Es el Príncipe constante, inmortalizado por Calderón; emocionante en la poesía, grande en la vida, magnífico en la Historia. No fue el heroísmo en el drama de su existencia el fruto de un momento fugaz o de un arrebato patriótico, como pudiera creerse al leer las estrofas del dramaturgo; fue el aliento constante de un corazón a quien el dolor va preparando y madurando lentamente para la hora del sacrificio supremo. De niño, vive en la corte de su padre, Juan I de Portugal, como si estuviese en un convento. Reza diariamente las Horas canónicas, lee la Sagrada Escritura, medita, vela y ayuna. Cuando a los veinte años le nombran maestre de Avis, forma en torno suyo una pequeña corte de clérigos, pajes y donceles, a quienes dirige en las vías de la perfección cristiana. Todo en su casa debe ser orden, pulcritud y sencillez: vestidos modestos, exacto cumplimiento de los deberes cristianos, amor a los pobres, respeto a las mujeres, fidelidad al rey y temor a Dios. En la capilla, esplendor de damascos y de piedras preciosas, esplendidez y belleza de las ceremonias, cantos de maestros excelentes, fervor, reverencia y gravedad. Altos y humildes, todos estaban sujetos a una regla austera, y el que la quebrantaba recibía el castigo correspondiente: para los niños, azotes; para las personas de baja condición, la cárcel o la privación del vino; para los más ilustres, suspensión de pagos o relegación a su familia; para los eclesiásticos, sustracción de la comida o de las distribuciones que se solían hacer en la capilla.
Sin embargo, había tal amor en las reprensiones y en los castigos, que todos consideraban como la mayor desgracia salir de la casa del infante. Nunca oyeron de su boca una palabra violenta, nunca le vieron iracundo, nunca advirtieron en su rostro el menor gesto de desdén. «En su lenguaje, modesto—dice Juan Álvarez, secretario suyo y compañero de cautiverio—; en sus respuestas, dulce; en su conversación, amable; oía con mansedumbre a los demás, y no disputaba nunca, ni se le oyó criticar a los otros, ni jurar por el diablo, ni tomar en vano el nombre de Dios. Fue virgen, no sólo en el cuerpo, sino también en el alma. Ni profirió una palabra que fuese menos honesta, ni la consentía en la boca de los que le rodeaban.» Sabía, sin embargo, honrar a las mujeres. En sus audiencias, eran ellas las que debían pasar delante: las recibía en cuanto se anunciaban, las oía pacientemente y despachaba sus asuntos con rapidez, diciendo que una mujer tiene derecho a todas las atenciones que el hombre exige por la fuerza. No era ajeno al espíritu caballeresco de su época, ni renunciaba a lucir sus galas más brillantes en las fiestas cortesanas, ni rehuía los juegos de los magnates, los torneos, las partidas de caza, la esgrima y el lanzamiento de la jabalina y la lanza.
Valiente en la guerra, apoyó en los consejos de la corte la idea de un desembarco en las costas africanas. Portugal empezaba a armar naves en sus puertos y a soñar con empresas guerreras. Terminada la conquista del suelo patrio, había muchos brazos ociosos, muchos caballeros sedientos de victorias. Un ejército portugués acababa de conquistar a Ceuta; ahora se pensaba en llevar la lucha al corazón de Marruecos y en derrocar el imperio de los beenimerines; que un siglo antes habían sembrado el terror en las costas andaluzas. El 9 de septiembre de 1437, los bajeles de Juan I entraban en el puerto de Tánger, y pocos días después quince mil cruzados sitiaban la ciudad moruna. AI frente de ellos estaban los dos hijos del rey, Enrique y Fernando; Enrique mandaba la escuadra, Fernando dirigía el asedio por tierra. Había entusiasmo, pericia, valor guerrero; los lusitanos derrochaban cada día sus ademanes heroicos; pero sus asaltos eran siempre inútiles. Y una mañana se vieron rodeados de un ejército innumerable. Cientos de miles de hombres venían en socorro de la ciudad, cientos de miles de alfanjes, de arcos, de turbantes blancos, verdes y azules. La comunicación con el mar quedaba cortada; el ejército cristiano, perdido. Defendióse, sin embargo, durante una semana en su campamento; pero las provisiones empezaban a faltar, los heridos aumentaban y los moros se hacían más numerosos cada día. Fue preciso pactar; los moros recuperarían a Ceuta, los cristianos volverían tranquilos a sus naves, y el infante don Fernando quedaría en poder de los marroquíes.
Con el infante se entregaron a los moros su secretario, su confesor y varios de sus pajes. Todos ellos fueron llevados a Arcila, donde les hicieron un recibimiento que fue la primera estación de un largo calvario. Una hora antes de llegar empezaron a ver grupos de muchachos que les sacaban la lengua, les cantaban himnos de burla y decían contra ellos toda suerte de insultos. Los grupos aumentaban sin cesar: niños medio desnudos, hombres envueltos en sus mugrientas chilabas, mujeres que agitaban sus velos y lanzaban chillidos frenéticos. Al llegar a la ciudad, les colocaron a la puerta para que sirviesen de espectáculo a la multitud; «y delante de nosotros—dice Juan Álvarez—pasaron miles y miles de personas injuriándonos, tirando piedras e inmundicias, danzando, tocando sus guzlas y armando una algarabía infernal. Era como si viniesen a ganar las indulgencias».
Y empezó el terrible cautiverio, primero en Arcila; siete meses bajo la custodia de su gobernador Zala-ben-Zala; siete meses de negociaciones con Lisboa, de esperanzas y de desengaños. Pero Aben-Zala no era cruel; aunque fanático, tenía un ánimo bastante generoso para comprender la desgracia de los cautivos. «Yo nunca he faltado a mi palabra —decía, hablando con el infante—, y espero que vosotros cumpliréis la vuestra. Entregadme la ciudad de Ceuta y os enviaré honrosamente a vuestro país.» «Prefiero morir—decía el infante—antes que entregar un pueblo en poder del Islam.» «¿Y el contrato?—replicaba el moro—; aquí le tengo firmado con tu nombre, con el nombre del arzobispo de Evora y con el de los principales capitanes de tu ejército.» «Es un contrato que no obliga, porque fue arrancado por la violencia y porque vosotros habéis sido los primeros en quebrantarlo.» Pronto se supo que en Portugal se pensaba de esta manera. Se pagaría un fuerte rescate, se mandaría un ejército para libertar a los presos; pero no era posible entregar la plaza de Ceuta. Fue el infante el que pagó las consecuencias de esta resolución. Colocados en sendos asnos matalones, fueron llevados a Fez, bajo la vigilancia de una escolta de veinte moros. En cada poblado se les hacía un recibimiento semejante al que les habían tributado los habitantes de Arcila. En las posadas no tenían ni siquiera un pobre lecho; los musulmanes se hubieran creído deshonrados si un perro cristiano, aunque fuese hijo del rey de Portugal, tocara una estera de su casa. Quemaban los lienzos que ellos habían tocado, rompían los cántaros y las tazas en que habían bebido y les echaban la comida a distancia como a los animales. En Fez les aguardaba una muchedumbre tan numerosa, que tardaron tres horas en atravesar la ciudad. «Era de ver—dice el secretario del infante—aquella multitud ululante, a través de la cual iban abriendo paso unos hombres armados de látigos y espadas.»
Llegaron por fin al Mexoar, a la curia, donde aguardaban los miembros del Consejo imperial, presididos por el gran visir, un hombre de aspecto de chacal y torva mirada. Como le faltaba un ojo, la gente le llamaba Alzaraquí, que significa el Tuerto. Era el amo del palacio y del Imperio; audaz, astuto, valiente; de salteador de caminos, había subido a la más alta dignidad. Sabía rodear de placeres al emir, y le engañaba con la ilusión del mando, creando en torno suyo una atmósfera de adulación y de intriga. Ahora ni siquiera miró a sus cautivos; hizo apuntar sus nombres de una manera distraída, y luego los puso en manos de uno de sus capitanes, que estaba al frente de la alcazaba. Algún tiempo después entraban en una habitación estrecha, infecta y tan oscura, que aun en pleno día tenían necesidad de una candela para verse unos a otros. Se les dijo que estaban terminando de construir una cárcel para ellos, que no tardarían en traerles las cadenas y que probablemente se les amputaría un pie. Nadie durmió aquella primera noche. Si el cansancio doblegaba los cuerpos, la incertidumbre acongojaba los espíritus. El infante consolaba y alentaba a sus compañeros con palabras como éstas: «Preparémonos, amigos míos, a sufrir valientemente. No desmayemos, pues si es verdad que estamos entre enemigos y en una tierra extraña, Dios permanece entre nosotros. Acatemos su santa voluntad, y si Él quiere que muramos lejos de nuestra patria, aprovechemos nuestra desgracia para ganar el Cielo.»
Al día siguiente se les dijo que las cadenas estaban ya preparadas, pero que no se las pondrían hasta que pasase la Pascua del carnero. Celebróse la fiesta dos días más tarde, con más solemnidad que otras veces, a causa de la victoria de Tánger, que Alzaraquí presentaba al pueblo como la ruina completa del poderío cristiano. Quisieron que el infante presenciase los regocijos, y le subieron a una torre desde la cual vio a la multitud que gritaba y danzaba y aplaudía al emir, mientras degollaba el carnero, escoltado por un ejército formidable de jinetes y peones. Unos días después llegaron los herreros a quienes se había encargado la fabricación de las cadenas, y se las colocaron a los cautivos en los pies y en la garganta. Desde entonces la vida empezó a ser más dura para ellos. Su comida era un pan de cebada; su vestido, una túnica de esparto y un manto de color oscuro; su lecho, dos pieles y un tapiz sucio y destrozado. Y era preciso trabajar diariamente en los baños, en las canteras, en las murallas o en los arriates del emir. El primer día, los compañeros del infante trabajaron en los jardines reales, Al volver a la cárcel, después de ponerse el sol, vieron a su amo entre una chusma de soldados, que le empujaban, le herían con palos y le insultaban, diciéndole que acelerase el paso. Él hacía cuanto podía, pero le era muy difícil andar a causa de las cadenas. «Al ver esta escena—dice su secretario—, nos echamos a llorar; pero él, sonriendo tristemente, nos dijo: «Ya veis cómo me llevan; rogad a Dios por mí.» Llegó por fin a la casa del Alzaraquí. El visir, que estaba sentado a la puerta, en una escalinata de mármol, le recibió con nuevos insultos. «Tú eres mi esclavo—le dijo—, puedo hacer de ti lo que quiera, y ahora vas a limpiar mi caballeriza.» Inmediatamente dos moros se apoderaron de él, le llevaron al establo y le dieron una pala, una escoba y un caldero. Ya era noche cerrada cuando se juntó con sus compañeros de prisión.
Al día siguiente vinieron a separarle otra vez de sus compañeros; pero fue tal su pena al despedirse de los suyos, que cayó desmayado. En vista de esto, mandó el visir que le llevasen al trabajo con los demás, y le dieron una azada; pero apenas había empezado a cavar cuando Alzaraquí, viéndole muy débil, ordenó que le arrebatasen la herramienta. Desde entonces salía con los demás al campo, pero sólo se ocupaba de consolarlos, en traerles las herramientas, en darles agua cuando tenían sed, en prestarles toda suerte de obsequios, con tal mansedumbre, con tal serenidad de alma, con palabras tan generosas, «que su presencia—dice uno de ellos—nos hacía agradable el trabajo. Sufría de vernos fatigados, y cuando nos arrojaban de nuevo en el sótano, lloraba de pesar, y decía: «Perdonadme, por amor de Dios; a causa de mí sufrís tantos trabajos. Pero tened paciencia, que Dios no se olvida de nosotros; y si es su voluntad que salgamos de aquí, vuestro pan será mi pan, vuestro vestido mi vestido».
Sus compañeros saldrían, volverían a la patria para contar aquella lamentable historia, pero él debía morir en las cadenas. Pasaban los días. Lisboa no se olvidaba de su infante; pero toda la riqueza del reino no era bastante a pagar el rescate exigido por los moros. Iban y venían los comisarios, se discutía, se exigía con decisión inexorable. Doscientas mil doblas llegaba ya a ofrecer el príncipe cautivo. «La ciudad de Ceuta», gritaba el visir, irritado. Y el príncipe callaba; y los altos señores del Mexoar dibujaban una sonrisa desdeñosa entre sus barbas de nieve, al verle delante de ellos con la cabeza descubierta, el rostro cadavérico, las cadenas en los tobillos, los pies desnudos y las sandalias en las manos. Callaba, pero aquel tormento le parecía más tolerable que la vergüenza de aparecer en su tierra con detrimento de la grandeza de la patria o el dolor de haber entregado un pie de tierra cristiana por salvar su vida.
Y un día—seis años habían transcurrido desde que llegó a las costas africanas—el pobre cautivo sintió que al fin se acercaba su liberación. Ahora vivía solo en una mazmorra, más triste y húmeda que la primera. La fiebre le consumía; su estómago no podía retener el menor alimento. Cuando los suyos lo supieron, corrieron a él y le gritaron desde la puerta:
—Dios os guarde, señor; ¿cómo estáis?
—¿Quién pregunta por mí?—interrogó dentro una voz desfalleciente?
Y ellos respondieron:
—¿Tan mal estáis, señor, que ya no sabéis quiénes somos? Antes nos conocíais por sólo el estrépito de las cadenas, y ahora ni siquiera distinguís nuestra voz.
—Perdonadme—respondió el enfermo—; pero ya apenas me doy cuenta del lugar en que me encuentro.
Entonces aquellos buenos servidores echaron a correr en dirección al palacio, hablaron al emir de lo que pasaba y le pidieron que intercediese con su ministro en favor de su amo. «Lo siento mucho—respondió el soberano—; pero ya veis, yo nada puedo hacer; decidle a vuestro amo que se cuide lo mejor que pueda.» El visir, en cambio, al saber la noticia, prorrumpió en gritos que sembraron el espanto entre los cortesanos: «Dejadme en paz, perros—clamaba furioso—; ¿creéis que yo puedo dar la vida a vuestro rey? Dios le sanará o le matará, según lo que convenga.» Algo, no obstante, pudieron conseguir, pues se les dio permiso para asistir libremente al enfermo. Todos le rodearon, con lágrimas en los ojos, esforzándose por cumplir hasta la última hora con los deberes de la fidelidad. Una luz sobrenatural brillaba en el rostro del príncipe; todo en su actitud revelaba resignación profunda, y oraciones inflamadas se escapaban sin cesar de su boca:
¡Oh inmenso, oh dulce Señor, qué de gracias debo darte!
Cuando como yo se veía Job, el día maldecía, mas era por el pecado en que había sido engendrado; pero yo bendigo el día, por la gracia que nos da Dios en él; pues claro está que cada hermoso arrebol y cada rayo del sol lengua de fuego será con que le alabo y bendigo.
Nunca de sus labios se había escapado la menor palabra de impaciencia, nunca había fijado una mirada de odio sobre sus carceleros; pero ahora todos los sufrimientos le parecían dulces regalos de la misericordia divina. Levantaba la manos al Cielo, el alma se le asomaba a los ojos rebosando gratitud, y no cesaba de decir: «¿Quién soy yo, Dios, para que te acuerdes de mí? ¡Oh alma mía, bien puedes regocijarte en ese Dios que tanto te ama, y en cambio de pasajeras molestias te ofrece un eterno descanso! Señor, si crees que he llegado a merecer tan pronto la recompensa del trabajo, venga la muerte. Hágase tu voluntad adorable.» Acércasele su capellán, preguntándole cómo se encontraba, y él respondió: «Me voy, padre; me voy.» Hizo luego la confesión general, se despidió de sus compañeros, y al fin les dijo: «Ahora dejadme morir.» Y poco después se extinguió sin hacer el menor movimiento. Al día siguiente, unos moros vinieron a quitarle las cadenas; otros le sacaron las entrañas y le llenaron de musgo y hojas de laurel; otros le ataron a una tabla y le suspendieron de los muros para que todo el pueblo le viese. Entre tanto, sus servidores le lloraban inconsolables, ocultaban en la misma cárcel su corazón, y al terminar sus faenas se postraban delante de él rezando el oficio de difuntos. Y el mismo Tuerto decía: «Si entre esos perros cristianos pudiera haber algo bueno, lo tenía ese príncipe que acaba de morir. Para ser un santo sólo le faltaba pertenecer al Islam. Nunca le oí mentir, y mis guardias me han dicho que se pasaba las noches rezando.»
Tal fue la historia admirable de este príncipe ibérico, colocado en un siglo de violencias, de ambiciones, de defecciones y de cobardías, como luminar de constancia y de grandeza de corazón. En el tormento de la humillación, en la tiniebla de la adversidad, en la enfermedad, en el desprecio y en la muerte, la fe le sostuvo y le hizo vencedor. El príncipe de nuestros dramaturgos expresó el motivo de aquella resistencia en estos versos sublimes:
No te canses, porque yo aunque más tormentos sufra, aunque más rigores vea, aunque llore más angustias, aunque más miserias pase, aunque halle más desventuras, aunque más hambre padezca, aunque mis carnes no cubran estas ropas, y aunque sea mi esfera esta estancia sucia, firme he de estar en la fe, porque es el sol que me alumbra, porque es la luz que me guía, es el laurel que me ilustra.
Dios defenderá mi causa, pues yo defiendo la suya.
Sin embargo, había tal amor en las reprensiones y en los castigos, que todos consideraban como la mayor desgracia salir de la casa del infante. Nunca oyeron de su boca una palabra violenta, nunca le vieron iracundo, nunca advirtieron en su rostro el menor gesto de desdén. «En su lenguaje, modesto—dice Juan Álvarez, secretario suyo y compañero de cautiverio—; en sus respuestas, dulce; en su conversación, amable; oía con mansedumbre a los demás, y no disputaba nunca, ni se le oyó criticar a los otros, ni jurar por el diablo, ni tomar en vano el nombre de Dios. Fue virgen, no sólo en el cuerpo, sino también en el alma. Ni profirió una palabra que fuese menos honesta, ni la consentía en la boca de los que le rodeaban.» Sabía, sin embargo, honrar a las mujeres. En sus audiencias, eran ellas las que debían pasar delante: las recibía en cuanto se anunciaban, las oía pacientemente y despachaba sus asuntos con rapidez, diciendo que una mujer tiene derecho a todas las atenciones que el hombre exige por la fuerza. No era ajeno al espíritu caballeresco de su época, ni renunciaba a lucir sus galas más brillantes en las fiestas cortesanas, ni rehuía los juegos de los magnates, los torneos, las partidas de caza, la esgrima y el lanzamiento de la jabalina y la lanza.
Valiente en la guerra, apoyó en los consejos de la corte la idea de un desembarco en las costas africanas. Portugal empezaba a armar naves en sus puertos y a soñar con empresas guerreras. Terminada la conquista del suelo patrio, había muchos brazos ociosos, muchos caballeros sedientos de victorias. Un ejército portugués acababa de conquistar a Ceuta; ahora se pensaba en llevar la lucha al corazón de Marruecos y en derrocar el imperio de los beenimerines; que un siglo antes habían sembrado el terror en las costas andaluzas. El 9 de septiembre de 1437, los bajeles de Juan I entraban en el puerto de Tánger, y pocos días después quince mil cruzados sitiaban la ciudad moruna. AI frente de ellos estaban los dos hijos del rey, Enrique y Fernando; Enrique mandaba la escuadra, Fernando dirigía el asedio por tierra. Había entusiasmo, pericia, valor guerrero; los lusitanos derrochaban cada día sus ademanes heroicos; pero sus asaltos eran siempre inútiles. Y una mañana se vieron rodeados de un ejército innumerable. Cientos de miles de hombres venían en socorro de la ciudad, cientos de miles de alfanjes, de arcos, de turbantes blancos, verdes y azules. La comunicación con el mar quedaba cortada; el ejército cristiano, perdido. Defendióse, sin embargo, durante una semana en su campamento; pero las provisiones empezaban a faltar, los heridos aumentaban y los moros se hacían más numerosos cada día. Fue preciso pactar; los moros recuperarían a Ceuta, los cristianos volverían tranquilos a sus naves, y el infante don Fernando quedaría en poder de los marroquíes.
Con el infante se entregaron a los moros su secretario, su confesor y varios de sus pajes. Todos ellos fueron llevados a Arcila, donde les hicieron un recibimiento que fue la primera estación de un largo calvario. Una hora antes de llegar empezaron a ver grupos de muchachos que les sacaban la lengua, les cantaban himnos de burla y decían contra ellos toda suerte de insultos. Los grupos aumentaban sin cesar: niños medio desnudos, hombres envueltos en sus mugrientas chilabas, mujeres que agitaban sus velos y lanzaban chillidos frenéticos. Al llegar a la ciudad, les colocaron a la puerta para que sirviesen de espectáculo a la multitud; «y delante de nosotros—dice Juan Álvarez—pasaron miles y miles de personas injuriándonos, tirando piedras e inmundicias, danzando, tocando sus guzlas y armando una algarabía infernal. Era como si viniesen a ganar las indulgencias».
Y empezó el terrible cautiverio, primero en Arcila; siete meses bajo la custodia de su gobernador Zala-ben-Zala; siete meses de negociaciones con Lisboa, de esperanzas y de desengaños. Pero Aben-Zala no era cruel; aunque fanático, tenía un ánimo bastante generoso para comprender la desgracia de los cautivos. «Yo nunca he faltado a mi palabra —decía, hablando con el infante—, y espero que vosotros cumpliréis la vuestra. Entregadme la ciudad de Ceuta y os enviaré honrosamente a vuestro país.» «Prefiero morir—decía el infante—antes que entregar un pueblo en poder del Islam.» «¿Y el contrato?—replicaba el moro—; aquí le tengo firmado con tu nombre, con el nombre del arzobispo de Evora y con el de los principales capitanes de tu ejército.» «Es un contrato que no obliga, porque fue arrancado por la violencia y porque vosotros habéis sido los primeros en quebrantarlo.» Pronto se supo que en Portugal se pensaba de esta manera. Se pagaría un fuerte rescate, se mandaría un ejército para libertar a los presos; pero no era posible entregar la plaza de Ceuta. Fue el infante el que pagó las consecuencias de esta resolución. Colocados en sendos asnos matalones, fueron llevados a Fez, bajo la vigilancia de una escolta de veinte moros. En cada poblado se les hacía un recibimiento semejante al que les habían tributado los habitantes de Arcila. En las posadas no tenían ni siquiera un pobre lecho; los musulmanes se hubieran creído deshonrados si un perro cristiano, aunque fuese hijo del rey de Portugal, tocara una estera de su casa. Quemaban los lienzos que ellos habían tocado, rompían los cántaros y las tazas en que habían bebido y les echaban la comida a distancia como a los animales. En Fez les aguardaba una muchedumbre tan numerosa, que tardaron tres horas en atravesar la ciudad. «Era de ver—dice el secretario del infante—aquella multitud ululante, a través de la cual iban abriendo paso unos hombres armados de látigos y espadas.»
Llegaron por fin al Mexoar, a la curia, donde aguardaban los miembros del Consejo imperial, presididos por el gran visir, un hombre de aspecto de chacal y torva mirada. Como le faltaba un ojo, la gente le llamaba Alzaraquí, que significa el Tuerto. Era el amo del palacio y del Imperio; audaz, astuto, valiente; de salteador de caminos, había subido a la más alta dignidad. Sabía rodear de placeres al emir, y le engañaba con la ilusión del mando, creando en torno suyo una atmósfera de adulación y de intriga. Ahora ni siquiera miró a sus cautivos; hizo apuntar sus nombres de una manera distraída, y luego los puso en manos de uno de sus capitanes, que estaba al frente de la alcazaba. Algún tiempo después entraban en una habitación estrecha, infecta y tan oscura, que aun en pleno día tenían necesidad de una candela para verse unos a otros. Se les dijo que estaban terminando de construir una cárcel para ellos, que no tardarían en traerles las cadenas y que probablemente se les amputaría un pie. Nadie durmió aquella primera noche. Si el cansancio doblegaba los cuerpos, la incertidumbre acongojaba los espíritus. El infante consolaba y alentaba a sus compañeros con palabras como éstas: «Preparémonos, amigos míos, a sufrir valientemente. No desmayemos, pues si es verdad que estamos entre enemigos y en una tierra extraña, Dios permanece entre nosotros. Acatemos su santa voluntad, y si Él quiere que muramos lejos de nuestra patria, aprovechemos nuestra desgracia para ganar el Cielo.»
Al día siguiente se les dijo que las cadenas estaban ya preparadas, pero que no se las pondrían hasta que pasase la Pascua del carnero. Celebróse la fiesta dos días más tarde, con más solemnidad que otras veces, a causa de la victoria de Tánger, que Alzaraquí presentaba al pueblo como la ruina completa del poderío cristiano. Quisieron que el infante presenciase los regocijos, y le subieron a una torre desde la cual vio a la multitud que gritaba y danzaba y aplaudía al emir, mientras degollaba el carnero, escoltado por un ejército formidable de jinetes y peones. Unos días después llegaron los herreros a quienes se había encargado la fabricación de las cadenas, y se las colocaron a los cautivos en los pies y en la garganta. Desde entonces la vida empezó a ser más dura para ellos. Su comida era un pan de cebada; su vestido, una túnica de esparto y un manto de color oscuro; su lecho, dos pieles y un tapiz sucio y destrozado. Y era preciso trabajar diariamente en los baños, en las canteras, en las murallas o en los arriates del emir. El primer día, los compañeros del infante trabajaron en los jardines reales, Al volver a la cárcel, después de ponerse el sol, vieron a su amo entre una chusma de soldados, que le empujaban, le herían con palos y le insultaban, diciéndole que acelerase el paso. Él hacía cuanto podía, pero le era muy difícil andar a causa de las cadenas. «Al ver esta escena—dice su secretario—, nos echamos a llorar; pero él, sonriendo tristemente, nos dijo: «Ya veis cómo me llevan; rogad a Dios por mí.» Llegó por fin a la casa del Alzaraquí. El visir, que estaba sentado a la puerta, en una escalinata de mármol, le recibió con nuevos insultos. «Tú eres mi esclavo—le dijo—, puedo hacer de ti lo que quiera, y ahora vas a limpiar mi caballeriza.» Inmediatamente dos moros se apoderaron de él, le llevaron al establo y le dieron una pala, una escoba y un caldero. Ya era noche cerrada cuando se juntó con sus compañeros de prisión.
Al día siguiente vinieron a separarle otra vez de sus compañeros; pero fue tal su pena al despedirse de los suyos, que cayó desmayado. En vista de esto, mandó el visir que le llevasen al trabajo con los demás, y le dieron una azada; pero apenas había empezado a cavar cuando Alzaraquí, viéndole muy débil, ordenó que le arrebatasen la herramienta. Desde entonces salía con los demás al campo, pero sólo se ocupaba de consolarlos, en traerles las herramientas, en darles agua cuando tenían sed, en prestarles toda suerte de obsequios, con tal mansedumbre, con tal serenidad de alma, con palabras tan generosas, «que su presencia—dice uno de ellos—nos hacía agradable el trabajo. Sufría de vernos fatigados, y cuando nos arrojaban de nuevo en el sótano, lloraba de pesar, y decía: «Perdonadme, por amor de Dios; a causa de mí sufrís tantos trabajos. Pero tened paciencia, que Dios no se olvida de nosotros; y si es su voluntad que salgamos de aquí, vuestro pan será mi pan, vuestro vestido mi vestido».
Sus compañeros saldrían, volverían a la patria para contar aquella lamentable historia, pero él debía morir en las cadenas. Pasaban los días. Lisboa no se olvidaba de su infante; pero toda la riqueza del reino no era bastante a pagar el rescate exigido por los moros. Iban y venían los comisarios, se discutía, se exigía con decisión inexorable. Doscientas mil doblas llegaba ya a ofrecer el príncipe cautivo. «La ciudad de Ceuta», gritaba el visir, irritado. Y el príncipe callaba; y los altos señores del Mexoar dibujaban una sonrisa desdeñosa entre sus barbas de nieve, al verle delante de ellos con la cabeza descubierta, el rostro cadavérico, las cadenas en los tobillos, los pies desnudos y las sandalias en las manos. Callaba, pero aquel tormento le parecía más tolerable que la vergüenza de aparecer en su tierra con detrimento de la grandeza de la patria o el dolor de haber entregado un pie de tierra cristiana por salvar su vida.
Y un día—seis años habían transcurrido desde que llegó a las costas africanas—el pobre cautivo sintió que al fin se acercaba su liberación. Ahora vivía solo en una mazmorra, más triste y húmeda que la primera. La fiebre le consumía; su estómago no podía retener el menor alimento. Cuando los suyos lo supieron, corrieron a él y le gritaron desde la puerta:
—Dios os guarde, señor; ¿cómo estáis?
—¿Quién pregunta por mí?—interrogó dentro una voz desfalleciente?
Y ellos respondieron:
—¿Tan mal estáis, señor, que ya no sabéis quiénes somos? Antes nos conocíais por sólo el estrépito de las cadenas, y ahora ni siquiera distinguís nuestra voz.
—Perdonadme—respondió el enfermo—; pero ya apenas me doy cuenta del lugar en que me encuentro.
Entonces aquellos buenos servidores echaron a correr en dirección al palacio, hablaron al emir de lo que pasaba y le pidieron que intercediese con su ministro en favor de su amo. «Lo siento mucho—respondió el soberano—; pero ya veis, yo nada puedo hacer; decidle a vuestro amo que se cuide lo mejor que pueda.» El visir, en cambio, al saber la noticia, prorrumpió en gritos que sembraron el espanto entre los cortesanos: «Dejadme en paz, perros—clamaba furioso—; ¿creéis que yo puedo dar la vida a vuestro rey? Dios le sanará o le matará, según lo que convenga.» Algo, no obstante, pudieron conseguir, pues se les dio permiso para asistir libremente al enfermo. Todos le rodearon, con lágrimas en los ojos, esforzándose por cumplir hasta la última hora con los deberes de la fidelidad. Una luz sobrenatural brillaba en el rostro del príncipe; todo en su actitud revelaba resignación profunda, y oraciones inflamadas se escapaban sin cesar de su boca:
¡Oh inmenso, oh dulce Señor, qué de gracias debo darte!
Cuando como yo se veía Job, el día maldecía, mas era por el pecado en que había sido engendrado; pero yo bendigo el día, por la gracia que nos da Dios en él; pues claro está que cada hermoso arrebol y cada rayo del sol lengua de fuego será con que le alabo y bendigo.
Nunca de sus labios se había escapado la menor palabra de impaciencia, nunca había fijado una mirada de odio sobre sus carceleros; pero ahora todos los sufrimientos le parecían dulces regalos de la misericordia divina. Levantaba la manos al Cielo, el alma se le asomaba a los ojos rebosando gratitud, y no cesaba de decir: «¿Quién soy yo, Dios, para que te acuerdes de mí? ¡Oh alma mía, bien puedes regocijarte en ese Dios que tanto te ama, y en cambio de pasajeras molestias te ofrece un eterno descanso! Señor, si crees que he llegado a merecer tan pronto la recompensa del trabajo, venga la muerte. Hágase tu voluntad adorable.» Acércasele su capellán, preguntándole cómo se encontraba, y él respondió: «Me voy, padre; me voy.» Hizo luego la confesión general, se despidió de sus compañeros, y al fin les dijo: «Ahora dejadme morir.» Y poco después se extinguió sin hacer el menor movimiento. Al día siguiente, unos moros vinieron a quitarle las cadenas; otros le sacaron las entrañas y le llenaron de musgo y hojas de laurel; otros le ataron a una tabla y le suspendieron de los muros para que todo el pueblo le viese. Entre tanto, sus servidores le lloraban inconsolables, ocultaban en la misma cárcel su corazón, y al terminar sus faenas se postraban delante de él rezando el oficio de difuntos. Y el mismo Tuerto decía: «Si entre esos perros cristianos pudiera haber algo bueno, lo tenía ese príncipe que acaba de morir. Para ser un santo sólo le faltaba pertenecer al Islam. Nunca le oí mentir, y mis guardias me han dicho que se pasaba las noches rezando.»
Tal fue la historia admirable de este príncipe ibérico, colocado en un siglo de violencias, de ambiciones, de defecciones y de cobardías, como luminar de constancia y de grandeza de corazón. En el tormento de la humillación, en la tiniebla de la adversidad, en la enfermedad, en el desprecio y en la muerte, la fe le sostuvo y le hizo vencedor. El príncipe de nuestros dramaturgos expresó el motivo de aquella resistencia en estos versos sublimes:
No te canses, porque yo aunque más tormentos sufra, aunque más rigores vea, aunque llore más angustias, aunque más miserias pase, aunque halle más desventuras, aunque más hambre padezca, aunque mis carnes no cubran estas ropas, y aunque sea mi esfera esta estancia sucia, firme he de estar en la fe, porque es el sol que me alumbra, porque es la luz que me guía, es el laurel que me ilustra.
Dios defenderá mi causa, pues yo defiendo la suya.
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