Venancio Honorio Clemenciano Fortunato es, en el mundo bárbaro, el continuador de las tradiciones literarias del mundo antiguo. Nacido en Italia, cerca de Trevso, estudia en Rávena, donde Teodorico había reunido los maestros más ilustres del reino. Calumniador de sí mismo, nos ha pintado un cuadro poco halagüeño de sus conocimientos: «En cuanto a mí, pobre ingenio, el más humilde de los escritores de Italia, pensamiento ligero, inteligencia perezosa, palabra defectuosa, sin arte, sin experiencia, sin más que un poco de agilidad verbal, espíritu obtuso que olvida un día lo que aprendió el anterior, y que de tantas cosas bellas sólo conserva el aroma, no puedo pretender al manto bordado de púrpura de los magistrados ni a la caperuza honrosa de los sabios, debiendo resignarme a ocupar el último puesto en que me coloca mi insuficiencia.» En otra parte nos dice que su única formación literaria consistió en mojar los labios en las aguas de la gramática y la retórica, y protesta contra los que le llaman filósofo y teólogo: «Cuando decís que con la moral de los estoicos y los peripatéticos junto el conocimiento profundo de la filosofía y la teología, debo reconocer sólo la indulgencia ordinaria de la amistad. De Platón, de Aristóteles, de Crisipo y de Pitaco sólo tengo las vagas nociones que he recogido en la conversación; y en cuanto a Hilario, Gregorio, Ambrosio y Agustín, sólo los he visto en sueños.» Es una severidad excesiva, una especie de coquetería al revés, una humildad hilvanada con grueso hilo blanco, que muchos críticos entenderán al pie de la letra.
Un accidente; sucedido en Ravena, cambió el rumbo de la vida de Fortunato. Él mismo nos cuenta cómo estaba a punto de perder la vista, cuando se le ocurrió mojarse los ojos con unas gotas de aceite que ardía en una capilla consagrada a San Martín. El agradecimiento le hizo emprender una peregrinación al sepulcro del taumaturgo. Pero tanto como el fervor religioso, le llevaba el espíritu andariego. Camina dando largos rodeos: del Po al Danubio, del Rhin al Sena, del Loira a los Pirineos. Pasa por Maguncia, Colonia, Tolosa, Burdeos, encontrando en todas partes generosos anfitriones, que se hacen pronto verdaderos amigos Los condes, los obispos, los reyes y cuantos se preciaban de urbanidad y elegancia, le acogen, le festejan y solicitan su presencia; y los que le habían tenido unos días en su castillo, en su casa de campo o en su palacio, mantienen luego con él una correspondencia regular, a la que él responde con tiradas de versos elegiacos, donde consigna los recuerdos e incidentes de su viaje. A vueltas de mil cumplidos y lisonjas, habla a cada uno según sus gustos y preferencias. En los obispos elogia la piedad, la vigilancia pastoral y el celo en construir nuevas basílicas, pórticos, baños o pretorios; a los señores galos congratulaba por la habilidad política, la discreción y la ciencia del derecho; en la aristocracia franca encomia el ambiente de sencillez, la hospitalidad, la soltura con que hablan la lengua latina. A veces describe las bellezas naturales o los monumentos del país que atraviesa; o bien relata algún percance pintoresco de su viaje, sin que le dejen tampoco indiferente el colorido de pinturas y tapices y los ornamentos esculturales que encuentra en las casas y en las iglesias. Su fama empieza a extenderse por toda las Galias y las cortes de Austrasia y de Neustria. Escribe en estilo pagano el epitalamio de Sigeberto y Brunequilda, haciendo hablar a Venus y a Cupido; dirige a Fredegunda una elegía para consolarla de la muerte de sus hijos; llena de elogios a aquellos pobres reyes francos, cuyos odios y miserias no conoce todavía, y envía largos poemas a los prelados reunidos en concilio.
Su aparición había recordado a francos y celtas la vieja institución de los bardos. Clovis tuvo sus cantores y sus poetas, y este gusto se conservaba aún en la Francia de Brunequilda. Pero Fortunato era un bardo cristiano que llevaba al otro lado de los Alpes las tradiciones de la elegancia latina, muy averiadas ya, ciertamente, por una rápida decadencia. Su lenguaje es hinchado e incorrecto; su inspiración, bastante libre; su imaginación, discreta. Tiene adornos de mal gusto, juegos pueriles de palabras, y abusa del acróstico. No hay que olvidar que es, sobre todo, un improvisador a quien perjudica el exceso de facilidad. Su poema de San Martín, larga composición de cerca de tres mil versos, es obra de un verano. Otro de doscientos versos hay que terminarle en dos días, porque el encargado de llevarle aguarda con impaciencia. Hay, sin embargo, en Fortunato verdadero talento poético; tal vez ninguno de los poetas de aquellos siglos de decadencia pueden rivalizar con él para expresar en versos ligeros y espontáneos los mil detalles de la vida ordinaria. De cuando en cuando deja caer verdaderas perlas, como cuando habla de la muerte, que se tapa los oídos y nos oye gritar indiferente, o cuando, con poética altivez, compara la corona del poeta a la diadema real. A veces las esquelas que dirige a sus amigos expresan el afecto más delicado de una manera encantadora. «A pesar de la distancia—escribe al diácono Ruccón—, un mutuo cariño nos acerca. El recuerdo de tu amistad se mueve sin cesar dentro de mí, como las aguas del mar en la playa durante la tormenta. Mi corazón no puede estar en reposo cuando estoy lejos de ti.»
Fortunato no pensaba dejar a la posteridad aquellas fugaces producciones de su musa impresionista. Fue su amigo San Gregorio, obispo de Tours, el que le determinó a reunirlas con el título de Miscellanea. «Hombre apostólico—escribía el poeta con este motivo—, no concibo cómo puede dar algún valor a estas bagatelas. Las escribí dormido casi, sobre la silla de la cabalgadura. Rodeado de un cortejo de bárbaros, en las crestas cubiertas de nieve o entre los bosques de árboles desnudos, nuevo Orfeo, mis cantos no eran más que gritos salvajes. En cuanto a los oyentes, eran incapaces de distinguir un ruido ronco de una voz armoniosa, el canto de un cisne del grito de un ganso. Por la noche, en la asamblea de los leudes germanos, en medio de los jarros de cerveza y de hidromiel, después que el arpa había acompañado con sus zumbidos las canciones guerreras, yo aparecía, no como un poeta músico, sino como el murciélago de la poesía.»
Aquella vida errante de palacio en palacio y de castillo en castillo era ciertamente deliciosa, pero no dejaba de tener también sus molestias. El poeta recuerda el molimiento de los huesos por el trote del caballo, la fatiga de las marchas a pie, y el trepidar de los carros, que sacudían el cuerpo adormilado por el peso del vino, pues había que honrar las invitaciones de los magnates bebiendo tantas veces como ellos. Fortunato tiene miedo al agua, y la perspectiva del naufragio le atormenta. Sin embargo, se embarca algunas veces a través de las corrientes de los ríos. En el Mosela, el rey Sigeberto pone a su disposición su propio navío; pero el cocinero de la corte se le retira. «Este hombre de alma negra—escribe el viajero en versos heroicocómicos—, este mono alimentado de humo e impregnado de sebo, cuya figura se parece a una caldera y cuya cara tiene la suciedad de los cazos y las parrillas, no es digno de ser estigmatizado por mis versos; sólo merece que se tizne de carbón.» Afortunadamente, un alto dignatario puso a su disposición una barca, pero tan frágil, que el agua le mojaba los pies.
A los dos años de peregrinaciones, Fortunato fija su residencia en Poitiers, atraído por las virtudes de la reina Radegundis, convertida en simple monja. Entonces comienza lo que se ha llamado la casta novela de los santos. La reina monja ya no le dejó marchar. Su admiración por el italiano iba en aumento desde un día en que el poeta tuvo uno de sus mejores aciertos, Radegundis había hecho traer de Constantinopla un trozo notable del madero en que murió Nuestro Señor. Un cortejo inmenso salió a recibir la preciosa reliquia, cantando un himno que empieza: «Vexilla regís prodeunt: El estandarte del gran Rey avanza; la cruz brilla sobre nuestra tierra. A este patíbulo estuvo clavada la carne del Creador de toda carne. ¡Árbol de honor y de luz, empurpurado con la sangre de un Dios, que llevaste el fruto de la vida y tocaste los miembros augustos; balanza celestial, dichosos los brazos que pesaron el rescate del universo!» Este canto de Venancio Fortunato, que resonó por vez primera en las calles de Poitiers, es uno de los trozos más bellos de la liturgia romana.
En Poitiers, el poeta trabajaba como secretario de la reina y como administrador del monasterio. No tardó en ordenarse sacerdote, y entonces se convirtió en capellán. Era consejero, hombre de confianza, intendente, embajador, árbitro en las menudas rencillas que surgen en toda sociedad humana y moderador de las pasiones y arrebatos femeninos. Entre la monja Radegundis, la abadesa Inés y el poeta, que debía compartir con ellas los honores de los altares, nació pronto una amistad tierna y exaltada. Entre los Miscellanea hay más de cincuenta epigramas que Fortunato dedica a Radegundis, su madre, o a Inés, su hermana. Sufre la ausencia cuando tiene que alejarse de ellas. «¿Dónde se oculta sin mí mi luz?», exclamaba un día en que la reina se había recogido en retiro espiritual. Allí se puede seguir, casi día por día, la historia de aquella sociedad de tres personas unidas por una misma simpatía religiosa. Hay versos para los sucesos más triviales que forman el curso de esa existencia, dulce y monótona a la vez; para las penas de la separación, para la alegría del regreso; para formular tía consejo espiritual o culinario, para las comidas en que se juntaban los tres, animados por deliciosas charlas espirituales; para los días venturosos o tristes que regularmente traía cada año; para los pequeños obsequios dados o recibidos: flores, frutas, golosinas, presentadas en canastillos que el poeta mismo trenzaba para ofrendarlos a sus amigas, violetas para el altar, legumbres rociadas de miel, o ciruelas negras recién cogidas en el bosque. El peregrino habla encontrado una nueva patria, y en ella, admiración, cariño, fama y un concepto cada vez más serio de la vida cristiana. No se olvidaba, sin embargo, del suelo que le vio nacer. En los documentos se llama presbítero itálico; y más de una vez en sus poemas dedica recuerdos emocionados a los valles de su infancia. Allí tiene hermanos y sobrinos, pero se acuerdan poco de él. Con dulce melancolía se queja de que después de diez años no le han enviado una sola carta.
Santa Radegundis murió en 587. Fortunato, que había escrito ya en prosa otras vidas de santos, fue el primer biógrafo de su ilustre bienhechora. Diez años más tarde, el pueblo de Poitiers le nombra su obispo, y desde entonces se olvida de sus deliciosas «bagatelas». El poeta muere, el hombre queda en una suave penumbra, eclipsado por el pastor celoso, atento a alimentar a su grey con el doble pasto del ejemplo y de la doctrina.
Un accidente; sucedido en Ravena, cambió el rumbo de la vida de Fortunato. Él mismo nos cuenta cómo estaba a punto de perder la vista, cuando se le ocurrió mojarse los ojos con unas gotas de aceite que ardía en una capilla consagrada a San Martín. El agradecimiento le hizo emprender una peregrinación al sepulcro del taumaturgo. Pero tanto como el fervor religioso, le llevaba el espíritu andariego. Camina dando largos rodeos: del Po al Danubio, del Rhin al Sena, del Loira a los Pirineos. Pasa por Maguncia, Colonia, Tolosa, Burdeos, encontrando en todas partes generosos anfitriones, que se hacen pronto verdaderos amigos Los condes, los obispos, los reyes y cuantos se preciaban de urbanidad y elegancia, le acogen, le festejan y solicitan su presencia; y los que le habían tenido unos días en su castillo, en su casa de campo o en su palacio, mantienen luego con él una correspondencia regular, a la que él responde con tiradas de versos elegiacos, donde consigna los recuerdos e incidentes de su viaje. A vueltas de mil cumplidos y lisonjas, habla a cada uno según sus gustos y preferencias. En los obispos elogia la piedad, la vigilancia pastoral y el celo en construir nuevas basílicas, pórticos, baños o pretorios; a los señores galos congratulaba por la habilidad política, la discreción y la ciencia del derecho; en la aristocracia franca encomia el ambiente de sencillez, la hospitalidad, la soltura con que hablan la lengua latina. A veces describe las bellezas naturales o los monumentos del país que atraviesa; o bien relata algún percance pintoresco de su viaje, sin que le dejen tampoco indiferente el colorido de pinturas y tapices y los ornamentos esculturales que encuentra en las casas y en las iglesias. Su fama empieza a extenderse por toda las Galias y las cortes de Austrasia y de Neustria. Escribe en estilo pagano el epitalamio de Sigeberto y Brunequilda, haciendo hablar a Venus y a Cupido; dirige a Fredegunda una elegía para consolarla de la muerte de sus hijos; llena de elogios a aquellos pobres reyes francos, cuyos odios y miserias no conoce todavía, y envía largos poemas a los prelados reunidos en concilio.
Su aparición había recordado a francos y celtas la vieja institución de los bardos. Clovis tuvo sus cantores y sus poetas, y este gusto se conservaba aún en la Francia de Brunequilda. Pero Fortunato era un bardo cristiano que llevaba al otro lado de los Alpes las tradiciones de la elegancia latina, muy averiadas ya, ciertamente, por una rápida decadencia. Su lenguaje es hinchado e incorrecto; su inspiración, bastante libre; su imaginación, discreta. Tiene adornos de mal gusto, juegos pueriles de palabras, y abusa del acróstico. No hay que olvidar que es, sobre todo, un improvisador a quien perjudica el exceso de facilidad. Su poema de San Martín, larga composición de cerca de tres mil versos, es obra de un verano. Otro de doscientos versos hay que terminarle en dos días, porque el encargado de llevarle aguarda con impaciencia. Hay, sin embargo, en Fortunato verdadero talento poético; tal vez ninguno de los poetas de aquellos siglos de decadencia pueden rivalizar con él para expresar en versos ligeros y espontáneos los mil detalles de la vida ordinaria. De cuando en cuando deja caer verdaderas perlas, como cuando habla de la muerte, que se tapa los oídos y nos oye gritar indiferente, o cuando, con poética altivez, compara la corona del poeta a la diadema real. A veces las esquelas que dirige a sus amigos expresan el afecto más delicado de una manera encantadora. «A pesar de la distancia—escribe al diácono Ruccón—, un mutuo cariño nos acerca. El recuerdo de tu amistad se mueve sin cesar dentro de mí, como las aguas del mar en la playa durante la tormenta. Mi corazón no puede estar en reposo cuando estoy lejos de ti.»
Fortunato no pensaba dejar a la posteridad aquellas fugaces producciones de su musa impresionista. Fue su amigo San Gregorio, obispo de Tours, el que le determinó a reunirlas con el título de Miscellanea. «Hombre apostólico—escribía el poeta con este motivo—, no concibo cómo puede dar algún valor a estas bagatelas. Las escribí dormido casi, sobre la silla de la cabalgadura. Rodeado de un cortejo de bárbaros, en las crestas cubiertas de nieve o entre los bosques de árboles desnudos, nuevo Orfeo, mis cantos no eran más que gritos salvajes. En cuanto a los oyentes, eran incapaces de distinguir un ruido ronco de una voz armoniosa, el canto de un cisne del grito de un ganso. Por la noche, en la asamblea de los leudes germanos, en medio de los jarros de cerveza y de hidromiel, después que el arpa había acompañado con sus zumbidos las canciones guerreras, yo aparecía, no como un poeta músico, sino como el murciélago de la poesía.»
Aquella vida errante de palacio en palacio y de castillo en castillo era ciertamente deliciosa, pero no dejaba de tener también sus molestias. El poeta recuerda el molimiento de los huesos por el trote del caballo, la fatiga de las marchas a pie, y el trepidar de los carros, que sacudían el cuerpo adormilado por el peso del vino, pues había que honrar las invitaciones de los magnates bebiendo tantas veces como ellos. Fortunato tiene miedo al agua, y la perspectiva del naufragio le atormenta. Sin embargo, se embarca algunas veces a través de las corrientes de los ríos. En el Mosela, el rey Sigeberto pone a su disposición su propio navío; pero el cocinero de la corte se le retira. «Este hombre de alma negra—escribe el viajero en versos heroicocómicos—, este mono alimentado de humo e impregnado de sebo, cuya figura se parece a una caldera y cuya cara tiene la suciedad de los cazos y las parrillas, no es digno de ser estigmatizado por mis versos; sólo merece que se tizne de carbón.» Afortunadamente, un alto dignatario puso a su disposición una barca, pero tan frágil, que el agua le mojaba los pies.
A los dos años de peregrinaciones, Fortunato fija su residencia en Poitiers, atraído por las virtudes de la reina Radegundis, convertida en simple monja. Entonces comienza lo que se ha llamado la casta novela de los santos. La reina monja ya no le dejó marchar. Su admiración por el italiano iba en aumento desde un día en que el poeta tuvo uno de sus mejores aciertos, Radegundis había hecho traer de Constantinopla un trozo notable del madero en que murió Nuestro Señor. Un cortejo inmenso salió a recibir la preciosa reliquia, cantando un himno que empieza: «Vexilla regís prodeunt: El estandarte del gran Rey avanza; la cruz brilla sobre nuestra tierra. A este patíbulo estuvo clavada la carne del Creador de toda carne. ¡Árbol de honor y de luz, empurpurado con la sangre de un Dios, que llevaste el fruto de la vida y tocaste los miembros augustos; balanza celestial, dichosos los brazos que pesaron el rescate del universo!» Este canto de Venancio Fortunato, que resonó por vez primera en las calles de Poitiers, es uno de los trozos más bellos de la liturgia romana.
En Poitiers, el poeta trabajaba como secretario de la reina y como administrador del monasterio. No tardó en ordenarse sacerdote, y entonces se convirtió en capellán. Era consejero, hombre de confianza, intendente, embajador, árbitro en las menudas rencillas que surgen en toda sociedad humana y moderador de las pasiones y arrebatos femeninos. Entre la monja Radegundis, la abadesa Inés y el poeta, que debía compartir con ellas los honores de los altares, nació pronto una amistad tierna y exaltada. Entre los Miscellanea hay más de cincuenta epigramas que Fortunato dedica a Radegundis, su madre, o a Inés, su hermana. Sufre la ausencia cuando tiene que alejarse de ellas. «¿Dónde se oculta sin mí mi luz?», exclamaba un día en que la reina se había recogido en retiro espiritual. Allí se puede seguir, casi día por día, la historia de aquella sociedad de tres personas unidas por una misma simpatía religiosa. Hay versos para los sucesos más triviales que forman el curso de esa existencia, dulce y monótona a la vez; para las penas de la separación, para la alegría del regreso; para formular tía consejo espiritual o culinario, para las comidas en que se juntaban los tres, animados por deliciosas charlas espirituales; para los días venturosos o tristes que regularmente traía cada año; para los pequeños obsequios dados o recibidos: flores, frutas, golosinas, presentadas en canastillos que el poeta mismo trenzaba para ofrendarlos a sus amigas, violetas para el altar, legumbres rociadas de miel, o ciruelas negras recién cogidas en el bosque. El peregrino habla encontrado una nueva patria, y en ella, admiración, cariño, fama y un concepto cada vez más serio de la vida cristiana. No se olvidaba, sin embargo, del suelo que le vio nacer. En los documentos se llama presbítero itálico; y más de una vez en sus poemas dedica recuerdos emocionados a los valles de su infancia. Allí tiene hermanos y sobrinos, pero se acuerdan poco de él. Con dulce melancolía se queja de que después de diez años no le han enviado una sola carta.
Santa Radegundis murió en 587. Fortunato, que había escrito ya en prosa otras vidas de santos, fue el primer biógrafo de su ilustre bienhechora. Diez años más tarde, el pueblo de Poitiers le nombra su obispo, y desde entonces se olvida de sus deliciosas «bagatelas». El poeta muere, el hombre queda en una suave penumbra, eclipsado por el pastor celoso, atento a alimentar a su grey con el doble pasto del ejemplo y de la doctrina.
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