Aquí estoy—escribía Sidonio Apolinar—, en medio de pueblos melenudos, obligado a escuchar el lenguaje del germano y a aplaudir con gesto violento el canto del borgoñón, alto de siete pies, que salta, lleno de vino, agitando sus cabellos untados con manteca amarga. Aquí llega el sajón de ojos azules, firme en el mar, vacilante en la tierra; el antiguo sicambro de occipucio rasurado y ademán de vencido, y el hérulo vagabundo de mejillas verdosas, que disputan el color a las algas marinas.» Todas estas naciones se empujaban unas a otras, saqueaban, incendiaban y pasaban sembrando ruinas. Fuera, sangre y despojos; en su casa, tragedias familiares. Allí, en Ginebra, estaba el rey de los borgoñones, Gondebaldo, alma feroz, indiferente al olor de la sangre. Uno tras otro, había hecho matar a todos sus hermanos, y ahora reinaba tranquilo. Pero a su lado crecía una de las primeras flores con que la barbarie invasora iba a perfumar los jardines de Cristo. Era Clotilde, sobrina del rey. Su padre había muerto a traición; el cuerpo de su madre había sido llevado por las aguas, y la espada había segado la vida de sus hermanos. Sólo quedaba ella, y allí vivía, en el palacio, entre picas y escudos, vigilada por el rey y execrada por Aredio, primer ministro del reino. Todos en torno suyo eran arrianos, pero ella había abierto su corazón a Jesucristo. Lloraba sin cesar, en parte de dolor y en parte de impotencia frente a los asesinos de su familia. Tempestades de odio se agitaban en su pecho; pero el infortunio empezaba a hacerla comprender la belleza de la resignación y de la mansedumbre. Cuando los grandes salones hervían en fiestas y relumbraban con joyas de mujeres y corazas de guerreros, ella se refugiaba en la capilla o buscaba la compañía de los pobres y los atribulados. Gozaba dándoles una palabra de consuelo, poniendo en sus manos descarnadas el pan de la limosna, lavándoles los pies mugrientos. Y ellos la bendecían agradecidos, y publicaban por todas partes que en toda la nación de los borgoñones no había mujer más buena y más hermosa que Clotilde.
Tras de la tragedia viene el idilio. Entre los mendigos se presentó un día en el palacio de Ginebra un hombre que llevaba una alforja a la espalda. Cuando la joven se acercó a él para socorrerle, él levantó su velo intentando hablarla; pero Clotilde no se dio por aludida. Al terminar la tarea, la princesa llamó a su criada y le dijo: «Ve y tráeme al mendigo de la alforja que me besó la mano.» Y cuando estuvo delante de ella, dijo el desconocido: «Señora, tengo una gran noticia que anunciarte si me das permiso para hablar.» «Habla», respondió Clotilde. Y él dijo: «Clovis, rey de los francos, me envía a ti; otras veces ha hecho llegar su mensaje al rey Gondebaldo, pero sin resultado alguno; por eso he tenido que vestir este disfraz. Mi rey ha oído hablar de tu desgracia y tu belleza, y quiere casarse contigo. Aquí tienes el anillo que te envía.» Clotilde quedó un momento suspensa, pero luego una gran alegría brilló en su rostro, y se apresuró a despachar al viajero, diciéndole: «Toma mi anillo y estos cien sueldos para ti; vuelve a tu señor, y dile que si quiere tomarme por esposa, envíe cuanto antes sus embajadores a esta ciudad.» Diríase una página arrancada a un canto de la Odisea.
El mensajero parte, se duerme en el camino, un falso camarada le roba la alforja en que llevaba el anillo de la princesa; pero, apresado y azotado, se ve en la necesidad de devolver la joya. Llegan a Ginebra los embajadores de Clovis, y Gondebaldo vacila entre el odio y el temor. Vence el temor a los ejércitos francos; y los embajadores, después de presentar un sueldo y un dinero, según se acostumbraba en los esponsales, se llevan a la princesa. Caminan en un carro tirado por dos bueyes negros, y, naturalmente, Clotilde encuentra que no van con bastante rapidez. Quiere llegar cuanto antes, y además teme la vuelta de Aredio, que ha ido a Constantinopla y que pudiera hacer cambiar la resolución de Gondebaldo. Salta a un alazán, y la pequeña tropa traspone valles y montañas. Aredio, entre tanto, ha desembarcado en Marsella, ha llegado a la corte y ha dicho a su amo: «Acuérdate que asesinaste al padre de esa muchacha, que ataste una piedra al cuello de su madre y la precipitaste a un pozo, que hiciste desaparecer a sus hermanos, y que Clotilde podrá utilizar el poder de los francos para vengarse.» Aterrado el rey, mandó a su escolta en persecución de la joven; pero ya era tarde: Clotilde había entrado en su nuevo reino. Sus primeras palabras al verse en salvo fueron éstas: «Dios omnipotente, .gracias te doy porque veo el comienzo de la venganza que debo a mis padres y a mis hermanos.» Las pasiones de su naturaleza salvaje se juntaban en la doncella con la mansedumbre de las costumbres cristianas. Su corazón había aceptado el Evangelio generosamente, pero aún no había llegado a comprenderle; aún no sabía que el instinto de la venganza, ley inexorable entre los pueblos bárbaros, era contrario a su nueva fe. Pero no se transforma en pocos años el corazón de una raza, y la Iglesia ha podido canonizar a aquella princesa porque ha visto la generosidad de sus esfuerzos.
Clotilde encontró a Clovis en Villery, cerca de Troyes. La mansión real no tenía nada del aspecto militar de los castillos de la Edad Media; era una vasta construcción rodeada de pórticos de arquitectura romana. En torno se hallaban dispuestos los alojamientos de los oficiales del palacio, bárbaros y romanos, y los de los jefes de tribu que se habían alistado con sus guerreros en la guardia del rey. Otras casas de apariencia más humilde estaban ocupadas por hombres y mujeres que servían en toda clase de oficios: tejedores, orfebres, curtidores, bordadores, alfareros y fabricadores de armas. El joven príncipe, de veinte años a la sazón, caminaba en medio de los suyos como un semidiós. «El oro—dice Sidonio Apolinar—relampagueaba en su vestido de escarlata y de seda blanca; su cabellera y su tez tenían el brillo de sus arreos. Rodeábanle sus compañeros con las piernas desnudas, los pies cubiertos de pieles de fieras, sus túnicas cortas de diversos colores, sus picas de doble punta y sus escudos de bordes de plata. Clotilde halló en todos respeto y cariño. Tenía el arte de imponerse por la dulzura y por la bondad. «El rey—dice Gregorio de Tours—la amaba apasionadamente. Había, sin embargo, una cosa que entristecía su alma de cristiana sincera: en torno suyo sólo oía hablar del gigante Imer, cuyo cráneo había servido para formar el Cielo; de Odín, padre de los dioses; de Thor, la divinidad de las victorias; de Friga, la primera de las diosas guerreras que tiñen sus labios con sangre de batallas, y de las quinientas puertas del paraíso germánico. Los magos y los adivinos cruzaban solemnemente las amplias galerías, ofrecían libaciones y echaban sus conjuros sobre las almas bélicas.»
Clotilde huía de todas aquellas abominaciones, buscando la doctrina de los sacerdotes de Cristo. Muy de tarde en tarde aparecía en la corte un anciano de talla prócer, de larga barba y de bondadosa mirada. Era Remigio, obispo de Reims. La reina le escuchaba sin cansarse nunca, y al despedirse de él decía siempre lo mismo: «Padre, rezad por él: es el hombre más noble del mundo; es digno de que Dios le llaga el don de la fe.» Habíase convertido en una catequista, abrasada por un santo celo. A las damas, a los magnates y a los domésticos les hablaba de su Dios con convicción de iluminada. A su marido le decía: «No esperes socorro de tus dioses; no son más que oro, piedra y madera. Quisiera verte postrado delante del verdadero Dios, el que creó el Cielo y la Tierra, el que hace brillar al sol y a la luna, el que adorna y fertiliza la tierra con viñas, mieses, árboles y flores.» Clodoveo la dejaba hablar, pero a veces contestaba con viveza: «¿Qué me hablas de tu Dios? No encuentro en él nobleza, ni poder, ni heroísmo; ni siquiera desciende de la raza de los dioses.» Entre tanto, la reina tuvo su primer hijo, y a fuerza de ruegos logró permiso de su marido para bautizarle con toda solemnidad. Y sucedió que al poco tiempo se murió el niño. Lleno de cólera, decía entonces Clodoveo a su mujer: «Tu Dios no vale para nada; si le hubiéramos dedicado a nuestros dioses, ellos le habrían salvado.» Y Clotilde contestaba dulcemente: «Pues mira: yo doy gracias al Criador de todas las cosas, que se ha dignado llamar a su reino a un hijo de mis entrañas.»
Estos argumentos no convencían del todo al rey pagano; pero al poco tiempo sucedió el encuentro de los francos y los alemanes en el campo de Tolbiac (498). El día se presentaba aciago para las huestes de Clodoveo; ya habían sido rechazadas, ya retrocedían en desorden, cuando su rey, súbitamente inspirado, levantó los ojos al Cielo, pronunciando aquellas palabras famosas: «Jesucristo, Dios de Clotilde, si es verdad que proteges a los que te invocan, ayúdame en esta hora terrible.» Un momento después la suerte de las armas había cambiado: los alemanes fueron deshechos, su rey tendido en el campo y sus leudes obligados a pedir la paz. Al poco tiempo Remigio derramaba el agua del bautismo sobre la cabeza del vencedor; con el rey se bautizaron sus guerreros; en pocos días todo el reino de los francos entraba en la Iglesia, poniendo a la cabeza de su Código nacional aquel grito entusiasta que es una confesión de fe: «¡Viva Cristo, que ama a los francos!»
De esta suerte, la fe, una mujer y su dulzura conquistaron todo un pueblo para Cristo. Clotilde había realizado su grande obra; su corazón se llenaba de alegría al ver cómo la bendición de Dios descendía sobre su nueva patria. El pueblo franco se robustecía, aumentaba cada día la gloria de su marido, y la terrible Francisca, la espada de sus guerreros, triunfaba en todas las fronteras. Ella, entre tanto, lloraba de gozo y se deshacía en acción de gracias delante del altar, arrojaba del palacio los últimos restos de la idolatría y repartía sus tesoros entre los necesitados. Al morir su mando, en 509, ya no piensa más que en entregarse por completo a Dios. «Asidua en las limosnas—dice Gregorio de Tours—, en las vigilias infatigable, perfecta en la castidad, era honrada por todos a causa de la grandeza de su vida. No parecía una reina, sino una monja.» Iba de París a Tours y de Tours a París, visitando constantemente a sus dos santos patronos, Martín y Genoveva, adornando y enriqueciendo con regia esplendidez el templo de la Virgen y dejando ante el altar del confesor sus joyas, sus lágrimas y sus fervientes oraciones.
A su lado caminaban siempre dos nietecitos, hijos de su hijo mayor, que había sido muerto en una batalla. El pueblo gozaba viendo a la santa abuela acompañada de aquellos adolescentes, que no acertaban a separarse de ella. Pero un destino terrible aguardaba a los regios vástagos. Fue una tragedia semejante a otras que Clotilde había presenciado siendo niña en el palacio de Ginebra. La reina estaba en París, y allí se habían reunido también sus dos hijos Childeberto y Clotario, que se habían repartido el reino de Clodoveo. Venían—así habían hecho creer a la gente—para restablecer en el trono a los jóvenes príncipes. Y un día Clotilde recibió este mensaje: «Envíanos a los niños para que sean levantados sobre el pavés.» Llena de alegría, ella les dio de comer y de beber, les vistió sus túnicas más hermosas, y después de abrazarles muchas veces, envióles juntamente con sus preceptores y la escolta de muchachos que jugaban y estudiaban con ellos: «Id—les dijo—; si os veo reinar, me olvidaré de la muerte de mi hijo Clodomiro.» Poco después llega a su presencia un senador, uno de aquellos hombres, con alma de esclavo, que sirven para asociarse al crimen o para atarse a la gleba. Mostrando unas tijeras y una espada desnuda, dice a la anciana: «Oh reina gloriosa, tus hijos, nuestros señores, desean conocer tu voluntad en lo que se refiere a los pequeñuelos: ¿quieres que se les corten los cabellos con estas tijeras o que se les degüelle con esta espada?» Cortar la cabellera a un franco era hacer de él un paria, condenarle a la infamia y a la deshonra. Llena de terror, cegada por la cólera, mirando alternativamente la espada y las tijeras, sin darse cuenta de lo que decía, respondió: «Si mis nietos no han de reinar, quiero verlos muertos antes que rasurados.» Y, deshecha en llanto, entró en la basílica de Santa Genoveva, junto a la cual vivía, y cayó exánime junto al altar. Entre tanto, la sangre de los niños manchaba el palacio de las Termas, antigua residencia de Juliano el Apóstata. «Realizad vuestro proyecto—había dicho el senador a sus amos—; la reina me ha dado su aprobación. » Cloitario entonces tomó al mayor de los príncipes, le arrojó en tierra y le hundió su cuchillo en el costado. Al oír los gritos del herido, su hermano se arrojó a los pies de Childeberto, y abrazando sus rodillas, le decía sollozando: «¡Oh buen padre, auxíliame para que no hagan conmigo lo que han hecho con mi hermano!» Childeberto rompió a llorar y dijo: «Déjame esta vida, dulce hermano mío, y yo te daré en cambio todo lo que quieras. Pero Clotario respondió: «Arroja al pequeño, o te mato a ti en su lugar. Eres tú el instigador del crimen, ¿y ahora quieres hacer que falte a mi palabra?» Childeberto rechazó al niño, y Clotario hizo con él como había hecho con su hermano.
El dolor venía a ensombrecer los últimos días de aquella madre desgraciada y a purificar y subyugar por completo aquel corazón fuerte y noble, arrancando de él los últimos resabios de la barbarie. Por su origen, Clotilde era violenta, impetuosa, ardiente, como Brunhilda, la heroína de la epopeya germánica; pero la gracia puso en su vida las más puras esencias del Evangelio.
Tras de la tragedia viene el idilio. Entre los mendigos se presentó un día en el palacio de Ginebra un hombre que llevaba una alforja a la espalda. Cuando la joven se acercó a él para socorrerle, él levantó su velo intentando hablarla; pero Clotilde no se dio por aludida. Al terminar la tarea, la princesa llamó a su criada y le dijo: «Ve y tráeme al mendigo de la alforja que me besó la mano.» Y cuando estuvo delante de ella, dijo el desconocido: «Señora, tengo una gran noticia que anunciarte si me das permiso para hablar.» «Habla», respondió Clotilde. Y él dijo: «Clovis, rey de los francos, me envía a ti; otras veces ha hecho llegar su mensaje al rey Gondebaldo, pero sin resultado alguno; por eso he tenido que vestir este disfraz. Mi rey ha oído hablar de tu desgracia y tu belleza, y quiere casarse contigo. Aquí tienes el anillo que te envía.» Clotilde quedó un momento suspensa, pero luego una gran alegría brilló en su rostro, y se apresuró a despachar al viajero, diciéndole: «Toma mi anillo y estos cien sueldos para ti; vuelve a tu señor, y dile que si quiere tomarme por esposa, envíe cuanto antes sus embajadores a esta ciudad.» Diríase una página arrancada a un canto de la Odisea.
El mensajero parte, se duerme en el camino, un falso camarada le roba la alforja en que llevaba el anillo de la princesa; pero, apresado y azotado, se ve en la necesidad de devolver la joya. Llegan a Ginebra los embajadores de Clovis, y Gondebaldo vacila entre el odio y el temor. Vence el temor a los ejércitos francos; y los embajadores, después de presentar un sueldo y un dinero, según se acostumbraba en los esponsales, se llevan a la princesa. Caminan en un carro tirado por dos bueyes negros, y, naturalmente, Clotilde encuentra que no van con bastante rapidez. Quiere llegar cuanto antes, y además teme la vuelta de Aredio, que ha ido a Constantinopla y que pudiera hacer cambiar la resolución de Gondebaldo. Salta a un alazán, y la pequeña tropa traspone valles y montañas. Aredio, entre tanto, ha desembarcado en Marsella, ha llegado a la corte y ha dicho a su amo: «Acuérdate que asesinaste al padre de esa muchacha, que ataste una piedra al cuello de su madre y la precipitaste a un pozo, que hiciste desaparecer a sus hermanos, y que Clotilde podrá utilizar el poder de los francos para vengarse.» Aterrado el rey, mandó a su escolta en persecución de la joven; pero ya era tarde: Clotilde había entrado en su nuevo reino. Sus primeras palabras al verse en salvo fueron éstas: «Dios omnipotente, .gracias te doy porque veo el comienzo de la venganza que debo a mis padres y a mis hermanos.» Las pasiones de su naturaleza salvaje se juntaban en la doncella con la mansedumbre de las costumbres cristianas. Su corazón había aceptado el Evangelio generosamente, pero aún no había llegado a comprenderle; aún no sabía que el instinto de la venganza, ley inexorable entre los pueblos bárbaros, era contrario a su nueva fe. Pero no se transforma en pocos años el corazón de una raza, y la Iglesia ha podido canonizar a aquella princesa porque ha visto la generosidad de sus esfuerzos.
Clotilde encontró a Clovis en Villery, cerca de Troyes. La mansión real no tenía nada del aspecto militar de los castillos de la Edad Media; era una vasta construcción rodeada de pórticos de arquitectura romana. En torno se hallaban dispuestos los alojamientos de los oficiales del palacio, bárbaros y romanos, y los de los jefes de tribu que se habían alistado con sus guerreros en la guardia del rey. Otras casas de apariencia más humilde estaban ocupadas por hombres y mujeres que servían en toda clase de oficios: tejedores, orfebres, curtidores, bordadores, alfareros y fabricadores de armas. El joven príncipe, de veinte años a la sazón, caminaba en medio de los suyos como un semidiós. «El oro—dice Sidonio Apolinar—relampagueaba en su vestido de escarlata y de seda blanca; su cabellera y su tez tenían el brillo de sus arreos. Rodeábanle sus compañeros con las piernas desnudas, los pies cubiertos de pieles de fieras, sus túnicas cortas de diversos colores, sus picas de doble punta y sus escudos de bordes de plata. Clotilde halló en todos respeto y cariño. Tenía el arte de imponerse por la dulzura y por la bondad. «El rey—dice Gregorio de Tours—la amaba apasionadamente. Había, sin embargo, una cosa que entristecía su alma de cristiana sincera: en torno suyo sólo oía hablar del gigante Imer, cuyo cráneo había servido para formar el Cielo; de Odín, padre de los dioses; de Thor, la divinidad de las victorias; de Friga, la primera de las diosas guerreras que tiñen sus labios con sangre de batallas, y de las quinientas puertas del paraíso germánico. Los magos y los adivinos cruzaban solemnemente las amplias galerías, ofrecían libaciones y echaban sus conjuros sobre las almas bélicas.»
Clotilde huía de todas aquellas abominaciones, buscando la doctrina de los sacerdotes de Cristo. Muy de tarde en tarde aparecía en la corte un anciano de talla prócer, de larga barba y de bondadosa mirada. Era Remigio, obispo de Reims. La reina le escuchaba sin cansarse nunca, y al despedirse de él decía siempre lo mismo: «Padre, rezad por él: es el hombre más noble del mundo; es digno de que Dios le llaga el don de la fe.» Habíase convertido en una catequista, abrasada por un santo celo. A las damas, a los magnates y a los domésticos les hablaba de su Dios con convicción de iluminada. A su marido le decía: «No esperes socorro de tus dioses; no son más que oro, piedra y madera. Quisiera verte postrado delante del verdadero Dios, el que creó el Cielo y la Tierra, el que hace brillar al sol y a la luna, el que adorna y fertiliza la tierra con viñas, mieses, árboles y flores.» Clodoveo la dejaba hablar, pero a veces contestaba con viveza: «¿Qué me hablas de tu Dios? No encuentro en él nobleza, ni poder, ni heroísmo; ni siquiera desciende de la raza de los dioses.» Entre tanto, la reina tuvo su primer hijo, y a fuerza de ruegos logró permiso de su marido para bautizarle con toda solemnidad. Y sucedió que al poco tiempo se murió el niño. Lleno de cólera, decía entonces Clodoveo a su mujer: «Tu Dios no vale para nada; si le hubiéramos dedicado a nuestros dioses, ellos le habrían salvado.» Y Clotilde contestaba dulcemente: «Pues mira: yo doy gracias al Criador de todas las cosas, que se ha dignado llamar a su reino a un hijo de mis entrañas.»
Estos argumentos no convencían del todo al rey pagano; pero al poco tiempo sucedió el encuentro de los francos y los alemanes en el campo de Tolbiac (498). El día se presentaba aciago para las huestes de Clodoveo; ya habían sido rechazadas, ya retrocedían en desorden, cuando su rey, súbitamente inspirado, levantó los ojos al Cielo, pronunciando aquellas palabras famosas: «Jesucristo, Dios de Clotilde, si es verdad que proteges a los que te invocan, ayúdame en esta hora terrible.» Un momento después la suerte de las armas había cambiado: los alemanes fueron deshechos, su rey tendido en el campo y sus leudes obligados a pedir la paz. Al poco tiempo Remigio derramaba el agua del bautismo sobre la cabeza del vencedor; con el rey se bautizaron sus guerreros; en pocos días todo el reino de los francos entraba en la Iglesia, poniendo a la cabeza de su Código nacional aquel grito entusiasta que es una confesión de fe: «¡Viva Cristo, que ama a los francos!»
De esta suerte, la fe, una mujer y su dulzura conquistaron todo un pueblo para Cristo. Clotilde había realizado su grande obra; su corazón se llenaba de alegría al ver cómo la bendición de Dios descendía sobre su nueva patria. El pueblo franco se robustecía, aumentaba cada día la gloria de su marido, y la terrible Francisca, la espada de sus guerreros, triunfaba en todas las fronteras. Ella, entre tanto, lloraba de gozo y se deshacía en acción de gracias delante del altar, arrojaba del palacio los últimos restos de la idolatría y repartía sus tesoros entre los necesitados. Al morir su mando, en 509, ya no piensa más que en entregarse por completo a Dios. «Asidua en las limosnas—dice Gregorio de Tours—, en las vigilias infatigable, perfecta en la castidad, era honrada por todos a causa de la grandeza de su vida. No parecía una reina, sino una monja.» Iba de París a Tours y de Tours a París, visitando constantemente a sus dos santos patronos, Martín y Genoveva, adornando y enriqueciendo con regia esplendidez el templo de la Virgen y dejando ante el altar del confesor sus joyas, sus lágrimas y sus fervientes oraciones.
A su lado caminaban siempre dos nietecitos, hijos de su hijo mayor, que había sido muerto en una batalla. El pueblo gozaba viendo a la santa abuela acompañada de aquellos adolescentes, que no acertaban a separarse de ella. Pero un destino terrible aguardaba a los regios vástagos. Fue una tragedia semejante a otras que Clotilde había presenciado siendo niña en el palacio de Ginebra. La reina estaba en París, y allí se habían reunido también sus dos hijos Childeberto y Clotario, que se habían repartido el reino de Clodoveo. Venían—así habían hecho creer a la gente—para restablecer en el trono a los jóvenes príncipes. Y un día Clotilde recibió este mensaje: «Envíanos a los niños para que sean levantados sobre el pavés.» Llena de alegría, ella les dio de comer y de beber, les vistió sus túnicas más hermosas, y después de abrazarles muchas veces, envióles juntamente con sus preceptores y la escolta de muchachos que jugaban y estudiaban con ellos: «Id—les dijo—; si os veo reinar, me olvidaré de la muerte de mi hijo Clodomiro.» Poco después llega a su presencia un senador, uno de aquellos hombres, con alma de esclavo, que sirven para asociarse al crimen o para atarse a la gleba. Mostrando unas tijeras y una espada desnuda, dice a la anciana: «Oh reina gloriosa, tus hijos, nuestros señores, desean conocer tu voluntad en lo que se refiere a los pequeñuelos: ¿quieres que se les corten los cabellos con estas tijeras o que se les degüelle con esta espada?» Cortar la cabellera a un franco era hacer de él un paria, condenarle a la infamia y a la deshonra. Llena de terror, cegada por la cólera, mirando alternativamente la espada y las tijeras, sin darse cuenta de lo que decía, respondió: «Si mis nietos no han de reinar, quiero verlos muertos antes que rasurados.» Y, deshecha en llanto, entró en la basílica de Santa Genoveva, junto a la cual vivía, y cayó exánime junto al altar. Entre tanto, la sangre de los niños manchaba el palacio de las Termas, antigua residencia de Juliano el Apóstata. «Realizad vuestro proyecto—había dicho el senador a sus amos—; la reina me ha dado su aprobación. » Cloitario entonces tomó al mayor de los príncipes, le arrojó en tierra y le hundió su cuchillo en el costado. Al oír los gritos del herido, su hermano se arrojó a los pies de Childeberto, y abrazando sus rodillas, le decía sollozando: «¡Oh buen padre, auxíliame para que no hagan conmigo lo que han hecho con mi hermano!» Childeberto rompió a llorar y dijo: «Déjame esta vida, dulce hermano mío, y yo te daré en cambio todo lo que quieras. Pero Clotario respondió: «Arroja al pequeño, o te mato a ti en su lugar. Eres tú el instigador del crimen, ¿y ahora quieres hacer que falte a mi palabra?» Childeberto rechazó al niño, y Clotario hizo con él como había hecho con su hermano.
El dolor venía a ensombrecer los últimos días de aquella madre desgraciada y a purificar y subyugar por completo aquel corazón fuerte y noble, arrancando de él los últimos resabios de la barbarie. Por su origen, Clotilde era violenta, impetuosa, ardiente, como Brunhilda, la heroína de la epopeya germánica; pero la gracia puso en su vida las más puras esencias del Evangelio.
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