Nació este varón de Dios el 20 de mayo de 1789, en la aldea de Rosey, de la parroquia de Marlhes, departamento de Loira, diócesis, desde 1801, de Lyon. Fueron sus padres Juan Bautista Champagnat y María Chirat; este matrimonio tuvo diez hijos. El padre era hombre recto, bastante instruido, de buen juicio y muy estimado en la comarca; sus convecinos acudían a él para que dirimiera sus diferencias. El aprecio de que gozaba y su relativa buena hacienda le merecieron el nombramiento de jefe del municipio de Marlhes; mantuvo el cargo con rectitud inflexible y protegió decididamente a la Iglesia, por lo cual fue juzgado desafecto a la Revolución, sometido a procesos y vejado con pérdidas cuantiosas.
La madre era muy piadosa, devota ferviente de la Santísima Virgen, solícita con sus hijos, excelente ama de casa y consejera a la que acudían a su vez vecinas y amigas. Llegada la noche rezaba en familia el rosario con las últimas oraciones y daba lectura a Las vidas de los santos. La divina Providencia le avisó que, como al Sabio (Sab. 8,19), a Marcelino le “cupo en suerte un alma buena", pues al cuidar a su infante advirtió más de una vez una llamita que se levantaba del pecho del niño, subía a su frente y se esparcía hasta esfumarse por la alcoba; María Chirat ofreció su hijo a la Virgen, y se dispuso a esmerarse en la educación de Marcelino.
El ambiente familiar era propicio por demás para la adecuada formación del alma de nuestro Beato. Tenía la madre un hermano llamado Marcelino, piadoso como ella, y que, alborozado y diligente, apadrinó en la pila a su sobrino y le impuso los nombres de Marcelino, José y Benito. En la misma casa vivía refugiada la tía Rosa, hermana de su padre, expulsada por el Terror de su convento; esta santa mujer ayudó a la madre en la educación cristiana de Marcelino; le hablaba de Dios, de María, de los ángeles custodios y de los estragos de la Revolución. Las instrucciones, consejos y ejemplos de la edificante tía calaron hondo en el alma de Champagnat, como más tarde lo reconocía y comentaba agradecido.
Frutos del cristianismo práctico de aquel hogar fueron, entre otros, el bautismo sin dilación de Marcelino, al día siguiente de nacer, fiesta de la Ascensión; la preparación esmerada de Marcelino a la comunión primera, que recibió a los once años en la primavera de 1800; la mayor frecuencia en comulgar, ya en la casa, ya en el seminario, de lo entonces en uso y que hubo que conceder a Marcelino, y la consagración a Dios de otros hermanos que siguieron el ejemplo de nuestro Beato,
Rosey era un lugarejo situado en la zona elevada y montañosa del sudoeste de Lyon, región agreste de los montes Pilat, donde aún se guardaban costumbres patriarcales; la vida de los Champagnat-Chirat la constituían los deberes religiosos, la atención a los hijos, el cuidado de una granja-molino, la ganadería, la agricultura, en ocasiones la albañilería, la carpintería y el oficio de herrero, y siempre una sobria y prudente administración en la que eran expertos los padres; en todas estas prácticas iba iniciando a sus hijos Juan Bautista, y de todas ellas sacó Marcelino buen provecho para sus empresas posteriores.
Esta fue cortada al talle de la de Nazaret, la primera acreditada escuela cristiana de Marcelino, en, la que aventajó mucho y mereció promoción a más altos destinos.
La Revolución había maltrecho la Iglesia en Francia; era arzobispo de Lyon el insigne y piadoso cardenal Fesch, tío de Napoleón Bonaparte, quien decidió restaurar la vida cristiana en su diócesis y empezó por restablecer y poblar los seminarios; mandó que su vicario general enviase sacerdotes emisarios que hallaran jóvenes aptos para el sacerdocio; el párroco de Marlhes enderezó los pasos del visitante que le correspondió hacia la granja de los Champagnat; no eran llamados por Dios los hermanos mayores de Marcelino, pero éste, que, por muerte del último hijo, había quedado el benjamín, si bien perplejo al pronto, reaccionó en seguida con decisión y aceptó la vocación divina en la que jamás vaciló a pesar de las dificultades muy grandes que tuvo que vencer. La escuela de Cristo en la granja de Rosey había dado su floración esplendente: un sacerdote.
Y pasó Marcelino a la escuela superior de la formación de su alma, el seminario. En octubre de 1805 ingresó en el Seminario Menor de Verriéres, y en él acreció la piedad, ejercitó la fortaleza, aprovechó las humillaciones, fue dechado de paciencia y regularidad y ganó el afecto de sus colegas, el aprecio de sus superiores y maestros y el nombramiento de prefecto de disciplina durante las noches, de las que se sirvió para el estudio, realizando una evolución que sorprendió a profesores y condiscípulos y acortó los cursos de su carrera.
En octubre de 1813 ingresó en el Seminario Conciliar de Lyon. La divina gracia le condujo a perfección más alta; escogió por virtud predilecta la humildad, con la que su santidad resultó hondamente cimentada; gozó en los estudios que le hablaban de Dios; formó parte de un grupo de doce seminaristas resueltos a emplear sus vidas en la restauración cristiana del mundo, por medio de la devoción y culto de María, el apostolado de las misiones y del catecismo, y de su ejemplo; comunicaron sus planes al rector del seminario, subieron con él al santuario de Fouirviére y se consagraron a María; de aquel cenáculo mariano salieron más tarde los padres y los hermanos Maristas, y, entre aquellas almas selectas había un santo, el Cura de Ars; un beato, Marcelino, Champagnat, y un venerable, Juan Claudio Colin, fundador y primer general de la Sociedad de María.
El 22 de julio de 1816 fue ordenado sacerdote en la metropolitana iglesia de Lyon, cuando pasaba poco de los veintisiete años de edad; muy luego subió otra vez a Fourviere y ofreció a María su sacerdocio. Fue nombrado coadjutor de la Valla, pueblo situado en las estribaciones del Pilat, con extensa feligresía diseminada entre montes y comunicada por pésimos caminos; al llegar Marcelino a la vista de la torre de la iglesia de su cargo se arrodilló y, con oración sentida, se dispuso a emprender la etapa de ejercitación heroica de virtudes apostólicas con las que iba a consumar su perfección.
Fue el consuelo del anciano párroco, que le reputó irreprensible; levantó el caído esplendor de su iglesia; cuidó de que ningún enfermo muriera sin sacramentos, sin reparar en la hora, en el rigor de las estaciones, en el cansancio o el desfallecimiento por tiempo transcurrido sin alimento para poder comulgar, ni en la distancia y mal camino. Predicaba con unción; y las notas conservadas de sus sermones y avisos de buen gobierno requieren talento y densa cultura eclesiástica. Se ganó la confianza de los jóvenes, de los ancianos, enfermos y de todos sus feligreses. Acabó con el vicio de la embriaguez, con las fiestas mundanas y las malas lecturas: un día entero se alimentó su hogar con libros esparcidos por la Revolución; fundó una biblioteca y regaló lecturas con prodigalidad. Se granjeó el corazón de los niños, a los que tanto gustó su catequesis que vez hubo en que, engañados por la luna, creyeron que amanecía y los hubo de recoger en la iglesia antes de salir el sol; sus lecciones de catequista eran recordadas treinta años después con agrado por los mayores que le oyeron. La transformación de la Valla fue completa y su buen suceso recuerda el cabal éxito apostólico de su condiscípulo Juan María Vianney.
Y, así preparado por Dios, surgió el fundador que nos presentan sus hijos, los hermanos maristas, como muy joven fundador de la Iglesia, pues contaba algo más de veintisiete años al fundar, y moría a los cincuenta y un años de edad; nos lo describen los maristas diciendo: Fue de elevada estatura, robusto y bien constituido: de carácter enérgico y dulce a la vez. Hombre alto en su aspecto físico y hombre gigante en la virtud ...”.
En los coloquios apostólicos marianos decía Marcelino a sus compañeros que necesitaban hermanos que ayudaran a los sacerdotes misioneros y enseñaran el catecismo; insistió reiteradamente en su idea, y sus amigos, al fin, le dijeron que, pues era idea suya, se encargara él de su ejecución; pero tuvo además Marcelino la ratificación del cielo para la empresa de fundación; dice un marista: “... tuvo la personal inspiración de fundar un Instituto de hermanos..., la recibió el año 1816, en una de sus frecuentes visitas al santuario de Nuestra Señora de Fourviére, en Lyon"; una placa de bronce recuerda en el santuario este suceso. Pero el momento escogido por Dios para lanzar a Marcelino a su obra fue a fines de octubre de 1816, cuando fue requerido para asistir en su muerte a un adolescente llamado Francisco Montaigne, que expiraba en total desconocimiento de los rudimentos de la doctrina cristiana; Marcelino, lleno de amor y de celo, le instruyó y dispuso a morir como un ángel, y se retiró con el tiempo justo para haber salvado un alma. Champagnat se conmovió y, meditando en el ingente número de niños y adolescentes que se hallarían en el mismo caso que Montaigne, resolvió proceder a la fundación de sus hermanos.
El Instituto comenzó el 2 de enero de 1817; la primera casa fue, por su pobreza, un auténtico portal de Belén. Animado Marcelino por sus superiores eclesiásticos y probado con la cruz de la adversidad, solicitados sus hermanos por los párrocos que le pedían escuelas, acometió las obras de su Casa en el valle que desciende de La Valla a Saint-Chamond, a las orillas del Gier. El día de la Asunción de 1825 fue bendecida esta Casa, que él denominó Nuestra Señora del Hermitage. Allí murió Marcelino el 6 de junio de 1840, sábado, día de la semana en que deseaba morir, a la hora del amanecer, en que sus hijos, por su mandato, cantan la salve. En el Hermitage dictó su testamento al hermano Luis María y lo hizo leer a sus hijos a su presencia antes de expirar; es modelo de santidad y muestra de talento y buen gobierno; recomienda la obediencia, la caridad, delicada hasta con todos los demás Institutos; la sencillez, la perseverancia marista como prenda de salvación, el oficio de ángeles custodios con los niños y el amor a María, primera Superiora del Instituto. Al morir dejaba Marcelino en Francia 280 hermanos, con 40 Casas.
La pedagogía marista tiene características propias, aprovechamiento de progresos que halló reconocidos, enmienda de fracasos frecuentes en la enseñanza y aciertos de orientación en bien de la Iglesia. Es Instituto dedicado a Dios por el apostolado exclusivo de la enseñanza; muy adicto a la jerarquía eclesiástica; amigo del clero secular desde su comienzo y a lo largo de su historia: el caso del párroco de Saint Chamond, señor Dervieux, ayudando generosamente al fundador en un momento difícil de su incipiente obra, era el preludio de una mutua cooperación entre hermanos y sacerdotes que había de ser nota distintiva de los maristas.
Marcelino padeció un maestro que no supo discernir un retraso mental por falta del cultivo del alma de una inteligencia escasa; no quiso pisar más en una escuela en la que vio maltratar a un niño, y lloró siempre la exasperación y desvío de la Iglesia de un niño al que motejó un sacerdote en la catequesis con tan desgraciada fortuna que los condiscípulos le abochornaban con el apodo molesto. Prohibió para siempre los remoquetes en sus casas; desterró de sus aulas los castigos aflictivos; para estímulo de instrucción y educación se sirvió del canto en la escuela; aprovechó el método simultáneo de enseñanza establecido por Juan Bautista de la Salle; introdujo el uso docente de las consonantes seguidas de vocal, práctica muy suya que se generalizó enseguida en Francia y ha pasado a la pedagogía universal; fue precursor de la escuela activa por la participación de los alumnos de su propia formación; entre los maristas ha habido en este último aspecto aventajados seguidores de Champagnat...; inculcó en sus hijos el cultivo de la intuición; un día explicaba con una manzana la forma de la tierra y la existencia de infieles en apartadas regiones; un niño que le oía con interés fue más tarde monseñor Epalle, misionero de Oceanía y mártir en las islas Salomón. Así quería Champagnat a sus hijos, los hermanos maristas, catequistas perfectos, y para esto les manda: una hora diaria de estudio religioso y que enseñen el catecismo cada día en sus clases y en la primera hora de lección del día...
Pero la quintaesencia de la pedagogía marista es la devoción, culto y amor a María; el lema del Instituto es el de Marcelino: Todo a Jesús por María y todo a María para Jesús; a María llamaba y tenía el fundador por su recurso, ordinario; encarga a sus hijos que den culto brillante al mes de María; decía así Champagnat: "En el Instituto todo pertenece a María; bienes y personas; todo debe emplearse a su gloria; amarla..., inculcar su devoción a los niños... como medio de servir fielmente a Jesucristo... es el fin y el espíritu de la Congregación."
Así se ha podido publicar en la beatificación de Champagnat, 29 de mayo de 1955, que en poco más de un siglo este Instituto ha llegado a 8.500 hermanos con 5.500 formandos o novicios, de 700 colegios en 52 países y más de 250.000 alumnos.
La madre era muy piadosa, devota ferviente de la Santísima Virgen, solícita con sus hijos, excelente ama de casa y consejera a la que acudían a su vez vecinas y amigas. Llegada la noche rezaba en familia el rosario con las últimas oraciones y daba lectura a Las vidas de los santos. La divina Providencia le avisó que, como al Sabio (Sab. 8,19), a Marcelino le “cupo en suerte un alma buena", pues al cuidar a su infante advirtió más de una vez una llamita que se levantaba del pecho del niño, subía a su frente y se esparcía hasta esfumarse por la alcoba; María Chirat ofreció su hijo a la Virgen, y se dispuso a esmerarse en la educación de Marcelino.
El ambiente familiar era propicio por demás para la adecuada formación del alma de nuestro Beato. Tenía la madre un hermano llamado Marcelino, piadoso como ella, y que, alborozado y diligente, apadrinó en la pila a su sobrino y le impuso los nombres de Marcelino, José y Benito. En la misma casa vivía refugiada la tía Rosa, hermana de su padre, expulsada por el Terror de su convento; esta santa mujer ayudó a la madre en la educación cristiana de Marcelino; le hablaba de Dios, de María, de los ángeles custodios y de los estragos de la Revolución. Las instrucciones, consejos y ejemplos de la edificante tía calaron hondo en el alma de Champagnat, como más tarde lo reconocía y comentaba agradecido.
Frutos del cristianismo práctico de aquel hogar fueron, entre otros, el bautismo sin dilación de Marcelino, al día siguiente de nacer, fiesta de la Ascensión; la preparación esmerada de Marcelino a la comunión primera, que recibió a los once años en la primavera de 1800; la mayor frecuencia en comulgar, ya en la casa, ya en el seminario, de lo entonces en uso y que hubo que conceder a Marcelino, y la consagración a Dios de otros hermanos que siguieron el ejemplo de nuestro Beato,
Rosey era un lugarejo situado en la zona elevada y montañosa del sudoeste de Lyon, región agreste de los montes Pilat, donde aún se guardaban costumbres patriarcales; la vida de los Champagnat-Chirat la constituían los deberes religiosos, la atención a los hijos, el cuidado de una granja-molino, la ganadería, la agricultura, en ocasiones la albañilería, la carpintería y el oficio de herrero, y siempre una sobria y prudente administración en la que eran expertos los padres; en todas estas prácticas iba iniciando a sus hijos Juan Bautista, y de todas ellas sacó Marcelino buen provecho para sus empresas posteriores.
Esta fue cortada al talle de la de Nazaret, la primera acreditada escuela cristiana de Marcelino, en, la que aventajó mucho y mereció promoción a más altos destinos.
La Revolución había maltrecho la Iglesia en Francia; era arzobispo de Lyon el insigne y piadoso cardenal Fesch, tío de Napoleón Bonaparte, quien decidió restaurar la vida cristiana en su diócesis y empezó por restablecer y poblar los seminarios; mandó que su vicario general enviase sacerdotes emisarios que hallaran jóvenes aptos para el sacerdocio; el párroco de Marlhes enderezó los pasos del visitante que le correspondió hacia la granja de los Champagnat; no eran llamados por Dios los hermanos mayores de Marcelino, pero éste, que, por muerte del último hijo, había quedado el benjamín, si bien perplejo al pronto, reaccionó en seguida con decisión y aceptó la vocación divina en la que jamás vaciló a pesar de las dificultades muy grandes que tuvo que vencer. La escuela de Cristo en la granja de Rosey había dado su floración esplendente: un sacerdote.
Y pasó Marcelino a la escuela superior de la formación de su alma, el seminario. En octubre de 1805 ingresó en el Seminario Menor de Verriéres, y en él acreció la piedad, ejercitó la fortaleza, aprovechó las humillaciones, fue dechado de paciencia y regularidad y ganó el afecto de sus colegas, el aprecio de sus superiores y maestros y el nombramiento de prefecto de disciplina durante las noches, de las que se sirvió para el estudio, realizando una evolución que sorprendió a profesores y condiscípulos y acortó los cursos de su carrera.
En octubre de 1813 ingresó en el Seminario Conciliar de Lyon. La divina gracia le condujo a perfección más alta; escogió por virtud predilecta la humildad, con la que su santidad resultó hondamente cimentada; gozó en los estudios que le hablaban de Dios; formó parte de un grupo de doce seminaristas resueltos a emplear sus vidas en la restauración cristiana del mundo, por medio de la devoción y culto de María, el apostolado de las misiones y del catecismo, y de su ejemplo; comunicaron sus planes al rector del seminario, subieron con él al santuario de Fouirviére y se consagraron a María; de aquel cenáculo mariano salieron más tarde los padres y los hermanos Maristas, y, entre aquellas almas selectas había un santo, el Cura de Ars; un beato, Marcelino, Champagnat, y un venerable, Juan Claudio Colin, fundador y primer general de la Sociedad de María.
El 22 de julio de 1816 fue ordenado sacerdote en la metropolitana iglesia de Lyon, cuando pasaba poco de los veintisiete años de edad; muy luego subió otra vez a Fourviere y ofreció a María su sacerdocio. Fue nombrado coadjutor de la Valla, pueblo situado en las estribaciones del Pilat, con extensa feligresía diseminada entre montes y comunicada por pésimos caminos; al llegar Marcelino a la vista de la torre de la iglesia de su cargo se arrodilló y, con oración sentida, se dispuso a emprender la etapa de ejercitación heroica de virtudes apostólicas con las que iba a consumar su perfección.
Fue el consuelo del anciano párroco, que le reputó irreprensible; levantó el caído esplendor de su iglesia; cuidó de que ningún enfermo muriera sin sacramentos, sin reparar en la hora, en el rigor de las estaciones, en el cansancio o el desfallecimiento por tiempo transcurrido sin alimento para poder comulgar, ni en la distancia y mal camino. Predicaba con unción; y las notas conservadas de sus sermones y avisos de buen gobierno requieren talento y densa cultura eclesiástica. Se ganó la confianza de los jóvenes, de los ancianos, enfermos y de todos sus feligreses. Acabó con el vicio de la embriaguez, con las fiestas mundanas y las malas lecturas: un día entero se alimentó su hogar con libros esparcidos por la Revolución; fundó una biblioteca y regaló lecturas con prodigalidad. Se granjeó el corazón de los niños, a los que tanto gustó su catequesis que vez hubo en que, engañados por la luna, creyeron que amanecía y los hubo de recoger en la iglesia antes de salir el sol; sus lecciones de catequista eran recordadas treinta años después con agrado por los mayores que le oyeron. La transformación de la Valla fue completa y su buen suceso recuerda el cabal éxito apostólico de su condiscípulo Juan María Vianney.
Y, así preparado por Dios, surgió el fundador que nos presentan sus hijos, los hermanos maristas, como muy joven fundador de la Iglesia, pues contaba algo más de veintisiete años al fundar, y moría a los cincuenta y un años de edad; nos lo describen los maristas diciendo: Fue de elevada estatura, robusto y bien constituido: de carácter enérgico y dulce a la vez. Hombre alto en su aspecto físico y hombre gigante en la virtud ...”.
En los coloquios apostólicos marianos decía Marcelino a sus compañeros que necesitaban hermanos que ayudaran a los sacerdotes misioneros y enseñaran el catecismo; insistió reiteradamente en su idea, y sus amigos, al fin, le dijeron que, pues era idea suya, se encargara él de su ejecución; pero tuvo además Marcelino la ratificación del cielo para la empresa de fundación; dice un marista: “... tuvo la personal inspiración de fundar un Instituto de hermanos..., la recibió el año 1816, en una de sus frecuentes visitas al santuario de Nuestra Señora de Fourviére, en Lyon"; una placa de bronce recuerda en el santuario este suceso. Pero el momento escogido por Dios para lanzar a Marcelino a su obra fue a fines de octubre de 1816, cuando fue requerido para asistir en su muerte a un adolescente llamado Francisco Montaigne, que expiraba en total desconocimiento de los rudimentos de la doctrina cristiana; Marcelino, lleno de amor y de celo, le instruyó y dispuso a morir como un ángel, y se retiró con el tiempo justo para haber salvado un alma. Champagnat se conmovió y, meditando en el ingente número de niños y adolescentes que se hallarían en el mismo caso que Montaigne, resolvió proceder a la fundación de sus hermanos.
El Instituto comenzó el 2 de enero de 1817; la primera casa fue, por su pobreza, un auténtico portal de Belén. Animado Marcelino por sus superiores eclesiásticos y probado con la cruz de la adversidad, solicitados sus hermanos por los párrocos que le pedían escuelas, acometió las obras de su Casa en el valle que desciende de La Valla a Saint-Chamond, a las orillas del Gier. El día de la Asunción de 1825 fue bendecida esta Casa, que él denominó Nuestra Señora del Hermitage. Allí murió Marcelino el 6 de junio de 1840, sábado, día de la semana en que deseaba morir, a la hora del amanecer, en que sus hijos, por su mandato, cantan la salve. En el Hermitage dictó su testamento al hermano Luis María y lo hizo leer a sus hijos a su presencia antes de expirar; es modelo de santidad y muestra de talento y buen gobierno; recomienda la obediencia, la caridad, delicada hasta con todos los demás Institutos; la sencillez, la perseverancia marista como prenda de salvación, el oficio de ángeles custodios con los niños y el amor a María, primera Superiora del Instituto. Al morir dejaba Marcelino en Francia 280 hermanos, con 40 Casas.
La pedagogía marista tiene características propias, aprovechamiento de progresos que halló reconocidos, enmienda de fracasos frecuentes en la enseñanza y aciertos de orientación en bien de la Iglesia. Es Instituto dedicado a Dios por el apostolado exclusivo de la enseñanza; muy adicto a la jerarquía eclesiástica; amigo del clero secular desde su comienzo y a lo largo de su historia: el caso del párroco de Saint Chamond, señor Dervieux, ayudando generosamente al fundador en un momento difícil de su incipiente obra, era el preludio de una mutua cooperación entre hermanos y sacerdotes que había de ser nota distintiva de los maristas.
Marcelino padeció un maestro que no supo discernir un retraso mental por falta del cultivo del alma de una inteligencia escasa; no quiso pisar más en una escuela en la que vio maltratar a un niño, y lloró siempre la exasperación y desvío de la Iglesia de un niño al que motejó un sacerdote en la catequesis con tan desgraciada fortuna que los condiscípulos le abochornaban con el apodo molesto. Prohibió para siempre los remoquetes en sus casas; desterró de sus aulas los castigos aflictivos; para estímulo de instrucción y educación se sirvió del canto en la escuela; aprovechó el método simultáneo de enseñanza establecido por Juan Bautista de la Salle; introdujo el uso docente de las consonantes seguidas de vocal, práctica muy suya que se generalizó enseguida en Francia y ha pasado a la pedagogía universal; fue precursor de la escuela activa por la participación de los alumnos de su propia formación; entre los maristas ha habido en este último aspecto aventajados seguidores de Champagnat...; inculcó en sus hijos el cultivo de la intuición; un día explicaba con una manzana la forma de la tierra y la existencia de infieles en apartadas regiones; un niño que le oía con interés fue más tarde monseñor Epalle, misionero de Oceanía y mártir en las islas Salomón. Así quería Champagnat a sus hijos, los hermanos maristas, catequistas perfectos, y para esto les manda: una hora diaria de estudio religioso y que enseñen el catecismo cada día en sus clases y en la primera hora de lección del día...
Pero la quintaesencia de la pedagogía marista es la devoción, culto y amor a María; el lema del Instituto es el de Marcelino: Todo a Jesús por María y todo a María para Jesús; a María llamaba y tenía el fundador por su recurso, ordinario; encarga a sus hijos que den culto brillante al mes de María; decía así Champagnat: "En el Instituto todo pertenece a María; bienes y personas; todo debe emplearse a su gloria; amarla..., inculcar su devoción a los niños... como medio de servir fielmente a Jesucristo... es el fin y el espíritu de la Congregación."
Así se ha podido publicar en la beatificación de Champagnat, 29 de mayo de 1955, que en poco más de un siglo este Instituto ha llegado a 8.500 hermanos con 5.500 formandos o novicios, de 700 colegios en 52 países y más de 250.000 alumnos.
No hay comentarios:
Publicar un comentario