El 6 de enero de 1569, el cardenal Juan ángel de Medicis, coronado Papa, recibía el nombre de Pío IV. Una nube de sobrinos y parientes, venidos de Milán y de Alemania, se apiñaban en torno suyo, dispuestos a recoger los frutos de aquel encumbramiento. Sin embargo, no estaban todos. Faltaba uno, Carlos, el que más hubiera alegrado el corazón del nuevo Papa en aquel día de regocijo. Carlos amaba a su tío y veía en él la esperanza de la familia. «Puesto que mi buena suerte—le escribía dos meses antes—ha querido unirme con vuestra señoría ilustrísima por los lazos de la sangre, más que por mis méritos, haré cuanto pueda para hacerme digno de ese honor. Pido al Señor que os conserve largo tiempo, pues sobre vos reposa la grandeza de vuestra casa.» A pesar de esto, Carlos no se apresuraba a venir a Roma. Mientras el estruendo de las aclamaciones atronaba la ciudad, él continuaba allá lejos en su castillo de Arona; administrando las tierras que su padre le había dejado en aquel rincón de la Lombardía y gozando de la luz de los tramontos invernales sobre los altivos cabezos de los Alpes y la serena superficie del lago Mayor. Un llamamiento expreso de Pío IV, fechado el día siguiente a la coronación, disipó aquella reserva, en la que se veía ya un gran carácter.
Los favores iban a llover sobre él, y con los favores, los trabajos. En Roma decían que era el ojo derecho del Papa. A los dos meses era protonotario, cardenal, arzobispo de Milán y secretario de Estado. Jamás el nepotismo había tenido un acierto semejante. Frente a los partidos que dividían la curia y el colegio cardenalicio, Pío IV había querido buscar un confidente seguro y un colaborador activo; y esto es lo que va a proporcionarle la abnegación sin límites, la diligencia perseverante y la inagotable paciencia de su sobrino. Sin embargo, en los círculos cortesanos su nombramiento fue casi una decepción, tal vez por la fama de austeridad que había precedido al nepote; tal vez porque había pocas probabilidades de influir sobre el Pontífice por su medio. No tenía la menor apariencia de aquel tipo del nepote del Renacimiento. Su mismo exterior, ni atraía por su hermosura, ni infundía respeto por la majestad. Iba a cumplir veintidós años; aún no se habían precisado los rasgos de su fisonomía. Una tela de este tiempo nos le presenta de rostro imberbe, alta frente, nariz bien desarrollada y ojos abiertos de par en par a la vida. No era un espíritu brillante, y por naturaleza se sentía impelido a esconderse y ocultar su talento. Esta timidez se aumentaba con un defecto de su lengua, que le hacía precipitarse al hablar, y que, a pesar de los esfuerzos, nunca logró dominar por completo. Su misma reserva podía achacarse a cortedad por la malicia de los cortesanos. En los comienzos de su carrera, los diplomáticos le presentan como un hombre bueno y piadoso, pero poco apto para la vida. Requeséns decía, escribiendo a Felipe II: «Es el hombre del mundo de menos espíritu y acción para tratar negocios.»
Pronto pudo verse que estas apreciaciones eran prematuras. Los que trataron a Carlos más de cerca afirman que poseía un juicio claro y un agudo entendimiento. Lo incansable de su meditación suplía lo que tal vez le faltaba de rapidez en la concepción. Su tenacidad le permitía considerar todos los aspectos de un negocio importante durante seis horas seguidas sin fatigarse. Esta energía fue, juntamente con la piedad, el rasgo distintivo de su carácter desde los más tiernos años. Vástago del antiguo linaje nobiliario de Arona, Carlos Borromeo pasa a los catorce años por las aulas universitarias de Pavía sin contaminarse con las licencias de la vida estudiantil. Desde entonces dispone de sí mismo, con entera independencia de la tutela de su padre, el conde Gilberto. Estudia Derecho, según la tradición familiar; administra las rentas de una abadía, que posee desde los doce años; gusta poco de expansiones amistosas, se esconde en su habitación huyendo de las pendencias y diversiones de sus camaradas, reza diariamente las horas como se lo había aconsejado su padre. Sus compañeros no han descubierto en él una inteligencia extraordinaria, pero su profesor Francisco Alciato puede hacer esta profecía en el momento de darle la borla de doctor ín utroque jure: «Carlos emprenderá grandes cosas y brillará como una estrella en la Iglesia.» Ya entonces pueden adivinarse las dotes de gobierno y administración del futuro reformador. Lleva la dirección de su casa, vigila a sus servidores y despide al ayo que le había dado su padre, «porque ni siquiera sabe mandar». Lucha con frecuencia con la falta de dinero, y observa, sin perder su buen humor, que no tiene con qué pagar a la patrona y remendar sus botas agujereadas. Pierde a su padre cuando no ha cumplido aún veinte años, y desde entonces se encarga de gobernar a la familia y de administrar la hacienda.
Tal era el hombre a quien Pío IV entregaba el cargo más delicado de la corte pontificia. Carlos se entregó a los negocios con toda la energía propia de su temperamento. Uno de sus familiares escribe que apenas le quedaba tiempo para comer y dormir tranquilamente. Él mismo confiesa que está bueno, «a pesar de los infinitos esfuerzos», pero que le duele tener que dejar cinco o seis horas para el sueño. Diariamente, durante tres horas, despachaba con el Pontífice los expedientes y solicitudes; después extractaba los escritos que llegaban a la secretaría, redactaba las respuestas definitivas, transmitía las órdenes a los nuncios y legados, asistía a las sesiones de las congregaciones de los cardenales, y no menos que de los asuntos eclesiásticos, se ocupaba de toda la política europea, dirigiendo y revisando los documentos de las relaciones diplomáticas. Sus tareas se aumentaban al reanudarse las sesiones del Concilio de Trento (1561-1563). Sin salir de Roma, puede considerársele como el alma de la augusta asamblea. Vigila a los legados pontificios, deshace las dificultades que surgen sin cesar, interviene en las cuestiones más arduas, suministra las cosas necesarias para el sustento de los Padres; es el intermediario, siempre vigilante y solícito, entre el poder conciliar y la autoridad pontificia, y apenas terminan las deliberaciones, empieza a poner en práctica lo acordado; hace preparar la revisión de la Vulgata, del Misal y del Breviario, y vigila personalmente la composición del Catecismo del Concilio de Trento, en la cual interviene su secretario, el ilustre humanista Poggianio.
Pío IV recompensa esta actividad con nuevos beneficios. Las rentas del cardenal secretario, calculadas por el espíritu mercantil del embajador de Venecia, escendían a 50.000 escudos, y no podía menos de admirarse de que con tales honores y riquezas no se decidiese un hombre a gozar de la vida. «Es de una vida inocentísima—añade—, tanto, que, a juzgar por lo que se sabe —¿y qué no sabían los diplomáticos de Venecia?—, puede decirse que está libre de toda mancha.» A pesar de este gran ejemplo de sacrificada fidelidad al deber, Borromeo no era todavía el severo asceta que en él vemos de ordinario. Aunque sin entusiasmo, recibía gustoso los favores de su tío. He aquí cómo anunciaba uno de ellos a su hermana: «Decid a madama Camila que puede alegrarse, pues Nuestro Señor acaba de darme tres abadías, que valen doce mil escudos.» No descuidaba tampoco el esplendor de su casa; aunque, en realidad, las ciento cincuenta personas que formaban su corte, vestidas todas ellas de terciopelo negro, no era un número exagerado para las ideas de entonces. Sus diversiones eran el juego del ajedrez, la pelota y la caza, que le atraía con verdadera pasión. En una carta al nuncio de Alemania, le pide que le mande buenos perros, y escribiendo al cardenal Ferrari, le exige la entrega de diez escudos que había perdido jugando al ajedrez, a fin de dotar con ellos a una joven que quería hacerse monja. Hijo del Renacimiento, amaba el arte, cultivaba la música, tocaba el violoncelo y favorecía con su amistad a Palestrina y al arquitecto Pelegrini. «La casa del cardenal Borromeo—decía un contemporáneo—es el lugar donde se encuentran los hombres más doctos y distinguidos de Roma. Él mismo, en la flor de la juventud, en el apogeo de su poder, no piensa sino en poner sus conocimientos a la altura de sus dignidades.» En este tiempo es cuando leyó los políticos y los filósofos de la antigüedad, que, según él mismo confesaba, le sirvieron mucho, tanto para regular su conducta como para reprimir sus pasiones. El manual de Epicteto era uno de sus libros favoritos. Con el fin de ampliar sus conocimientos literarios y teológicos, organizó unas veladas, que se hicieron famosas con el nombre de «Noches Vaticanas», por lo escogido de las personas que tomaban parte en ellas. Era una de aquellas academias, tan comunes en el Renacimiento, cuyos individuos llevaban nombres alegóricos, inspirados con frecuencia en la mitología. Humildemente, Borromeo quiso llamarse Chaos, para indicar la forma confusa de sus discursos; pero sus compañeros le saludaban siempre con el título de «príncipe excelentísimo».
Esta existencia, que el mismo Carlos juzgó después demasiado mundana, era de una admirable ejemplaridad para los hombres de aquel tiempo. Pero su asombro no tuvo límites cuando vieron al joven secretario despojarse repentinamente de todo lo que pudiera significar ostentación y pompa mundana. La ocasión fue la muerte de su hermano único, Federico, en quien tanto el Pontífice como su confidente veían vinculado el porvenir de la familia. En el paño mortuorio, bordado de oro, que cubría el féretro, el cardenal pudo ver un símbolo del ocaso esplendoroso de su raza. «Este suceso—escribía a los pocos días—me ha hecho comprender toda nuestra miseria y la verdadera felicidad da la gloria eterna.» Y en una carta al duque de Florencia descubría la actitud de su alma ante aquel golpe, que era el hundimiento de tantas esperanzas: «Dios—le decía—me ha dado la gracia de inspirarme la resolución muy firme de mirar siempre como un gran bien todo lo que viene de su mano.» Rumoreábase entonces en Roma que el secretario dejaría la carrera eclesiástica para perpetuar su nombre; pero a estos rumores respondió él ordenándose de sacerdote (1563). Si hasta ahora se había resignado, no sin repugnancia, a hacer concesiones a una manera algo profana de entender la vida, desde este momento todo su afán es desterrar los últimos restos del espíritu mundano. Se muestra más severo en el trato de su persona, prohíbe en las reuniones literarias todo asunto que no sea espiritual, suprime juegos y diversiones, reduce el tren de su casa, y ejerce el ministerio de la predicación, cosa inaudita entonces en un cardenal; aumenta el tiempo de la oración y los rigores ascéticos, hasta ayunar a pan y agua un día por semana, y propone dejar la secretaría y retirarse a la Orden rigurosa de los camaldulenses. Por este tiempo escribía el veneciano Jacobo Soranzo: «El cardenal Borromeo no tiene más que veintisiete años, pero es enfermizo, porque se ha debilitado con los estudios, ayunos, vigilias y penitencias. Su vida es la más honesta del mundo, y su religiosidad tan grande, que se puede decir que aprovecha a la corte romana con su ejemplo más que todos los decretos del Concilio. El Papa gustaría de verle más alegre y menos severo en su vida y en sus dictámenes. La corte le quiere poco, porque estaba acostumbrada a otra manera de proceder, y se lamenta de que el cardenal pide poco al Papa y da poco de lo suyo. Pero por lo que toca a lo primero, él lo tiene por cargo de conciencia; y en cuanto a lo suyo, lo gasta en limosnas y en dotar doncellas pobres.» De este tiempo es la creación magnífica del Colegio Borromeo, de Pavía, que hizo erigir para preservar a los estudiantes nobles y pobres de los peligros que él había aprendido a conocer durante sus estudios.
Si la corte no le amaba a él, él no tenía gran apego a la corte. Repetidas veces había pedido a Pío IV que le permitiese ir a pasar una temporada en su diócesis de Milán, y en el verano de 1565 logró al fin realizar sus deseos; pero apenas se ha alejado de Roma, cuando le anuncian que el Papa está enfermo. Muere Pío IV; viene la elección laboriosa de San Pío V, y Carlos puede consagrarse exclusivamente a encarnar el ideal del obispo. Es una nueva etapa de su vida, menos brillante que la anterior, pero más admirable. Va a empezar una acción reformadora, que hace de él, teniendo en cuenta la diferencia de los tiempos, el Hildebrando del siglo XVI. Ante todo, se rodea de hombres aptos para ayudarle. De tal modo sabe atraerse los hombres superiores, que a veces su amigo San Felipe Neri va detrás de él, gritando: «¡Ahí va el ladrón!» Los jesuitas son sus primeros colaboradores. Ama los ejercicios de San Ignacio y los practica con frecuencia, aunque no está del todo conforme con la Compañía, y trabaja ardientemente por transformarla. Su acción empieza desde el momento de su entrada en la diócesis: reúne seis Concilios provinciales y once sínodos diocesanos, en los cuales persigue metódica y perseverantemente la aplicación de todos los decretos del Concilio de Trento; funda los seminarios para formación de un sólido clero secular; recorre en persona todas las regiones sometidas a su jurisdicción episcopal, llegando hasta la parte suiza de su archidiócesis para levantar el espíritu de los cantones católicos; toma parte en la publicación del Breviario y del Misal; se multiplica en obras maravillosas de caridad y en actividades increíbles, que hacen de él uno de los tipos más acabados del hombre de acción que ha tenido la Iglesia. En su cuerpo enfermizo y de mediana estatura habita un alma gigante. En su pálido semblante, en su perfil enérgico, más que la sonrisa de San Francisco de Sales, se descubre el temperamento indomable. Requeséns, el que antes le juzgaba incapaz para los negocios, virrey de Milán, llega a reconocer, por propia experiencia, la tenacidad de este hombre. Los conflictos de jurisdicción son frecuentes, pero, después de largas luchas, el arzobispo gana la causa en Roma y en Madrid.
Carlos sigue su programa sin desfallecer un solo instante. Se le llama testarudo e intransigente, pero él repite aquello que decía a poco de ser nombrado secretario de Estado: «No conviene desanimarse por las habladurías de gentes que siempre tienen en la cabeza imaginaciones nuevas. Basta obrar rectamente en todo, y luego que cada cual diga lo que quiera.» La reforma avanza: reforma del pueblo, clero y de los monjes. Las monjas no pueden resignarse a colocar rejas en los locutorios, según lo preceptuado por los Padres de Trento; pero él las manda poner en toda su diócesis. La mayor oposición le viene de la Orden de los Humillados, que se deciden a llegar hasta el crimen. Uno de ellos penetra en la capilla del arzobispo, armado con un arcabuz. El arzobispo reza al pie del altar; la capilla canta un verso que dice: «Non turbetur cor vestrum neque formidet», y el disparo suena, causando increíble espanto. Carlos se siente herido en la espina dorsal, pero manda continuar el oficio. La herida no era grave. Sigue trabajando con nuevos alientos. Aunque jamás logró dominar por completo su aprensión de hablar en público, predica sin cesar, lo mismo en la ciudad que en el campo. Llega hasta los últimos rincones de Lombardía, arrastrado por su sed de ganar almas a Cristo. Cuando su cabalgadura no puede pasar adelante, camina a pie, resistiendo largas horas de marcha, cruzando los altos montes de su tierra, trepando por riscos y barrancos, como el más experimentado alpinista. Su actividad se acrecienta al encenderse la peste famosa de 1576. Cuando las autoridades civiles abandonan la ciudad, llenas de tenor, él permanece organizando la lucha contra el mal. Invita a la oración y a la penitencia, exhorta a la obediencia a las autoridades responsables, promulga indulgencias para los enfermos, forma juntas de salud, crea hospitales y lazaretos, se esfuerza por aislar el contagio, recorre las calles para dar aliento a las personas, manda médicos y víveres a los apestados, y él mismo anda entre ellos, repartiendo limosnas, confesando, consolando y dando a veces la salud con sólo su mirada.
En estos días hizo su testamento, indicio de que había sacrificado su vida al pueblo. Ha llegado al renunciamiento absoluto. Su carácter se nos muestra plena y definitivamente formado: podía pasar días enteros, con sus noches, estudiando y escribiendo, siempre en pie, dando audiencia, predicando y meditando, sin apariencia ninguna de desequilibrio en su sistema nervioso. Su sueño se prolongaba rara vez más de cuatro horas, y en cuanto a la comida, le sucedía con frecuencia no acordarse de ella, abrumado por las ocupaciones. Frugal siempre, al fin de su vida se contentaba con pan, agua y legumbres secas, lo cual no le impedía tomar parte, durante su viaje por Suiza, en los espléndidos banquetes de los grandes señores, y propagar la reforma católica entre los vasos espumosos y al calor de los brindis. Vivía como un pobre, caminaba siempre a pie por la ciudad, con los vestidos raídos, y muchas veces solo. Toda la magnificencia la guardaba para los ornamentos de la Iglesia; y su amor al culto se extendía al arte religioso, sobre todo a la música, a la música inteligible, como él decía. Se había deshecho de sus colecciones artísticas, y éste fue uno de los mayores sacrificios de su vida; pero seguía aumentando su biblioteca, muy rica en libros raros y toda suerte de manuscritos de los Santos Padres y de los escritores clásicos griegos y latinos. Aun cuando dedicó los tapices y telas preciosas de su palacio para vestir a los pobres, no quiso desprenderse de algunos cuadros preciosos, como la «Adoración de los Magos», del Tiziano, que decoraban sus habitaciones. El gusto de lo bello quedó en él hasta el fin. Seguía interesándose por su familia, pero sin dejarse absorber por esta solicitud. «Es preciso—decía—pesar con balanza de platero las peticiones de nuestros parientes, porque estamos dispuestos a dejarnos convencer con facilidad.» Leía y escribía mucho, pero no imprimió más que dos decretos conciliares y algunos opúsculos sobre la vida cristiana. Conservamos aún los esquemas de sus sermones y un gran número de cartas. En ellas apenas si aparecen las expresiones afectuosas, aun tratándose de amigos íntimos, ni los rasgos brillantes, ni la preocupación literaria. El que escribe es el diplomático, el administrador, que aborda sencillamente el asunto y lo presenta con habilidad.
El organismo más resistente hubiera sido incapaz de sufrir mucho tiempo aquel método de vida. El infatigable arzobispo decía que el trabajo y la penitencia le fortalecían, pero, en realidad, estaba extenuado y enflaquecido. En sus grandes ojos azules había una luz de ocaso; su cabello castaño se había vuelto de nieve, desde su nariz a su barba corrían aquellas profundas arrugas de que nos hablan sus biógrafos, y que eran más visibles desde que empezó a andar rasurado para cumplir un precepto que había dado a su clero. Sólo tenía cuarenta y seis años. Sin embargo, como si presintiese su muerte, en el otoño de 1584 quiso prepararse a ella practicando los Ejercicios de San Ignacio en una soledad próxima a su pueblo natal. Al volver, en los primeros días de noviembre, la fiebre le consumía. Preguntáronle si quería recibir el viático, y él respondió: «All’ hora.» Esta fue su última palabra. A las pocas horas se durmió en el Señor. «En todo Milán—dice un testigo—nadie durmió, pensando en el padre bondadoso que iban a perder.»
Los favores iban a llover sobre él, y con los favores, los trabajos. En Roma decían que era el ojo derecho del Papa. A los dos meses era protonotario, cardenal, arzobispo de Milán y secretario de Estado. Jamás el nepotismo había tenido un acierto semejante. Frente a los partidos que dividían la curia y el colegio cardenalicio, Pío IV había querido buscar un confidente seguro y un colaborador activo; y esto es lo que va a proporcionarle la abnegación sin límites, la diligencia perseverante y la inagotable paciencia de su sobrino. Sin embargo, en los círculos cortesanos su nombramiento fue casi una decepción, tal vez por la fama de austeridad que había precedido al nepote; tal vez porque había pocas probabilidades de influir sobre el Pontífice por su medio. No tenía la menor apariencia de aquel tipo del nepote del Renacimiento. Su mismo exterior, ni atraía por su hermosura, ni infundía respeto por la majestad. Iba a cumplir veintidós años; aún no se habían precisado los rasgos de su fisonomía. Una tela de este tiempo nos le presenta de rostro imberbe, alta frente, nariz bien desarrollada y ojos abiertos de par en par a la vida. No era un espíritu brillante, y por naturaleza se sentía impelido a esconderse y ocultar su talento. Esta timidez se aumentaba con un defecto de su lengua, que le hacía precipitarse al hablar, y que, a pesar de los esfuerzos, nunca logró dominar por completo. Su misma reserva podía achacarse a cortedad por la malicia de los cortesanos. En los comienzos de su carrera, los diplomáticos le presentan como un hombre bueno y piadoso, pero poco apto para la vida. Requeséns decía, escribiendo a Felipe II: «Es el hombre del mundo de menos espíritu y acción para tratar negocios.»
Pronto pudo verse que estas apreciaciones eran prematuras. Los que trataron a Carlos más de cerca afirman que poseía un juicio claro y un agudo entendimiento. Lo incansable de su meditación suplía lo que tal vez le faltaba de rapidez en la concepción. Su tenacidad le permitía considerar todos los aspectos de un negocio importante durante seis horas seguidas sin fatigarse. Esta energía fue, juntamente con la piedad, el rasgo distintivo de su carácter desde los más tiernos años. Vástago del antiguo linaje nobiliario de Arona, Carlos Borromeo pasa a los catorce años por las aulas universitarias de Pavía sin contaminarse con las licencias de la vida estudiantil. Desde entonces dispone de sí mismo, con entera independencia de la tutela de su padre, el conde Gilberto. Estudia Derecho, según la tradición familiar; administra las rentas de una abadía, que posee desde los doce años; gusta poco de expansiones amistosas, se esconde en su habitación huyendo de las pendencias y diversiones de sus camaradas, reza diariamente las horas como se lo había aconsejado su padre. Sus compañeros no han descubierto en él una inteligencia extraordinaria, pero su profesor Francisco Alciato puede hacer esta profecía en el momento de darle la borla de doctor ín utroque jure: «Carlos emprenderá grandes cosas y brillará como una estrella en la Iglesia.» Ya entonces pueden adivinarse las dotes de gobierno y administración del futuro reformador. Lleva la dirección de su casa, vigila a sus servidores y despide al ayo que le había dado su padre, «porque ni siquiera sabe mandar». Lucha con frecuencia con la falta de dinero, y observa, sin perder su buen humor, que no tiene con qué pagar a la patrona y remendar sus botas agujereadas. Pierde a su padre cuando no ha cumplido aún veinte años, y desde entonces se encarga de gobernar a la familia y de administrar la hacienda.
Tal era el hombre a quien Pío IV entregaba el cargo más delicado de la corte pontificia. Carlos se entregó a los negocios con toda la energía propia de su temperamento. Uno de sus familiares escribe que apenas le quedaba tiempo para comer y dormir tranquilamente. Él mismo confiesa que está bueno, «a pesar de los infinitos esfuerzos», pero que le duele tener que dejar cinco o seis horas para el sueño. Diariamente, durante tres horas, despachaba con el Pontífice los expedientes y solicitudes; después extractaba los escritos que llegaban a la secretaría, redactaba las respuestas definitivas, transmitía las órdenes a los nuncios y legados, asistía a las sesiones de las congregaciones de los cardenales, y no menos que de los asuntos eclesiásticos, se ocupaba de toda la política europea, dirigiendo y revisando los documentos de las relaciones diplomáticas. Sus tareas se aumentaban al reanudarse las sesiones del Concilio de Trento (1561-1563). Sin salir de Roma, puede considerársele como el alma de la augusta asamblea. Vigila a los legados pontificios, deshace las dificultades que surgen sin cesar, interviene en las cuestiones más arduas, suministra las cosas necesarias para el sustento de los Padres; es el intermediario, siempre vigilante y solícito, entre el poder conciliar y la autoridad pontificia, y apenas terminan las deliberaciones, empieza a poner en práctica lo acordado; hace preparar la revisión de la Vulgata, del Misal y del Breviario, y vigila personalmente la composición del Catecismo del Concilio de Trento, en la cual interviene su secretario, el ilustre humanista Poggianio.
Pío IV recompensa esta actividad con nuevos beneficios. Las rentas del cardenal secretario, calculadas por el espíritu mercantil del embajador de Venecia, escendían a 50.000 escudos, y no podía menos de admirarse de que con tales honores y riquezas no se decidiese un hombre a gozar de la vida. «Es de una vida inocentísima—añade—, tanto, que, a juzgar por lo que se sabe —¿y qué no sabían los diplomáticos de Venecia?—, puede decirse que está libre de toda mancha.» A pesar de este gran ejemplo de sacrificada fidelidad al deber, Borromeo no era todavía el severo asceta que en él vemos de ordinario. Aunque sin entusiasmo, recibía gustoso los favores de su tío. He aquí cómo anunciaba uno de ellos a su hermana: «Decid a madama Camila que puede alegrarse, pues Nuestro Señor acaba de darme tres abadías, que valen doce mil escudos.» No descuidaba tampoco el esplendor de su casa; aunque, en realidad, las ciento cincuenta personas que formaban su corte, vestidas todas ellas de terciopelo negro, no era un número exagerado para las ideas de entonces. Sus diversiones eran el juego del ajedrez, la pelota y la caza, que le atraía con verdadera pasión. En una carta al nuncio de Alemania, le pide que le mande buenos perros, y escribiendo al cardenal Ferrari, le exige la entrega de diez escudos que había perdido jugando al ajedrez, a fin de dotar con ellos a una joven que quería hacerse monja. Hijo del Renacimiento, amaba el arte, cultivaba la música, tocaba el violoncelo y favorecía con su amistad a Palestrina y al arquitecto Pelegrini. «La casa del cardenal Borromeo—decía un contemporáneo—es el lugar donde se encuentran los hombres más doctos y distinguidos de Roma. Él mismo, en la flor de la juventud, en el apogeo de su poder, no piensa sino en poner sus conocimientos a la altura de sus dignidades.» En este tiempo es cuando leyó los políticos y los filósofos de la antigüedad, que, según él mismo confesaba, le sirvieron mucho, tanto para regular su conducta como para reprimir sus pasiones. El manual de Epicteto era uno de sus libros favoritos. Con el fin de ampliar sus conocimientos literarios y teológicos, organizó unas veladas, que se hicieron famosas con el nombre de «Noches Vaticanas», por lo escogido de las personas que tomaban parte en ellas. Era una de aquellas academias, tan comunes en el Renacimiento, cuyos individuos llevaban nombres alegóricos, inspirados con frecuencia en la mitología. Humildemente, Borromeo quiso llamarse Chaos, para indicar la forma confusa de sus discursos; pero sus compañeros le saludaban siempre con el título de «príncipe excelentísimo».
Esta existencia, que el mismo Carlos juzgó después demasiado mundana, era de una admirable ejemplaridad para los hombres de aquel tiempo. Pero su asombro no tuvo límites cuando vieron al joven secretario despojarse repentinamente de todo lo que pudiera significar ostentación y pompa mundana. La ocasión fue la muerte de su hermano único, Federico, en quien tanto el Pontífice como su confidente veían vinculado el porvenir de la familia. En el paño mortuorio, bordado de oro, que cubría el féretro, el cardenal pudo ver un símbolo del ocaso esplendoroso de su raza. «Este suceso—escribía a los pocos días—me ha hecho comprender toda nuestra miseria y la verdadera felicidad da la gloria eterna.» Y en una carta al duque de Florencia descubría la actitud de su alma ante aquel golpe, que era el hundimiento de tantas esperanzas: «Dios—le decía—me ha dado la gracia de inspirarme la resolución muy firme de mirar siempre como un gran bien todo lo que viene de su mano.» Rumoreábase entonces en Roma que el secretario dejaría la carrera eclesiástica para perpetuar su nombre; pero a estos rumores respondió él ordenándose de sacerdote (1563). Si hasta ahora se había resignado, no sin repugnancia, a hacer concesiones a una manera algo profana de entender la vida, desde este momento todo su afán es desterrar los últimos restos del espíritu mundano. Se muestra más severo en el trato de su persona, prohíbe en las reuniones literarias todo asunto que no sea espiritual, suprime juegos y diversiones, reduce el tren de su casa, y ejerce el ministerio de la predicación, cosa inaudita entonces en un cardenal; aumenta el tiempo de la oración y los rigores ascéticos, hasta ayunar a pan y agua un día por semana, y propone dejar la secretaría y retirarse a la Orden rigurosa de los camaldulenses. Por este tiempo escribía el veneciano Jacobo Soranzo: «El cardenal Borromeo no tiene más que veintisiete años, pero es enfermizo, porque se ha debilitado con los estudios, ayunos, vigilias y penitencias. Su vida es la más honesta del mundo, y su religiosidad tan grande, que se puede decir que aprovecha a la corte romana con su ejemplo más que todos los decretos del Concilio. El Papa gustaría de verle más alegre y menos severo en su vida y en sus dictámenes. La corte le quiere poco, porque estaba acostumbrada a otra manera de proceder, y se lamenta de que el cardenal pide poco al Papa y da poco de lo suyo. Pero por lo que toca a lo primero, él lo tiene por cargo de conciencia; y en cuanto a lo suyo, lo gasta en limosnas y en dotar doncellas pobres.» De este tiempo es la creación magnífica del Colegio Borromeo, de Pavía, que hizo erigir para preservar a los estudiantes nobles y pobres de los peligros que él había aprendido a conocer durante sus estudios.
Si la corte no le amaba a él, él no tenía gran apego a la corte. Repetidas veces había pedido a Pío IV que le permitiese ir a pasar una temporada en su diócesis de Milán, y en el verano de 1565 logró al fin realizar sus deseos; pero apenas se ha alejado de Roma, cuando le anuncian que el Papa está enfermo. Muere Pío IV; viene la elección laboriosa de San Pío V, y Carlos puede consagrarse exclusivamente a encarnar el ideal del obispo. Es una nueva etapa de su vida, menos brillante que la anterior, pero más admirable. Va a empezar una acción reformadora, que hace de él, teniendo en cuenta la diferencia de los tiempos, el Hildebrando del siglo XVI. Ante todo, se rodea de hombres aptos para ayudarle. De tal modo sabe atraerse los hombres superiores, que a veces su amigo San Felipe Neri va detrás de él, gritando: «¡Ahí va el ladrón!» Los jesuitas son sus primeros colaboradores. Ama los ejercicios de San Ignacio y los practica con frecuencia, aunque no está del todo conforme con la Compañía, y trabaja ardientemente por transformarla. Su acción empieza desde el momento de su entrada en la diócesis: reúne seis Concilios provinciales y once sínodos diocesanos, en los cuales persigue metódica y perseverantemente la aplicación de todos los decretos del Concilio de Trento; funda los seminarios para formación de un sólido clero secular; recorre en persona todas las regiones sometidas a su jurisdicción episcopal, llegando hasta la parte suiza de su archidiócesis para levantar el espíritu de los cantones católicos; toma parte en la publicación del Breviario y del Misal; se multiplica en obras maravillosas de caridad y en actividades increíbles, que hacen de él uno de los tipos más acabados del hombre de acción que ha tenido la Iglesia. En su cuerpo enfermizo y de mediana estatura habita un alma gigante. En su pálido semblante, en su perfil enérgico, más que la sonrisa de San Francisco de Sales, se descubre el temperamento indomable. Requeséns, el que antes le juzgaba incapaz para los negocios, virrey de Milán, llega a reconocer, por propia experiencia, la tenacidad de este hombre. Los conflictos de jurisdicción son frecuentes, pero, después de largas luchas, el arzobispo gana la causa en Roma y en Madrid.
Carlos sigue su programa sin desfallecer un solo instante. Se le llama testarudo e intransigente, pero él repite aquello que decía a poco de ser nombrado secretario de Estado: «No conviene desanimarse por las habladurías de gentes que siempre tienen en la cabeza imaginaciones nuevas. Basta obrar rectamente en todo, y luego que cada cual diga lo que quiera.» La reforma avanza: reforma del pueblo, clero y de los monjes. Las monjas no pueden resignarse a colocar rejas en los locutorios, según lo preceptuado por los Padres de Trento; pero él las manda poner en toda su diócesis. La mayor oposición le viene de la Orden de los Humillados, que se deciden a llegar hasta el crimen. Uno de ellos penetra en la capilla del arzobispo, armado con un arcabuz. El arzobispo reza al pie del altar; la capilla canta un verso que dice: «Non turbetur cor vestrum neque formidet», y el disparo suena, causando increíble espanto. Carlos se siente herido en la espina dorsal, pero manda continuar el oficio. La herida no era grave. Sigue trabajando con nuevos alientos. Aunque jamás logró dominar por completo su aprensión de hablar en público, predica sin cesar, lo mismo en la ciudad que en el campo. Llega hasta los últimos rincones de Lombardía, arrastrado por su sed de ganar almas a Cristo. Cuando su cabalgadura no puede pasar adelante, camina a pie, resistiendo largas horas de marcha, cruzando los altos montes de su tierra, trepando por riscos y barrancos, como el más experimentado alpinista. Su actividad se acrecienta al encenderse la peste famosa de 1576. Cuando las autoridades civiles abandonan la ciudad, llenas de tenor, él permanece organizando la lucha contra el mal. Invita a la oración y a la penitencia, exhorta a la obediencia a las autoridades responsables, promulga indulgencias para los enfermos, forma juntas de salud, crea hospitales y lazaretos, se esfuerza por aislar el contagio, recorre las calles para dar aliento a las personas, manda médicos y víveres a los apestados, y él mismo anda entre ellos, repartiendo limosnas, confesando, consolando y dando a veces la salud con sólo su mirada.
En estos días hizo su testamento, indicio de que había sacrificado su vida al pueblo. Ha llegado al renunciamiento absoluto. Su carácter se nos muestra plena y definitivamente formado: podía pasar días enteros, con sus noches, estudiando y escribiendo, siempre en pie, dando audiencia, predicando y meditando, sin apariencia ninguna de desequilibrio en su sistema nervioso. Su sueño se prolongaba rara vez más de cuatro horas, y en cuanto a la comida, le sucedía con frecuencia no acordarse de ella, abrumado por las ocupaciones. Frugal siempre, al fin de su vida se contentaba con pan, agua y legumbres secas, lo cual no le impedía tomar parte, durante su viaje por Suiza, en los espléndidos banquetes de los grandes señores, y propagar la reforma católica entre los vasos espumosos y al calor de los brindis. Vivía como un pobre, caminaba siempre a pie por la ciudad, con los vestidos raídos, y muchas veces solo. Toda la magnificencia la guardaba para los ornamentos de la Iglesia; y su amor al culto se extendía al arte religioso, sobre todo a la música, a la música inteligible, como él decía. Se había deshecho de sus colecciones artísticas, y éste fue uno de los mayores sacrificios de su vida; pero seguía aumentando su biblioteca, muy rica en libros raros y toda suerte de manuscritos de los Santos Padres y de los escritores clásicos griegos y latinos. Aun cuando dedicó los tapices y telas preciosas de su palacio para vestir a los pobres, no quiso desprenderse de algunos cuadros preciosos, como la «Adoración de los Magos», del Tiziano, que decoraban sus habitaciones. El gusto de lo bello quedó en él hasta el fin. Seguía interesándose por su familia, pero sin dejarse absorber por esta solicitud. «Es preciso—decía—pesar con balanza de platero las peticiones de nuestros parientes, porque estamos dispuestos a dejarnos convencer con facilidad.» Leía y escribía mucho, pero no imprimió más que dos decretos conciliares y algunos opúsculos sobre la vida cristiana. Conservamos aún los esquemas de sus sermones y un gran número de cartas. En ellas apenas si aparecen las expresiones afectuosas, aun tratándose de amigos íntimos, ni los rasgos brillantes, ni la preocupación literaria. El que escribe es el diplomático, el administrador, que aborda sencillamente el asunto y lo presenta con habilidad.
El organismo más resistente hubiera sido incapaz de sufrir mucho tiempo aquel método de vida. El infatigable arzobispo decía que el trabajo y la penitencia le fortalecían, pero, en realidad, estaba extenuado y enflaquecido. En sus grandes ojos azules había una luz de ocaso; su cabello castaño se había vuelto de nieve, desde su nariz a su barba corrían aquellas profundas arrugas de que nos hablan sus biógrafos, y que eran más visibles desde que empezó a andar rasurado para cumplir un precepto que había dado a su clero. Sólo tenía cuarenta y seis años. Sin embargo, como si presintiese su muerte, en el otoño de 1584 quiso prepararse a ella practicando los Ejercicios de San Ignacio en una soledad próxima a su pueblo natal. Al volver, en los primeros días de noviembre, la fiebre le consumía. Preguntáronle si quería recibir el viático, y él respondió: «All’ hora.» Esta fue su última palabra. A las pocas horas se durmió en el Señor. «En todo Milán—dice un testigo—nadie durmió, pensando en el padre bondadoso que iban a perder.»
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