Mi padre decía el mismo Odón a su biógrafo Juan de Salerno—llamábase Abbón; ni en sus costumbres, ni en sus conocimientos se parecía a los hombres de hoy. Conocía todas las historias antiguas, sabía de memoria la legislación de Justiniano, y su conversación brotaba abundante, salpicada con palabras del Evangelio. En cierta ocasión—me acuerdo aunque era muy niño—, habiendo entrado en mi cuarto, me encontró solo en la cuna; y después de mirar en torno suyo para cerciorarse de que no le veía nadie, me levantó en brazos, y dijo: «Oh Martín, perla de los sacerdotes, recibe este niño bajo tu custodia.» «Durante sus primeros años—dice Juan de Salerno—tuvo muy poca salud; era bastante feo de cuerpo, y de presencia mezquina. Pero los defectos de su naturaleza desaparecieron conforme iba desarrollándose, y a los quince años se había convertido en un adolescente fuerte y hermoso. Pensando dedicarle a la vida militar, su padre le criaba con dureza. Su comida consistía en pan y agua y habas. Pasó algún tiempo en la corte de Guillermo, duque de Aquitania; pero Odón estaba hecho más para el estudio de la gramática, del salterio y de la música, que para los torneos, los ejercicios de la caza, el cuidado de los perros y los gerifaltes y otras ocupaciones propias de los castillos feudales. «Dios—contaba él—comenzó a aterrarme en los sueños: Él hacía que me fatigasen mis diversiones. Cuanto más me enfrascaba en los juegos, más cansancio y tristeza sacaba de ellos.»
A esta crisis de melancolía se juntó una violenta enfermedad. «Tenía yo entonces dieciséis años, y durante los tres siguientes mi cabeza fue trabajada por el dolor como la tierra por la reja del arado. Volví a mi casa, sin que los cuidados maternos pudiesen darme el menor alivio. Un día, mi padre, abrumado del dolor, me contaba el ofrecimiento que había hecho de mí, y entonces me di cuenta de que el bienaventurado Martín reclamaba lo suyo. Inmediatamente me corté la cabellera, fuí a Tours y me puse al servicio del santo.»
«La basílica de San Martín, continúa el biógrafo, es el centro religioso de Francia; pero los clérigos que la sirven guardan muy poco del espíritu del taumaturgo. Con pretexto de sacar el agua santa, las mujeres vagan por aquellos claustros, llenándolos de sonoras risotadas y entreteniendo en conversaciones ligeras a los siervos de Dios; los caballeros llegan con sus caballos hasta el pórtico, por donde antes sólo se andaba de rodillas; los canónigos se mezclan a la variada muchedumbre, ostentando ricas vestiduras, lujosamente bordadas y forradas de diversos colores. Odón se refugiaba en su celda, huyendo de este bullicio mundano. Allí se dedicaba a resumir los Morales de San Gregorio, «porque la obra entera era demasiado larga para los clérigos de aquel tiempo», y a estudiar con avidez los clásicos, y en especial los poemas virgilianos. Pero la pintura de los amores de Dido sobreexcitó su imaginación, y una noche vio en sueños una bellísima copa de la cual se escapaba un haz de serpientes que fueron a enroscarse en torno de su cuerpo. Al día siguiente cerró los libros profanos para dedicarse únicamente a la lectura de los Santos Padres y a la meditación de la Regla de San Benito, que dio la orientación a su vida ascética.»
Su espíritu iba adelgazándose cada día en un anhelo más puro de perfección, que le llevó finalmente al monasterio de Balme, situado en una garganta de Borgoña, tan desierta y salvaje, que sólo un jirón de Cielo se ve desde él. Allí se presentó en 909 con el tesoro de sus libros: cien volúmenes variados y escogidos. Algunos religiosos trataron de desalentarle, presintiendo acaso en él al enemigo encarnizado de la relajación monástica. «¿Qué vienes a hacer aquí?—le decían—. Pensamos nosotros fugarnos para salvar nuestras almas, ¿y vienes tú a perder la tuya? ¡Bien se conoce que no sabes lo que es el abad Bernón! Si vieses cómo trata a sus monjes, cómo los hiere con varas, y los mata con ayunos, y los arroja en el calabozo cargados de cadenas, nunca se te hubiera ocurrido llamar a estas puertas.» El joven se disponía ya a marcharse, pero un monje le dijo: «Odón, Padre mío, ¿no ves que éstas son palabras del demonio?» Al fin tomó el hábito, y los monjes de Balme estaban encantados de la virtud y el saber del nuevo religioso, salvo algún maliello que le querie poquiello, como diría Berceo.
Viendo su virtud, el abad le mandó que se ordenase sacerdote. Era costumbre que el recién ordenado llevase durante algunos días la estola, símbolo de su carácter sagrado. Cuando Odón despertó la primera noche después de la ceremonia, al ver en su pecho la señal de la consagración, se puso a llorar como si le hubiera sucedido una gran desgracia. La tristeza le agobiaba al pensar en su indignidad y en la anarquía social y religiosa en que se encontraba el mundo. Conversaba y meditaba con frecuencia acerca del estado lamentable de la Iglesia y de los medios que podrían servir para levantarla y purificarla. Estas meditaciones cristalizaron en los tres hermosos libros de las Colaciones, que encierran el programa de todo monje claniacense.
Odón estaba penetrado de la grandeza dé la vida monástica. «Los monjes estaban destinados a salvar el mundo», pensaba él; pero antes era necesario reformar a los monjes, devolverles el espíritu de desprecio del mundo y el espíritu del retorno hacia Dios. Este monje austero vivía bajo la impresión de la terrible dolencia moral de su tiempo y del pensamiento del fin próximo del mundo. Lo único que podía aplacar a Dios era la penitencia en el silencio y la oración. Esto es lo que llenaba su alma: la oración continua. No era en la mortificación ni en el trabajo corporal donde veía la ocupación principal del monje, sino en la oración. Tal es el espíritu que se propuso hacer triunfar en el pequeño monasterio borgoñón de Cluny, cuyo gobierno le había encomendado el abad Bernón poco antes de su muerte. La oración reemplazaría al trabajo. Aumentóse el oficio divino, se estableció un silencio perpetuo para mejor favorecer el espíritu de recogimiento, y los monjes sólo podían entenderse por senas. Odón era el primero en dar el ejemplo. Caminaba siempre con el rostro iluminado; cuando salía de viaje iba siempre rezando salmos, y comparábasele a un sepulcro. El canto gregoriano fue una de sus principales reformas, y para hacerlo más fácil escribió un método con una notación nueva en que por medio de letras se expresaban los sonidos con más precisión.
Al poco tiempo de su gobierno, todos los hombres que anhelaban días mejores miraban hacia Cluny. No faltó la resistencia de los monjes relajados. El silencio, sobre todo, era considerado como una innovación inútil. Decíase que quería hacer de sus monjes no hombres, sino bueyes o serpientes. Odón siguió su camino sin escuchar a los murmuradores. Roma le tomó bajo su protección en 931; los obispos, los príncipes y los mismos monjes le entregaban sus monasterios para que los reformase, y al fin de su vida, Cluny era considerado como el centro de la cristiandad y la fuente de una vida religiosa y social más pura, más vigorosa. Este renacimiento fue obra de muchos viajes y de luchas sin cuento, algunas veces a mano armada. Mas, a pesar de esta actividad, el reparador, como se llamaba al abad de Cluny, era, sobre todo, una naturaleza contemplativa, y aún encontraba tiempo para predicar, para enseñar y para escribir himnos e historias de santos, 'lodos sus escritos nos descubren aquel concepto grave de la vida, que le dominaba, y, sin embargo, era un hombre lleno de bondad, de amor y de misericordia. Ningún pobre se acercó a él sin recibir una limosna. Cuando se los encontraba en los caminos, bajaba de su cabalgadura y hacía que se montasen ellos. Fue el renovador de la vida benedictina, el obrero infatigable de la reorganización social y un sembrador de ideas nuevas y tendencias salvadoras.
Su prestigio era tal, que se le consideraba como el único hombre capaz de levantar la autoridad del papado. León VII tenía buenos deseos, pero las facciones de Roma no le dejaban obrar. Las luchas y los asesinatos ensangrentaban constantemente las calles. «Yo vi aquellos días aciagos —dice Juan de Salerno—. Toda Italia reclamaba la presencia del abad de Cluny, y Odón se presentó en 936, consiguiendo que se conciliasen el cónsul Alberico y el rey Hugo, que tiranizaban a Roma. Tres años después volvieron a empezar las hostilidades, y otra vez fue nuestro Padre el mensajero de la paz. ¡Oh, cuántas cosas podría contaros de sus limosnas, de sus milagros, de sus virtudes! Dios me dio la dicha de tratarlo, de ver todos los días su rostro sonriente, a pesar de la seriedad de su doctrina. Yo le amaba, y cuando no podía manifestarle de otra manera mi amor, besaba en secreto sus vestidos. Cuando entraba en la basílica de San Pedro, las muchedumbres lo rodeaban y, tomando los bordes de su escapulario, lo llevaban a la boca. En vano hacía esfuerzos para escapar. Era como la piedra angular de un edificio, cuadrada, es decir, perfecta. En su naturaleza se reunían todas las gracias del ángel y del hombre.
Todavía pasó otra vez a Italia, con la misma misión y con el mismo éxito; pero yo veía que su cuerpo se debilitaba, y me afligía la idea de la separación. Al verme un día triste por esta causa, trató de consolarme con su dulzura acostumbrada. Me llamó, hablóme con mucho amor, y sus ojos y los míos se llenaron de lágrimas. Después estrechó mi cabeza contra su pecho y me abrazó, encomendándome al Señor. Al poco tiempo le invadió una fiebre muy violenta.
—Voy a morir a Tours—me dijo.
Y, efectivamente, allí se extinguió unos días más tarde aquella luz de la Iglesia, junto al sepulcro de San Martín.»
A esta crisis de melancolía se juntó una violenta enfermedad. «Tenía yo entonces dieciséis años, y durante los tres siguientes mi cabeza fue trabajada por el dolor como la tierra por la reja del arado. Volví a mi casa, sin que los cuidados maternos pudiesen darme el menor alivio. Un día, mi padre, abrumado del dolor, me contaba el ofrecimiento que había hecho de mí, y entonces me di cuenta de que el bienaventurado Martín reclamaba lo suyo. Inmediatamente me corté la cabellera, fuí a Tours y me puse al servicio del santo.»
«La basílica de San Martín, continúa el biógrafo, es el centro religioso de Francia; pero los clérigos que la sirven guardan muy poco del espíritu del taumaturgo. Con pretexto de sacar el agua santa, las mujeres vagan por aquellos claustros, llenándolos de sonoras risotadas y entreteniendo en conversaciones ligeras a los siervos de Dios; los caballeros llegan con sus caballos hasta el pórtico, por donde antes sólo se andaba de rodillas; los canónigos se mezclan a la variada muchedumbre, ostentando ricas vestiduras, lujosamente bordadas y forradas de diversos colores. Odón se refugiaba en su celda, huyendo de este bullicio mundano. Allí se dedicaba a resumir los Morales de San Gregorio, «porque la obra entera era demasiado larga para los clérigos de aquel tiempo», y a estudiar con avidez los clásicos, y en especial los poemas virgilianos. Pero la pintura de los amores de Dido sobreexcitó su imaginación, y una noche vio en sueños una bellísima copa de la cual se escapaba un haz de serpientes que fueron a enroscarse en torno de su cuerpo. Al día siguiente cerró los libros profanos para dedicarse únicamente a la lectura de los Santos Padres y a la meditación de la Regla de San Benito, que dio la orientación a su vida ascética.»
Su espíritu iba adelgazándose cada día en un anhelo más puro de perfección, que le llevó finalmente al monasterio de Balme, situado en una garganta de Borgoña, tan desierta y salvaje, que sólo un jirón de Cielo se ve desde él. Allí se presentó en 909 con el tesoro de sus libros: cien volúmenes variados y escogidos. Algunos religiosos trataron de desalentarle, presintiendo acaso en él al enemigo encarnizado de la relajación monástica. «¿Qué vienes a hacer aquí?—le decían—. Pensamos nosotros fugarnos para salvar nuestras almas, ¿y vienes tú a perder la tuya? ¡Bien se conoce que no sabes lo que es el abad Bernón! Si vieses cómo trata a sus monjes, cómo los hiere con varas, y los mata con ayunos, y los arroja en el calabozo cargados de cadenas, nunca se te hubiera ocurrido llamar a estas puertas.» El joven se disponía ya a marcharse, pero un monje le dijo: «Odón, Padre mío, ¿no ves que éstas son palabras del demonio?» Al fin tomó el hábito, y los monjes de Balme estaban encantados de la virtud y el saber del nuevo religioso, salvo algún maliello que le querie poquiello, como diría Berceo.
Viendo su virtud, el abad le mandó que se ordenase sacerdote. Era costumbre que el recién ordenado llevase durante algunos días la estola, símbolo de su carácter sagrado. Cuando Odón despertó la primera noche después de la ceremonia, al ver en su pecho la señal de la consagración, se puso a llorar como si le hubiera sucedido una gran desgracia. La tristeza le agobiaba al pensar en su indignidad y en la anarquía social y religiosa en que se encontraba el mundo. Conversaba y meditaba con frecuencia acerca del estado lamentable de la Iglesia y de los medios que podrían servir para levantarla y purificarla. Estas meditaciones cristalizaron en los tres hermosos libros de las Colaciones, que encierran el programa de todo monje claniacense.
Odón estaba penetrado de la grandeza dé la vida monástica. «Los monjes estaban destinados a salvar el mundo», pensaba él; pero antes era necesario reformar a los monjes, devolverles el espíritu de desprecio del mundo y el espíritu del retorno hacia Dios. Este monje austero vivía bajo la impresión de la terrible dolencia moral de su tiempo y del pensamiento del fin próximo del mundo. Lo único que podía aplacar a Dios era la penitencia en el silencio y la oración. Esto es lo que llenaba su alma: la oración continua. No era en la mortificación ni en el trabajo corporal donde veía la ocupación principal del monje, sino en la oración. Tal es el espíritu que se propuso hacer triunfar en el pequeño monasterio borgoñón de Cluny, cuyo gobierno le había encomendado el abad Bernón poco antes de su muerte. La oración reemplazaría al trabajo. Aumentóse el oficio divino, se estableció un silencio perpetuo para mejor favorecer el espíritu de recogimiento, y los monjes sólo podían entenderse por senas. Odón era el primero en dar el ejemplo. Caminaba siempre con el rostro iluminado; cuando salía de viaje iba siempre rezando salmos, y comparábasele a un sepulcro. El canto gregoriano fue una de sus principales reformas, y para hacerlo más fácil escribió un método con una notación nueva en que por medio de letras se expresaban los sonidos con más precisión.
Al poco tiempo de su gobierno, todos los hombres que anhelaban días mejores miraban hacia Cluny. No faltó la resistencia de los monjes relajados. El silencio, sobre todo, era considerado como una innovación inútil. Decíase que quería hacer de sus monjes no hombres, sino bueyes o serpientes. Odón siguió su camino sin escuchar a los murmuradores. Roma le tomó bajo su protección en 931; los obispos, los príncipes y los mismos monjes le entregaban sus monasterios para que los reformase, y al fin de su vida, Cluny era considerado como el centro de la cristiandad y la fuente de una vida religiosa y social más pura, más vigorosa. Este renacimiento fue obra de muchos viajes y de luchas sin cuento, algunas veces a mano armada. Mas, a pesar de esta actividad, el reparador, como se llamaba al abad de Cluny, era, sobre todo, una naturaleza contemplativa, y aún encontraba tiempo para predicar, para enseñar y para escribir himnos e historias de santos, 'lodos sus escritos nos descubren aquel concepto grave de la vida, que le dominaba, y, sin embargo, era un hombre lleno de bondad, de amor y de misericordia. Ningún pobre se acercó a él sin recibir una limosna. Cuando se los encontraba en los caminos, bajaba de su cabalgadura y hacía que se montasen ellos. Fue el renovador de la vida benedictina, el obrero infatigable de la reorganización social y un sembrador de ideas nuevas y tendencias salvadoras.
Su prestigio era tal, que se le consideraba como el único hombre capaz de levantar la autoridad del papado. León VII tenía buenos deseos, pero las facciones de Roma no le dejaban obrar. Las luchas y los asesinatos ensangrentaban constantemente las calles. «Yo vi aquellos días aciagos —dice Juan de Salerno—. Toda Italia reclamaba la presencia del abad de Cluny, y Odón se presentó en 936, consiguiendo que se conciliasen el cónsul Alberico y el rey Hugo, que tiranizaban a Roma. Tres años después volvieron a empezar las hostilidades, y otra vez fue nuestro Padre el mensajero de la paz. ¡Oh, cuántas cosas podría contaros de sus limosnas, de sus milagros, de sus virtudes! Dios me dio la dicha de tratarlo, de ver todos los días su rostro sonriente, a pesar de la seriedad de su doctrina. Yo le amaba, y cuando no podía manifestarle de otra manera mi amor, besaba en secreto sus vestidos. Cuando entraba en la basílica de San Pedro, las muchedumbres lo rodeaban y, tomando los bordes de su escapulario, lo llevaban a la boca. En vano hacía esfuerzos para escapar. Era como la piedra angular de un edificio, cuadrada, es decir, perfecta. En su naturaleza se reunían todas las gracias del ángel y del hombre.
Todavía pasó otra vez a Italia, con la misma misión y con el mismo éxito; pero yo veía que su cuerpo se debilitaba, y me afligía la idea de la separación. Al verme un día triste por esta causa, trató de consolarme con su dulzura acostumbrada. Me llamó, hablóme con mucho amor, y sus ojos y los míos se llenaron de lágrimas. Después estrechó mi cabeza contra su pecho y me abrazó, encomendándome al Señor. Al poco tiempo le invadió una fiebre muy violenta.
—Voy a morir a Tours—me dijo.
Y, efectivamente, allí se extinguió unos días más tarde aquella luz de la Iglesia, junto al sepulcro de San Martín.»
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