Ruysbroeck, el pueblecito donde vino al mundo este gran contemplativo, está cerca de Bruselas, y en torno a Bruselas se deslizó toda la vida del Doctor Admirable, vida más rica de iluminaciones internas que de claridades exteriores, sin ruidos, sin luchas, sin estridencias, sin trastornos: una infancia sencilla en un hogar cristiano y humilde; una adolescencia entregada al estudio de la gramática al lado de un santo sacerdote; desde los treinta años, el ejercicio oscuro del ministerio sacerdotal, y, en la vejez, el llamamiento de la gracia, que le lleva al convento agustiniano de Vauvert. Por aquellos días la cofradía de los Hermanos del Libre Espíritu conmueve con sus doctrinas los centros religiosos de los Países Bajos. La madre de la secta es una mujer singular, llamada Bloemardina, que escribe, discute, dogmatiza y dirige los espíritus, considerada por todos como una profetisa. El fondo de su enseñanza se resume en este principio: «El perfecto está libre de toda ley moral.» Ruysbrockio la refuta, la confunde y la relega a la oscuridad.
Desde este momento las miradas se vuelven hacia el oscuro sacerdote. Viene luego la publicación de sus libros místicos. El ornamento de las bodas espirituales transporta de admiración a todos los doctores. Siguen los Cánticos, el libro de la Contemplación, el de los Siete grados del amor. A Vauvert empiezan a llegar ilustres peregrinos que recogen las palabras caídas de sus labios y se marchaban alegres con su tesoro. Llegan el conde y el labriego, el fraile y la beguina, el escritor y el predicador. Un día es el sabio dominico Juan Taulero, que recogerá y ampliará la doctrina del maestro de Vauvert; otro día, el austero reformador Gerardo Groot, fundador de los Hermanos de la Vida Común. Groot y Ruysbrockio tenían largas conversaciones.
—Padre—decía Gerardo—, yo admiro la sublimidad de vuestras obras; pero, ¿no teméis la mordedura de la envidia y la calumnia?
—Maestro Gerardo—respondía el místico—, no escribo nunca si no siento en mí el soplo del Espíritu Santo o una presencia singular de la Trinidad Santísima.
Más tarde, escribiendo a los religiosos de Vauvert, decía Groot: «Encomendadme, os ruego, al Padre Ruysbrockio. No he encontrado en la tierra objeto digno de tanto amor y de tanta reverencia. Mi alma está unida a la suya. Él es quien me ha enseñado la vida. De él he recibido la prudencia y el discernimiento de las cosas divinas. ¡Oh, si yo pudiese llegar a ser, en el tiempo y en la eternidad, el escabel de los pies de Ruysbrockio!»
El maestro Gerardo recordaba, sin duda, las maravillosas intimidades de la vida de su amigo. Ruysbrockio vivía en constante comunicación sensible con el mundo superior: visiones, éxtasis, apariciones, coloquios con los bienaventurados. «Es más fácil para mí—decía él mismo—levantar el alma a mi Dios que la mano a mi cabeza.» Cuando sentía la luz de la inspiración, penetraba con sus tablillas de cera en la espesura del bosque, y allí, sentado en el suelo, escribía las cosas maravillosas que pasaban por su espíritu. Al fin de su vida, ciego ya, se hacía acompañar por un Hermano, a quien dictaba sus pensamientos. Y sucedió una vez que, arrebatado por la dulzura divina, Ruysbrockio se quedó en el bosque un día entero. Ansiosos los Hermanos, salieron a su encuentro, y habiendo visto un árbol inundado de luz, corrieron a él; y, efectivamente, allí estaba el monje, sentado en una rama y enajenado como un ebrio.
Puesto en aquellas alturas de la contemplación, en la cima de una montaña más alta que las nubes, todavía se acuerda de los que allá en el fondo levantan los ojos con afán de subir. Recibía a todos los que preguntaban por él, y gozaba hablándoles de Dios. Nadie se le acercaba sin sentirse inundado de alegría. Era algo abandonado en sus hábitos, pero su rostro estaba siempre vestido de luz divina. Iba al trabajo con los demás Hermanos, pero tenía la costumbre de llevar siempre un rosario, que le recordaba el principio de que la oración debe ser el alma de toda actividad exterior. «Tenía—dice su biógrafo—la sabiduría en la palabra, la piedad en la acción, la humildad en el gesto, y en todo, la integridad de las virtudes.» Era dulce y amable para todas las cosas y todas las personas. Los mismos animales participaban del torrente de su compasión. En el invierno, los Hermanos, que conocían su inmensa bondad, se acercaban a él y le decían: «¡Oh Padre! Mira cómo nieva. ¿Qué va a ser de los pobres pájaros?» Y el sublime contemplativo tomaba las debidas precauciones para que las avecillas no pereciesen. Cuanto más le aislaba la mano de Dios en las misteriosas regiones de su comunicación, más se abrían sus ojos a las necesidades de la vida y a las miserias de los hombres. Cuanto más subía, más se prodigaba; cuanto más se alejaba por la contemplación, más se acercaba por la compasión. Puro, alegre, libre y tranquilo durante su vida, recibió la visita de la muerte sin miedo ni ansiedad. Sus últimas palabras fueron aquellas del salmo: «Como el ciervo busca las fuentes de las aguas, así mi alma corre hacia Ti, oh Señor.»
Dionisio el Cartujano solía decir que entre los que, explorando la luz divina, han ido a buscar un asilo a la sombra sagrada del gran altar, el más grande, después del Areopagita, es Juan Ruysbrockio. Si el seudo Dionisio presenta la luz, el místico de Groenendael enciende la hoguera; los dos ciegos por exceso de luz, inmóviles por su misma ligereza. Desde la montaña donde habitan inclinan la cabeza para hacerse oír. Descienden con las tablas de sus libros hasta la multitud, pero su patria es el silencio majestuoso de las alturas. Lo que allí ven es lo inefable, pero hacen esfuerzos desesperados para decírselo a sus Hermanos, y sus balbuceos sublimes nos emocionan. Del estilo de Ruysbrockio se ha dicho que se parece a un océano que se inflamase de súbito. Tiene grandeza y precisión a la vez; exactitudes matemáticas y gracias musicales. Es aéreo como una melodía y riguroso como una estrella. Su regularidad se funde en un mismo esplendor con la libertad de sus movimientos. Ni la audacia le arrebata, ni le entorpece la seguridad. Pocas veces la metafísica del misticismo ha encontrado un intérprete que declare los fenómenos y el progreso de la unión con tanta delicadeza, con tanta claridad, con un lenguaje tan sencillo, tan suave, tan casto, tan lleno de poesía. Esa palabra, rica de imágenes, se nos antoja una selva virgen. Hay profundidades, barrancos, cimas, precipicios, valles, montañas, tempestades, abismos, oscuridades, relámpagos, negras sombras y temblor de estrellas. Pero sobre este mundo de luz y de tinieblas flota una serenidad divina, que alegra y conforta al viajero.
Hay escollos, ciertamente, en esos mares; pero el místico flamenco, piloto experimentado, los señala con precisión. Quietistas y panteístas abusaron de sus expresiones; pero unos y otros están igualmente condenados en sus obras. Distingue con claridad las perfidias más sutiles del error. Presenta la contemplación como una paz verdadera, pero activa, muy distinta del reposo engañador que preconizaban los Hermanos del Libre Espíritu. Pero ni su precaución es fría, ni seco su análisis; un fuego penetrante abrasa sus palabras: «La acción de Dios—dice, anatematizando el panteísmo—no, nos confiere con Dios ni la unidad de esencia, ni la de naturaleza, sino la del amor. Sin embargo, somos felices al sumergirnos en este amor inmenso, en esta tiniebla sagrada, en esta noche negra sin dimensión. Esta noche negra es la luz inaccesible en que se repliega la naturaleza divina. Por la virtud del amor somos abismados en su poder, y allí nos perdemos, no sustancialmente, sino por un sentimiento de alegría. La esencia de Dios es increada; la nuestra, creada; el abismo es infranqueable; la distinción, eterna, a pesar de todos los esfuerzos del amor. Si nos perdiésemos sustancialmente, sin conocimiento y sin amor, seríamos incapaces de bienaventuranza. Nuestra esencia es una inmensa soledad, un vasto desierto, donde Dios vive y reina.»
Mientras se abrasa, Ruysbrockio sigue enseñándonos su ciencia misteriosa y sublime. ¿Quién mejor podrá explicarnos el fuego que el que vive en el horno? Y él se mueve en una atmósfera de llamas gigantes, con cuya luz distingue el verdadero sentido de todas las cosas. Así puede llegar a la cima del mundo sin perder de vista las sombras que se mueven allá en el fondo del valle. Y si aquella grandeza crea en su espíritu algún desdén, es únicamente el desdén sagrado de sí mismo.
Desde este momento las miradas se vuelven hacia el oscuro sacerdote. Viene luego la publicación de sus libros místicos. El ornamento de las bodas espirituales transporta de admiración a todos los doctores. Siguen los Cánticos, el libro de la Contemplación, el de los Siete grados del amor. A Vauvert empiezan a llegar ilustres peregrinos que recogen las palabras caídas de sus labios y se marchaban alegres con su tesoro. Llegan el conde y el labriego, el fraile y la beguina, el escritor y el predicador. Un día es el sabio dominico Juan Taulero, que recogerá y ampliará la doctrina del maestro de Vauvert; otro día, el austero reformador Gerardo Groot, fundador de los Hermanos de la Vida Común. Groot y Ruysbrockio tenían largas conversaciones.
—Padre—decía Gerardo—, yo admiro la sublimidad de vuestras obras; pero, ¿no teméis la mordedura de la envidia y la calumnia?
—Maestro Gerardo—respondía el místico—, no escribo nunca si no siento en mí el soplo del Espíritu Santo o una presencia singular de la Trinidad Santísima.
Más tarde, escribiendo a los religiosos de Vauvert, decía Groot: «Encomendadme, os ruego, al Padre Ruysbrockio. No he encontrado en la tierra objeto digno de tanto amor y de tanta reverencia. Mi alma está unida a la suya. Él es quien me ha enseñado la vida. De él he recibido la prudencia y el discernimiento de las cosas divinas. ¡Oh, si yo pudiese llegar a ser, en el tiempo y en la eternidad, el escabel de los pies de Ruysbrockio!»
El maestro Gerardo recordaba, sin duda, las maravillosas intimidades de la vida de su amigo. Ruysbrockio vivía en constante comunicación sensible con el mundo superior: visiones, éxtasis, apariciones, coloquios con los bienaventurados. «Es más fácil para mí—decía él mismo—levantar el alma a mi Dios que la mano a mi cabeza.» Cuando sentía la luz de la inspiración, penetraba con sus tablillas de cera en la espesura del bosque, y allí, sentado en el suelo, escribía las cosas maravillosas que pasaban por su espíritu. Al fin de su vida, ciego ya, se hacía acompañar por un Hermano, a quien dictaba sus pensamientos. Y sucedió una vez que, arrebatado por la dulzura divina, Ruysbrockio se quedó en el bosque un día entero. Ansiosos los Hermanos, salieron a su encuentro, y habiendo visto un árbol inundado de luz, corrieron a él; y, efectivamente, allí estaba el monje, sentado en una rama y enajenado como un ebrio.
Puesto en aquellas alturas de la contemplación, en la cima de una montaña más alta que las nubes, todavía se acuerda de los que allá en el fondo levantan los ojos con afán de subir. Recibía a todos los que preguntaban por él, y gozaba hablándoles de Dios. Nadie se le acercaba sin sentirse inundado de alegría. Era algo abandonado en sus hábitos, pero su rostro estaba siempre vestido de luz divina. Iba al trabajo con los demás Hermanos, pero tenía la costumbre de llevar siempre un rosario, que le recordaba el principio de que la oración debe ser el alma de toda actividad exterior. «Tenía—dice su biógrafo—la sabiduría en la palabra, la piedad en la acción, la humildad en el gesto, y en todo, la integridad de las virtudes.» Era dulce y amable para todas las cosas y todas las personas. Los mismos animales participaban del torrente de su compasión. En el invierno, los Hermanos, que conocían su inmensa bondad, se acercaban a él y le decían: «¡Oh Padre! Mira cómo nieva. ¿Qué va a ser de los pobres pájaros?» Y el sublime contemplativo tomaba las debidas precauciones para que las avecillas no pereciesen. Cuanto más le aislaba la mano de Dios en las misteriosas regiones de su comunicación, más se abrían sus ojos a las necesidades de la vida y a las miserias de los hombres. Cuanto más subía, más se prodigaba; cuanto más se alejaba por la contemplación, más se acercaba por la compasión. Puro, alegre, libre y tranquilo durante su vida, recibió la visita de la muerte sin miedo ni ansiedad. Sus últimas palabras fueron aquellas del salmo: «Como el ciervo busca las fuentes de las aguas, así mi alma corre hacia Ti, oh Señor.»
Dionisio el Cartujano solía decir que entre los que, explorando la luz divina, han ido a buscar un asilo a la sombra sagrada del gran altar, el más grande, después del Areopagita, es Juan Ruysbrockio. Si el seudo Dionisio presenta la luz, el místico de Groenendael enciende la hoguera; los dos ciegos por exceso de luz, inmóviles por su misma ligereza. Desde la montaña donde habitan inclinan la cabeza para hacerse oír. Descienden con las tablas de sus libros hasta la multitud, pero su patria es el silencio majestuoso de las alturas. Lo que allí ven es lo inefable, pero hacen esfuerzos desesperados para decírselo a sus Hermanos, y sus balbuceos sublimes nos emocionan. Del estilo de Ruysbrockio se ha dicho que se parece a un océano que se inflamase de súbito. Tiene grandeza y precisión a la vez; exactitudes matemáticas y gracias musicales. Es aéreo como una melodía y riguroso como una estrella. Su regularidad se funde en un mismo esplendor con la libertad de sus movimientos. Ni la audacia le arrebata, ni le entorpece la seguridad. Pocas veces la metafísica del misticismo ha encontrado un intérprete que declare los fenómenos y el progreso de la unión con tanta delicadeza, con tanta claridad, con un lenguaje tan sencillo, tan suave, tan casto, tan lleno de poesía. Esa palabra, rica de imágenes, se nos antoja una selva virgen. Hay profundidades, barrancos, cimas, precipicios, valles, montañas, tempestades, abismos, oscuridades, relámpagos, negras sombras y temblor de estrellas. Pero sobre este mundo de luz y de tinieblas flota una serenidad divina, que alegra y conforta al viajero.
Hay escollos, ciertamente, en esos mares; pero el místico flamenco, piloto experimentado, los señala con precisión. Quietistas y panteístas abusaron de sus expresiones; pero unos y otros están igualmente condenados en sus obras. Distingue con claridad las perfidias más sutiles del error. Presenta la contemplación como una paz verdadera, pero activa, muy distinta del reposo engañador que preconizaban los Hermanos del Libre Espíritu. Pero ni su precaución es fría, ni seco su análisis; un fuego penetrante abrasa sus palabras: «La acción de Dios—dice, anatematizando el panteísmo—no, nos confiere con Dios ni la unidad de esencia, ni la de naturaleza, sino la del amor. Sin embargo, somos felices al sumergirnos en este amor inmenso, en esta tiniebla sagrada, en esta noche negra sin dimensión. Esta noche negra es la luz inaccesible en que se repliega la naturaleza divina. Por la virtud del amor somos abismados en su poder, y allí nos perdemos, no sustancialmente, sino por un sentimiento de alegría. La esencia de Dios es increada; la nuestra, creada; el abismo es infranqueable; la distinción, eterna, a pesar de todos los esfuerzos del amor. Si nos perdiésemos sustancialmente, sin conocimiento y sin amor, seríamos incapaces de bienaventuranza. Nuestra esencia es una inmensa soledad, un vasto desierto, donde Dios vive y reina.»
Mientras se abrasa, Ruysbrockio sigue enseñándonos su ciencia misteriosa y sublime. ¿Quién mejor podrá explicarnos el fuego que el que vive en el horno? Y él se mueve en una atmósfera de llamas gigantes, con cuya luz distingue el verdadero sentido de todas las cosas. Así puede llegar a la cima del mundo sin perder de vista las sombras que se mueven allá en el fondo del valle. Y si aquella grandeza crea en su espíritu algún desdén, es únicamente el desdén sagrado de sí mismo.
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