubstancialidad del Padre y del Hijo.» Entonces el rey le amenazó con confinarle en un rincón de la Península.
—¿Tratas de amedrentarme con el destierro?—dijo él—. Pues has de saber que no le temo. Si sabes de alguna región donde no esté Dios, mándame a ella.
—Y ¿dónde no está, imbécil?—repuso el rey.
—Te lo preguntaba—volvió a decir el obispo—, porque parecías creer que el destierro me asusta; yo bien sé que dondequiera que me lleves, allí me seguirá la piedad divina.
Habíase llegado a este punto del interrogotario cuando estalló una tempestad tan furiosa, que el rey se sobrecogió. Masona quiso aprovechar aquella ocasión para hacer un llamamiento a la conciencia de su perseguidor:
—Eres rey—le dijo—; pero he aquí otro rey a quien debemos temer más que a ti.
Sin darse por entendido, Leovigildo dio fin a la enojosa entrevista pronunciando la sentencia: «Mandamos que Masona, arrancado al punto de nuestra vista, sea relegado al destierro por incompatible con nuestras costumbres, enemigo de nuestra fe y contrario a la religión.» Inmediatamente fue recluído en un monasterio.
Esto sucedía en 582, cuando Leovigildo preparaba su expedición contra Hermenegildo y las ciudades que seguían su causa. Entre ellas estaba Mérida con toda su región. Los emeritenses habían respondido al destierro de su obispo poniéndose de parte del príncipe. Hacia ellos se dirigió ante todo el rey arriano antes de atacar directamente a su hijo, y la suerte de las armas seguía favoreciéndole hasta los últimos años de su vida. A fines de aquel año se apoderaba de Cáceres, y poco después entraba en Mérida. Hermenegildo se defiende heroicamente en Sevilla, pero no tenía la experiencia militar de su padre. Vienen su fuga, su prisión, su martirio. El viejo monarca ha deshecho todas las resistencias; va a realizarse su sueño de arrianizar a España, pero está triste. Al fin, se da cuenta de lo errado de su política, y quiere cambiar de rumbo. La imagen del obispo de Mérida le persigue en sus sueños, y cree ver a la mártir emeritense diciendo a su cabecera con gesto indignado: «Dame a mi siervo, dame a mi siervo.» Siempre astuto, hace saber clandestinamente a Masona que puede salir del monasterio sin temor a su venganza. Pero Masona continúa en el destierro. Relegado por una sentencia pública, sólo una orden expresa puede sacarle de allí. Leovigildo hace más todavía: manda reunir regalos espléndidos, y con algunos de sus cortesanos se los envía a Masona, rogándole humildemente que vuelva a su diócesis. El prelado deja su retiro, pero rechaza los presente». No hay tristeza más grande que la de este príncipe generoso y extraviado, que en vísperas de su muerte tiene que cambiar toda su política y pedir perdón a sus perseguidos, sin decidirse a confesar su error.
Cuando Masona entraba en su metrópoli, después de tres años de destierro, Leovigildo, según expresión del hagiógrafo, «era condenado a las cadenas perpetuas del tártaro para arder allí en ondas bullentes de fuego y de pez». Diez meses después, la conversión de Recaredo, y en 589 las aclamaciones del tercer Concilio toledano. Masona presidía la asamblea, el rey declaraba proscrito el arrianismo, y Leandro, con soberano lirismo, cantaba el himno de la unidad. Sin embargo, quedaban rebeldes todavía. Precisamente, Mérida era el foco de una reacción, secundada por Sunna y el conde Witerico, impaciente de apoderarse del trono, que ocupará más tarde. Ahora les sigue la mirada vigilante del obispo; el joven conde, que era el encargado de asesinarle, es quien le revela toda la trama. Los conjurados son detenidos y encarcelados. Sunna comparece en presencia de su antiguo rival. Se le habla de conversión, de perdón, de penitencia, y él responde, altivo:
—No sé qué es eso de penitencia; una cosa os declaro: que como he vivido hasta aquí, viviré en adelante, muy gustoso de morir en la religión de mi infancia.
Fue preciso meterle en una nave y llevarle a las costas africanas, donde acabó desconocido. Entre tanto, el pueblo de Mérida recorría las calles de la ciudad cantando jubilosamente y repitiendo los versos bíblicos: «Cantemos al Señor, que fue gloriosamente engrandecido. Su diestra aniquiló a nuestros enemigos; como arista arrebatada por el viento, así huyeron delante de su poder.»
La persecución había revelado al hombre de temple de acero, al sostén inconmovible de la ortodoxia; la paz iba a descubrir al pastor vigilante, al padre bondadoso de su pueblo. Había que borrar las huellas de los años revueltos, había que terminar la conversión del pueblo godo. Esta fue una de las preocupaciones del santo prelado. Dolíase al ver la perdición de aquellos hombres que pertenecían a su misma raza, y se esforzaba por sacarles de las garras del error con una predicación constante, con una paciencia infantil. Otro ideal suyo era que nadie tuviese hambre, ni dolor, ni tristeza en su tierra. «A su lado—dice el biógrafo—el bienestar alegraba todas las moradas; el gozo, la paz; la felicidad, la alegría perfecta, reinaban en todos los corazones.» Ni los judíos, ni los arríanos, ni los gentiles estaban excluídos de aquella paternal vigilancia. Constructor infatigable, levantó iglesias, reconstruyó con gran magnificencia la basílica de Santa Eulalia y erigió numerosos monasterios, de los que hizo otros tantos centros de formación religiosa y cultural. Entre sus fundaciones, se distinguía, sobre todo, un magnifico hospital. Dotóle de grandes posesiones, puso en él un colegio de médicos y estableció un personal de servicio de ambulancia encargado de recorrer diariamente la ciudad y recoger todos los enfermos que encontrasen, libres o siervos. judíos o cristianos. Todos los que llamaban a la puerta de su palacio, fuesen de la ciudad o del campo, estaban seguros de recibir una cantidad de pan, vino, miel o aceite. Para remediar necesidades urgentes, creó una banca con dos mil sueldos de capital, cuyo administrador debía ser el abad de Santa Eulalia. Todo el que necesitaba dinero lo recibía inmediatamente, sin interés, después de haber firmado el recibo correspondiente.
Mayor aún que su munificencia era la benignidad de su alma. Jamás se le oyó una palabra de soberbia; ni la prosperidad le envanecía, ni le deprimía la adversidad; su rostro estaba siempre iluminado por una serenidad ultraterrena, aunque nunca estaba más alegre que cuando se veía rodeado de grupos de mendigos. Remediar la pobreza fue la gran preocupación de su vida. Una vez se presentó una pobre mujer a pedirle una limosna. El mayordomo le dijo que en todo el palacio no había más que un sueldo.
—Pues dáselo—dijo el obispo.
Dióselo el mayordomo a la mujer, pero después le pidió que le dejase de tres partes una. Al poco tiempo llegaron a la puerta doscientas acémilas cargadas de trigo. Masona dio gracias a Dios, pero, haciendo venir a su mayordomo, le dijo:
—¿Cuánto dinero diste a aquella pobre mujer?
—Le di un sueldo, como tú me mandaste—dijo el buen clérigo—, pero como tenía una necesidad, le rogué que me devolviese la tercera parte.
—Dios te perdone, hermano, tu falta de fe—replicó el obispo—. Has pecado contra muchos pobres. Si hubieras dado las tres partes, tendríamos ahora trescientas cargas.
Como era natural, en Mérida le idolatraban, y bien se lo probaron en los días de la persecución. Cuando en las grandes fiestas se dirigía a la basílica con pompa pontifical, las muchedumbres se agolpaban en torno suyo vitoreándole. Acompañábale, sobre todo, una escolta de jóvenes, que, vestidos de clámides de seda, le rendían el homenaje de sus cánticos agradecidos. Entonces Masona parecía un rey. Próximo a la muerte, llamó a todos los siervos del palacio episcopal y les dio la libertad. Hizo luego que le pusiesen en su litera y le llevasen a la basílica de Santa Eulalia. Rezó allí largamente, con los ojos fijos en el Cielo y las manos extendidas, y al poco tiempo «entregó su espíritu entre palabras humedecidas por los gemidos e inflamadas por la oración.»
Godo, como él, era Masona, el metropolitano de Mérida, que resistía a todas las cometidas de su poder. Cuando estalló la persecución en 580, Masona se había creado ya un nombre ilustre en toda España. Reverenciábasele, no sólo por su ilustre nacimiento y por la dignidad que ocupaba, sino también por la austeridad de su vida y la ortodoxia de su fe. En diez años que llevaba gobernando la sede emeritense, habíase conquistado el cariño de todas las gentes de la tierra por sus liberalidades, por la afabilidad de su trato, por su humildad y por su amor a los pobres. Antes, su nombre había corrido lo mismo entre los católicos como entre los arríanos, admirados de ver a un hombre que en la flor de la juventud abandonaba la herejía de sus padres, despreciaba un risueño porvenir y se encerraba en un monasterio junto a la basílica de Santa Eulalia. Aclamado obispo por el pueblo de Mérida, se había revelado desde el primer momento, no acaso como un sabio a semejanza de Leandro de Sevilla, pero sí como un hombre de acción y como un santo. En cierto sentido, era el mayor prestigio del episcopado católico. Así lo comprendía el rey, empeñado desde el primer momento en ganarse la adhesión de aquel hombre famoso. Entablóse primero una lucha a distancia. Tres veces llegaron los emisarios de Toledo al palacio episcopal de Mérida, y tres veces fueron rechazados sus ofrecimientos y despreciadas sus amenazas. Quiere entonces arrojarle de Mérida, pero el pueblo se agrupa en torno suyo para defenderle, y no es el momento de crear nuevos conflictos, pues su hijo Hermenegildo acaba de rebelarse en Sevilla. Sin embargo, manda un obispo arriano a la ciudad. Es un hombre llamado Sunna, «de frente adusta, de ojos torvos, de hablar obsceno, de costumbres perversas, de ingenio intrigante, de aspecto facineroso». No obstante, está orgulloso de su saber, y Leovigildo confía también en su ciencia, pues propone al clero y al pueblo de Mérida la celebración de una disputa pública para conocer de qué lado estaba la verdad. Los dos obispos debían presentarse, uno frente a otro, en el atrio del palacio. Era imposible rehuir la contienda. Durante un momento se creyó que Masona había desaparecido. La ansiedad era enorme entre los católicos. Sunna y los suyos recorrían la ciudad con aire de triunfadores.
—Pero ¿dónde está vuestro obispo?—preguntaban a sus adversarios con tono de desdén.
Masona se había retirado a la basílica de Santa Eulalia para prepararse a la lucha con ayunos y oraciones. Temblaba con razón, porque de su habilidad dependía el triunfo de la ortodoxia. Su aparición a los tres días dentro de la ciudad disipó las angustias y preocupaciones de los fieles.
—No dudéis un momento de la victoria—dijo a los suyos. Y aguardó tranquilamente a su rival.
Llegó Sunna, acompañado de gentes algareras, llagaron les jueces nombrados por el rey y por la Iglesia, sentáronse los dos obispos, y empezó aquel certamen que tenía suspensa a toda la nación. Habló Sunna con ampulosidad y grandes voces, insultando a sus enemigos más que exponiendo su doctrina; respondió Masona con suavidad y moderación; fue acalorándose la disputa; de una y otra parte se cruzaban textos de la Sagrada Escritura y de los Padres, argumentos teológicos y comentarios bíblicos. De repente, el obispo arriano se quedó sin saber qué contestar; algunos de su campo salieron en su defensa, pero fueron también refutados. Los mismos arrianos se hacían lenguas de la elocuencia de Masona. «El Señor—dice su biógrafo—puso tal gracia aquel día en sus labios, que, aunque era un buen orador, jamás habló de una manera tan admirable como entonces.» Fuera de sí, la muchedumbre le arrebató y le llevó en triunfo hasta la basílica de la mártir, entre vítores y cánticos sagrados.
Fue una alegría de corta duración. A los pocos días, los agentes del rey se apoderaron del santo obispo y, bien escoltado, le llevaban a Toledo. Durante largo trecho le acompañó hacia el destierro la ciudad de Mérida en masa, llorando inconsolablemente. También él lloró al despedirles con un discurso en que recomendaba la moderación y la paciencia. Leovigildo no había desesperado aún de atraerle a su secta. Díjole que, entendido como él lo entendía, el arrianismo apenas si se diferenciaba del catolicismo. Veneraba las reliquias de los mártires, prohibía rebautizar a los convertidos, y sólo exigía «que se diese gloria al Padre por el Hijo en el Espíritu Santo»; una fórmula, decía él, que podía ser aceptada lo mismo por los católicos que por los arrianos. A estas argucias, Masona respondía siempre lo mismo: «Creo en la consubstancialidad del Padre y del Hijo.» Entonces el rey le amenazó con confinarle en un rincón de la Península.
—¿Tratas de amedrentarme con el destierro?—dijo él—. Pues has de saber que no le temo. Si sabes de alguna región donde no esté Dios, mándame a ella.
—Y ¿dónde no está, imbécil?—repuso el rey.
—Te lo preguntaba—volvió a decir el obispo—, porque parecías creer que el destierro me asusta; yo bien sé que dondequiera que me lleves, allí me seguirá la piedad divina.
Habíase llegado a este punto del interrogotario cuando estalló una tempestad tan furiosa, que el rey se sobrecogió. Masona quiso aprovechar aquella ocasión para hacer un llamamiento a la conciencia de su perseguidor:
—Eres rey—le dijo—; pero he aquí otro rey a quien debemos temer más que a ti.
Sin darse por entendido, Leovigildo dio fin a la enojosa entrevista pronunciando la sentencia: «Mandamos que Masona, arrancado al punto de nuestra vista, sea relegado al destierro por incompatible con nuestras costumbres, enemigo de nuestra fe y contrario a la religión.» Inmediatamente fue recluído en un monasterio.
Esto sucedía en 582, cuando Leovigildo preparaba su expedición contra Hermenegildo y las ciudades que seguían su causa. Entre ellas estaba Mérida con toda su región. Los emeritenses habían respondido al destierro de su obispo poniéndose de parte del príncipe. Hacia ellos se dirigió ante todo el rey arriano antes de atacar directamente a su hijo, y la suerte de las armas seguía favoreciéndole hasta los últimos años de su vida. A fines de aquel año se apoderaba de Cáceres, y poco después entraba en Mérida. Hermenegildo se defiende heroicamente en Sevilla, pero no tenía la experiencia militar de su padre. Vienen su fuga, su prisión, su martirio. El viejo monarca ha deshecho todas las resistencias; va a realizarse su sueño de arrianizar a España, pero está triste. Al fin, se da cuenta de lo errado de su política, y quiere cambiar de rumbo. La imagen del obispo de Mérida le persigue en sus sueños, y cree ver a la mártir emeritense diciendo a su cabecera con gesto indignado: «Dame a mi siervo, dame a mi siervo.» Siempre astuto, hace saber clandestinamente a Masona que puede salir del monasterio sin temor a su venganza. Pero Masona continúa en el destierro. Relegado por una sentencia pública, sólo una orden expresa puede sacarle de allí. Leovigildo hace más todavía: manda reunir regalos espléndidos, y con algunos de sus cortesanos se los envía a Masona, rogándole humildemente que vuelva a su diócesis. El prelado deja su retiro, pero rechaza los presente». No hay tristeza más grande que la de este príncipe generoso y extraviado, que en vísperas de su muerte tiene que cambiar toda su política y pedir perdón a sus perseguidos, sin decidirse a confesar su error.
Cuando Masona entraba en su metrópoli, después de tres años de destierro, Leovigildo, según expresión del hagiógrafo, «era condenado a las cadenas perpetuas del tártaro para arder allí en ondas bullentes de fuego y de pez». Diez meses después, la conversión de Recaredo, y en 589 las aclamaciones del tercer Concilio toledano. Masona presidía la asamblea, el rey declaraba proscrito el arrianismo, y Leandro, con soberano lirismo, cantaba el himno de la unidad. Sin embargo, quedaban rebeldes todavía. Precisamente, Mérida era el foco de una reacción, secundada por Sunna y el conde Witerico, impaciente de apoderarse del trono, que ocupará más tarde. Ahora les sigue la mirada vigilante del obispo; el joven conde, que era el encargado de asesinarle, es quien le revela toda la trama. Los conjurados son detenidos y encarcelados. Sunna comparece en presencia de su antiguo rival. Se le habla de conversión, de perdón, de penitencia, y él responde, altivo:
—No sé qué es eso de penitencia; una cosa os declaro: que como he vivido hasta aquí, viviré en adelante, muy gustoso de morir en la religión de mi infancia.
Fue preciso meterle en una nave y llevarle a las costas africanas, donde acabó desconocido. Entre tanto, el pueblo de Mérida recorría las calles de la ciudad cantando jubilosamente y repitiendo los versos bíblicos: «Cantemos al Señor, que fue gloriosamente engrandecido. Su diestra aniquiló a nuestros enemigos; como arista arrebatada por el viento, así huyeron delante de su poder.»
La persecución había revelado al hombre de temple de acero, al sostén inconmovible de la ortodoxia; la paz iba a descubrir al pastor vigilante, al padre bondadoso de su pueblo. Había que borrar las huellas de los años revueltos, había que terminar la conversión del pueblo godo. Esta fue una de las preocupaciones del santo prelado. Dolíase al ver la perdición de aquellos hombres que pertenecían a su misma raza, y se esforzaba por sacarles de las garras del error con una predicación constante, con una paciencia infantil. Otro ideal suyo era que nadie tuviese hambre, ni dolor, ni tristeza en su tierra. «A su lado—dice el biógrafo—el bienestar alegraba todas las moradas; el gozo, la paz; la felicidad, la alegría perfecta, reinaban en todos los corazones.» Ni los judíos, ni los arríanos, ni los gentiles estaban excluídos de aquella paternal vigilancia. Constructor infatigable, levantó iglesias, reconstruyó con gran magnificencia la basílica de Santa Eulalia y erigió numerosos monasterios, de los que hizo otros tantos centros de formación religiosa y cultural. Entre sus fundaciones, se distinguía, sobre todo, un magnifico hospital. Dotóle de grandes posesiones, puso en él un colegio de médicos y estableció un personal de servicio de ambulancia encargado de recorrer diariamente la ciudad y recoger todos los enfermos que encontrasen, libres o siervos. judíos o cristianos. Todos los que llamaban a la puerta de su palacio, fuesen de la ciudad o del campo, estaban seguros de recibir una cantidad de pan, vino, miel o aceite. Para remediar necesidades urgentes, creó una banca con dos mil sueldos de capital, cuyo administrador debía ser el abad de Santa Eulalia. Todo el que necesitaba dinero lo recibía inmediatamente, sin interés, después de haber firmado el recibo correspondiente.
Mayor aún que su munificencia era la benignidad de su alma. Jamás se le oyó una palabra de soberbia; ni la prosperidad le envanecía, ni le deprimía la adversidad; su rostro estaba siempre iluminado por una serenidad ultraterrena, aunque nunca estaba más alegre que cuando se veía rodeado de grupos de mendigos. Remediar la pobreza fue la gran preocupación de su vida. Una vez se presentó una pobre mujer a pedirle una limosna. El mayordomo le dijo que en todo el palacio no había más que un sueldo.
—Pues dáselo—dijo el obispo.
Dióselo el mayordomo a la mujer, pero después le pidió que le dejase de tres partes una. Al poco tiempo llegaron a la puerta doscientas acémilas cargadas de trigo. Masona dio gracias a Dios, pero, haciendo venir a su mayordomo, le dijo:
—¿Cuánto dinero diste a aquella pobre mujer?
—Le di un sueldo, como tú me mandaste—dijo el buen clérigo—, pero como tenía una necesidad, le rogué que me devolviese la tercera parte.
—Dios te perdone, hermano, tu falta de fe—replicó el obispo—. Has pecado contra muchos pobres. Si hubieras dado las tres partes, tendríamos ahora trescientas cargas.
Como era natural, en Mérida le idolatraban, y bien se lo probaron en los días de la persecución. Cuando en las grandes fiestas se dirigía a la basílica con pompa pontifical, las muchedumbres se agolpaban en torno suyo vitoreándole. Acompañábale, sobre todo, una escolta de jóvenes, que, vestidos de clámides de seda, le rendían el homenaje de sus cánticos agradecidos. Entonces Masona parecía un rey. Próximo a la muerte, llamó a todos los siervos del palacio episcopal y les dio la libertad. Hizo luego que le pusiesen en su litera y le llevasen a la basílica de Santa Eulalia. Rezó allí largamente, con los ojos fijos en el Cielo y las manos extendidas, y al poco tiempo «entregó su espíritu entre palabras humedecidas por los gemidos e inflamadas por la oración.»
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