Pocos santos tan populares como este discípulo de San Francisco de Asís; y, sin embargo, su figura se presenta en la Historia como diluida en un horizonte lejano. Sabemos su origen ibérico, su nacimiento en Lisboa, su vida de canónigo regular en Coimbra, aquellas ansias de martirio que le lanzan más allá del Estrecho para predicar a los moros marroquíes, y, finalmente, su agregación a la Orden naciente de los Frailes Menores. Hay, no obstante, en él una cosa que aparece con claro y vigoroso relieve: es el poder soberano de su oratoria. Por grandes y numerosos que sean sus milagros, hay otros muchos santos que se le pueden comparar en este aspecto; su rasgo característico, su privilegio singular, el milagro constante de su existencia, es la fuerza incontrastable de su predicación, el poder de su voz sobre los corazones y las inteligencias, el efecto mágico de su palabra. Las muchedumbres se agolpan en torno suyo, las iglesias eran estrechas para su auditorio, las plazas se llenaban de una multitud compacta y heterogénea: frailes, magistrados, campesinos, judíos, herejes, malhechores que salían de sus guaridas disfrazados de monjes, gentes de toda condición, que unas veces aplaudían frenéticamente; otras se encendían en llamaradas de fe y devoción, otras lloraban, conmovidas por los terribles apóstrofes del orador.
La oleada crecía siempre rumorosa y entusiasta. Lo mismo en la Romana que en Umbría, en la Provenza y el Languedoc y en las orillas del Sena, su llegada conmovía las poblaciones, y cuando en sus últimos años fijó su residencia en Padua, él era una institución en la ciudad, que se llenaba constantemente de curiosos, devotos y peregrinos. Con frecuencia sus oyentes pasaban de treinta mil, y no eran sólo campesinos y gentes del pueblo, fáciles de arrastrar y convencer; eran todas las clases de la sociedad las que corrían deslumbradas por el resplandor de aquella elocuencia, que unas veces parecía rayo de tempestad, otras apacible claridad de amanecer, otras luz irresistible del mediodía. El noble y plebeyo, el estudiante y el monje encanecido en la meditación de la Escritura, el obispo de la ciudad y el clérigo de la aldea se codeaban, entre el hormigueo de la concurrencia, con el hereje y el simoniaco, el guerrero que volvía de la cruzada y el señor violento del castillo. El tirano caía como herido por un relámpago al eco de aquella voz que anatematizaba sus crueldades. Los ladrones empezaban a aborrecer los dineros y los tahúres tiraban los dados al río. El pobre fraile de la tosca túnica, de los pies descalzos, de la mirada seráfica y el gesto de profeta se apoderaba de sus espíritus, los dominaba de una manera irresistible, manejaba y transformaba sus corazones, llevándolos de la contrición a la esperanza, del dolor a la alegría, de la impenitencia a las lágrimas. No les halagaba con el encanto de una virtud dorada y fácil, sino que fustigaba sin miramientos los vicios, revelaba sus deseos inconfesables, desenmascaraba sus concupiscencias, sus odios, sus usuras, sus tiranías, y les obligaba a renunciar a sus costumbres inveteradas.
Y aquella muchedumbre, no solamente le seguía a través de las calles y caminos, no solamente le escuchaba en actitud silenciosa con el aliento contenido y el corazón anhelante, sino que se arrodillaba delante de él y, dispuesta a seguir sus menores indicaciones, le descubría la miseria de sus almas. Ezzelino, aquel verdugo famoso de sus semejantes, se le humillaba, sintiendo sobre su conciencia el peso abrumador de sus crímenes; Simón de Sully confesaba su conducta escandalosa e indigna de un pastor de la Iglesia de Cristo; el hereje, convertido por la fuerza de su argumentación y por la suavidad de sus exhortaciones, volvía a la senda de la verdad; los enemigos olvidaban sus viejos rencores y se abrazaban unidos por los lazos de la caridad cristiana. Y eso en Bourges, en Arlés, en Limoges, en Rimini, en Bolonia, en Roma, en Florencia, en Padua; en todas las aldeas y ciudades del sur de Francia, ensangrentada por la guerra de los albigenses; en todas las plazas y caminos de Italia, descuartizada por las luchas de señores y ciudades, de bandos y familias, de cátaros y fraticelos, de güelfos y gibelinos. La luz de la fe, el entusiasmo de la emoción religiosa, la noble aspiración hacia un ideal puro y perfecto, las flores más bellas de la virtud y de la penitencia brotaban por dondequiera que pasaba aquel impetuoso gentilhombre portugués que ahora se llamaba fray Antonio de Padua.
¿Cuál era el secreto de esta influencia prodigiosa, que rara vez ha logrado ejercer el hombre sobre sus semejantes? Sin duda, el poder de obrar milagros contribuyó en gran parte a aumentar el fruto de aquella predicación. Antonio era un taumaturgo que resucitaba a los muertos, que volaba en un momento a Lisboa para salvar a su padre, que predicaba a los pájaros y a los peces, que cantaba una lección en el coro de su convento y hablaba a la vez en el pulpito de una ciudad lejana. ¿Cuál no sería la fuerza de convicción de aquella palabra, cuando un suceso milagroso venía a poner sobre ella el sello de la aprobación divina? Recordemos aquel comentario que hizo en Florencia sobre el texto evangélico: «Donde está tu tesoro, allí está tu corazón.» Predicaba en las exequias de un poderoso que acababa de morir y era conocido por su avaricia. De repente, sintiéndose inspirado, el fraile prorrumpió en estas palabras, que llenaron de terror a la concurrencia: «Este rico ha sido precipitado en los abismos de la desesperación y del llanto. Era un avaro miserable, era un Epulón que se olvidaba del pobre Lázaro, tendido a su puerta. Id a su casa, abrid el cofre donde están sus tesoros, y allí, entre las monedas, encontraréis su corazón, palpitante todavía.» Estas palabras produjeron un asombro general, que se aumentó ante la realidad del hecho vaticinado.
En Tolosa, un hereje le dijo que sólo un prodigio podía hacerle creer en la presencia real del Sacramento. «Dejaré a mi mulo tres días sin comida; después le ofreceré heno y avena; si se aparta de ellos para adorar la Hostia consagrada, creeré en la presencia real.» San Antonio aceptó la prueba. Pasados los tres días, tomó la Hostia en sus manos, la presentó delante del mulo, y el mulo rehusó el heno y la avena que le ofrecían para ir a postrarse delante de la Sagrada Eucaristía. Otra vez encontró en la calle a un hombre de mala reputación, y parándose ante él, se descubre y dobla la rodilla en su presencia. Al día siguiente, la misma ceremonia, y la genuflexión vuelve a repetirse en un tercer encuentro. El hombre enfurecióse, creyendo que aquello era una burla. «Si volvéis a reíros de mí—dijo al fraile—, os atravieso con la espada.» Antonio contestó: «Glorioso mártir de Jesucristo, cuando estéis en el tormento. acordaos de mí: » El buen hombre soltó la carcajada, pero unos años más adelante murió en Palestina, martirizado por los musulmanes.
Pero, además, de estos dones sobrenaturales, Dios había puesto en su apóstol todas las virtudes naturales de un dominador de hombres. Su voz clara y poderosa sofocaba los murmullos y agitaciones de inmensos hormigueros humanos. Su memoria extraordinaria le permitía recordar en cualquier momento los textos oportunos de la Sagrada Escritura y de los Santos Padres, y asimilarse con la mayor facilidad la lengua de los pueblos donde llegaba. No hay duda de que su patria lusitana le dio el fuego vibrante del hombre meridional, con esa retórica ampulosidad que tanto domina en las literaturas peninsulares, y muy particularmente en la portuguesa. Su semblante apacible, dicen textos antiguos, le ganaba los corazones. A punto fijo no sabemos cuáles eran los rasgos fisonómicos de su rostro. Sus biógrafos hablan de ellos confusamente, y las pinturas que del santo nos dejaron los primitivos italianos son contradictorias. A principios del siglo XV las gentes le recordaban todavía, y cuando apareció San Juan Capistrano, creyeron ver en él, lo mismo en el espíritu que en el cuerpo, una reencarnación del taumaturgo de Padua. Recogiendo y armonizando las noticias biográficas, podemos representárnosle como un hombre de agradable presencia, sin barba, a diferencia de su maestro San Francisco; nariz firme, espesa cabellera, boca pequeña, labios finos, ojos extraordinariamente luminosos y tez «del color común entre los españoles», es decir, morena. A todo esto se juntaba su ciencia profunda, su conocimiento extraordinario de la doctrina católica y su experiencia del corazón humano. No era la de Antonio una inteligencia sin cultivar que hubiera fructificado bruscamente fecundada por dones infusos. Cuando se llamaba todavía Fernando Bulhon y Tavero, había encontrado, sin duda, en Lisboa buenos maestros de retórica; luego, entre los canónigos de Santa Fe de Coimbra, su juventud, antes de iluminarse con anhelos de martirio y perfección evangélica, se ilumina con la pasión de los códices visigóticos. Al llegar a Italia se esfuerza por ocultar su talento, su erudición y sus andanzas apostólicas en Marruecos. En 1221 asiste al capítulo general de Santa María de la Porciúncula. Ni fray Elías, que preside, ni San Francisco, que se sienta a sus pies, ni uno solo de los tres mil hermanos capitulares fijan su mirada en aquel joven extranjero, que lleva todavía encima el polvo del viaje. Entonces se le considera más apto para fregar la vajilla que para escalar pulpitos. Poco tiempo después la obediencia le obliga a decir unas palabras para edificación de los hermanos. Y habló con calor, con claridad y con precisión científica. Hubo un movimiento general de asombro, y el mismo patriarca, que gustaba, sin duda, de los sermones callados pronunciados por sus discípulos mientras cruzaban con regocijo las calles, pero que no odiaba la sabiduría, escribióle esta carta famosa: «Al hermano Antonio, mi obispo, saluda el hermano Francisco. Es mi gusto que enseñes teología a los hermanos, con tal de que, como manda la Regla, el espíritu de oración y devoción no se extinga. Adiós.»
Esta ciencia escolástica y patrística es la principal cualidad que descubrimos en los sermones que se conservan del santo, sermones que apenas creeríamos suyos, si no estuviéramos seguros de su autenticidad. No faltan en ellos distinciones ingeniosas, bellas interpretaciones de los textos bíblicos y símiles que revelan una atenta observación de la Naturaleza; pero el corazón ardiente que incendió en el amor de Cristo al mundo occidental del siglo XIII parece ausente de aquellas páginas. Son discursos fríos, sutiles, académicos y hasta afeados por ciertos ribetes de preciosismo escolar: más «angélicos» que «seráficos». Vemos un San Antonio demasiado preocupado de las exquisiteces de la rima y el movimiento rítmico del período. Es una elocuencia de bufete o de cátedra, no la formidable elocuencia popular que arrebata a las poblaciones de Francia y de Italia. Esta permanecerá siempre desconocida para nosotros; aunque podemos verla reflejada en los efectos. Y los efectos fueron prodigiosos; efectos de la elocuencia y de la santidad. La elocuencia ponía el encanto de la palabra; la santidad escondía en la palabra una fuerza divina cuyo ímpetu excede a toda fuerza natural. La santidad del taumaturgo estallaba en obras maravillosas y en palabras espléndidas; se exteriorizaba en sus gestos, en su actitud, en los movimientos de su cuerpo, en todo aquel conjunto de grandeza y de serenidad, de veracidad y de energía, de austeridad y de compasión que se adueñaba de los corazones con una violencia tan dulce como irresistible. En cierto modo, su oratoria era todo su ser, abrasado en el amor de Dios y del hombre.
Ese amor le abrasaba y le consumía, y le hacía correr como frenético a través de las campiñas italianas, cantando con su bella voz de barítono su himno mariano: «¡Oh Señora gloriosa, más alta que las estrellas!....» Atravesaba en una carrera vertiginosa, como si presintiese la brevedad de su vida, de Roma a Ferrara, de Bolonia a Florencia, de Milán a Rímini. Es en Rímini donde su palabra se encuentra por vez primera con el desdén y la rebeldía. Los hombres le rechazan, pero los peces se apresuran a oírle: «Un día—cuentan las Florecillas—Antonio se acercó a la ribera en el lugar donde el río desemboca en el mar, y habiéndose sentado en la orilla, comenzó a decir: «Escuchad la palabra de Dios, peces del mar y del río, puesto que los impíos herejes se niegan a recibirla.» E inmediatamente acudió a donde él estaba tal multitud de peces, grandes, pequeños y medianos, que jamás se había visto una cantidad semejante. Todos sacaban la cabeza fuera del agua, todos parecían mirar hacia la cara del orador, todos estaban en orden, tranquilos y atentos: junto a la orilla los peces pequeños, detrás de ellos los medianos, y en el fondo, donde el agua era más abundante, los de gran tamaño. Y San Antonio empezó a decir: «Hermanos míos los peces, a vuestra manera también vosotros estáis obligados a dar gracias al Creador, que os ha dado por morada un tan noble elemento; a unos aguas dulces, a otros aguas saladas, según el gusto y conveniencia de cada cual. Dios, vuestro Creador, es bueno y liberal: os ha dado la vida, os ha hecho crecer, os ha bendecido, os ha dado agallas para moveros en vuestro palacio cristalino y reluciente, y cuando desencadenó el diluvio sobre la tierra, hizo que de todos los animales sólo vosotros sobrevivieseis...» Poco a poco, los oyentes se multiplicaban: carpas, langostas, ballenas, delfines. Por el lado de tierra venían los hombres; el prodigio se había propagado por la ciudad, y las gentes se trasladaban a la plaza en multitudes compactas, dispuestas a imitar la dócil actitud de los habitantes de las aguas.
Es en Padua donde se detiene el vehemente peregrino del amor: ama la bella ciudad universitaria de los aires apacibles, de los claros cielos, de la vida exuberante y alegre, de los sabios y famosos maestros. ¡Oh Padua, Padua —exclama en un sermón cuaresmal—; yo estoy loco por ti, yo quiero salvarte, quiero iluminarte con la luz de Dios! ¡Estoy loco del amor divino!» No era un recurso oratorio, sino el arrebato sincero del corazón. Poco antes de morir, Antonio se acordaba todavía de Padua, y con su última mirada le enviaba su postrer bendición. Su voz se había callado ya; sólo su corazón seguía hablando con Dios. Huyendo de las muchedumbres, habíase escondido en un bosque cercano a la ciudad. Vivía en una choza de ramas, envuelta en aromas campestres e idilios de ruiseñores. Allá abajo, la ciudad se entregaba con alborozo a las alegrías de la primavera. El solitario la contemplaba con su bosque de blancas cúpulas, sus palacios de mármol, sus jardines embalsamados y su vasta llanura cubierta de mieses amarillentas y de viñas en flor. Transportado al mundo de las realidades espirituales por los esplendores del mundo visible, vio su alma radiante entre los coros de los elegidos, y su cuerpo descansando, rodeado de flores y plegarias, en su ciudad querida. Entonces hizo un último esfuerzo, levantó su mano agitada por la fiebre y pronunció estas palabras: «¡Oh Padua, yo te bendigo! Tu situación es bella, tus campiñas, feraces; pero el Cielo te reserva una gloria más alta.» Pocos días después sus ojos quedaban inmóviles, como deslumbrados por la luz de una aurora eterna; pero sus labios aún tuvieron tiempo para decir: «Ya veo a mi Dios.» Tenía treinta y cinco años. Era joven, y sigue siendo eternamente joven. En los nichos de los templos, en los panegíricos de los poetas y en la imaginación de sus devotos y sus devotas, San Antonio será siempre el fraile de aspecto juvenil, de mejilla imberbe, de seráfica mirada, de labios sonrientes y de corazón piadoso, paciente, incansable ante los ruegos y las importunaciones.
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