Inés de Favarone, hermana de Clara «según la carne y según la pureza» (Leyenda de Sta. Clara 24), no es una figura que fácilmente pueda esbozarse, a no ser que se ceda al fácil impulso de revestir los escasos datos históricos que se poseen –oscuros y limitados en información– con reflexiones verosímiles, pero no comprobadas, sugeridas más bien por su situación a la sombra de santa Clara. Inés de Asís es una figura de contornos difuminados, que se la intuye más y mejor precisamente cuanto menos se trata de fijarla dentro de una línea marcada y precisa.
Hija segunda de Favarone y Ortolana, Inés nace en esta noble familia asisiense alrededor de 1197. Su Vita, incluida en la Crónica de los XXIV Generales de la Orden de los Hermanos Menores, de finales del siglo XIV, afirma estrictamente que en la fecha de su muerte, acaecida poco después de la muerte de Clara en 1253, tenía unos 56 años.
El nombre de Inés no le fue impuesto en el Bautismo sino más tarde, después de la conversión; y se lo impuso san Francisco, después que «por el Cordero inocente, es decir, por Jesucristo, inmolado por nuestra salvación, resistió con fortaleza y combatió virilmente» (Crónica) haciendo frente a los ataques de sus familiares, dedicados a arrancarla del claustro del Santo Ángel de Panzo, donde se había refugiado con Clara.
Probablemente, su nombre de pila fue el de Catalina. Según refiere la Vida de santa Clara escrita a finales del siglo XV por el humanista Hugolino Verino, y, como por primera vez señaló Fausta Casolini, el tío Monaldo, volviéndose a Inés en la tentativa de conducirla de nuevo a casa de sus padres, la apostrofa con el nombre de «Catalina... que así se llamaba Inés en el siglo...» (cf. AFH 13, 1920, 175). Catalina es el nombre de la intrépida virgen de Alejandría, cuyas reliquias, conservadas en una iglesia erigida en el Sinaí, eran objeto de devotas peregrinaciones para todos los que, dirigiéndose a Tierra Santa, desembarcaban en el puerto egipcio de Damieta, de donde emprendían el viaje a Jerusalén pasando precisamente por el Sinaí y Gaza. También Ortolana, la madre de Clara e Inés, había realizado una peregrinación a los lugares santificados con la presencia del Mesías: quizá la devoción hacia la mártir de Alejandría, reforzada durante la peregrinación, le sugirió más tarde el nombre para su segunda hija. Y esta misma devoción, seguramente viva en las hijas por influencia de Ortolana, inspiró el nombre titular de Santa Catalina del Monte Sinaí para muchos de los pequeños monasterios de Hermanas Pobres.
La infancia y la juventud de Inés corren parejas con las de su hermana Clara, tres o cuatro años mayor que ella. Es intenso el afecto que las une recíprocamente e iguales sus sentimientos. Sin embargo, la orientación inicial es distinta. En efecto, si Clara, siguiendo la voz interior que la llama a una vida completamente dedicada al Señor, no quiere ni oír hablar de boda, tal vez la serena vida familiar que observa entre sus padres y con sus dos hermanas, despierta en Inés el deseo de una vida análoga iluminada por el gozo íntimo de un matrimonio y de una maternidad bendecidos por Dios.
El autor de la «Leyenda», al presentar el llamamiento de Inés a la vida religiosa como uno de los primeros efectos de la poderosa oración de Clara en el silencio del claustro, escribe: «Entre las principales plegarias que ofrecía a Dios con plenitud de afecto, pedía esto con mayor insistencia: que, así como en el siglo había tenido con la hermana conformidad de sentimientos, así ahora se unieran ambas para el servicio de Dios en una sola voluntad. Ora, por lo tanto, con insistencia al Padre de las misericordias para que a su hermana Inés, a la que había dejado en su casa, el mundo se le convierta en amargura y Dios en dulzura; y que así, transformada, de la perspectiva de unas nupcias carnales se eleve al deseo del divino amor, de modo que a una con ella se despose en virginidad perpetua con el Esposo de la gloria. Existía realmente entre ambas un extraordinario cariño mutuo, el cual, aunque por diferentes motivos, había hecho para la una y la otra más dolorosa la reciente separación» (Leyenda 24).
Es fácil adivinar lo interminables que fueron para Inés los días que siguieron a la fuga de Clara. Inés tiene sólo catorce o quince años, y en la hermana menor, Beatriz, no encuentra de ninguna manera el apoyo afectuoso que le proporcionaba la presencia de Clara. Transcurre la semana de Pasión, a la que sigue la Pascua, una Pascua más que nunca velada por la nostalgia y el recuerdo de la hermana ausente, a la que no han conseguido hacer regresar a la casa paterna ni la afectuosa presión de la familia ni la violencia. También pasa la semana de Pascua; y cada día que transcurre, mientras la memoria repasa los dulces recuerdos que le evocan a Clara, la mente y el corazón se detienen cada vez con mayor frecuencia a pensar en el camino escogido por Clara, y descubren la profunda y escondida riqueza que encierra. Y la exuberancia juvenil de Catalina empieza a arder con el mismo fuego que Clara, encendido por el Espíritu, y suspira por poder entregarse completamente, como ella, al Señor Jesús y a su Reino.
Dieciséis días después de la fuga de Clara de la casa paterna, el 14 de mayo de 1211, o quizá al día siguiente, Inés se llega por fin a su hermana en el monasterio benedictino del Santo Ángel de Panzo, donde Clara se había refugiado provisionalmente, y le manifiesta con firmeza el propósito de consagrarse totalmente, como ella, al servicio de Dios.
El abrazo gozoso de Clara, que ha visto escuchada su oración, representa al mismo tiempo la aceptación de la primera novicia en la nueva Orden fundada por san Francisco.
La desaparición de Inés, refugiada junto a su hermana, provocó una nueva y aún más violenta reacción por parte de los familiares, que no estaban dispuestos a tolerar por segunda vez una iniciativa que era para ellos una afrenta a la riqueza y al poder de la noble familia. Y he aquí que un grupo de doce caballeros se abalanza sobre las dos hermanas en la serena quietud monástica del Santo Ángel de Panzo, donde Clara, «la que más sabía del Señor, instruía a su hermana y novicia» (Leyenda 25). No repitamos aquí el desarrollo del episodio ya referido; añadamos solamente que, al final, Inés puede responder a Clara que le pregunta –angustiada por tantos golpes recibidos mientras los hombres armados la arrastraban a la fuerza por la ladera del monte– que por la gracia de Dios y por sus oraciones, poco o nada ha sufrido.
Después de este episodio de violencia, «el bienaventurado Francisco con sus propias manos le cortó los cabellos y le impuso el nombre de Inés, ya que por el Cordero inocente... resistió con fortaleza y combatió varonilmente» (Crónica).
A continuación, dirigida por el Santo, juntamente con Clara, en el camino de la perfección emprendida (Leyenda 26), Inés progresó tan rápidamente en el camino de la santidad, que su vida aparecía ante sus compañeras extraordinaria y sobrehumana. Su penitencia y mortificación, como la de la misma Clara, despertaban admiración teniendo en cuenta su corta edad. Sin que nadie lo sospechase, ciñó su cintura con un áspero cilicio de crin de caballo, y esto desde el comienzo de su vida religiosa hasta su muerte; su ayuno era tan riguroso que casi siempre se alimentaba solamente de pan y agua.
Caritativa y dulcísima de carácter, se inclinaba maternalmente sobre quien sufría por el motivo que fuere, y se mostraba llena de piadosa solicitud hacia todos.
Santa Clara, escribiendo de ella a santa Inés de Praga, llamará a su hermana «virgen prudentísima»; es la opinión de una santa, es decir, de quien sabe medir personas y cosas con la misma medida de Dios.
Hay un episodio que, ciertamente, sirve para corroborar en Clara la convicción de la santidad de su joven hermana; episodio que no sabemos con seguridad cuando aconteció, si en los años precedentes o subsiguientes a la partida de Inés a Monticelli. Lo extraemos de la Vita inserta en la Crónica.
«En cierta ocasión, mientras, apartada de las demás, perseveraba devotamente en oración en el silencio de la noche, la bienaventurada Clara, que también se había quedado a orar no muy lejos de ella, la contempló en oración, elevada del suelo, y suspendida en el aire, coronada con tres coronas que de tanto en tanto le colocaba un ángel. Cuando al día siguiente le preguntó la bienaventurada Clara qué pedía en la oración y qué visión había tenido aquella noche, Inés trató de eludir la respuesta. Pero al fin, obligada por la bienaventurada Clara a responder por obediencia, refirió lo siguiente: –En primer lugar, al pensar una y otra vez en la bondad y paciencia de Dios, cuánto y de cuántas maneras se deja ofender por los pecadores, medité mucho, doliéndome y compadeciéndome; en segundo lugar, medité sobre el inefable amor que muestra a los pecadores y cómo padeció acerbísima pasión y muerte por su salvación; en tercer lugar, medité por las almas del purgatorio y sus penas, y cómo no pueden por sí mismas procurarse ningún alivio» (Crónica). En la meditación de Inés, de acuerdo con toda la espiritualidad seráfica, el Dios- Hombre crucificado proyecta su vasta sombra de eficacia salvadora sobre el drama de los pecadores y de los redimidos que anhelan su última purificación.
Una despedida nostálgica
«Después, el bienaventurado Francisco la envió como Abadesa a Florencia, donde condujo a Dios muchas almas, tanto con el ejemplo de su santidad de vida, como con su palabra dulce y persuasiva, llena de amor de Dios. Ferviente en el desprecio del mundo, implantó en aquel monasterio –como ardientemente lo deseaba Clara– la observancia de la pobreza evangélica» (Crónica).
No es fácil desentrañar los acontecimientos que están bajo una fuente tan avara de información. Solamente está clara la línea general de los hechos. Es ésta:
El paso de san Francisco por Florencia no suscitó entusiasmo solamente entre los florentinos, algunos de los cuales abrazaron enseguida su misma vida evangélica, sino que también enfervorizó a algunas jóvenes y señoras de nobles familias que, a imitación del gesto realizado hacía poco por Clara, deseaban dejarlo todo para dedicarse exclusivamente al servicio de Dios. De hecho, no tardaron mucho en dar cumplimiento a sus deseos; y, no teniendo aún monasterio, se retiraron en casa de algunas de ellas en espera de que la Providencia les proporcionase un lugar más conveniente. Se desconoce la fecha en la que surgieron tales comunidades de señoras florentinas, que tomaban por modelo la de San Damián; quizá resulte más fácil identificar el lugar donde se iniciaron estas comunidades. En efecto, sabemos que la señora Avegnente de Albizzo, que figura como Abadesa del Monasterio en 1219, poseía un lugar en la comarca de Santa María del Sepulcro en Monticelli; hizo donación del mismo a la iglesia romana, para que en él fuese erigido un monasterio, y la propiedad fue aceptada por el Cardenal Hugolino, en nombre de la Iglesia, en el 1218. Con este acto, las nobles señoras florentinas reunidas en torno a Avegnente, se ponían bajo la dependencia de la Santa Sede.
Como hemos dicho, la señora Avegnente figura en 1219 como Abadesa de la comunidad erigida, que desde los primeros años se relaciona con San Damián y observa, junto con la Regla del Cardenal Hugolino de 1218-1219, las mismas Observantiae regulares, es decir, esa especie de «constituciones» que por entonces estaban en vigor en San Damián, basadas en los escritos y palabras de san Francisco.
La cesión gratuita de un terreno contiguo por parte de Forese Bellicuzi, permitió la erección de un monasterio: la casa anterior, quizá demasiado pequeña, no podía albergar el número creciente de monjas.
La joven Inés fue enviada a esta comunidad con el encargo de transferir a Florencia el genuino espíritu de Clara. A ella se confiará el gobierno de esta nueva falange de Hermanas Pobres.
Existe un documento precioso, esto es, una carta, remitida por Inés a su hermana después de su llegada al nuevo destino, que nos da luz acerca del profundo dolor que le produjo la separación de San Damián, así como acerca de la nueva comunidad, floreciente en una atmósfera de paz y de unión. La misma carta, sin fecha, nos proporciona también indicaciones que pueden ser válidas como referencias cronológicas:
« ... Has de saber, madre –escribe entre otras cosas Inés–, que mi carne y mi espíritu sufren grandísima tribulación e inmensa tristeza; que me siento sobremanera agobiada y afligida, hasta tal punto que casi no soy capaz ni de hablar, porque estoy corporalmente separada de vos y de las otras hermanas mías con las que esperaba vivir siempre en este mundo y morir... ¡Oh dulcísima madre y señora!, ¿qué diré, si no tengo la esperanza de volveros a ver con los ojos corporales a vos ni a mis hermanas?... Por otra parte, encuentro un gran consuelo y también vos podéis alegraros conmigo por lo mismo, pues he hallado mucha unión, nada de disensiones, muy por encima de cuanto hubiera podido creerse. Todas me han recibido con gran cordialidad y gozo, y me han prometido obediencia con devotísima reverencia... Os ruego que tengáis solícito cuidado de mí y de ellas como de hermanas e hijas vuestras. Quiero que sepáis que tanto yo como ellas queremos observar inviolablemente vuestros consejos y preceptos durante toda nuestra vida. Además de todo esto, os hago saber que el señor papa ha accedido en todo y por todo a lo que yo había expuesto y querido, según la intención vuestra y mía, en el asunto que ya sabéis, es decir, en la cuestión de las propiedades. Os ruego que pidáis al hermano Elías que se sienta obligado a visitarme muy a menudo, para consolarme en el Señor».
El Privilegio de la Pobreza, que señala la carta, fue concedido a las monjas de Monticelli por el Papa Gregorio IX el 15 de mayo de 1230. Además, el hermano Elías no es designado en la carta ni como «vicario» ni como «ministro general»; la alusión al hermano Elías hace excluir –queriendo asignar una fecha a la carta– la serie de los años 1217 a 1221, en los que se encontraba como Ministro provincial en el Oriente; y parece excluir también los años 1221 al 1227, en los que fue Vicario, y los años después de 1232, ya que en el Capítulo de aquel año fue elegido Ministro General.
Por tanto, es probable que la salida de Inés de Asís a Monticelli, salida querida por san Francisco y causa de profundo dolor para la obediente hermana de santa Clara, no fuese en el 1221, como se repetía tradicionalmente, sino más tarde, alrededor de los años 1228-1230: a menos que se quiera admitir que la carta, aunque refleja la herida de una separación reciente, haya sido escrita muchos años después de la partida de San Damián.
A la cabecera de Clara moribunda
Queda en la sombra lo que se refiere a la permanencia de Inés en Florencia, así como queda encubierto con el misterio el itinerario de su regreso a Asís; muchos monasterios se glorían de haberla tenido como fundadora en su camino de retorno, y es muy posible que el dato tradicional, no recogido en documentos, responda en alguna medida a la realidad. En cualquier caso, tras un lapso de diez años, la historia vuelve a presentar a Inés en la clausura de San Damián, cuando asiste a Clara en su prolongada agonía.
Según Mariano de Firenze, que escribe en el siglo XVI, la partida de Inés de Monticelli estuvo precisamente en relación con el empeoramiento de la enfermedad de la Santa: al tener noticia de ello, Inés se habría puesto de viaje apresuradamente con algunas de las hermanas externas de Monticelli, destinadas a recoger y a conservar las últimas palabras de la Madre de la Orden, para llevar su recuerdo a la fundación florentina. Siguiendo la misma narración, Clara habría entregado a estas hermanas que acompañaban a Inés su velo; sería el que se conserva como reliquia en el monasterio de clarisas de Firenze- Castello.
Cualquiera que sea la fecha en que haya de fijarse el regreso de Inés a San Damián, es indudable su presencia a la cabecera de Clara moribunda. Para Inés que, oprimida por el dolor, no halla manera de contener las lágrimas abundantes y amargas, y suplica a su hermana que no se marche ni la abandone, Clara tiene palabras de ternura infinita, que hacen florecer una esperanza maravillosa en el corazón de Inés: «Hermana carísima, es del agrado de Dios que yo me vaya; mas tú cesa de llorar, porque llegarás pronto ante el Señor, enseguida después de mí, y Él te concederá un gran consuelo antes que me aparte de ti» (Leyenda 43).
La tarde del 11 de agosto de 1253, en el desgarramiento de la separación, Inés habrá recordado a la hermana, bienaventurada por siempre en el abrazo del Esposo, la promesa que le hiciera pocos días antes. Y cuando al día siguiente, entre alabanzas y gozo universal, el cuerpo de Clara, ya invocada como santa, bendecido por el Papa, subió por la pendiente de Asís para ser depositado en el mismo sepulcro que un día recibió los despojos mortales de Francisco, seguramente reconocería Inés, en este preludio tan solemne de la canonización, el gran consuelo profetizado por Clara.
También tuvo bien pronto realización la promesa que le había hecho, pues «al cabo de pocos días, Inés, llamada a las bodas del Cordero, siguió a su hermana Clara a las eternas delicias; allí entrambas hijas de Sión, hermanas por naturaleza, por gracia y por reinado, exultan en Dios con júbilo sin fin. Y por cierto que antes de morir recibió Inés aquella consolación que Clara le había prometido. En efecto, como había pasado del mundo a la cruz precedida por su hermana, así mismo, ahora que Clara comenzaba ya a brillar con prodigios y milagros, Inés pasó ya madura, en pos de ella, de esta luz languideciente, a resplandecer por siempre ante Dios» (Leyenda 48).
La noticia de la muerte de Inés, difundida por Asís, atrajo –como la de Clara– multitud de gentes, que le profesaban gran devoción y esperaban poder contemplar sus despojos mortales y ser así consoladas espiritualmente. Todo este gentío subió la escalera de madera que daba acceso al monasterio de San Damián. Pero de pronto, las cadenas de hierro que sostenían esta escalera, cedieron bajo peso tan desacostumbrado, y se derrumbó con gran estrépito sobre la multitud que estaba debajo, arrastrando en su derrumbamiento a cuantos allí se agolpaban.
De la imprevista catástrofe se podían esperar consecuencias desastrosas, puesto que el gentío quedó como aplastado bajo el enorme peso de la escalera sobrecargada de gente. Pero en los corazones se abrió paso la esperanza en el nombre de Inés. Invocando inmediatamente su nombre y sus méritos, heridos y magullados se levantaron riendo, como si nada hubieran sufrido.
Esta fue la primera de las numerosísimas intervenciones milagrosas de Inés, que, ya reunida con Clara en la gloria, será para siempre, como su hermana, muy pródiga en su intercesión a favor de cuantos, en su nombre, supliquen para verse librados de enfermedades incurables, de la ceguera, o de posesión diabólica. La serie de estas intervenciones continúa ampliamente durante todo el siglo XIV, hasta establecerse su culto, ratificado por la Iglesia. Su nombre aparece en el Martirologio Romano entre los santos del día 16 de noviembre, y sus restos reposan en la Basílica de Asís, que también encierra el cuerpo de su «madre y señora» Clara.
Hija segunda de Favarone y Ortolana, Inés nace en esta noble familia asisiense alrededor de 1197. Su Vita, incluida en la Crónica de los XXIV Generales de la Orden de los Hermanos Menores, de finales del siglo XIV, afirma estrictamente que en la fecha de su muerte, acaecida poco después de la muerte de Clara en 1253, tenía unos 56 años.
El nombre de Inés no le fue impuesto en el Bautismo sino más tarde, después de la conversión; y se lo impuso san Francisco, después que «por el Cordero inocente, es decir, por Jesucristo, inmolado por nuestra salvación, resistió con fortaleza y combatió virilmente» (Crónica) haciendo frente a los ataques de sus familiares, dedicados a arrancarla del claustro del Santo Ángel de Panzo, donde se había refugiado con Clara.
Probablemente, su nombre de pila fue el de Catalina. Según refiere la Vida de santa Clara escrita a finales del siglo XV por el humanista Hugolino Verino, y, como por primera vez señaló Fausta Casolini, el tío Monaldo, volviéndose a Inés en la tentativa de conducirla de nuevo a casa de sus padres, la apostrofa con el nombre de «Catalina... que así se llamaba Inés en el siglo...» (cf. AFH 13, 1920, 175). Catalina es el nombre de la intrépida virgen de Alejandría, cuyas reliquias, conservadas en una iglesia erigida en el Sinaí, eran objeto de devotas peregrinaciones para todos los que, dirigiéndose a Tierra Santa, desembarcaban en el puerto egipcio de Damieta, de donde emprendían el viaje a Jerusalén pasando precisamente por el Sinaí y Gaza. También Ortolana, la madre de Clara e Inés, había realizado una peregrinación a los lugares santificados con la presencia del Mesías: quizá la devoción hacia la mártir de Alejandría, reforzada durante la peregrinación, le sugirió más tarde el nombre para su segunda hija. Y esta misma devoción, seguramente viva en las hijas por influencia de Ortolana, inspiró el nombre titular de Santa Catalina del Monte Sinaí para muchos de los pequeños monasterios de Hermanas Pobres.
La infancia y la juventud de Inés corren parejas con las de su hermana Clara, tres o cuatro años mayor que ella. Es intenso el afecto que las une recíprocamente e iguales sus sentimientos. Sin embargo, la orientación inicial es distinta. En efecto, si Clara, siguiendo la voz interior que la llama a una vida completamente dedicada al Señor, no quiere ni oír hablar de boda, tal vez la serena vida familiar que observa entre sus padres y con sus dos hermanas, despierta en Inés el deseo de una vida análoga iluminada por el gozo íntimo de un matrimonio y de una maternidad bendecidos por Dios.
El autor de la «Leyenda», al presentar el llamamiento de Inés a la vida religiosa como uno de los primeros efectos de la poderosa oración de Clara en el silencio del claustro, escribe: «Entre las principales plegarias que ofrecía a Dios con plenitud de afecto, pedía esto con mayor insistencia: que, así como en el siglo había tenido con la hermana conformidad de sentimientos, así ahora se unieran ambas para el servicio de Dios en una sola voluntad. Ora, por lo tanto, con insistencia al Padre de las misericordias para que a su hermana Inés, a la que había dejado en su casa, el mundo se le convierta en amargura y Dios en dulzura; y que así, transformada, de la perspectiva de unas nupcias carnales se eleve al deseo del divino amor, de modo que a una con ella se despose en virginidad perpetua con el Esposo de la gloria. Existía realmente entre ambas un extraordinario cariño mutuo, el cual, aunque por diferentes motivos, había hecho para la una y la otra más dolorosa la reciente separación» (Leyenda 24).
Es fácil adivinar lo interminables que fueron para Inés los días que siguieron a la fuga de Clara. Inés tiene sólo catorce o quince años, y en la hermana menor, Beatriz, no encuentra de ninguna manera el apoyo afectuoso que le proporcionaba la presencia de Clara. Transcurre la semana de Pasión, a la que sigue la Pascua, una Pascua más que nunca velada por la nostalgia y el recuerdo de la hermana ausente, a la que no han conseguido hacer regresar a la casa paterna ni la afectuosa presión de la familia ni la violencia. También pasa la semana de Pascua; y cada día que transcurre, mientras la memoria repasa los dulces recuerdos que le evocan a Clara, la mente y el corazón se detienen cada vez con mayor frecuencia a pensar en el camino escogido por Clara, y descubren la profunda y escondida riqueza que encierra. Y la exuberancia juvenil de Catalina empieza a arder con el mismo fuego que Clara, encendido por el Espíritu, y suspira por poder entregarse completamente, como ella, al Señor Jesús y a su Reino.
Dieciséis días después de la fuga de Clara de la casa paterna, el 14 de mayo de 1211, o quizá al día siguiente, Inés se llega por fin a su hermana en el monasterio benedictino del Santo Ángel de Panzo, donde Clara se había refugiado provisionalmente, y le manifiesta con firmeza el propósito de consagrarse totalmente, como ella, al servicio de Dios.
El abrazo gozoso de Clara, que ha visto escuchada su oración, representa al mismo tiempo la aceptación de la primera novicia en la nueva Orden fundada por san Francisco.
La desaparición de Inés, refugiada junto a su hermana, provocó una nueva y aún más violenta reacción por parte de los familiares, que no estaban dispuestos a tolerar por segunda vez una iniciativa que era para ellos una afrenta a la riqueza y al poder de la noble familia. Y he aquí que un grupo de doce caballeros se abalanza sobre las dos hermanas en la serena quietud monástica del Santo Ángel de Panzo, donde Clara, «la que más sabía del Señor, instruía a su hermana y novicia» (Leyenda 25). No repitamos aquí el desarrollo del episodio ya referido; añadamos solamente que, al final, Inés puede responder a Clara que le pregunta –angustiada por tantos golpes recibidos mientras los hombres armados la arrastraban a la fuerza por la ladera del monte– que por la gracia de Dios y por sus oraciones, poco o nada ha sufrido.
Después de este episodio de violencia, «el bienaventurado Francisco con sus propias manos le cortó los cabellos y le impuso el nombre de Inés, ya que por el Cordero inocente... resistió con fortaleza y combatió varonilmente» (Crónica).
A continuación, dirigida por el Santo, juntamente con Clara, en el camino de la perfección emprendida (Leyenda 26), Inés progresó tan rápidamente en el camino de la santidad, que su vida aparecía ante sus compañeras extraordinaria y sobrehumana. Su penitencia y mortificación, como la de la misma Clara, despertaban admiración teniendo en cuenta su corta edad. Sin que nadie lo sospechase, ciñó su cintura con un áspero cilicio de crin de caballo, y esto desde el comienzo de su vida religiosa hasta su muerte; su ayuno era tan riguroso que casi siempre se alimentaba solamente de pan y agua.
Caritativa y dulcísima de carácter, se inclinaba maternalmente sobre quien sufría por el motivo que fuere, y se mostraba llena de piadosa solicitud hacia todos.
Santa Clara, escribiendo de ella a santa Inés de Praga, llamará a su hermana «virgen prudentísima»; es la opinión de una santa, es decir, de quien sabe medir personas y cosas con la misma medida de Dios.
Hay un episodio que, ciertamente, sirve para corroborar en Clara la convicción de la santidad de su joven hermana; episodio que no sabemos con seguridad cuando aconteció, si en los años precedentes o subsiguientes a la partida de Inés a Monticelli. Lo extraemos de la Vita inserta en la Crónica.
«En cierta ocasión, mientras, apartada de las demás, perseveraba devotamente en oración en el silencio de la noche, la bienaventurada Clara, que también se había quedado a orar no muy lejos de ella, la contempló en oración, elevada del suelo, y suspendida en el aire, coronada con tres coronas que de tanto en tanto le colocaba un ángel. Cuando al día siguiente le preguntó la bienaventurada Clara qué pedía en la oración y qué visión había tenido aquella noche, Inés trató de eludir la respuesta. Pero al fin, obligada por la bienaventurada Clara a responder por obediencia, refirió lo siguiente: –En primer lugar, al pensar una y otra vez en la bondad y paciencia de Dios, cuánto y de cuántas maneras se deja ofender por los pecadores, medité mucho, doliéndome y compadeciéndome; en segundo lugar, medité sobre el inefable amor que muestra a los pecadores y cómo padeció acerbísima pasión y muerte por su salvación; en tercer lugar, medité por las almas del purgatorio y sus penas, y cómo no pueden por sí mismas procurarse ningún alivio» (Crónica). En la meditación de Inés, de acuerdo con toda la espiritualidad seráfica, el Dios- Hombre crucificado proyecta su vasta sombra de eficacia salvadora sobre el drama de los pecadores y de los redimidos que anhelan su última purificación.
Una despedida nostálgica
«Después, el bienaventurado Francisco la envió como Abadesa a Florencia, donde condujo a Dios muchas almas, tanto con el ejemplo de su santidad de vida, como con su palabra dulce y persuasiva, llena de amor de Dios. Ferviente en el desprecio del mundo, implantó en aquel monasterio –como ardientemente lo deseaba Clara– la observancia de la pobreza evangélica» (Crónica).
No es fácil desentrañar los acontecimientos que están bajo una fuente tan avara de información. Solamente está clara la línea general de los hechos. Es ésta:
El paso de san Francisco por Florencia no suscitó entusiasmo solamente entre los florentinos, algunos de los cuales abrazaron enseguida su misma vida evangélica, sino que también enfervorizó a algunas jóvenes y señoras de nobles familias que, a imitación del gesto realizado hacía poco por Clara, deseaban dejarlo todo para dedicarse exclusivamente al servicio de Dios. De hecho, no tardaron mucho en dar cumplimiento a sus deseos; y, no teniendo aún monasterio, se retiraron en casa de algunas de ellas en espera de que la Providencia les proporcionase un lugar más conveniente. Se desconoce la fecha en la que surgieron tales comunidades de señoras florentinas, que tomaban por modelo la de San Damián; quizá resulte más fácil identificar el lugar donde se iniciaron estas comunidades. En efecto, sabemos que la señora Avegnente de Albizzo, que figura como Abadesa del Monasterio en 1219, poseía un lugar en la comarca de Santa María del Sepulcro en Monticelli; hizo donación del mismo a la iglesia romana, para que en él fuese erigido un monasterio, y la propiedad fue aceptada por el Cardenal Hugolino, en nombre de la Iglesia, en el 1218. Con este acto, las nobles señoras florentinas reunidas en torno a Avegnente, se ponían bajo la dependencia de la Santa Sede.
Como hemos dicho, la señora Avegnente figura en 1219 como Abadesa de la comunidad erigida, que desde los primeros años se relaciona con San Damián y observa, junto con la Regla del Cardenal Hugolino de 1218-1219, las mismas Observantiae regulares, es decir, esa especie de «constituciones» que por entonces estaban en vigor en San Damián, basadas en los escritos y palabras de san Francisco.
La cesión gratuita de un terreno contiguo por parte de Forese Bellicuzi, permitió la erección de un monasterio: la casa anterior, quizá demasiado pequeña, no podía albergar el número creciente de monjas.
La joven Inés fue enviada a esta comunidad con el encargo de transferir a Florencia el genuino espíritu de Clara. A ella se confiará el gobierno de esta nueva falange de Hermanas Pobres.
Existe un documento precioso, esto es, una carta, remitida por Inés a su hermana después de su llegada al nuevo destino, que nos da luz acerca del profundo dolor que le produjo la separación de San Damián, así como acerca de la nueva comunidad, floreciente en una atmósfera de paz y de unión. La misma carta, sin fecha, nos proporciona también indicaciones que pueden ser válidas como referencias cronológicas:
« ... Has de saber, madre –escribe entre otras cosas Inés–, que mi carne y mi espíritu sufren grandísima tribulación e inmensa tristeza; que me siento sobremanera agobiada y afligida, hasta tal punto que casi no soy capaz ni de hablar, porque estoy corporalmente separada de vos y de las otras hermanas mías con las que esperaba vivir siempre en este mundo y morir... ¡Oh dulcísima madre y señora!, ¿qué diré, si no tengo la esperanza de volveros a ver con los ojos corporales a vos ni a mis hermanas?... Por otra parte, encuentro un gran consuelo y también vos podéis alegraros conmigo por lo mismo, pues he hallado mucha unión, nada de disensiones, muy por encima de cuanto hubiera podido creerse. Todas me han recibido con gran cordialidad y gozo, y me han prometido obediencia con devotísima reverencia... Os ruego que tengáis solícito cuidado de mí y de ellas como de hermanas e hijas vuestras. Quiero que sepáis que tanto yo como ellas queremos observar inviolablemente vuestros consejos y preceptos durante toda nuestra vida. Además de todo esto, os hago saber que el señor papa ha accedido en todo y por todo a lo que yo había expuesto y querido, según la intención vuestra y mía, en el asunto que ya sabéis, es decir, en la cuestión de las propiedades. Os ruego que pidáis al hermano Elías que se sienta obligado a visitarme muy a menudo, para consolarme en el Señor».
El Privilegio de la Pobreza, que señala la carta, fue concedido a las monjas de Monticelli por el Papa Gregorio IX el 15 de mayo de 1230. Además, el hermano Elías no es designado en la carta ni como «vicario» ni como «ministro general»; la alusión al hermano Elías hace excluir –queriendo asignar una fecha a la carta– la serie de los años 1217 a 1221, en los que se encontraba como Ministro provincial en el Oriente; y parece excluir también los años 1221 al 1227, en los que fue Vicario, y los años después de 1232, ya que en el Capítulo de aquel año fue elegido Ministro General.
Por tanto, es probable que la salida de Inés de Asís a Monticelli, salida querida por san Francisco y causa de profundo dolor para la obediente hermana de santa Clara, no fuese en el 1221, como se repetía tradicionalmente, sino más tarde, alrededor de los años 1228-1230: a menos que se quiera admitir que la carta, aunque refleja la herida de una separación reciente, haya sido escrita muchos años después de la partida de San Damián.
A la cabecera de Clara moribunda
Queda en la sombra lo que se refiere a la permanencia de Inés en Florencia, así como queda encubierto con el misterio el itinerario de su regreso a Asís; muchos monasterios se glorían de haberla tenido como fundadora en su camino de retorno, y es muy posible que el dato tradicional, no recogido en documentos, responda en alguna medida a la realidad. En cualquier caso, tras un lapso de diez años, la historia vuelve a presentar a Inés en la clausura de San Damián, cuando asiste a Clara en su prolongada agonía.
Según Mariano de Firenze, que escribe en el siglo XVI, la partida de Inés de Monticelli estuvo precisamente en relación con el empeoramiento de la enfermedad de la Santa: al tener noticia de ello, Inés se habría puesto de viaje apresuradamente con algunas de las hermanas externas de Monticelli, destinadas a recoger y a conservar las últimas palabras de la Madre de la Orden, para llevar su recuerdo a la fundación florentina. Siguiendo la misma narración, Clara habría entregado a estas hermanas que acompañaban a Inés su velo; sería el que se conserva como reliquia en el monasterio de clarisas de Firenze- Castello.
Cualquiera que sea la fecha en que haya de fijarse el regreso de Inés a San Damián, es indudable su presencia a la cabecera de Clara moribunda. Para Inés que, oprimida por el dolor, no halla manera de contener las lágrimas abundantes y amargas, y suplica a su hermana que no se marche ni la abandone, Clara tiene palabras de ternura infinita, que hacen florecer una esperanza maravillosa en el corazón de Inés: «Hermana carísima, es del agrado de Dios que yo me vaya; mas tú cesa de llorar, porque llegarás pronto ante el Señor, enseguida después de mí, y Él te concederá un gran consuelo antes que me aparte de ti» (Leyenda 43).
La tarde del 11 de agosto de 1253, en el desgarramiento de la separación, Inés habrá recordado a la hermana, bienaventurada por siempre en el abrazo del Esposo, la promesa que le hiciera pocos días antes. Y cuando al día siguiente, entre alabanzas y gozo universal, el cuerpo de Clara, ya invocada como santa, bendecido por el Papa, subió por la pendiente de Asís para ser depositado en el mismo sepulcro que un día recibió los despojos mortales de Francisco, seguramente reconocería Inés, en este preludio tan solemne de la canonización, el gran consuelo profetizado por Clara.
También tuvo bien pronto realización la promesa que le había hecho, pues «al cabo de pocos días, Inés, llamada a las bodas del Cordero, siguió a su hermana Clara a las eternas delicias; allí entrambas hijas de Sión, hermanas por naturaleza, por gracia y por reinado, exultan en Dios con júbilo sin fin. Y por cierto que antes de morir recibió Inés aquella consolación que Clara le había prometido. En efecto, como había pasado del mundo a la cruz precedida por su hermana, así mismo, ahora que Clara comenzaba ya a brillar con prodigios y milagros, Inés pasó ya madura, en pos de ella, de esta luz languideciente, a resplandecer por siempre ante Dios» (Leyenda 48).
La noticia de la muerte de Inés, difundida por Asís, atrajo –como la de Clara– multitud de gentes, que le profesaban gran devoción y esperaban poder contemplar sus despojos mortales y ser así consoladas espiritualmente. Todo este gentío subió la escalera de madera que daba acceso al monasterio de San Damián. Pero de pronto, las cadenas de hierro que sostenían esta escalera, cedieron bajo peso tan desacostumbrado, y se derrumbó con gran estrépito sobre la multitud que estaba debajo, arrastrando en su derrumbamiento a cuantos allí se agolpaban.
De la imprevista catástrofe se podían esperar consecuencias desastrosas, puesto que el gentío quedó como aplastado bajo el enorme peso de la escalera sobrecargada de gente. Pero en los corazones se abrió paso la esperanza en el nombre de Inés. Invocando inmediatamente su nombre y sus méritos, heridos y magullados se levantaron riendo, como si nada hubieran sufrido.
Esta fue la primera de las numerosísimas intervenciones milagrosas de Inés, que, ya reunida con Clara en la gloria, será para siempre, como su hermana, muy pródiga en su intercesión a favor de cuantos, en su nombre, supliquen para verse librados de enfermedades incurables, de la ceguera, o de posesión diabólica. La serie de estas intervenciones continúa ampliamente durante todo el siglo XIV, hasta establecerse su culto, ratificado por la Iglesia. Su nombre aparece en el Martirologio Romano entre los santos del día 16 de noviembre, y sus restos reposan en la Basílica de Asís, que también encierra el cuerpo de su «madre y señora» Clara.
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