Uno de los legados más preciados que han recibido los franciscanos de parte de la Santa Sede, a partir de Clemente VI con la bula Gratias Aqimus, fue la custodia y culto de los Santos Lugares que recuerdan los misterios de la Redención de Jesucristo.
LA COMUNIDAD DE SAN FRANCISCO DE DAMASCO
En el convento de San Francisco de Damasco, al que eran enviados los religiosos para aprender árabe y griego antes de iniciar su misión en Palestina, fue donde, en 1860, fueron martirizados ocho franciscanos y dos maronitas.
La comunidad de Damasco se hallaba compuesta por los padres Manuel Ruiz, superior y director del colegio, nacido en San Martín de Ollas (Burgos), Carmelo Volta, párroco y profesor de árabe, de Gandía (Valencia), Engelberto Kolland (austriaco), coadjutor parroquial, Nicanor Ascanio, de Villarejo de Salvanés (Madrid), y los hermanos Juan Jacobo Fernández, de Santa María de Carballeda de Cea (Orense), y Francisco Pinazo, de Alpuente (Valencia).
Después de la Semana Santa de 1859 llegaron los nuevos moradores Nicolás Alberca y Pedro Soler, religiosos jóvenes procedentes del colegio de Misioneros de Priego (Cuenca). El primero, oriundo de Aguilar de la Frontera (Córdoba), y el segundo de Lorca (Murcia), nacido en 1827. Ambos religiosos habían sido enviados para aprender la lengua árabe y griega, necesarias para su tarea misionera en Tierra Santa.
Los religiosos gozaban de la alta estima de los árabes, incluso de los no cristianos, por su labor religiosa, educativa y social.
La «Paz de París», firmada el 30 de marzo de 1856, después de la guerra de Crimea, constituye el germen de la revolución de 1860 suscitada en Damasco, y que provocó la persecución y martirio de los religiosos y de los cristianos árabes y de la quema del convento-colegio franciscano y de barrios anejos. El problema de fondo que latía desde años atrás en el imperio otomano era la suerte de los súbditos cristianos. La cuestión religiosa era fuente de constantes conflictos en la relación de Turquía con los demás países, originando, a veces, tensiones entre la población turca y cristiana.
A partir del día 2 de marzo, sobre el barrio cristiano de Damasco, se fueron adensando negros nubarrones, presagio de la tormenta revolucionaria. El censo era de 30.000 cristianos frente a los 140.000 musulmanes. La situación de amenaza inmediata no parece inquietar, por el momento, a los misioneros católicos que, fieles a su compromiso, deciden no abandonar sus residencias. El padre Manuel Ruiz escribe el día 2 de marzo al custodio de Tierra Santa, comunicándole los previsibles síntomas del inminente desastre. El colofón de la breve carta, «Cúmplase, ante todo, la voluntad de Dios», manifiesta la aceptación de la muerte que hacía el superior, en nombre propio y de su comunidad.
La situación en Damasco se hace por momentos insostenible. El padre Manuel Ruiz, de nuevo, escribía el 2 de julio de 1860 al procurador de Tierra Santa, diciéndole: nos «hallamos en gran conflicto al presente amenazados por los drusos y del Bajá de Damasco que les da los medios para quitar la vida a todos los cristianos, sin distinción de personas, sean europeos o árabes». Al día siguiente comenzó el populacho a provocar audazmente a «los perros cristianos», así llamados por los drusos, lanzando en el barrio cristiano de Damasco «perros pintados con los colores de algunas banderas europeas y con cruces de madera colgadas del cuello de dichos animales».
Los soldados de Abd-el-Kader, que patrullaban por las calles para poner a salvo a los cristianos, se ofrecieron a la comunidad franciscana para retirarlos del peligro. Estos rehúsan el ofrecimiento, al preferir permanecer en el convento, a fin de acoger a los cristianos europeos y maronitas que buscan refugio, confiados en la robustez del edificio conventual, capaz de resistir las embestidas turcas.
REVOLUCIÓN Y MARTIRIO
Así llegó el 9 de julio de 1860, fecha en que algunos grupos sospechosos cantaban por las calles: La mahla debh in nassaraH, o sea, «qué dulce, qué agradable sacrificar cristianos. Y poco después del mediodía empezaba el temido asalto.
La turba fanatizada invade frenética, en grupos masivos de 500 a 600 personas, el populoso barrio cristiano, que contaba con 3.800 casas, cerrando todas las salidas del mismo. Los cristianos supervivientes de la revolución sangrienta contaban después las dantescas escenas «de asesinato, incendios y saqueo que tuvieron lugar entonces. Los hombres decapitados, violadas las mujeres en presencia de sus esposos o de sus padres, rotos los muebles, robado todo lo que valía..., hubo casa donde un solo turco mató más de cincuenta cristianos robándoles sus joyas y mujeres. Todavía se ven las ruinas y los escombros en el barrio cristiano». Conforme se expandía la revolución, previendo el emir Abd-el-Kader que los asesinatos afectasen a los religiosos, acude con sus patrullas y logra poner a salvo a los jesuitas, paúles e hijas de la caridad y a la mayor parte de los cristianos. Los franciscanos, sin embargo, rehusaron la ayuda.
En efecto, muchos cristianos, habiendo percibido los primeros síntomas de la persecución, corrieron, según costumbre, a refugiarse tras los sólidos muros del convento franciscano, siendo de los primeros los tres hermanos maronitas Francisco, Mooti y Rafael Massabeki con su familia, a los que siguieron los niños de la escuela parroquial y más de un centenar de cristianos. Mooti, el maestro parroquial, después de exhortar a sus alumnos a morir antes que apostatar, los envió, junto a otros cristianos, al palacio de Abd-el-Kader, como lugar más seguro. Antes de su partida, el superior franciscano Manuel Ruiz, con el templo repleto de cristianos, expuso el Santísimo «para impetrar del cielo que alejase aquella amenazadora tempestad, o concediese el acierto y auxilio necesarios para sufrirla con valor». En este sentido dirigió desde el altar ferviente discurso a los presentes que, temblando y con lágrimas en los ojos, se habían refugiado allí. Habiendo abandonado el templo los niños y algún grupo de cristianos para refugiarse en el palacio del emir, el resto del personal con la comunidad franciscana aguardaron el desenlace de los acontecimientos con paciente y temerosa espera.
El 10 de julio de 1860 por la mañana, en un instante, la iglesia, los claustros, las celdas y las azoteas quedarán anegados de sangre. Momentos antes, ante el peligro inminente, el superior entró en la iglesia y consumió las especies sacramentales. Los cristianos Massabeki fueron las primeras víctimas de las cimitarras turcas, seguidos por los religiosos y el resto de los cristianos. De éstos, «sólo entre los escombros del convento de San Francisco, había ciento veinte (cadáveres) amontonados».
Entre los religiosos, el primero martirizado fue el padre Ruiz en el altar de la iglesia. Le siguió el padre Carmelo Volta que, aprovechando la confusión, se ocultó en un rincón oscuro; y al ser descubierto, fue asesinado a golpes de maza. El padre Engelberto Kolland, que ante el peligro había huido del convento, saltando de una azotea a otra, fue descubierto en una casa vecina, donde pereció con un golpe de cimitarra en la cabeza; y en parecidas circunstancias también lo fue el padre Nicanor Ascanio. A su vez, el padre Nicolás M.a Alberca murió en el convento de un disparo en la cabeza. Los hermanos legos Juan Jacobo Fernández y Francisco Pinazo fueron sorprendidos cuando, para huir del incendio, subían la escalera del campanario. En la azotea les rompieron la espina dorsal con una maza de madera, y después de atravesarlos con un arma punzante, arrojaron sus cuerpos al patio.
A cada uno de los religiosos, antes de producirse el martirio, se les intimaba a abrazar la fe mahometana, y ante su postura negativa, les sobrevenía el martirio.
MARTIRIO DEL LORQUINO PEDRO SOLER
El último en afrontar el martirio fue el murciano Pedro Soler. En la noche del 9 de julio de 1860, el padre Soler, al asegurarse de que los turcos drusos estaban reduciendo a sangre y fuego lo que encontraban en el convento, decidió refugiarse en la escuela. Entonces, tomando de la mano a un niño de doce años, llamado José Massabeki, hermano de Naame, e hijo de Mooti, maestro de la escuela parroquial franciscana, y a otro llamado Antonio Taclagi, dijo al primero:
—Ven conmigo, y si yo no entiendo bien lo que los turcos me dicen, tú me lo explicarás.
Mas, pensando el padre Soler que exponía a la muerte a aquellos niños, corrió a esconderlos en la escuela parroquial. Mientras ellos cruzan del convento a la escuela, a través del patio, fueron divisados por un turco, desde una azotea próxima al convento y los denunciaron. Y los turcos irrumpieron en la escuela.
Allí encontraron al padre Soler. Los drusos, agarrando del hábito por la espalda, y sin mediar palabra, arrastraron el cuerpo del religioso hasta el centro del aula. En este momento, sacando fuerza de la debilidad, gritó con fuerte voz: ¡Viva Jesucristo!
El jefe de la turba, Kaugiar, lo apremia con saña y sarcasmo:
—Pero, tú, que eres cristiano, puedes salvar la vida si renuncias a tu falsa religión y abrazas la de nuestro gran profeta Mahoma.
—No, «habibi», esto es, «amigo mío»; jamás cometeré tal impiedad. Soy cristiano y prefiero mil veces morir.
Los dos niños, desde la oscuridad donde estaban escondidos, contemplaron con sus propios ojos la crueldad con que se ejecutó el martirio: «superior al del padre Alberca», asegura uno de los testigos.
El padre Pedro Soler, para mostrar más claramente su inmutable determinación, se puso de rodillas e hizo la señal de la cruz, en actitud de ofrecer a Dios el holocausto de su vida. Luego, inclinando su cuello, lo ofreció al verdugo Kaugiar, jefe de los asesinos, el cual, según el niño José, le asestó una «gran cuchillada» con la cimitarra, cayendo al suelo boca abajo el cuerpo del Beato Soler. Los restantes correligionarios turcos se arrojaron sobre el cuerpo, consumando el holocausto a fuerza de crueles golpes en la cabeza y espalda. No satisfechos todavía, un joven componente del grupo asesino, apunta el otro niño, Antonio Taclagi, coronó el martirio del padre Soler, cortándole la cabeza y mostrándola, orgulloso, como un trofeo.
Sus cuerpos, restaurando el convento de San Francisco, fueron sepultados en el templo conventual en el que actualmente se veneran.
BEATIFICACIÓN
El día 10 de octubre de 1926, el Beato Pío XI proclamó oficial y públicamente la beatificación de los mártires franciscanos. El pontífice, con un vigor y entusiasmo «que nos produce impresión profunda», habló del orgullo de España al contar entre los suyos a siete de estos mártires y de su heroicidad, «mereciendo el cielo y el honor de la Iglesia universal», e invitándonos imitarlos en la robustez de la fe y en la simplicidad de sus vidas.
LA COMUNIDAD DE SAN FRANCISCO DE DAMASCO
En el convento de San Francisco de Damasco, al que eran enviados los religiosos para aprender árabe y griego antes de iniciar su misión en Palestina, fue donde, en 1860, fueron martirizados ocho franciscanos y dos maronitas.
La comunidad de Damasco se hallaba compuesta por los padres Manuel Ruiz, superior y director del colegio, nacido en San Martín de Ollas (Burgos), Carmelo Volta, párroco y profesor de árabe, de Gandía (Valencia), Engelberto Kolland (austriaco), coadjutor parroquial, Nicanor Ascanio, de Villarejo de Salvanés (Madrid), y los hermanos Juan Jacobo Fernández, de Santa María de Carballeda de Cea (Orense), y Francisco Pinazo, de Alpuente (Valencia).
Después de la Semana Santa de 1859 llegaron los nuevos moradores Nicolás Alberca y Pedro Soler, religiosos jóvenes procedentes del colegio de Misioneros de Priego (Cuenca). El primero, oriundo de Aguilar de la Frontera (Córdoba), y el segundo de Lorca (Murcia), nacido en 1827. Ambos religiosos habían sido enviados para aprender la lengua árabe y griega, necesarias para su tarea misionera en Tierra Santa.
Los religiosos gozaban de la alta estima de los árabes, incluso de los no cristianos, por su labor religiosa, educativa y social.
La «Paz de París», firmada el 30 de marzo de 1856, después de la guerra de Crimea, constituye el germen de la revolución de 1860 suscitada en Damasco, y que provocó la persecución y martirio de los religiosos y de los cristianos árabes y de la quema del convento-colegio franciscano y de barrios anejos. El problema de fondo que latía desde años atrás en el imperio otomano era la suerte de los súbditos cristianos. La cuestión religiosa era fuente de constantes conflictos en la relación de Turquía con los demás países, originando, a veces, tensiones entre la población turca y cristiana.
A partir del día 2 de marzo, sobre el barrio cristiano de Damasco, se fueron adensando negros nubarrones, presagio de la tormenta revolucionaria. El censo era de 30.000 cristianos frente a los 140.000 musulmanes. La situación de amenaza inmediata no parece inquietar, por el momento, a los misioneros católicos que, fieles a su compromiso, deciden no abandonar sus residencias. El padre Manuel Ruiz escribe el día 2 de marzo al custodio de Tierra Santa, comunicándole los previsibles síntomas del inminente desastre. El colofón de la breve carta, «Cúmplase, ante todo, la voluntad de Dios», manifiesta la aceptación de la muerte que hacía el superior, en nombre propio y de su comunidad.
La situación en Damasco se hace por momentos insostenible. El padre Manuel Ruiz, de nuevo, escribía el 2 de julio de 1860 al procurador de Tierra Santa, diciéndole: nos «hallamos en gran conflicto al presente amenazados por los drusos y del Bajá de Damasco que les da los medios para quitar la vida a todos los cristianos, sin distinción de personas, sean europeos o árabes». Al día siguiente comenzó el populacho a provocar audazmente a «los perros cristianos», así llamados por los drusos, lanzando en el barrio cristiano de Damasco «perros pintados con los colores de algunas banderas europeas y con cruces de madera colgadas del cuello de dichos animales».
Los soldados de Abd-el-Kader, que patrullaban por las calles para poner a salvo a los cristianos, se ofrecieron a la comunidad franciscana para retirarlos del peligro. Estos rehúsan el ofrecimiento, al preferir permanecer en el convento, a fin de acoger a los cristianos europeos y maronitas que buscan refugio, confiados en la robustez del edificio conventual, capaz de resistir las embestidas turcas.
REVOLUCIÓN Y MARTIRIO
Así llegó el 9 de julio de 1860, fecha en que algunos grupos sospechosos cantaban por las calles: La mahla debh in nassaraH, o sea, «qué dulce, qué agradable sacrificar cristianos. Y poco después del mediodía empezaba el temido asalto.
La turba fanatizada invade frenética, en grupos masivos de 500 a 600 personas, el populoso barrio cristiano, que contaba con 3.800 casas, cerrando todas las salidas del mismo. Los cristianos supervivientes de la revolución sangrienta contaban después las dantescas escenas «de asesinato, incendios y saqueo que tuvieron lugar entonces. Los hombres decapitados, violadas las mujeres en presencia de sus esposos o de sus padres, rotos los muebles, robado todo lo que valía..., hubo casa donde un solo turco mató más de cincuenta cristianos robándoles sus joyas y mujeres. Todavía se ven las ruinas y los escombros en el barrio cristiano». Conforme se expandía la revolución, previendo el emir Abd-el-Kader que los asesinatos afectasen a los religiosos, acude con sus patrullas y logra poner a salvo a los jesuitas, paúles e hijas de la caridad y a la mayor parte de los cristianos. Los franciscanos, sin embargo, rehusaron la ayuda.
En efecto, muchos cristianos, habiendo percibido los primeros síntomas de la persecución, corrieron, según costumbre, a refugiarse tras los sólidos muros del convento franciscano, siendo de los primeros los tres hermanos maronitas Francisco, Mooti y Rafael Massabeki con su familia, a los que siguieron los niños de la escuela parroquial y más de un centenar de cristianos. Mooti, el maestro parroquial, después de exhortar a sus alumnos a morir antes que apostatar, los envió, junto a otros cristianos, al palacio de Abd-el-Kader, como lugar más seguro. Antes de su partida, el superior franciscano Manuel Ruiz, con el templo repleto de cristianos, expuso el Santísimo «para impetrar del cielo que alejase aquella amenazadora tempestad, o concediese el acierto y auxilio necesarios para sufrirla con valor». En este sentido dirigió desde el altar ferviente discurso a los presentes que, temblando y con lágrimas en los ojos, se habían refugiado allí. Habiendo abandonado el templo los niños y algún grupo de cristianos para refugiarse en el palacio del emir, el resto del personal con la comunidad franciscana aguardaron el desenlace de los acontecimientos con paciente y temerosa espera.
El 10 de julio de 1860 por la mañana, en un instante, la iglesia, los claustros, las celdas y las azoteas quedarán anegados de sangre. Momentos antes, ante el peligro inminente, el superior entró en la iglesia y consumió las especies sacramentales. Los cristianos Massabeki fueron las primeras víctimas de las cimitarras turcas, seguidos por los religiosos y el resto de los cristianos. De éstos, «sólo entre los escombros del convento de San Francisco, había ciento veinte (cadáveres) amontonados».
Entre los religiosos, el primero martirizado fue el padre Ruiz en el altar de la iglesia. Le siguió el padre Carmelo Volta que, aprovechando la confusión, se ocultó en un rincón oscuro; y al ser descubierto, fue asesinado a golpes de maza. El padre Engelberto Kolland, que ante el peligro había huido del convento, saltando de una azotea a otra, fue descubierto en una casa vecina, donde pereció con un golpe de cimitarra en la cabeza; y en parecidas circunstancias también lo fue el padre Nicanor Ascanio. A su vez, el padre Nicolás M.a Alberca murió en el convento de un disparo en la cabeza. Los hermanos legos Juan Jacobo Fernández y Francisco Pinazo fueron sorprendidos cuando, para huir del incendio, subían la escalera del campanario. En la azotea les rompieron la espina dorsal con una maza de madera, y después de atravesarlos con un arma punzante, arrojaron sus cuerpos al patio.
A cada uno de los religiosos, antes de producirse el martirio, se les intimaba a abrazar la fe mahometana, y ante su postura negativa, les sobrevenía el martirio.
MARTIRIO DEL LORQUINO PEDRO SOLER
El último en afrontar el martirio fue el murciano Pedro Soler. En la noche del 9 de julio de 1860, el padre Soler, al asegurarse de que los turcos drusos estaban reduciendo a sangre y fuego lo que encontraban en el convento, decidió refugiarse en la escuela. Entonces, tomando de la mano a un niño de doce años, llamado José Massabeki, hermano de Naame, e hijo de Mooti, maestro de la escuela parroquial franciscana, y a otro llamado Antonio Taclagi, dijo al primero:
—Ven conmigo, y si yo no entiendo bien lo que los turcos me dicen, tú me lo explicarás.
Mas, pensando el padre Soler que exponía a la muerte a aquellos niños, corrió a esconderlos en la escuela parroquial. Mientras ellos cruzan del convento a la escuela, a través del patio, fueron divisados por un turco, desde una azotea próxima al convento y los denunciaron. Y los turcos irrumpieron en la escuela.
Allí encontraron al padre Soler. Los drusos, agarrando del hábito por la espalda, y sin mediar palabra, arrastraron el cuerpo del religioso hasta el centro del aula. En este momento, sacando fuerza de la debilidad, gritó con fuerte voz: ¡Viva Jesucristo!
El jefe de la turba, Kaugiar, lo apremia con saña y sarcasmo:
—Pero, tú, que eres cristiano, puedes salvar la vida si renuncias a tu falsa religión y abrazas la de nuestro gran profeta Mahoma.
—No, «habibi», esto es, «amigo mío»; jamás cometeré tal impiedad. Soy cristiano y prefiero mil veces morir.
Los dos niños, desde la oscuridad donde estaban escondidos, contemplaron con sus propios ojos la crueldad con que se ejecutó el martirio: «superior al del padre Alberca», asegura uno de los testigos.
El padre Pedro Soler, para mostrar más claramente su inmutable determinación, se puso de rodillas e hizo la señal de la cruz, en actitud de ofrecer a Dios el holocausto de su vida. Luego, inclinando su cuello, lo ofreció al verdugo Kaugiar, jefe de los asesinos, el cual, según el niño José, le asestó una «gran cuchillada» con la cimitarra, cayendo al suelo boca abajo el cuerpo del Beato Soler. Los restantes correligionarios turcos se arrojaron sobre el cuerpo, consumando el holocausto a fuerza de crueles golpes en la cabeza y espalda. No satisfechos todavía, un joven componente del grupo asesino, apunta el otro niño, Antonio Taclagi, coronó el martirio del padre Soler, cortándole la cabeza y mostrándola, orgulloso, como un trofeo.
Sus cuerpos, restaurando el convento de San Francisco, fueron sepultados en el templo conventual en el que actualmente se veneran.
BEATIFICACIÓN
El día 10 de octubre de 1926, el Beato Pío XI proclamó oficial y públicamente la beatificación de los mártires franciscanos. El pontífice, con un vigor y entusiasmo «que nos produce impresión profunda», habló del orgullo de España al contar entre los suyos a siete de estos mártires y de su heroicidad, «mereciendo el cielo y el honor de la Iglesia universal», e invitándonos imitarlos en la robustez de la fe y en la simplicidad de sus vidas.
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