La vida eremítica de San Abrahán, émulo de Sabas y Pafnucio, de Macario y Antonio, empezó con un suceso ruidoso. Mancebo ilustre y rico, celebraba sus bodas con una de las muchachas más hermosas y hacendadas de su tierra. Siete días duraron los regocijos: danzas, músicas, perfumes y banquetes. Llegó el momento en que los dos jóvenes fueron introducidos por expertas manos en la habitación donde les aguardaba el tálamo, cubierto de sedas y de rosas, iluminado y enjoyado. Abrahán dejaba hacer. Su esposa le cogió del brazo y le llevó hasta el lecho. Allí se sentaron ambos. Hubo un silencio agónico. De repente, él se levanta, tira los anillos y las cadenas de oro y exclama:
—Adiós, hermana; voy a seguir la voz de Dios; voy a asegurar la salvación de mi alma.
Aquella fuga nocturna e inesperada dio mucho que hablar en las villas y ciudades de la Misia, hasta la región limítrofe del Helesponto. Buscaron al fugitivo, y dos semanas más tarde se le encontró en una choza que había no lejos de su pueblo natal. El novio estaba transformado en un penitente; una piel de cabra había reemplazado a las sedas; al cinturón de oro, un ceñidor de cuero, y a la mesa regalada, pan duro y hierbas crudas.
A los diez años de vida solitaria, el obispo de Lampsaco le ordenó de sacerdote y le envió a convertir a un pueblo pagano que había en aquellas cercanías. Como primera providencia, levantó una hermosa basílica, adornada de pinturas y de iconos, de lámparas y mosaicos. Después, entrando en el templo de los ídolos, echó abajo las estatuas, desmenuzó los altares y destruyó los trípodes de los oráculos y los vasos de las libaciones. Como era de esperar, los habitantes se arrojaron sobre él, le molieron a golpes y le arrojaron del pueblo. Al día siguiente apareció de nuevo en la iglesia que acaba de construir, y habiendo encontrado en ella una gran multitud de paganos, atraídos por la belleza y ornamentación del edificio, empezó a predicarles la doctrina del Evangelio y a hablarles de la vanidad de los dioses del Olimpo. En vez de escucharle, aquellos hombres se arrojaron sobre él armados de bastones, le ataron una soga a los pies y así le arrastraron hasta una colina cercana, donde, después de lapidarle, le dieron por muerto. Nuevamente volvió a entrar, y otra vez le echaron de nuevo. Pero él no se cansaba de volver palabras dulces y graciosas en pago de las injurias y los golpes. Trataba a los ancianos como un hijo, a los jóvenes como un hermano, a los niños como un padre. Tanta mansedumbre hizo al fin su fruto. El principal personaje de la villa se puso de su parte. «¿No os sorprende—decía a sus companeros—la paciencia y la caridad de ese hombre? Si el Dios vivo no estuviese con él, según sus palabras, y el reino y el paraíso, y la pena y el galardón que predica no fuesen verdaderos, de ninguna manera sufriría estas cosas por nosotros.»
Persuadidos por estas razones, los habitantes de la villa se presentaron en masa a su párroco, pidiéndole que les hiciese cristianos. Él los instruyó, y administró el bautismo a un millar de personas. Pero una mañana los nuevos neófitos, al entrar en la iglesia, se dieron cuenta de que su párroco había desaparecido. Buscáronle por toda la tierra, y al fin le encontraron en la choza que ya antes le había servido de morada. Cumplida su misión, quería renovar los divinos deleites de su vida anacoreta. Tapió la puerta para quitarse toda esperanza de salir, y allí se entregó a las más increíbles penitencias. Llevaba el peso de cada día como si aquél hubiera de ser el último de su vida. Jamás se le vio reír; jamás tocó el aceite su cuerpo, ni el agua su rostro. Su única posesión era un plato de madera donde recibía lo que le traían de comer y una túnica de pieles que le sirvió hasta su muerte. Tenía una naturaleza robusta, capaz de resistir todas las maceraciones, un color rosado en el rostro, que no se ajaba con los ayunos ni con las vigilias, y una serenidad, un buen hurtíor, que no perdía a pesar de todas las impertinencias con que el demonio trataba de molestarle.
Los emisarios del infierno hacían el ridículo cuando se acercaban a su celda. Rezando una vez, a medianoche, el solitario oyó esta voz que entraba por el ventanillo:
—Eres un hombre admirable, señor Abrahán; en toda la tierra no hay otro como tú.
El interpelado respondió, sin volver la cabeza:
—Calla, maldito; bien sé yo que soy un pecador, pero no me importan tus ardides.
Otro día tomaba Abrahán su colación diaria, cuando se presentó delante de él un joven que se empeñaba en volverle el plato al revés. Abrahán sujetó el plato con ambas manos y siguió comiendo sin decir una sola palabra. Entonces el recién venido encendió una linterna y sobre un atril improvisado empezó a cantar salmos hasta desgañitarse.
—Bienaventurados—decía—los que no tienen mancha en su camino.
Cuando terminó de comer Abrahán, se levantó, hizo la señal de la cruz, y, encarándose con el salmista, le dijo:
—Perro inmundo, necio y cobarde, si sabes que los puros son bienaventurados, ¿por qué les molestas?
—Precisamente por eso—respondió el joven.
—No te jactes, miserable—replicó el anacoreta—; si cae alguno de los que tú tientas, no es por tu ingenio, ni por tu fortaleza, ni por tu valentía. Basta una oración, un gesto, para que te desvanezcas como el humo delante del viento.
Un día, sin embargo, los espíritus infernales debieron de estallar en sonoras carcajadas junto a la celda del solitario. He aquí por qué. Tenía Abrahán una sobrina, llamada María, a quien había recogido a su lado desde la más tierna edad. Para ella hizo construir una celda que se comunicaba con la suya por medio de un ventanillo. A través de aquel ventanillo la adoctrinaba en la vida espiritual, la ensenaba a leer y cantar salmos y la dirigía en los más altos caminos del espíritu. María era piadosa, dócil, amiga de la penitencia y obediente a su director. Bastaba una señal para que se despertase en medio de la noche y se entregase alegremente a los ejercicios de la oración. Pero, una vez, el viejo llamó inútilmente.
—Dejémosla dormir—dijo en su interior—; tal vez esté algo enferma.
Amaneció, y volvió a llamar, y Uamó de nuevo al salir el sol.
—Despierta, hija mía. ¿Cómo tienes tanta pereza? Por primera vez, desde que viniste, has dejado de rezar los maitines.
Como nadie le contestaba, Abrahán abrió el ventanillo, y viendo vacía la habitación cercana, empezó a sospechar una triste historia.
—¡Ay de mí!—decía, sollozando—. El lobo se ha llevado la corderilla; la hija mía ha sido arrastrada hacia la cautividad. Tráemela, oh Cristo, Salvador del mundo, vuélvela a su redil para que mi vejez no baje al sepulcro anegada en llanto.
Era verdad lo que el solitario sospechaba. Había en aquella región un falso monje que iba con frecuencia a hablar de sus revelaciones con el santo viejo; pero, después de engañar al tío, se dirigía al ventanillo opuesto para engañar a la sobrina. La sedujo, se la llevó y luego la abandonó. Rodando, rodando, fue a parar la pobre muchacha en un mesón de la ciudad de Assu, en la Troade, donde vivía prostituyendo su virtud y su belleza. Porque era bella, ingeniosa y discreta, y muchos a quienes atraía el cebo de su hermosura quedaban luego envueltos en la red de su conversación.
Pasaron dos años, dos largos años para el solitario de Tynia, que no cesaba de llorar; dos annos cortos para la cortesana de Assu, que, en su inconsciencia, creía haber encontrado la felicidad. Una tarde, un jinete se detuvo a la puerta del mesón. Montaba brioso caballo, vestía rica clámide que dejaba ver el brillo del cinto militar, y el casco de hierro hundido sobre la cabeza le cubría casi la cara. Tenía todo el aspecto de un centurión o de un oficial de la guardia imperial. Entró sin llamar, y riendo maliciosamente, dijo al mesonero;
—He oído que tienes aquí una muchacha muy hermosa; quiero verla.
—Es verdad—dijo el huésped—; por ahí anda.
—¿Su nombre?
—¡María!—gritó con voz aguardentosa el dueño del establecimiento, y apareció la muchacha, dejando una estela de perfumes.
—Ella es—dijo el recién venido, y entregando al huésped una moneda de oro, añadió—: Prepáranos un buen festín; hoy es día de regocijo. Largo camino hice para gozar de este instante.
Después de los vinos llegó la hora del amor.
—Entremos—dijo la joven, envolviendo a su amante en una sonrisa acariciadora.
En la nueva habitación había un lecho ancho y bien oliente. El soldado se sentó en él; la mujer se inclinó a desatarle las sandalias; pero él la detuvo, diciendo:
—Primero cierra bien la puerta.
—Está ya cerrada—replicó ella.
—No; no está bien cerrada; ve y ciérrala de suerte que nadie pueda entrar aquí.
Obedeció ella, y, cuando volvía, el desconocido le asió fuertemente la mano, y le dijo:
—Domna María, acércate a mí.
Después, quitándose el casco que le cubría la frente y los ojos, añadió:
—¿No me conoces, hija mía? ¿Acaso no soy yo quien te educó? ¿Acaso te has olvidado de Abrahán, tu padre? Pero, ¿qué te pasa? ¿Dónde está tu continencia? ¿Dónde tus lágrimas? ¿Dónde tus vigilias? ¿Cómo caíste, hija mía querida, desde la cumbre al abismo? ¿Por qué no dijiste nada a tu padre cuando te invadió el tentador? ¿Crees que yo te hubiera rechazado?
Aterrada de aquel encuentro, confundida por aquellas palabras, la joven estaba como muerta en los brazos del solitario; sin decir una palabra, sin levantar los ojos, sin hacer el menor movimiento. No sabía si gritar, o llorar, o caer pidiendo perdón.
—Pero, ¿a mí no me hablas?—seguía diciendo el anciano—. ¿Crees que yo no tengo el corazón lleno de angustia? ¿Crees que he emprendido por gusto este viaje, y que en balde he comido carne y he bebido vino por vez primera desde hace cincuenta años?
Ahora la joven, repuesta del primer susto, había prorrumpido en llanto amargo, y entre sollozos decía:
—¿Qué quieres que haga? Si no me atrevo a mirar de frente tu rostro, ¿cómo me atreveré, hundida en el cieno de la inmundicia, a pronunciar el santo, el inmaculado nombre de Dios?
—Yo—replicó el anciano—responderé por ti en el día del juicio. Que tu iniquidad caiga sobre mi cabeza, hija mía, y que tú encuentres el reposo del alma. Ahora escúchame; sal de este lugar maldito y ven conmigo a continuar nuestra vida de antaño.
Amanecía, cuando el falso soldado y la mujer arrepentida caminaban por las llanuras de la Troade en busca de su antigua soledad. Ya en el caballo, la joven había dicho al anacoreta:
—Tengo ahí un poco de oro y algunos vestidos; ¿qué mandas hacer de ellos?
—Déjalo—respondió Abrahán—; es el precio del pecado; que se lo lleven los que aman el pecado.
Y empezó de nuevo la vida de penitencia, de oración, de salmodia y de trato con los ángeles. Diez años vivió todavía Abrahán en su encierro, y al poco tiempo de morir vino en busca de su sobrina para llevársela al paraíso, donde no hay lobos, ni falsos monjes, ni mesoneros codiciosos.
—Adiós, hermana; voy a seguir la voz de Dios; voy a asegurar la salvación de mi alma.
Aquella fuga nocturna e inesperada dio mucho que hablar en las villas y ciudades de la Misia, hasta la región limítrofe del Helesponto. Buscaron al fugitivo, y dos semanas más tarde se le encontró en una choza que había no lejos de su pueblo natal. El novio estaba transformado en un penitente; una piel de cabra había reemplazado a las sedas; al cinturón de oro, un ceñidor de cuero, y a la mesa regalada, pan duro y hierbas crudas.
A los diez años de vida solitaria, el obispo de Lampsaco le ordenó de sacerdote y le envió a convertir a un pueblo pagano que había en aquellas cercanías. Como primera providencia, levantó una hermosa basílica, adornada de pinturas y de iconos, de lámparas y mosaicos. Después, entrando en el templo de los ídolos, echó abajo las estatuas, desmenuzó los altares y destruyó los trípodes de los oráculos y los vasos de las libaciones. Como era de esperar, los habitantes se arrojaron sobre él, le molieron a golpes y le arrojaron del pueblo. Al día siguiente apareció de nuevo en la iglesia que acaba de construir, y habiendo encontrado en ella una gran multitud de paganos, atraídos por la belleza y ornamentación del edificio, empezó a predicarles la doctrina del Evangelio y a hablarles de la vanidad de los dioses del Olimpo. En vez de escucharle, aquellos hombres se arrojaron sobre él armados de bastones, le ataron una soga a los pies y así le arrastraron hasta una colina cercana, donde, después de lapidarle, le dieron por muerto. Nuevamente volvió a entrar, y otra vez le echaron de nuevo. Pero él no se cansaba de volver palabras dulces y graciosas en pago de las injurias y los golpes. Trataba a los ancianos como un hijo, a los jóvenes como un hermano, a los niños como un padre. Tanta mansedumbre hizo al fin su fruto. El principal personaje de la villa se puso de su parte. «¿No os sorprende—decía a sus companeros—la paciencia y la caridad de ese hombre? Si el Dios vivo no estuviese con él, según sus palabras, y el reino y el paraíso, y la pena y el galardón que predica no fuesen verdaderos, de ninguna manera sufriría estas cosas por nosotros.»
Persuadidos por estas razones, los habitantes de la villa se presentaron en masa a su párroco, pidiéndole que les hiciese cristianos. Él los instruyó, y administró el bautismo a un millar de personas. Pero una mañana los nuevos neófitos, al entrar en la iglesia, se dieron cuenta de que su párroco había desaparecido. Buscáronle por toda la tierra, y al fin le encontraron en la choza que ya antes le había servido de morada. Cumplida su misión, quería renovar los divinos deleites de su vida anacoreta. Tapió la puerta para quitarse toda esperanza de salir, y allí se entregó a las más increíbles penitencias. Llevaba el peso de cada día como si aquél hubiera de ser el último de su vida. Jamás se le vio reír; jamás tocó el aceite su cuerpo, ni el agua su rostro. Su única posesión era un plato de madera donde recibía lo que le traían de comer y una túnica de pieles que le sirvió hasta su muerte. Tenía una naturaleza robusta, capaz de resistir todas las maceraciones, un color rosado en el rostro, que no se ajaba con los ayunos ni con las vigilias, y una serenidad, un buen hurtíor, que no perdía a pesar de todas las impertinencias con que el demonio trataba de molestarle.
Los emisarios del infierno hacían el ridículo cuando se acercaban a su celda. Rezando una vez, a medianoche, el solitario oyó esta voz que entraba por el ventanillo:
—Eres un hombre admirable, señor Abrahán; en toda la tierra no hay otro como tú.
El interpelado respondió, sin volver la cabeza:
—Calla, maldito; bien sé yo que soy un pecador, pero no me importan tus ardides.
Otro día tomaba Abrahán su colación diaria, cuando se presentó delante de él un joven que se empeñaba en volverle el plato al revés. Abrahán sujetó el plato con ambas manos y siguió comiendo sin decir una sola palabra. Entonces el recién venido encendió una linterna y sobre un atril improvisado empezó a cantar salmos hasta desgañitarse.
—Bienaventurados—decía—los que no tienen mancha en su camino.
Cuando terminó de comer Abrahán, se levantó, hizo la señal de la cruz, y, encarándose con el salmista, le dijo:
—Perro inmundo, necio y cobarde, si sabes que los puros son bienaventurados, ¿por qué les molestas?
—Precisamente por eso—respondió el joven.
—No te jactes, miserable—replicó el anacoreta—; si cae alguno de los que tú tientas, no es por tu ingenio, ni por tu fortaleza, ni por tu valentía. Basta una oración, un gesto, para que te desvanezcas como el humo delante del viento.
Un día, sin embargo, los espíritus infernales debieron de estallar en sonoras carcajadas junto a la celda del solitario. He aquí por qué. Tenía Abrahán una sobrina, llamada María, a quien había recogido a su lado desde la más tierna edad. Para ella hizo construir una celda que se comunicaba con la suya por medio de un ventanillo. A través de aquel ventanillo la adoctrinaba en la vida espiritual, la ensenaba a leer y cantar salmos y la dirigía en los más altos caminos del espíritu. María era piadosa, dócil, amiga de la penitencia y obediente a su director. Bastaba una señal para que se despertase en medio de la noche y se entregase alegremente a los ejercicios de la oración. Pero, una vez, el viejo llamó inútilmente.
—Dejémosla dormir—dijo en su interior—; tal vez esté algo enferma.
Amaneció, y volvió a llamar, y Uamó de nuevo al salir el sol.
—Despierta, hija mía. ¿Cómo tienes tanta pereza? Por primera vez, desde que viniste, has dejado de rezar los maitines.
Como nadie le contestaba, Abrahán abrió el ventanillo, y viendo vacía la habitación cercana, empezó a sospechar una triste historia.
—¡Ay de mí!—decía, sollozando—. El lobo se ha llevado la corderilla; la hija mía ha sido arrastrada hacia la cautividad. Tráemela, oh Cristo, Salvador del mundo, vuélvela a su redil para que mi vejez no baje al sepulcro anegada en llanto.
Era verdad lo que el solitario sospechaba. Había en aquella región un falso monje que iba con frecuencia a hablar de sus revelaciones con el santo viejo; pero, después de engañar al tío, se dirigía al ventanillo opuesto para engañar a la sobrina. La sedujo, se la llevó y luego la abandonó. Rodando, rodando, fue a parar la pobre muchacha en un mesón de la ciudad de Assu, en la Troade, donde vivía prostituyendo su virtud y su belleza. Porque era bella, ingeniosa y discreta, y muchos a quienes atraía el cebo de su hermosura quedaban luego envueltos en la red de su conversación.
Pasaron dos años, dos largos años para el solitario de Tynia, que no cesaba de llorar; dos annos cortos para la cortesana de Assu, que, en su inconsciencia, creía haber encontrado la felicidad. Una tarde, un jinete se detuvo a la puerta del mesón. Montaba brioso caballo, vestía rica clámide que dejaba ver el brillo del cinto militar, y el casco de hierro hundido sobre la cabeza le cubría casi la cara. Tenía todo el aspecto de un centurión o de un oficial de la guardia imperial. Entró sin llamar, y riendo maliciosamente, dijo al mesonero;
—He oído que tienes aquí una muchacha muy hermosa; quiero verla.
—Es verdad—dijo el huésped—; por ahí anda.
—¿Su nombre?
—¡María!—gritó con voz aguardentosa el dueño del establecimiento, y apareció la muchacha, dejando una estela de perfumes.
—Ella es—dijo el recién venido, y entregando al huésped una moneda de oro, añadió—: Prepáranos un buen festín; hoy es día de regocijo. Largo camino hice para gozar de este instante.
Después de los vinos llegó la hora del amor.
—Entremos—dijo la joven, envolviendo a su amante en una sonrisa acariciadora.
En la nueva habitación había un lecho ancho y bien oliente. El soldado se sentó en él; la mujer se inclinó a desatarle las sandalias; pero él la detuvo, diciendo:
—Primero cierra bien la puerta.
—Está ya cerrada—replicó ella.
—No; no está bien cerrada; ve y ciérrala de suerte que nadie pueda entrar aquí.
Obedeció ella, y, cuando volvía, el desconocido le asió fuertemente la mano, y le dijo:
—Domna María, acércate a mí.
Después, quitándose el casco que le cubría la frente y los ojos, añadió:
—¿No me conoces, hija mía? ¿Acaso no soy yo quien te educó? ¿Acaso te has olvidado de Abrahán, tu padre? Pero, ¿qué te pasa? ¿Dónde está tu continencia? ¿Dónde tus lágrimas? ¿Dónde tus vigilias? ¿Cómo caíste, hija mía querida, desde la cumbre al abismo? ¿Por qué no dijiste nada a tu padre cuando te invadió el tentador? ¿Crees que yo te hubiera rechazado?
Aterrada de aquel encuentro, confundida por aquellas palabras, la joven estaba como muerta en los brazos del solitario; sin decir una palabra, sin levantar los ojos, sin hacer el menor movimiento. No sabía si gritar, o llorar, o caer pidiendo perdón.
—Pero, ¿a mí no me hablas?—seguía diciendo el anciano—. ¿Crees que yo no tengo el corazón lleno de angustia? ¿Crees que he emprendido por gusto este viaje, y que en balde he comido carne y he bebido vino por vez primera desde hace cincuenta años?
Ahora la joven, repuesta del primer susto, había prorrumpido en llanto amargo, y entre sollozos decía:
—¿Qué quieres que haga? Si no me atrevo a mirar de frente tu rostro, ¿cómo me atreveré, hundida en el cieno de la inmundicia, a pronunciar el santo, el inmaculado nombre de Dios?
—Yo—replicó el anciano—responderé por ti en el día del juicio. Que tu iniquidad caiga sobre mi cabeza, hija mía, y que tú encuentres el reposo del alma. Ahora escúchame; sal de este lugar maldito y ven conmigo a continuar nuestra vida de antaño.
Amanecía, cuando el falso soldado y la mujer arrepentida caminaban por las llanuras de la Troade en busca de su antigua soledad. Ya en el caballo, la joven había dicho al anacoreta:
—Tengo ahí un poco de oro y algunos vestidos; ¿qué mandas hacer de ellos?
—Déjalo—respondió Abrahán—; es el precio del pecado; que se lo lleven los que aman el pecado.
Y empezó de nuevo la vida de penitencia, de oración, de salmodia y de trato con los ángeles. Diez años vivió todavía Abrahán en su encierro, y al poco tiempo de morir vino en busca de su sobrina para llevársela al paraíso, donde no hay lobos, ni falsos monjes, ni mesoneros codiciosos.
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