miércoles, 6 de junio de 2012

SAN NORBERTO, Obispo

He aquí unos pies anchos, seguros, infatigables, que caminan bajo la ternura de la primavera, por las orillas del Rhin, esponjados gozosamente sobre la caricia de los praderíos, que los unge de un perfume de hierbabuena. Yo he visto estos pies, en el verano, polvorientos y morenos de sol, sudorosos. por la enorme fatiga, recogerse al descanso, a la sombra de la catedral de Colonia, y, al quedar reverentes, de rodillas, todos los santos, los ángeles y los grifos, que cantan un misterio de fe sobre la gloria del pórtico, han sonreído beatamente, en la frialdad de la piedra sagrada y maravillosa. Y los vi sobre los montes de Spira, en lucha amarga con las tormentas de invierno, ir dejando en la nieve un camino de sangre. Pero su vida y su gloria —la de estos pies extraordinarios— resplandece en caminar sin vacilaciones, sin pausas. ¿Qué buscan con tan ardorosa impaciencia estos pies? ¡Las almas!

Los pies pueden definir la existencia de un hombre. En los libros Sapienciales hay toda una impresionante teología de los pies, como mandatarios de nuestro libre albedrío, cuando siguen los huellas del Señor y cuando caminan por las tinieblas del pecado, a la condenación eterna. Y, en el Evangelio, una ordenanza, sin apelaciones, de Jesucristo: "Si tu pie te escandaliza, córtalo y arrójalo lejos de ti; porque más te vale entrar cojo en el cielo que con los dos pies perderte en la gehena".

Pero estos pies —para siempre, ahora, descalzos, mendicantes apostólicos— calzaron en su juventud finos escarpines de pieles, labradas en oro y pedrería. Eran esbeltos y ágiles para la danza en las fiestas de corte del emperador Enrique; cauteloso para tantear los laberintos sutiles de la política; raudos en la ambición de prebendas y honores.

Son los pies de Norberto. Noble en las marcas de la Germania, arzobispo de Magdeburgo, fundador de los canónigos regulares premonstratenses, santo en el cielo de Dios. Y, según la historia que os voy a referir, estos pies, como dos columnas inconmovibles de la Santa Iglesia de Cristo, en la edad turbada del siglo XI, donde hay antipapas, confusión de la fe con las herejías, mientras atardece en un crepúsculo deslucido de sombras toda la grandeza del Sacro Imperio.

Había nacido el año 1080, en la pequeña ciudad de Santes, del Estado de Cléves, en las márgenes alemanas del Rhin, que tiene castillos de leyenda, viñedos dorados por un embrujo de sol, para que destilen sus vinos, como la sangre encendida. La Crónica laudatoria del XVII atribuye a su padre Heriberto ascendencia de césares. Era realmente noble y emparentado con el emperador. Su madre Haduvije “traía origen de la Serenísima Casa de Lorena, raíz fecunda de donde han descollado, en todas las edades, muy cristianos héroes". Pues nada sorprende que, con semejantes ejecutorias en su cuna, tuviera Norberto entre sus manos la estrella de los elegidos y la fortuna asomada a sus ojos anhelantes y limpios. Sería un puro intelectual de la época, libre de toda servidumbre a las armas y a las artesanías.

En las escuelas monásticas y episcopales se refugiaba entonces todo el humano saber. Turbas de copistas, en la calma serena y oracional de los scriptorios, ponían a punto las humanidades clásicas, junto a las últimas novedades de Anselmo de Bec, de Escoto Erigena, de Rábano Mauro. El Trivium, con el estudio de la gramática y de la dialéctica, con la pompa de los retóricos, interpretaba la historia y la poesía, mientras la austeridad del Quadrivium, apretado de números secretos, de astrologías y geometrías, se humanizaba también admitiendo los simples pentagramas de Guido de Arezzo, para reducir a un lúcido orden las melodías de la música. En la inquietud de estas escuelas se preludiaba ya el advenimiento feliz de la escolástica, que casaría valientemente las verdades de la fe con la filosofía de Aristóteles. Y un gran viento de mística espiritualidad agitaba a toda la Europa, empujando a las gentes al heroísmo de las Cruzadas, a la quieta y dolorosa contemplación de Dios en la penitencia y silencio de los claustros.

Norberto ha vivido estos mundos alucinantes de la sabiduría. Tiene una inteligencia despejada y aguda; imaginación dulce para los madrigales, una palabra vital, que hace impacto de llagas en quien le oye.

Sigue las disciplinas eclesiásticas porque le prima en la sangre el ejemplo de su tío, Federico de Carinthia, arzobispo de Colonia. Y asciende al subdiaconado, pero sin intenciones de consagrarse al Señor, en la plenitud de entrega del sacerdocio. Su tonsura le traerá un estado de vida magnificada por los honores y por las prebendas. Su propio tío le confiere una capellanía en la imperial iglesia de Santes, donde se muere de tedio y de nostalgias bajo el meridiano del demonio, dando a sus pasiones placer y a su ambición conquistas. Un canonicato en la catedral de Colonia le introduce triunfalmente en la vida cortesana. El emperador le hace su limosnero. Y ya está Norberto sobre los lujosos escenarios de la intriga palatina, para decir su papel, en alegres justas de amor, que han de terminar en drama. De cuerpo bien plantado y hermoso, maestro de humanidades, de cetrerías y poesías, insinuante y bien compuesto el ademán, la palabra caliente..., y una turba de damas, como gacelas, que ansían el venablo del cazador.

Hay para Norberto, en este tiempo de vanidades, un viaje imperial a Roma, porque Enrique desea zanjar con el papa Pascual Il el escándalo de las investiduras que trae envilecida a la cristiandad, Han precedido unas conversaciones en Sutri, donde ambas partes llegaron a un esquema de convenio. Sólo falta la solemnidad de la firma, en la gran ceremonia que se celebra en San Pedro, con pausada pompa papal. Pero entonces, lejos de suscribir el emperador las estipulaciones de Sutri, "con la mayor alevosía que se lee en las historias —según papeles del tiempo—, hace una seña en alemán a sus tropas, que se echan sobre el Pontífice y los cardenales, les despojan de sus saeras vestiduras y los reducen a prisión". Fuera, los regocijos de Roma por la visita de tan insigne viajero naufragan en sangre inocente, en tropelías de la soldadesca, en incendios de destrucción. El alma exquisita de Norberto se turba y reprueba la conducta indigna de su amo: corre a la cárcel del Pontífice para reverenciarle y llorar con él tan grandes desventuras, y, ya de regreso en Alemania, no quiere admitir el obispado de Cambray, con el que desea investirle el emperador. Es el principio de su salud.

La Crónica jesuita de Anvers desliza otra interpretación a esta renuncia obispal, como si el joven subdiácono amase más su vida desarreglada que el servicio divino, y pone la misma intención mundana a un cierto recreo que Norberto se toma, un día luminoso de abril, jinete de elegante caballo, cuando se dirige con su paje a un conventillo de Freten de Westfalia. ¿Le llevaba el impulso ciego del amor? Pero allí sería su camino de Damasco. Iba así nuestro caminante, huyendo de la luz hacia las oscuras regiones de tan ruines pensamientos, "cuando vino sobre la espalda de este fugitivo de Dios una palabra poderosa, que derriba en tierra al caballo y al caballero." Claro que esto es la pintura un poco barroca del Cronicón. Porque la realidad fue que, en aquella calma radiante de primavera —todo el cielo perfumado de lirios y de rosas—, se cerró en una colosal tormenta. Nubes cárdenas restallando truenos, los árboles de la selva bamboleantes, las golondrinas atolondradas sin poderse recoger a seguro, y Norberto acurrucado en los temblores de su miedo, aterido entre el furor de las lluvias. Un rayo cae a los pies de su cabalgadura y sepulta a Norberto, con su paje, entre el lodo y las hierbas ardientes, como en un infierno.

Se repite la historia de Saulo. Norberto encuentra su Ananías en el santo abad del cenobio de Ligeberg, en cuyas soledades se convierte a la contrición de sus pecados, a la penitencia. Entonces decide ascender hasta el sacerdocio. Su primera misa en la iglesia natal de Santes se configura, como una perfecta crucifixión, con el Cristo vivo de su Sacrificio. Es escarnecido por clérigos y por labradores, que le recuerdan los regalos carnales de su vida mundana; pero el sermón primero que les dirige impresiona hasta las lágrimas a todos sus paisanos, porque les confiesa con extrema humildad los escándalos de su vida y les invita a seguir a Jesucristo, en la vida nueva que él va a emprender.

Y sus pies inician la gran epopeya. Reparte entre los pobres sus tesoros; renuncia a los cargos eclesiásticos y se hace sembrador del Evangelio por todas las marcas del Rhin, con milagros, carismas y don de lenguas, como los mismos apóstoles, que recibieron en Pentecostés al Santo Espíritu. Andar y andar, a la sola conquista de las almas. Los auditorios que abarrotan los templos vienen de largas distancias para oírle: pastores, letrados, clérigos, y todos quedan embebidos en los ardores de su caridad. Acusado falazmente por su propio Cabildo de Colonia al concilio de Hesse, en 1118, alcanza del Papa una legación para predicar en todo el orbe. Llega a Valenciennes con la salud rota, agotado de una misteriosa fiebre, y, sabiendo que allí se encuentra su buen amigo Burcardo, obispo de Cambray, le visita. Asiste a la conversación el capellán de su excelencia, Hugo, que, desde tiempo, había tomado el propósito de renunciar al mundo. Y, oyéndole, le suplica que le tome de compañero para aquel apostolado de evangelización rural. Y así la Providencia une estos dos corazones en un mismo destino: la fundación de una Orden que remedie las necesidades de la Iglesia.

En 1119, muerto el papa Gelasio, le sucede el arzobispo de Viena, Calixto II, quien convoca un concilio en Reims para la reforma de las costumbres y el arreglo de la cuestión de las investiduras. Asisten cuatrocientos obispos, el rey de Francia y nuestros dos apóstoles, Norberto y Hugo. En el curso de las sesiones conocen al obispo de Laón, don Bartolomé, quien, movido del Espíritu, ofrece edificar un monasterio allí donde lo determine Norberto. Y así nace el Premontré. En la selva de Coucy, pantanosa, sombría, dantesca, circundada de montes pelados y rocosos, hay un prado —Pratum monstratum— donde Norberto presiente que debe nacer su obra. Y en la Navidad de 1121, sobre las ruinas de una pobre ermita, se alza el primer monasterio de la Orden Premonstratense. El drama de su propia vida —la traición que hizo al estado eclesiástico con su vida desarreglada— va a encontrar aquí un muy original y divino remedio. Bajo la regla de San Agustín no busca Norberto a los monjes, sino a los clérigos: en una vida común, tan rigurosa como la de los cenobios, sus canónigos regulares aseguran en el estudio, en la penitencia y en el silencio ese potencial de vida interior que es la clave de todo apostolado: no permanecerán en clausura, ni adscritos de por vida a un monasterio, como los monjes, sino que deben andar y andar a la conquista de los pecadores, derramando el cáliz de su corazón, que está lleno de Cristo, sobre las almas abandonadas e ignorantes. Y así van por las ciudades y las campiñas, con su hábito de lana blanca, como ángeles de la buena noticia, adoradores del sacramento y heraldos de Santa María.

El suceso del Premontré conmueve a toda Europa. Las grandes Ordenes monásticas que obedecen a Cluny han entrado en una crisis de decadencia; las riquezas territoriales y el amplio poder de jurisdicción han corrompido al Cister; la soberbia de su gran abad Pons de Melgueil siembra de rivalidades la paz de los monjes, hasta conducirles a la excomunión y a la apostasía. Por eso Francia, Alemania, Bélgica acogen a los premonstratenses como la medicina celeste que Dios les envía. En los cuatro primeros años Norberto preside ya nueve monasterios y atiende a la formación de sus canónigos, a quienes empuja y calienta el ejemplo santo de su vida.

En este nacimiento afortunado de la Orden hay un signo que la consagra definitivamente: el encuentro de su fundador con la herejía maniquea. Importada de Asia a Europa en el siglo III, reaparece con nuevos bríos en Amberes y Brujas, en el Delfinado, Provenza y Languedoc. Un cierto Tanchelim, fingiéndose obispo, nada menos que de consagración papal, embauca a turbas de mujeres con sus palabras histéricas. Cuando aparece en los campos o en las plazas públicas —él odia los templos a quienes llama guaridas del diablo—, centellea, como un ídolo, cubierto de púrpura y de oro. Es risible, pero dramático. Porque se hace acompañar de un verdadero ejército de tres mil hombres, que, en su fanatismo, siembran de libertinaje y de muerte las dulces tierras de Flandes. Muere a manos de un clérigo. Pero su muerte aumenta el número de los seguidores, encolerizados y rebeldes. Y es Norberto, con sus canónigos, llamados por el obispo de Cambray, quienes combaten el error y devuelven la paz y el orden a las gentes.

Semejante suceso le hace concebir una idea genial y salvadora. Su Orden tendrá otra rama, completamente secular, donde hombres y mujeres, que viven en el mundo. observan una vida cristiana, a la sombra de sus abadías, lucrándose de las instrucciones, del ejemplo, de la oración. y de la compañía de sus canónigos. Son, ya entrevistas, las Ordenes Terceras, que los mendicantes Asís y Domingo han de fundar, después, corno pilares ciclópeos de la grandeza espiritual de la Alta Edad Media.

Y ahora la apoteosis de sus pies descalzos. Peregrinantes, celosos de la gloria de Dios. Por el 1126 se reunía en Spira lo más selecto de Europa; del sacerdocio y del Imperio. La entrada triunfal del emperador Lotario aterra a los vencidos, que buscan el valimiento del obispo de Maguncia para que la victoria no les tiña de sangre ni les humille con cadenas. Y corre, de pronto, la voz de que Norberto se encuentra en la ciudad. Le conocen bien: le saben piadoso y justiciero; y le suplican que, en aquella hora de amargura, les consuele su palabra, ungida de tantos carismas. Lotario asiste al sermón y queda transido del amor de caridad en que se abrasa el apóstol. Y sin saber cómo —¡el Santo Espíritu sopla donde quiere y como quiere!— arrebatado el auditorio se echa sobre Norberto, clamando, "¡Norberto, arzobispo de Magdeburgo!". Queda anonadado y se resiste, con violencias, por su auténtica humildad. Pero aquel fervor de multitud mueve a Lotario a confirmar la elección de Norberto y después al Papa. A los pocos días hace su entrada en la catedral. Va, como siempre, descalzo, con su pobre túnica blanca, para recibir el homenaje de los obispos, de los nobles, de los cabildos y del pueblo. Cuando la solemnidad termina y se dirige a su palacio, el guardián le niega la entrada al verle tan pobre y descalzo: “Llegas tarde —le dice—, porque ya se dio la comida a los necesitados". Y cuando le avisan que aquel es su señor, el nuevo arzobispo, se arrodilla confuso para besarle los pies. Y así queda, para la historia, la apoteosis de unos pies anchos, seguros, inconmovibles, que sólo se movieron para la honra de Dios y la caridad del prójimo.

Durante los ocho años de su pastoreo arzobispal Norberto culmina, en sus obras, el ejemplo de San Pablo. Pone a su discípulo Hugo como gran abad de toda la Orden, que se extiende por ciento veinte monasterios. Predica y escribe. Es perseguido como el apóstol, salvando por dos veces la vida de manos criminales. Viaja con el emperador a Roma y consigue deponer al antipapa Pedro de León. Asiste al concilio de Reims, donde su sabiduría brilla con los mismos resplandores de su santidad y de su celo.

El 6 de junio de 1134, dentro de la octava de Pentecostés, este siervo humilde, a quien San Bernardo llamaba "Maestro", apóstol fidelísimo del Espíritu Santo, agotado de la fiebre, en suaves transportes de divino amor, se fue para el cielo a festejar los gozos de su Pascua. Os dejaré una divisa para que la maduréis dentro del alma. La que sin cesar repetía a sus discípulos: "Yo he frecuentado las cortes de los príncipes y abundé en riquezas. No perdoné a los deleites. Pero tened por cierto, hermanos míos, que la mayor abundancia de bienes de este mundo reside en la pobreza del espíritu. Sólo fui rico cuando de ellos carecí. Porque lo mismo fue arrojar de mi corazón los bienes de la tierra que llenarse de los de la gloria, mucho mejores sin comparación, de suavidad inefable y de una duración eterna".

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