Ezequiel nos presenta hoy la fuerza y el poder de Dios, capaz de formar de una pequeña rama un alto cedro, y de de humillar a los árboles más lozanos y frondosos.
“El que se ensalza, será humillados, y el que se humilla, será enaltecido”
Estas palabras de Jesús, que responden a lo experimentado por Él en el anuncio del evangelio, al verse aceptado por el pueblo pobre y menospreciado por los más poderosos, son como un resumen de toda su vida.
Jesús nunca quiso grandezas ni buscó ser glorificado por los hombres. Al contrario, aceptó la pobreza como un regalo, la misericordia y el perdón como la base de su predicación, y la amistad como anticipo del Reinado de Dios.
El Reino de Dios crece en el corazón del hombre que acepta con amor la Palabra y la acoge como signo salvador.
Por eso el salmista nos dice que “el justo crecerá como una `palmera y se alzará como un cedro del Líbano, plantado en la casa del señor!” (Salmo 91, 13-14).
San Pablo- lo hemos escuchado en la segunda lectura- encontrándose ya por entonces pobre, enfermo y en las postrimerías de su vida, agradece a Dios que el fruto de la semilla de la fe, por él sembrada, haya arraigado en la gente sencilla.
Cuando la Palabra es acogida por la persona, se inicia en ella una vida nueva, en tanto que su fe se va profundizando al compás de la conversión y del amor a Jesús.
Este proceso interior es un misterio, reflejado por Jesús en la parábola del grano de mostaza, una semilla minúscula, que crece hasta convertirse en un árbol de cuatro metros de altura.
Jesús nos quiere decir que el milagro del crecimiento de la buena semilla en el corazón del hombre es obra de Dios.
El agricultor se limita tan sólo a sembrar. Lo que acontece después- desarrollo y fruto- escapa a su control.
La naturaleza nos da una constante lección de orden, grandeza y humildad. Todo ser viviente, el mundo vegetal, las montañas, los ríos, los océanos… tienen una finalidad, y se rigen por el devenir de las estaciones, las noches y los días.
Cuando el hombre interviene para afirmar su dominio sobre lo que Dios ha creado y acota para sí grandes extensiones de terreno, se convierte en un egoísta acaparador.
La tentación que sufrió Jesús de traicionar la propia conciencia para dominar el mundo, sigue latente en cada uno de nosotros, aunque sea a pequeña escala.
Lo es igualmente otra de las tentaciones: tirarse del pináculo del templo y abandonarse en manos de los ángeles, para demostrar su mesianismo e impresionar así a todos los judíos.
Esta misma tentación de asociarse al poder establecido para afianzar el dominio sobre lo temporal, la ha tenido la Iglesia a lo largo de su historia. Y en muchas ocasiones sucumbió ante el imán del poder con la “Civitas Dei”, “El Sacro Imperio Romano-Germánico” o el “Nacionalcatolicismo”; todos ellos con un denominador común: la alianza de la Iglesia oficial con los gobernantes de su tiempo.
La unión del trono y el altar, la espada y la cruz, como forma visible de imposición del Reinado de Dios sobre los que piensan de otra manera, no forma parte del modo de actuar de Jesús.
El fanatismo religioso o el afán de imponer la verdad de la razón sobre la razón de la verdad, como ocurrió con las Cruzadas y la Inquisición, da una mala imagen del cristianismo y coloca en una misma pantalla a justos y pecadores.
Y bien que se aprovechan los enemigos de estas debilidades para atacar, desprestigiar y hundir a la Iglesia, con el fin de alcanzar un caos moral donde triunfen los desaprensivos y malvados sin escrúpulos.
Sin embargo, “la verdad nos hace libres”, no necesita defensores y es enemiga de la intolerancia y la descalificación.
Una Iglesia pobre, humilde y servicial, alejada de las glorias mundanas y cerca de los más necesitados es, y será, el mejor signo de la presencia salvadora de su Fundador, que evitó los gestos espectaculares y respetó la libertad de todos..
Hoy, más que nunca, cuando partidos políticos, sindicatos y banca van de la mano, o enfrentados, en un juego de despropósitos y corruptelas, resplandece Cáritas, que gestiona, a través de voluntarios comprometidos, el compartir cristiano de bienes. Toda una lección de solidaridad ante quienes predican la igualdad, pero tienen sus sedes cerradas a cal y canto a los pobres y menesterosos.
“Las grandes cosas y los grandes hombres- decía Paul Claudel- se ha hecho siempre en el silencio”.
No hace falta hacer ruido para ser eficaces, pero hemos llegado a unos términos tales que, lo que no sale por la tele o viene en la propaganda, es como si no existiera.
Ahora que parece tambalearse nuestro sistema financiero y nos sumimos la mayoría en el muro quebradizo de las inseguridades humanas, es bueno volver el corazón a Dios y al mensaje esperanzador de Jesús.
La historia de la humanidad se ha ido desarrollando entre luces y sombras, certezas e incertidumbres, riqueza y pobreza, guerras y paz, y siempre ha habido un horizonte abierto para resurgir de nuevo. La crisis pasará.
Mirémonos por dentro y veamos cómo Dios ha ido modelando nuestra vida y de dónde procede nuestro crecimiento en madurez.
Fijémonos en Jesús, que vino a la tierra como una semilla, un fermento, un pequeñísimo germen, que empezó a brotar en Nazaret.
Hasta el árbol más gigante nace de una pequeña semilla.
Nuestra alma es un jardín en el que se han sembrado los mejores valores.
¿Dejaremos que Dios actúe en cada uno para crecer, madurar y dar fruto?
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