La hoja del martirologio dice este día: En Compluto, San Diego, del orden seráfico; en Toledo, el bienaventurado obispo San Eugenio. Dos bellas flores del jardín de España; el lego franciscano, que ilumina los últimos años de la Edad Media en Castilla (1400-1463), el humilde vastago de los colonos andaluces que predica el catecismo a los indígenas de las Canarias y sirve a los enfermos con la solicitud del mestizo isleño; y el dulce obispo toledano, emparentado con las más poderosas familias del reino visigodo. Lejos de mí toda preferencia aristocrática; acaso el lego ocupa en el Paraíso una silla más alta que el prelado; pero en la iconografía de la cultura patria el prelado tiene más relieve.
Eugenio fue un monje poeta y músico. Su alma palpita todavía en los sencillos versos que tan espontáneamente brotaban de su pluma, y de los cuales parece salir una racha de aire cargado de resonancias y perfumes lejanos. Era un espíritu dulce y doliente. Amaba la paz de la soledad, aquella paz que cantó con pasión, y que tan esquiva se mostraba con él. Por ella despreció los triunfos militares de su abuelo y el condado de su padre. ¡Oh Rey y Señor que sostienes la gran máquina del mundo, haz que sea siempre afable, veraz, humilde, prudente, guardador del secreto y cauto en el hablar! Dame un compañero fiel, un amigo invariable, un servidor, dulce, sobrio y amante de la castidad. No quiero riquezas ni dignidades; sólo te pido la salud amada, y lo que basta para vivir.» Tal era el ideal de su juventud.
Un día se supo con asombro que el joven había abandonado la corte para buscar un refugio en el monasterio de los Santos Mártires de Zaragoza. Zaragoza era para San Isidoro la mejor de todas las ciudades españolas, por la amenidad del sitio, por la delicia y regalo de su clima y pollos sepulcros de los mártires que la defendían. Eso es lo que allí buscaba el hijo del conde de las Escancias: un clima benigno para su cuerpo y la protección del Cielo para su alma. Había encontrado el apetecido remanso; pero dentro de sí mismo llevaba el germen del combate, que le llenaba de angustia, obligándole a exclamar: «Mi corazón no acierta a estar fijo en ninguna parte. Quiero y no quiero, y sin cesar se muda el objeto de mi amor. Lo que primero me atrae, luego me desagrada; deleítame el bien, y el mal me arrastra, y el ancho río de mis ansias locas varía y fluye sin reposo alguno. Como las estrellas, que en el Cielo tiemblan; lo mismo se empujan en mí los anhelos.» Huyendo de la lucha, se refugiaba en medio de su escogida biblioteca de poetas y Santos Padres, donde el primer lugar lo ocupaban las obras de San Isidoro: «Entre los libros—decía—me olvido de los clamores tumultuosos de las cosas mundanas, y la mano del reposo acaricia mi espíritu.» Hasta en su lecho se abroquelaba contra el diablo de la inquietud. En la cabecera de su alcoba había puesto un verso que decía: «Llevo un signo de amor y de paz; huye, Satán, padre del odio.»
Pero he aquí que cuando ya tocaba a la paz en la punta del velo, el obispo de Zaragoza, San Braulio, le arranca de su retiro para hacerle arcediano de la basílica episcopal. Además, en Toledo no le han olvidado. Un día de otoño de 646, el obispo de Zaragoza recibe una carta del rey Chindasvinto. El obispo se entristece, el arcediano llora, pero el rey exige, exige que Eugenio vaya a gobernar la iglesia toledana. Hubo súplicas humildes, idas y venidas a la corte, cartas llenas de amabilidades, de cortesía, de razonamientos; todo inútil. Eugenio partió, y Braulio, que no había perdido toda esperanza, puso en sus manos esta esquela: «A nuestro glorioso señor Chindasvinto: Braulio, siervo inútil de los siervos de Dios, y vuestro: Aunque habéis roto tan violentamente el lazo que me unía en el Señor a vuestro servidor Eugenio, obedezco la orden de vuestra gloria, no sin esperanza de que, movido a piedad, le devolváis a vuestro patrón San Vicente, para ejercer el oficio que tenía hasta ahora Pero si aún queréis cerrar el oído a mis palabras, no me queda más que encomendaros con todas las fuerzas de mi alma su triste partida.»
El rey cerró los oídos, y Eugenio tuvo que quedarse en Toledo gobernando su provincia, reuniendo y presidiendo Concilios, donde dominaba por la prudencia y suavidad de su espíritu; formando en la escuela episcopal ilustres discípulos, entre los cuales descollará San Julián; dirigiendo y aconsejando a los reyes, de palabra y por escrito; trabajando infatigable por el esplendor de la liturgia visigoda; confundiendo a los arrianos con sus escritos teológicos; corrigiendo los códices de la biblioteca real y enviando, por sus cartas, a todos los rincones de la Península la luz de su sabiduría y el calor de su bondad. Trabajaba sin descanso. A pesar de la debilidad de su naturaleza pobre y enfermiza. San Ildefonso nos dice que prolongó la vida más por la energía de su alma que por sus fuerzas naturales. Estos padecimientos le inspiraron bellas expansiones poéticas. En un poema nos pinta la fealdad de la vejez; en otro, los terrores del tribunal de Cristo; en otro, la podredumbre del sepulcro. Canta también las melodías del ruiseñor, la amenidad de las riberas del Tajo y los triunfos de los mártires. La fe le consuela en sus dolencias: «Señor—dice—, me dirijo a Tí porque eres piadoso y porque sin Ti nada puede borrar la 'mancha del pecado; haz clarear la bonanza después de tantas tempestades, libra de sus lazos al alma que te llama y te implora y, temerosa del fuego, llora sus extravíos. Tú, que das el gozo a los santos, haz que sea ligera la pena del pobre Eugenio.»
En una poesía lamenta «el rápido curso de la cuadriga del tiempo»; en otra se duele de la fragilidad humana, y en un bello epigrama, que intitula «Reintegración de la paz», es el canto alborozado de la vida sobre la muerte. Alegre por haber atravesado incólume un trance difícil de su vida, exclama:
«No soy tu presa ya; por más que trates de envenenar los píos corazones con el odio fatal, no soy tu presa.»
El que sabía de la melancolía intensa de los días otoñales, murió cuando en el Tajo cercano morían las hojas. Fue verdadero poeta, aunque tuvo que luchar, para traducir sus sentimientos, con un latín decadente y de escuela. En sus versos nos dejó su alma, su alma candorosa y leal, con sus aspiraciones al bien, sus ansias de verdad y de amor, sus luchas desgarradoras, su sed de paz y de vida oculta, y aquel anhelo de justicia con que supo hacer de la poesía un eco de la palabra de Cristo.
Mientras aquella alma grande y hermosa volaba hacia la paz, que en la tierra no pudo más que columbrar, los discípulos recogían ávidamente las reliquias de su clara inteligencia y de su corazón bueno y piadoso. Entre ellas estaba, además de sus libros teológicos, poéticos y litúrgicos, su obra musical. Eugenio era músico también, y su gusto artístico le movió a corregir y enriquecer las melodías de la Iglesia española. Frutos de esta labor, quedan hoy en los manuscritos litúrgicos mozárabes signos misteriosos, neumas que nadie sabe descifrar, porque hemos perdido la clave. Sólo algunos ritmos poseemos, y tan hermosos, que hacen más grande nuestra pena de ver a sus hermanos ocultos en estuche misterioso, cuya clave se llevaron las aguas de los siglos.
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