Juan nació en un castillo cerca de la ciudad de Florencia. Su familia era noble, rica, poderosa. Su padre, Gualberto, señor del castillo, era muy conocido en toda la comarca.
Juan creció, se hizo un apuesto joven; el porvenir se le presentaba lleno de las más halagadoras promesas, como una senda sembrada de flores. Pero un acontecimiento inesperado vino a torcer el rumbo de la vida del joven florentino. El lance es conocido. Un buen día cabalgaba Juan Gualberto rodeado de varios escuderos. Todos eran gente valerosa; todos iban armados de punta en blanco. De pronto, en una revuelta del camino, se presenta ante sus ojos un hombre. Juan le reconoce al instante: es el asesino de uno de sus parientes; tal vez —es éste un punto que la historia no ha logrado poner en claro— dio este hombre muerte al propio hermano de Juan. El desgraciado reconoce también al caballero que viene a su encuentro. Inútil intentar la fuga; no le es posible, solo como se halla, hacer frente a la pequeña y aguerrida tropa; no le queda más remedio que someterse al destino, a la ley inexorable de la venganza, que exige su sangre. Todo esto se le ocurre en un momento. Y en un súbito arranque, inspirado por el sentimiento religioso, se deja caer del caballo y, con los brazos en cruz, espera el golpe mortal. Espera en vano. El golpe mortal no llega a descargarse.
En el espíritu de Juan Gualberto la actitud de su enemigo evoca la imagen de Cristo crucificado. Sí, es el Señor quien está ante él; el Señor, que murió por los que le injuriaban y calumniaban, por los que le herían y crucificaban; el Señor, que nos manda perdonar y amar a nuestros enemigos. La lucha entre la sed de venganza y la conciencia de su deber de cristiano, aunque duró breves instantes, debió de ser muy recia en el alma del joven caballero. Venció la gracia divina; la ley del amor triunfó. Juan perdonó, heroicamente, a su enemigo. Poco después, agotado, con el alma vibrante de emoción, penetraba en una iglesia, caía de hinojos ante el altar y sus ojos admirados veían que el crucifijo se animaba y Cristo le hacía una inclinación de cabeza, como agradeciéndole lo que acababa de hacer por su amor.
Desde aquel día Juan Gualberto no fue el mismo de antes. Sus pensamientos seguían otros derroteros; sus ilusiones, sus aspiraciones mundanas se amortiguaban, se desvanecían como el humo. Cristo había hecho algo más que darle a entender sensiblemente cuánto le agradecía la acción heroica de perdonar al asesino; Cristo premió le este rasgo llamándole al número de sus escogidos. La iglesia en la que entró Juan Gualberto después de la escena que acabamos de narrar era la de la abadía de San Miniato. No pasó mucho tiempo antes de que Juan llamara a la puerta de este monasterio y pidiera al abad el hábito benedictino. El abad no rechazó de pronto al postulante, sino que sometió a prueba la autenticidad de su vocación. Nada arredra al animoso joven. Pero entretanto su ausencia es notada en el castillo, y el noble señor sale en busca de su hijo.
No tarda en presentarse a la puerta de San Miniato. El padre abad está perplejo; no se atreve a resistir al noble castellano. Juan se niega a salir, temeroso de que su padre le arrastre de nuevo, a la fuerza, al torbellino de la vida mundana. Gualberto amenaza a los monjes con toda suerte de males si no le devuelven a su hijo. El abad no sabe cómo salir del atolladero. La solución la halla Juan. Ya que no se atreve el padre abad a darle el santo hábito, él mismo se lo viste, luego de haberse cortado el cabello, y, tomando un libro, se sienta en el claustro para darse a la lectura espiritual. Entretanto el superior del monasterio va a decir a Gualberto que su hijo se niega a salir al locutorio, pero que él mismo, si gusta, puede pasar a hablarle en el interior de la clausura, Al hallarse con el nuevo monje el noble señor lloró, se quejó amargamente de su ingratitud, pero acabó por bendecirle y dejarle que siguiera en paz su vocación.
Bueno y edificante era el hermano Juan; su vida transcurría pacífica y dichosa en San Miniato. Pero un día murió el abad, y uno de los monjes compró la dignidad vacante al obispo de Florencia. Nos hallamos en la época, de la simonía. Los cargos eclesiásticos se venden al mejor postor, y el redil de Jesucristo se ve invadido por falsos pastores. Juan Gualberto no se resigna a tener un abad simoníaco, y con otro religioso abandona el monasterio y su ciudad natal, no sin antes haber proclamado en plena plaza pública de Florencia que Huberto, abad de San Miniato, y Hatto, obispo de la diócesis, eran herejes simoníacos.
Juan y su compañero iban en busca de otro cenobio donde proseguir tranquilamente su vida monástica, que es vida de paz y oración. Recorren varias abadías, pero ninguna observancia llena sus aspiraciones. Sediento de perfección, Juan Gualberto se dirige a Camaldoli, entonces en la cumbre de su prestigio, en donde es probado en toda paciencia; pero, cuando el prior de Camaldoli se dispone a admitirle definitivamente, nuestro monje no se decide a abrazar la vida eremítica, que era la de los camaldulenses, pues no le parece conforme a la regla de San Benito que había profesado. Juan Gualberto quiere permanecer cenobita. Y de este modo le conduce Dios a la realización de la obra de su vida. Como ninguna observancia religiosa le satisface, el monje, inquieto, incapaz de afincar en parte alguna, fundaría un nuevo cenobio y una nueva Congregación monástica bajo la regla benedictina.
Valumbrosa, en los Apeninos toscanos, era en aquel entonces un paraje solitario, cubierto de espesos bosques. Dos religiosos llevaban allí una vida anacorética; el lugar pertenecía a las monjas de Sant'Ellero. A Juan Gualberto le gustó la paz profunda que reinaba en Valumbrosa, y resolvió quedarse allí. Los dos solitarios le recibieron con los brazos abiertos, y pronto nuevos reclutas de la milicia de Cristo se juntaron al pequeño grupo, pues la fama de santidad de Juan Gualberto era ya muy grande. Así empezó, humildemente, como suelen las obras de Dios, un movimiento espiritual que debía adquirir grandes proporciones. Durante mucho tiempo los monjes hubieron de contentarse con un oratorio de madera; sus alimentos eran escasos, y día hubo en que faltaron totalmente; sus hábitos no podían ser más pobres. Hubieron de padecer también persecuciones y calumnias de malvados y envidiosos. Los monjes, con todo, estaban contentos, pues en la escasez y en la tribulación se sentían verdaderos seguidores de Cristo. Y la obra prosperó. El número de religiosos iba creciendo. En 1036 la abadesa de Sant'Ellero, que desde el principio había ayudado a los monjes con libros y vituallas, les hizo donación del terreno, y Juan Gualberto fue nombrado primer abad de Valumbrosa, sin que le valiera la tenaz resistencia que opuso.
La aspiración suprema del nuevo, abad era que en su monasterio se observara perfectamente la regla de San Benito; sin embargo, su culto a la letra del código benedictino no rebasaba los límites de la discreción, y así, por ejemplo, cuando faltaban otros alimentos, no vacilaba en dar carne a sus religiosos. Insistió particularmente en la clausura monástica y nunca quiso aceptar para sus hijos espirituales ministerio alguno fuera del cenobio, pues sabía muy bien que, so color de cura de almas, muchos monjes habrían tal vez perdido la suya propia. Otro punto capital de la observancia valumbrosana era el espíritu de pobreza, tan olvidado en aquellos tiempos: en el hábito, en la mesa, en los edificios, todo debía ser simple, modesto, sobrio, pobre, pues los monjes han renunciado, individual y colectivamente, a toda superfluidad y boato. No para evitar el trabajo, sino a fin de salvaguardar la clausura y evitar a sus monjes, en lo posible, cualquier contacto con el mundo, aceptó el abad Juan Gualberto la institución de los hermanos conversos, recientemente implantada entre los camaldulenses. Y gracias a sus cuidados, a sus continuas exhortaciones y a su ejemplo indeficiente, la vida monástica floreció esplendorosa en Valumbrosa.
Y no sólo en Valumbrosa. Pronto llovieron de todas partes ofertas de fundaciones o de restauraciones de monasterios antiguos y de Valumbrosa la nueva savia empezó a fluir hacia otros centros de vida religiosa, Entonces comenzó para Juan Gualberto la época de las correrías monásticas. Pues no se limitaba a mandar monjes a los lugares en donde eran requeridos, sino que retenía bajo su régimen todos los monasterios fundados o reformados por los valumbrosanos. Era él quien imponía los superiores, quien visitaba las casas, quien corregía y ordenaba todo. El fundador, además, sabía elegir certeramente los lugares desde donde podría ejercer seguro influjo. Así el monasterio de San Salvi, junto a Florencia; el de San Miguel, en Passignano, y el de San Salvador, de Fucecchio, formaban una red que tenían que atravesar casi todos los viandantes que de los países transalpinos se dirigían a Roma, o de Roma se encaminaban a los países de la otra parte de los Alpes. Estas abadías rivalizaban en importancia con la de Valumbrosa, pues el Santo tuvo el acierto de mandar a ellas a sus discípulos más aventajados por la doctrina o por la santidad de vida. De esta guisa era muy grande la influencia ejercida por estos monasterios, donde se vivía la misma vida que en Valumbrosa y se pugnaba por los mismos ideales.
La Iglesia atravesaba tiempos difíciles. Su libertad se veía amenazada, coartada en todas partes; su pureza sufría rudos asaltos. La simonía y el nicolaísmo hacían estragos por doquier. La lucha estaba en el punto crítico. Sobre el trono del Imperio se sentaba Enrique IV; sobre la cátedra de Pedro, San Gregorio VII. ¿Cómo dejaría de acudir el alma ardiente del abad de Valumbrosa en auxilio de la Iglesia? Su celo devorador perseguía, más allá de las fronteras monásticas, dos objetivos principales: restaurar la santidad de la vida cristiana, particularmente entre los eclesiásticos, y restablecer la pureza de la fe. ¿No era ésta la esencia del ideal gregoriano?
La Toscana, su patria, y las regiones colindantes se beneficiaron preferentemente de sus esfuerzos titánicos, de sus carismas de taumaturgo; el clero, sumido en gran parte en el fango del concubinato, experimentó una renovación profunda, hasta el punto de que muchos eclesiásticos empezaron a vivir en comunidad, realizando el ideal que venía predicándose desde los tiempos de los Padres: los fieles abrazaban una vida cristiana más pura y más ferviente. El influjo del abad de Valumbrosa llegó a obtener que en la comarca se restaurara la celebración de la vigilia pascual a su tiempo debido, es decir, durante la noche del Sábado Santo al Domingo de Resurrección.
Pero la gran lucha de Juan Gualberto se desarrolló contra la simonía, que el Santo consideraba como la "primera y la peor de todas las herejías". Según él, debía tratársela con el mismo inflexible rigor que San Pedro usó con Simón Mago. Sus monjes serían huestes aguerridas contra los simoníacos. A los tales, por elevado que fuera el cargo que inicuamente ocuparan, tenían que desenmascararles en público, hacer lo posible para que fueran depuestos cual falsos pastores. La empresa estaba llena de las más espantables dificultades. La fuerza de los obispos simoníacos, respaldados por poderosos amigos y cómplices, era verdaderamente enorme, y muchas veces hacerles frente equivalía a poner en peligro la propia vida. Hubo casos sangrientos, como el ocurrido en el monasterio de San Salvi, cuando el Santo y sus hijos empezaron a proclamar que Pedro Mediabarba, obispo de Florencia, había comprado su sede. Las cosas llegaron a tal punto que una noche el obispo mandó a unos sicarios que maltrataron e hirieron a los religiosos, destrozaron los altares y prendieron fuego al monasterio. Mas tanto Juan Gualberto como sus monjes no cejaron hasta ver depuesto al usurpador.
El abad de Valumbrosa era un santo: de ahí la eficacia de su acción; pero un santo recio, severo, batallador. Poseía el genio que convenía para la obra que Dios le encomendara. Sus biógrafos nos hablan de sus increíbles ayunos, de la extraordinaria pobreza de sus hábitos, de su espíritu de mortificación... y también de su genio extremadamente irascible. "Su austeridad era tanta —dice uno de ellos—, tanta la vehemencia de sus increpaciones, que aquel contra quien se enfadaba experimentaba la sensación de tener contra sí el cielo, la tierra y hasta al mismo Dios." No faltan en sus gestas ejemplos que justifiquen esta frase. En cierta ocasión montó en cólera porque en uno de sus monasterios habían aceptado los bienes de un novicio, y el monasterio ardió. Otra vez, visitando el cenobio de San Pedro de Moscheto, vio que habían construido un edificio mayor y más hermoso de lo que hubiera deseado. Hizo llamar al abad y le preguntó: "¿Eres tú quien se ha edificado esos palacios?" Y, sin guardar respuesta, mandó a un riachuelo que por allí pasaba que destruyera aquel edificio, lo que, en efecto, y casi inmediatamente, hizo.
Tal se nos presenta el anverso del carácter del Santo; el reverso es mucho más simpático. Si se enfadaba tan espantosamente contra los que faltaban en algo, luego, después de la reprimenda, les consolaba con entrañas maternales. Su amor a los pobres llegaba hasta el extremo de entregarles, en tiempos de hambre, el pan de sus monjes, y, cuando no tenía con qué socorrerles, vendía los ornamentos sagrados. San Juan Gualberto, era, además, tan humilde y tal era la reverencia que tenía a todos los grados de la jerarquía eclesiástica, que, aun siendo abad y superior de una congregación monástica, jamás pudieron obligarle a que se dejara ordenar, ni siquiera de órdenes menores.
El santo abad de Valumbrosa murió el 12 de julio de 1073 en el monasterio de Passignano. Pocos días antes hizo escribir para todos sus numerosos hijos espirituales una carta en que les exhortaba a la caridad fraterna. También mandó que escribieran en un trozo de pergamino estas palabras: "Yo, Juan, creo y confieso la fe que los santos apóstoles predicaron y los Santos Padres, en los cuatro concilios ecuménicos, confirmaron". Con este pergamino en la mano murió y, conforme a su voluntad, fue sepultado. Por esta fe católica había combatido el buen combate.
Juan creció, se hizo un apuesto joven; el porvenir se le presentaba lleno de las más halagadoras promesas, como una senda sembrada de flores. Pero un acontecimiento inesperado vino a torcer el rumbo de la vida del joven florentino. El lance es conocido. Un buen día cabalgaba Juan Gualberto rodeado de varios escuderos. Todos eran gente valerosa; todos iban armados de punta en blanco. De pronto, en una revuelta del camino, se presenta ante sus ojos un hombre. Juan le reconoce al instante: es el asesino de uno de sus parientes; tal vez —es éste un punto que la historia no ha logrado poner en claro— dio este hombre muerte al propio hermano de Juan. El desgraciado reconoce también al caballero que viene a su encuentro. Inútil intentar la fuga; no le es posible, solo como se halla, hacer frente a la pequeña y aguerrida tropa; no le queda más remedio que someterse al destino, a la ley inexorable de la venganza, que exige su sangre. Todo esto se le ocurre en un momento. Y en un súbito arranque, inspirado por el sentimiento religioso, se deja caer del caballo y, con los brazos en cruz, espera el golpe mortal. Espera en vano. El golpe mortal no llega a descargarse.
En el espíritu de Juan Gualberto la actitud de su enemigo evoca la imagen de Cristo crucificado. Sí, es el Señor quien está ante él; el Señor, que murió por los que le injuriaban y calumniaban, por los que le herían y crucificaban; el Señor, que nos manda perdonar y amar a nuestros enemigos. La lucha entre la sed de venganza y la conciencia de su deber de cristiano, aunque duró breves instantes, debió de ser muy recia en el alma del joven caballero. Venció la gracia divina; la ley del amor triunfó. Juan perdonó, heroicamente, a su enemigo. Poco después, agotado, con el alma vibrante de emoción, penetraba en una iglesia, caía de hinojos ante el altar y sus ojos admirados veían que el crucifijo se animaba y Cristo le hacía una inclinación de cabeza, como agradeciéndole lo que acababa de hacer por su amor.
Desde aquel día Juan Gualberto no fue el mismo de antes. Sus pensamientos seguían otros derroteros; sus ilusiones, sus aspiraciones mundanas se amortiguaban, se desvanecían como el humo. Cristo había hecho algo más que darle a entender sensiblemente cuánto le agradecía la acción heroica de perdonar al asesino; Cristo premió le este rasgo llamándole al número de sus escogidos. La iglesia en la que entró Juan Gualberto después de la escena que acabamos de narrar era la de la abadía de San Miniato. No pasó mucho tiempo antes de que Juan llamara a la puerta de este monasterio y pidiera al abad el hábito benedictino. El abad no rechazó de pronto al postulante, sino que sometió a prueba la autenticidad de su vocación. Nada arredra al animoso joven. Pero entretanto su ausencia es notada en el castillo, y el noble señor sale en busca de su hijo.
No tarda en presentarse a la puerta de San Miniato. El padre abad está perplejo; no se atreve a resistir al noble castellano. Juan se niega a salir, temeroso de que su padre le arrastre de nuevo, a la fuerza, al torbellino de la vida mundana. Gualberto amenaza a los monjes con toda suerte de males si no le devuelven a su hijo. El abad no sabe cómo salir del atolladero. La solución la halla Juan. Ya que no se atreve el padre abad a darle el santo hábito, él mismo se lo viste, luego de haberse cortado el cabello, y, tomando un libro, se sienta en el claustro para darse a la lectura espiritual. Entretanto el superior del monasterio va a decir a Gualberto que su hijo se niega a salir al locutorio, pero que él mismo, si gusta, puede pasar a hablarle en el interior de la clausura, Al hallarse con el nuevo monje el noble señor lloró, se quejó amargamente de su ingratitud, pero acabó por bendecirle y dejarle que siguiera en paz su vocación.
Bueno y edificante era el hermano Juan; su vida transcurría pacífica y dichosa en San Miniato. Pero un día murió el abad, y uno de los monjes compró la dignidad vacante al obispo de Florencia. Nos hallamos en la época, de la simonía. Los cargos eclesiásticos se venden al mejor postor, y el redil de Jesucristo se ve invadido por falsos pastores. Juan Gualberto no se resigna a tener un abad simoníaco, y con otro religioso abandona el monasterio y su ciudad natal, no sin antes haber proclamado en plena plaza pública de Florencia que Huberto, abad de San Miniato, y Hatto, obispo de la diócesis, eran herejes simoníacos.
Juan y su compañero iban en busca de otro cenobio donde proseguir tranquilamente su vida monástica, que es vida de paz y oración. Recorren varias abadías, pero ninguna observancia llena sus aspiraciones. Sediento de perfección, Juan Gualberto se dirige a Camaldoli, entonces en la cumbre de su prestigio, en donde es probado en toda paciencia; pero, cuando el prior de Camaldoli se dispone a admitirle definitivamente, nuestro monje no se decide a abrazar la vida eremítica, que era la de los camaldulenses, pues no le parece conforme a la regla de San Benito que había profesado. Juan Gualberto quiere permanecer cenobita. Y de este modo le conduce Dios a la realización de la obra de su vida. Como ninguna observancia religiosa le satisface, el monje, inquieto, incapaz de afincar en parte alguna, fundaría un nuevo cenobio y una nueva Congregación monástica bajo la regla benedictina.
Valumbrosa, en los Apeninos toscanos, era en aquel entonces un paraje solitario, cubierto de espesos bosques. Dos religiosos llevaban allí una vida anacorética; el lugar pertenecía a las monjas de Sant'Ellero. A Juan Gualberto le gustó la paz profunda que reinaba en Valumbrosa, y resolvió quedarse allí. Los dos solitarios le recibieron con los brazos abiertos, y pronto nuevos reclutas de la milicia de Cristo se juntaron al pequeño grupo, pues la fama de santidad de Juan Gualberto era ya muy grande. Así empezó, humildemente, como suelen las obras de Dios, un movimiento espiritual que debía adquirir grandes proporciones. Durante mucho tiempo los monjes hubieron de contentarse con un oratorio de madera; sus alimentos eran escasos, y día hubo en que faltaron totalmente; sus hábitos no podían ser más pobres. Hubieron de padecer también persecuciones y calumnias de malvados y envidiosos. Los monjes, con todo, estaban contentos, pues en la escasez y en la tribulación se sentían verdaderos seguidores de Cristo. Y la obra prosperó. El número de religiosos iba creciendo. En 1036 la abadesa de Sant'Ellero, que desde el principio había ayudado a los monjes con libros y vituallas, les hizo donación del terreno, y Juan Gualberto fue nombrado primer abad de Valumbrosa, sin que le valiera la tenaz resistencia que opuso.
La aspiración suprema del nuevo, abad era que en su monasterio se observara perfectamente la regla de San Benito; sin embargo, su culto a la letra del código benedictino no rebasaba los límites de la discreción, y así, por ejemplo, cuando faltaban otros alimentos, no vacilaba en dar carne a sus religiosos. Insistió particularmente en la clausura monástica y nunca quiso aceptar para sus hijos espirituales ministerio alguno fuera del cenobio, pues sabía muy bien que, so color de cura de almas, muchos monjes habrían tal vez perdido la suya propia. Otro punto capital de la observancia valumbrosana era el espíritu de pobreza, tan olvidado en aquellos tiempos: en el hábito, en la mesa, en los edificios, todo debía ser simple, modesto, sobrio, pobre, pues los monjes han renunciado, individual y colectivamente, a toda superfluidad y boato. No para evitar el trabajo, sino a fin de salvaguardar la clausura y evitar a sus monjes, en lo posible, cualquier contacto con el mundo, aceptó el abad Juan Gualberto la institución de los hermanos conversos, recientemente implantada entre los camaldulenses. Y gracias a sus cuidados, a sus continuas exhortaciones y a su ejemplo indeficiente, la vida monástica floreció esplendorosa en Valumbrosa.
Y no sólo en Valumbrosa. Pronto llovieron de todas partes ofertas de fundaciones o de restauraciones de monasterios antiguos y de Valumbrosa la nueva savia empezó a fluir hacia otros centros de vida religiosa, Entonces comenzó para Juan Gualberto la época de las correrías monásticas. Pues no se limitaba a mandar monjes a los lugares en donde eran requeridos, sino que retenía bajo su régimen todos los monasterios fundados o reformados por los valumbrosanos. Era él quien imponía los superiores, quien visitaba las casas, quien corregía y ordenaba todo. El fundador, además, sabía elegir certeramente los lugares desde donde podría ejercer seguro influjo. Así el monasterio de San Salvi, junto a Florencia; el de San Miguel, en Passignano, y el de San Salvador, de Fucecchio, formaban una red que tenían que atravesar casi todos los viandantes que de los países transalpinos se dirigían a Roma, o de Roma se encaminaban a los países de la otra parte de los Alpes. Estas abadías rivalizaban en importancia con la de Valumbrosa, pues el Santo tuvo el acierto de mandar a ellas a sus discípulos más aventajados por la doctrina o por la santidad de vida. De esta guisa era muy grande la influencia ejercida por estos monasterios, donde se vivía la misma vida que en Valumbrosa y se pugnaba por los mismos ideales.
La Iglesia atravesaba tiempos difíciles. Su libertad se veía amenazada, coartada en todas partes; su pureza sufría rudos asaltos. La simonía y el nicolaísmo hacían estragos por doquier. La lucha estaba en el punto crítico. Sobre el trono del Imperio se sentaba Enrique IV; sobre la cátedra de Pedro, San Gregorio VII. ¿Cómo dejaría de acudir el alma ardiente del abad de Valumbrosa en auxilio de la Iglesia? Su celo devorador perseguía, más allá de las fronteras monásticas, dos objetivos principales: restaurar la santidad de la vida cristiana, particularmente entre los eclesiásticos, y restablecer la pureza de la fe. ¿No era ésta la esencia del ideal gregoriano?
La Toscana, su patria, y las regiones colindantes se beneficiaron preferentemente de sus esfuerzos titánicos, de sus carismas de taumaturgo; el clero, sumido en gran parte en el fango del concubinato, experimentó una renovación profunda, hasta el punto de que muchos eclesiásticos empezaron a vivir en comunidad, realizando el ideal que venía predicándose desde los tiempos de los Padres: los fieles abrazaban una vida cristiana más pura y más ferviente. El influjo del abad de Valumbrosa llegó a obtener que en la comarca se restaurara la celebración de la vigilia pascual a su tiempo debido, es decir, durante la noche del Sábado Santo al Domingo de Resurrección.
Pero la gran lucha de Juan Gualberto se desarrolló contra la simonía, que el Santo consideraba como la "primera y la peor de todas las herejías". Según él, debía tratársela con el mismo inflexible rigor que San Pedro usó con Simón Mago. Sus monjes serían huestes aguerridas contra los simoníacos. A los tales, por elevado que fuera el cargo que inicuamente ocuparan, tenían que desenmascararles en público, hacer lo posible para que fueran depuestos cual falsos pastores. La empresa estaba llena de las más espantables dificultades. La fuerza de los obispos simoníacos, respaldados por poderosos amigos y cómplices, era verdaderamente enorme, y muchas veces hacerles frente equivalía a poner en peligro la propia vida. Hubo casos sangrientos, como el ocurrido en el monasterio de San Salvi, cuando el Santo y sus hijos empezaron a proclamar que Pedro Mediabarba, obispo de Florencia, había comprado su sede. Las cosas llegaron a tal punto que una noche el obispo mandó a unos sicarios que maltrataron e hirieron a los religiosos, destrozaron los altares y prendieron fuego al monasterio. Mas tanto Juan Gualberto como sus monjes no cejaron hasta ver depuesto al usurpador.
El abad de Valumbrosa era un santo: de ahí la eficacia de su acción; pero un santo recio, severo, batallador. Poseía el genio que convenía para la obra que Dios le encomendara. Sus biógrafos nos hablan de sus increíbles ayunos, de la extraordinaria pobreza de sus hábitos, de su espíritu de mortificación... y también de su genio extremadamente irascible. "Su austeridad era tanta —dice uno de ellos—, tanta la vehemencia de sus increpaciones, que aquel contra quien se enfadaba experimentaba la sensación de tener contra sí el cielo, la tierra y hasta al mismo Dios." No faltan en sus gestas ejemplos que justifiquen esta frase. En cierta ocasión montó en cólera porque en uno de sus monasterios habían aceptado los bienes de un novicio, y el monasterio ardió. Otra vez, visitando el cenobio de San Pedro de Moscheto, vio que habían construido un edificio mayor y más hermoso de lo que hubiera deseado. Hizo llamar al abad y le preguntó: "¿Eres tú quien se ha edificado esos palacios?" Y, sin guardar respuesta, mandó a un riachuelo que por allí pasaba que destruyera aquel edificio, lo que, en efecto, y casi inmediatamente, hizo.
Tal se nos presenta el anverso del carácter del Santo; el reverso es mucho más simpático. Si se enfadaba tan espantosamente contra los que faltaban en algo, luego, después de la reprimenda, les consolaba con entrañas maternales. Su amor a los pobres llegaba hasta el extremo de entregarles, en tiempos de hambre, el pan de sus monjes, y, cuando no tenía con qué socorrerles, vendía los ornamentos sagrados. San Juan Gualberto, era, además, tan humilde y tal era la reverencia que tenía a todos los grados de la jerarquía eclesiástica, que, aun siendo abad y superior de una congregación monástica, jamás pudieron obligarle a que se dejara ordenar, ni siquiera de órdenes menores.
El santo abad de Valumbrosa murió el 12 de julio de 1073 en el monasterio de Passignano. Pocos días antes hizo escribir para todos sus numerosos hijos espirituales una carta en que les exhortaba a la caridad fraterna. También mandó que escribieran en un trozo de pergamino estas palabras: "Yo, Juan, creo y confieso la fe que los santos apóstoles predicaron y los Santos Padres, en los cuatro concilios ecuménicos, confirmaron". Con este pergamino en la mano murió y, conforme a su voluntad, fue sepultado. Por esta fe católica había combatido el buen combate.
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