Es la más reciente de las grandes solemnidades de Cristo. Celebrada por vez primera en 1926, ha entrado ya en el corazón del pueblo, se ha hecho familiar a las almas. El objeto que en ella se celebra es la realeza de Cristo, cuyo carácter precisan y concretan los textos litúrgicos del día.
Jesucristo es rey naturalmente, porque es Dios, porque en el comienzo del mundo «su soplo era llevado sobre las aguas», porque en el último día de la creación dijo con el Padre y el Espíritu Santo: «Hagamos al hombre a nuestra imagen y semejanza.» Tiene sobre todas las cosas, por lo menos, el mismo poder que el alfarero sobre la vasija que acaba de fabricar. Pero es rey también en cuanto hombre, por su sacratísima humanidad unida al Verbo divino; rey en el orden espiritual y en el orden temporal; y éste es el principal aspecto que la liturgia propone a nuestra consideración. Ante todo, Cristo tiene una eminencia, una dignidad, que le constituye al frente de los hombres, que le hace «el primogénito de los muertos», el primero entre muchos hermanos, la cumbre más alta de todos los seres que componen el universo. Si una criatura es tanto más noble cuanto más se acerca a Dios, la grandeza de la humanidad de Cristo es la más alta que se puede imaginar. No hay orden de la naturaleza ni orden de la gracia que pueda comparársele. La unión de Jesús con Dios es una comunión íntima, vital, sustancial; y de esa unión, que la teología llama hipostática, nace la preeminencia soberana de Cristo hombre sobre todo el orden natural y sobrenatural. «Su poder es un poder eterno, que nadie le quitará, y su remo jamás será destruido... Dominará de mar a mar y desde el río hasta las extremidades de la tierra.» Así canta la liturgia esa grandeza. Y en Los Nombres de Cristo leemos estas bellas palabras: Él es aquel Señor que, como dice San Juan, trae broslado en su vestidura y en su muslo, Rey de los reyes y Señor de los señores. Él es el que tiene colgada de tres dedos la redondez de la tierra; el cual dispone las causas, mueve los cielos, muda los tiempos, altera los elementos, reparte las aguas, produce los vientos, engendra las cosas, influye en los planetas, y, como Rey y Señor universal, da de comer a todas las criaturas. Y lo que es más, este reino y señorío no es por sucesión, ni por elección, ni por herencia, sino por naturaleza.»
A la altura de la dignidad está la inteligencia. Exigimos de un gobernante que sepa a dónde va y a dónde lleva a los que gobierna. Aquí un gran consuelo para los discípulos de Jesucristo. La ciencia de su Rey, iluminada por divinos reverberos, comprende cuanto puede interesar a la criatura: el ritmo del orden creado, las leyes que rigen el universo, los acontecimientos providenciales de la Historia, que a nosotros se nos antojan ciegos y sin sentido; la gravitación misteriosa de las sociedades y de las civilizaciones, las órbitas invisibles del mundo de las almas, y los anhelos más recónditos de las voluntades humanas. «Plugo a Dios—dice San Pablo en la epístola de la Misa—que toda plenitud residiese en Él»; plenitud de divinidad y de gracia primeramente, pero también plenitud de ciencia y de verdad. Conoce, sobre todo, y esto es lo que más nos interesa, la madeja enmarañada de nuestro ser: nuestros desalientos, nuestras generosidades, nuestras infidelidades; todo el abismo hondo y oscuro de nuestra conciencia y de nuestra subconsciencia, cuyas regiones apenas hemos explorado nosotros mismos, por temor, por descuido, o porque, ávidos de recoger las impresiones externas, nos aburre la contemplación del panorama interno. Cristo, en cambio, le conoce palmo a palmo; sabe lo que somos y a dónde vamos; tiene el conocimiento perfecto de nuestro último fin, la posesión de Dios en la visión beatífica, después de las luchas, los descalabros y las victorias de nuestra existencia terrestre. Unido Dios personalmente desde el primer instante de su concepción, la esencia divina es para Él un espejo donde se reflejan todas las cosas; su inteligencia queda bañada en los esplendores de la eterna luz; la Trinidad Santa se revela a Él, y en su claridad descubre los misericordiosos designios de Dios sobre los hombres, los caminos misteriosos de su retorno a Dios y el lugar que cada uno de ellos ocupa en el plan de la bondad divina.
«Luego ¿tú eres rey?», preguntaba Pilato a Jesús en el más solemne interrogatorio que han visto los siglos. Y Jesús respondió: «Sí, lo soy... Pero mi reino no es de este mundo; si mi reino fuese de este mundo, mis vasallos lucharían para que no fuese entregado a los judíos.» Cristo renunciaba a intervenir en el gobierno temporal de los pueblos. Tiene un poder real, una autoridad omnímoda sobre todos los pueblos de la tierra y sobre todos sus gobernantes. Es el Rey de los reyes y el Señor de los señores. Hubiera podido dictarles sus leyes y sancionar su gobierno. Más no vino para eso a este mundo; no vino para exigir tributos, para juzgar a los hombres, para dirimir sus diferencias políticas; vino para salvarlos. El suyo es un poder de bondad, de amor, de misericordia. Es «un rey lleno de mansedumbre», «un príncipe pacificador», cuya influencia bienhechora se derrama sobre los individuos y las sociedades que por la fe reconocen su supremacía.
Esa mansedumbre de corazón es, según Fray Luis, una de las cosas «que engrandecen las excelencias y alabanzas de un rey, como el mismo Cristo de Sí lo testifica diciendo: Aprended de Mí, que soy manso y humilde de corazón. Isaías canta de Él: No será bullicioso ni apagará una estopa que humee, ni una caña quebrantada la quebrará, siempre vemos altivez y severidad y soberbia en los príncipes, juzgamos que la humildad y llaneza es virtud de los pobres, y no miramos que la misma naturaleza divina, que es emperatriz sobre todo, con ser infinitamente alta, es llana infinitamente. Eso mismo que nosotros despreciando hollamos, los prados y el campo, la divina majestad no se desdeña de irlo pintando con hierbas y flores; por donde con voces llenas de alabanza y de admiración le dice David: ¿Quién es como nuestro Dios, que mora en las alturas y mira con cuidado hasta las más humildes bajezas y Él mismo juntamente está en el Cielo y en la tierra?»
El fin primordial de ese reino divino es guiar al hombre hasta el paraíso de la inocencia, protegerle contra sus enemigos espirituales, iluminarle en su camino hacia Dios, ponerle en posesión de sus eternos destinos. Es un imperio con ambiciones universales de conquista sobre el imperio del mal, que tiraniza las almas. La victoria de la luz sobre el mundo de las tinieblas, de la verdad sobre el error, de la pureza sobre la corrupción, es la condición de este reino; reino esencialmente militante, agresivo, conquistador, cuyas empresas belicosas no cesarán nunca, mientras los hombres continúen expuestos a los ataques de sus enemigos, el dolor y la muerte, la corrupción y el pecado.
Inaugurada en la Cruz, la lucha continúa a través de los siglos; y todo el triunfo se consigue siempre por medio de la Cruz. La Cruz es el trono, la espada y el cetro de Jesús. Su victoria es una obra de inmolación y de sacrificio; el camino del Calvario es un camino real, como le llaman los místicos; es un camino real, porque en la altura nace el reino eterno de Cristo sobre los elegidos. Cristo sigue recorriéndole a través de los siglos, dejando en él un riego fecundo de llanto y de sangre, hasta que, cumplidos los designios del Padre, Cristo, vencedor, le presente su conquista y ejerza para siempre su dominio soberano, en la eterna paz, sobre todas las cosas restauradas en un Cielo nuevo y una tierra nueva, mientras en torno suyo resuena el himno eucarístico de los bienaventurados: «Digno es el Cordero que fue inmolado de recibir el poder y la divinidad y la sabiduría y el honor y la fortaleza y la bendición. A Él la gloria y el imperio por los siglos de los siglos. Amén.»
Jesucristo es rey naturalmente, porque es Dios, porque en el comienzo del mundo «su soplo era llevado sobre las aguas», porque en el último día de la creación dijo con el Padre y el Espíritu Santo: «Hagamos al hombre a nuestra imagen y semejanza.» Tiene sobre todas las cosas, por lo menos, el mismo poder que el alfarero sobre la vasija que acaba de fabricar. Pero es rey también en cuanto hombre, por su sacratísima humanidad unida al Verbo divino; rey en el orden espiritual y en el orden temporal; y éste es el principal aspecto que la liturgia propone a nuestra consideración. Ante todo, Cristo tiene una eminencia, una dignidad, que le constituye al frente de los hombres, que le hace «el primogénito de los muertos», el primero entre muchos hermanos, la cumbre más alta de todos los seres que componen el universo. Si una criatura es tanto más noble cuanto más se acerca a Dios, la grandeza de la humanidad de Cristo es la más alta que se puede imaginar. No hay orden de la naturaleza ni orden de la gracia que pueda comparársele. La unión de Jesús con Dios es una comunión íntima, vital, sustancial; y de esa unión, que la teología llama hipostática, nace la preeminencia soberana de Cristo hombre sobre todo el orden natural y sobrenatural. «Su poder es un poder eterno, que nadie le quitará, y su remo jamás será destruido... Dominará de mar a mar y desde el río hasta las extremidades de la tierra.» Así canta la liturgia esa grandeza. Y en Los Nombres de Cristo leemos estas bellas palabras: Él es aquel Señor que, como dice San Juan, trae broslado en su vestidura y en su muslo, Rey de los reyes y Señor de los señores. Él es el que tiene colgada de tres dedos la redondez de la tierra; el cual dispone las causas, mueve los cielos, muda los tiempos, altera los elementos, reparte las aguas, produce los vientos, engendra las cosas, influye en los planetas, y, como Rey y Señor universal, da de comer a todas las criaturas. Y lo que es más, este reino y señorío no es por sucesión, ni por elección, ni por herencia, sino por naturaleza.»
A la altura de la dignidad está la inteligencia. Exigimos de un gobernante que sepa a dónde va y a dónde lleva a los que gobierna. Aquí un gran consuelo para los discípulos de Jesucristo. La ciencia de su Rey, iluminada por divinos reverberos, comprende cuanto puede interesar a la criatura: el ritmo del orden creado, las leyes que rigen el universo, los acontecimientos providenciales de la Historia, que a nosotros se nos antojan ciegos y sin sentido; la gravitación misteriosa de las sociedades y de las civilizaciones, las órbitas invisibles del mundo de las almas, y los anhelos más recónditos de las voluntades humanas. «Plugo a Dios—dice San Pablo en la epístola de la Misa—que toda plenitud residiese en Él»; plenitud de divinidad y de gracia primeramente, pero también plenitud de ciencia y de verdad. Conoce, sobre todo, y esto es lo que más nos interesa, la madeja enmarañada de nuestro ser: nuestros desalientos, nuestras generosidades, nuestras infidelidades; todo el abismo hondo y oscuro de nuestra conciencia y de nuestra subconsciencia, cuyas regiones apenas hemos explorado nosotros mismos, por temor, por descuido, o porque, ávidos de recoger las impresiones externas, nos aburre la contemplación del panorama interno. Cristo, en cambio, le conoce palmo a palmo; sabe lo que somos y a dónde vamos; tiene el conocimiento perfecto de nuestro último fin, la posesión de Dios en la visión beatífica, después de las luchas, los descalabros y las victorias de nuestra existencia terrestre. Unido Dios personalmente desde el primer instante de su concepción, la esencia divina es para Él un espejo donde se reflejan todas las cosas; su inteligencia queda bañada en los esplendores de la eterna luz; la Trinidad Santa se revela a Él, y en su claridad descubre los misericordiosos designios de Dios sobre los hombres, los caminos misteriosos de su retorno a Dios y el lugar que cada uno de ellos ocupa en el plan de la bondad divina.
«Luego ¿tú eres rey?», preguntaba Pilato a Jesús en el más solemne interrogatorio que han visto los siglos. Y Jesús respondió: «Sí, lo soy... Pero mi reino no es de este mundo; si mi reino fuese de este mundo, mis vasallos lucharían para que no fuese entregado a los judíos.» Cristo renunciaba a intervenir en el gobierno temporal de los pueblos. Tiene un poder real, una autoridad omnímoda sobre todos los pueblos de la tierra y sobre todos sus gobernantes. Es el Rey de los reyes y el Señor de los señores. Hubiera podido dictarles sus leyes y sancionar su gobierno. Más no vino para eso a este mundo; no vino para exigir tributos, para juzgar a los hombres, para dirimir sus diferencias políticas; vino para salvarlos. El suyo es un poder de bondad, de amor, de misericordia. Es «un rey lleno de mansedumbre», «un príncipe pacificador», cuya influencia bienhechora se derrama sobre los individuos y las sociedades que por la fe reconocen su supremacía.
Esa mansedumbre de corazón es, según Fray Luis, una de las cosas «que engrandecen las excelencias y alabanzas de un rey, como el mismo Cristo de Sí lo testifica diciendo: Aprended de Mí, que soy manso y humilde de corazón. Isaías canta de Él: No será bullicioso ni apagará una estopa que humee, ni una caña quebrantada la quebrará, siempre vemos altivez y severidad y soberbia en los príncipes, juzgamos que la humildad y llaneza es virtud de los pobres, y no miramos que la misma naturaleza divina, que es emperatriz sobre todo, con ser infinitamente alta, es llana infinitamente. Eso mismo que nosotros despreciando hollamos, los prados y el campo, la divina majestad no se desdeña de irlo pintando con hierbas y flores; por donde con voces llenas de alabanza y de admiración le dice David: ¿Quién es como nuestro Dios, que mora en las alturas y mira con cuidado hasta las más humildes bajezas y Él mismo juntamente está en el Cielo y en la tierra?»
El fin primordial de ese reino divino es guiar al hombre hasta el paraíso de la inocencia, protegerle contra sus enemigos espirituales, iluminarle en su camino hacia Dios, ponerle en posesión de sus eternos destinos. Es un imperio con ambiciones universales de conquista sobre el imperio del mal, que tiraniza las almas. La victoria de la luz sobre el mundo de las tinieblas, de la verdad sobre el error, de la pureza sobre la corrupción, es la condición de este reino; reino esencialmente militante, agresivo, conquistador, cuyas empresas belicosas no cesarán nunca, mientras los hombres continúen expuestos a los ataques de sus enemigos, el dolor y la muerte, la corrupción y el pecado.
Inaugurada en la Cruz, la lucha continúa a través de los siglos; y todo el triunfo se consigue siempre por medio de la Cruz. La Cruz es el trono, la espada y el cetro de Jesús. Su victoria es una obra de inmolación y de sacrificio; el camino del Calvario es un camino real, como le llaman los místicos; es un camino real, porque en la altura nace el reino eterno de Cristo sobre los elegidos. Cristo sigue recorriéndole a través de los siglos, dejando en él un riego fecundo de llanto y de sangre, hasta que, cumplidos los designios del Padre, Cristo, vencedor, le presente su conquista y ejerza para siempre su dominio soberano, en la eterna paz, sobre todas las cosas restauradas en un Cielo nuevo y una tierra nueva, mientras en torno suyo resuena el himno eucarístico de los bienaventurados: «Digno es el Cordero que fue inmolado de recibir el poder y la divinidad y la sabiduría y el honor y la fortaleza y la bendición. A Él la gloria y el imperio por los siglos de los siglos. Amén.»
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