El Líbano es un país evocador, cuna de civilizaciones, mosaico de razas, culturas y creencias, y lazo de unión entre Oriente y Occidente. Geografía hosca y habitantes pacíficos. País hospitalario y mártir. Modelo de convivencia, convertido en teatro de sangre y destrucción.
Las montañas del Líbano estuvieron pobladas, desde los primeros siglos del cristianismo, por anacoretas y cenobitas, que creían en la primacía de la contemplación y en la eficacia de la oración. Como San Charbel.
San Charbel nació 1828 en Beka-Kafra, la aldea más alta del Líbano. Era hijo de familia pobre y numerosa. Su padre, Antón, murió pronto, abrumado por los impuestos con que les aplastaban los turcos, el país dominante. Su madre, Brígida, luchó por sacar adelante a los hijos.
Charbel había nacido en mayo, el mes de María. Con la leche materna, había mamado la devoción a la Virgen. Sabía a María incorruptible, como los cedros del Líbano. Sentía a María como algo propio de su tierra, como la esposa del Cantar de los Cantares: "Ven del Líbano y serás coronada".
Las montañas del Líbano estaban llenas de pequeños cenobios, grutas y lauras. Allí habían vivido miles de monjes. Allí se santificó San Marón, fundador de los maronitas. Allí se refugió Charbel para siempre, en el monasterio de Annaya, alternando la larga oración y el duro trabajo, con una dedicación total, siempre absorto en Dios.
Pero, aunque dependiente de Annaya, no vivía en el monasterio, sino en una gruta cercana, para saborear mejor aún la presencia de Dios, en la más absoluta pobreza y soledad. Hay aspectos de su vida, más dignos de admiración que de imitación, como sus extremosas penitencias, que "ponen espanto". Como cuando van a verle sus familiares y no se deja ver.
Fue ordenado sacerdote a los 31 años. Tuvo por maestros dos santos monjes, los Padres Kafri y Hardini. Como ellos "vivía lo esencial, tenía sobre todo la mirada fija en el Santísimo Sacramento, donde bebía, más que en los libros, aquel fervor de su alma que comunicaba a todos los que le veían. Era un hombre absorto en Dios, que se encarnaba cada mañana entre sus dedos. Su corazón se esforzaba a lo largo del día por tener un deseo mejor y más ardiente de Dios. Sus largas meditaciones antes y después de la Misa hacían más vivos sus deseos de conocer más a Dios".
"Charbel tenía mucho silencio en los ojos, cuando uno podía mirarlos de frente. Pero sólo los levantaba ante el Sagrario, para que sólo Cristo los llenara e imprimiera definitivamente en ellos su figura. El rincón que más amaba era la capilla, donde, después de la lámpara que ardía ante el Santísimo, era el que aseguraba la permanencia más larga y ardía con el amor más prolongado. Era también un corazón mariano de primera línea. Su devoción a la Virgen llegaría a ser casi legendaria".
Asistir a su Misa era algo que no se podía olvidar. Sus gestos, su voz, hacían nacer en el alma como una suave llamada al infinito, que fascinaba.
El P. Charbel vivía ya más en el cielo que en la tierra. Esperaba el retorno del Maestro que tardaba en volver. Aspiraba a ser repatriado definitivamente. Sobre su corazón llevaba el peso de una ardiente espera.
El 24 de Diciembre de 1898 las frágiles ataduras de su cuerpo se soltaron y marchó al paraíso. Había vivido intensamente los versos de Santa Teresa, "que muero porque no muero". En su sepulcro se sucedieron fenómenos prodigiosos.
Las montañas del Líbano estuvieron pobladas, desde los primeros siglos del cristianismo, por anacoretas y cenobitas, que creían en la primacía de la contemplación y en la eficacia de la oración. Como San Charbel.
San Charbel nació 1828 en Beka-Kafra, la aldea más alta del Líbano. Era hijo de familia pobre y numerosa. Su padre, Antón, murió pronto, abrumado por los impuestos con que les aplastaban los turcos, el país dominante. Su madre, Brígida, luchó por sacar adelante a los hijos.
Charbel había nacido en mayo, el mes de María. Con la leche materna, había mamado la devoción a la Virgen. Sabía a María incorruptible, como los cedros del Líbano. Sentía a María como algo propio de su tierra, como la esposa del Cantar de los Cantares: "Ven del Líbano y serás coronada".
Las montañas del Líbano estaban llenas de pequeños cenobios, grutas y lauras. Allí habían vivido miles de monjes. Allí se santificó San Marón, fundador de los maronitas. Allí se refugió Charbel para siempre, en el monasterio de Annaya, alternando la larga oración y el duro trabajo, con una dedicación total, siempre absorto en Dios.
Pero, aunque dependiente de Annaya, no vivía en el monasterio, sino en una gruta cercana, para saborear mejor aún la presencia de Dios, en la más absoluta pobreza y soledad. Hay aspectos de su vida, más dignos de admiración que de imitación, como sus extremosas penitencias, que "ponen espanto". Como cuando van a verle sus familiares y no se deja ver.
Fue ordenado sacerdote a los 31 años. Tuvo por maestros dos santos monjes, los Padres Kafri y Hardini. Como ellos "vivía lo esencial, tenía sobre todo la mirada fija en el Santísimo Sacramento, donde bebía, más que en los libros, aquel fervor de su alma que comunicaba a todos los que le veían. Era un hombre absorto en Dios, que se encarnaba cada mañana entre sus dedos. Su corazón se esforzaba a lo largo del día por tener un deseo mejor y más ardiente de Dios. Sus largas meditaciones antes y después de la Misa hacían más vivos sus deseos de conocer más a Dios".
"Charbel tenía mucho silencio en los ojos, cuando uno podía mirarlos de frente. Pero sólo los levantaba ante el Sagrario, para que sólo Cristo los llenara e imprimiera definitivamente en ellos su figura. El rincón que más amaba era la capilla, donde, después de la lámpara que ardía ante el Santísimo, era el que aseguraba la permanencia más larga y ardía con el amor más prolongado. Era también un corazón mariano de primera línea. Su devoción a la Virgen llegaría a ser casi legendaria".
Asistir a su Misa era algo que no se podía olvidar. Sus gestos, su voz, hacían nacer en el alma como una suave llamada al infinito, que fascinaba.
El P. Charbel vivía ya más en el cielo que en la tierra. Esperaba el retorno del Maestro que tardaba en volver. Aspiraba a ser repatriado definitivamente. Sobre su corazón llevaba el peso de una ardiente espera.
El 24 de Diciembre de 1898 las frágiles ataduras de su cuerpo se soltaron y marchó al paraíso. Había vivido intensamente los versos de Santa Teresa, "que muero porque no muero". En su sepulcro se sucedieron fenómenos prodigiosos.
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