Isaías describe, a través de la parábola de la viña, la mala respuesta del pueblo de Israel a la alianza sellada con Dios, que con tanto amor cuidó de él a lo largo de su historia:
“Esperó que diese uvas, pero dio agrazones” (Isaías 5, 2).
El canto del amigo de la viña del Señor (Israel) nos invita a preguntarnos qué es lo que ha hecho Dios por nosotros y a que reconozcamos con agradecimiento sus dones.
Dios espera de nosotros justicia y derecho,
no asesinatos e injusticias. “Esperó que diese uvas, pero dio agrazones” (Isaías 5, 2).
El canto del amigo de la viña del Señor (Israel) nos invita a preguntarnos qué es lo que ha hecho Dios por nosotros y a que reconozcamos con agradecimiento sus dones.
Dios espera de nosotros justicia y derecho,
Espera de nosotros honradez, no mentiras y engaños.
Espera de nosotros sensibilidad ante las desgracias ajenas, no dureza de corazón.
Espera de nosotros comprensión, no descalificaciones e intransigencias.
Espera de nosotros optimismo sano y vigoroso, no lamentos y críticas negativas.
Espera de nosotros diálogo y comunicación, no intolerancia y actitud impositiva.
Espera de nosotros confianza y una mente abierta para captar sus mensajes.
Espera de nosotros, sobre todo, que nos abramos a Él y nos abandonemos en sus manos, manos de Padre providente y misericordioso, que nos ama sin medida.
Jesús da testimonio de esta forma divina de proceder, que no se contenta con mandar cuidar la viña a sus obreros, sino que envía a la misma a su propio Hijo como su mayor muestra de amor.
Desgraciadamente, los obreros, que representan a los dirigentes del pueblo, a quienes va dirigida la parábola, van eliminando uno tras otro a los emisarios de Dios y hallan la ocasión definitiva para adueñarse de la viña matando al Hijo.
La mayor tragedia de Israel es no haber aceptado a Jesús como Mesías.
La mayor tragedia del cristianismo es también echar fuera al dueño de la viña y colocar, en su lugar, a jerarcas que actúan con ambición de miras y actitudes ruines con sus subordinados.
La tentación de manipular la fe y utilizarla en propio beneficio sigue latente en dirigentes religiosos con pocos escrúpulos, que empañan así la imagen de la Iglesia y deterioran su credibilidad.
Estos casos, más bien aislados que generales, causan un daño irreparable, porque la gente tiende a juzgar por una “oveja negra” a todo el “rebaño”, de la misma manera que muchos cristianos hemos descalificado y condenado a todo el pueblo judío por la muerte de Jesús, auspiciada por los responsables religiosos de su tiempo.
El papa Francisco, consciente de este peligro, exhorta en la “Evangelii gaudium” a desprendernos de las escorias de nuestras ambiciones y a vivir con sencillez el mensaje evangélico.
La fe cristiana no es el coto privado de unos pocos, con “derechos” adquiridos por servicios prestados, que establecen normas, se reparten parcelas de poder y velan solapadamente la entrada a los que no son de su “cuerda”. Sucede con frecuencia en las parroquias y en otras instituciones religiosas.
Tampoco es un trampolín para promocionarse a nivel económico, político, social…
Hoy se nos exige coherencia, lealtad, servicios desinteresados y comportamientos acordes con la fe que profesamos.
No bastan las palabras, sino predicar con el ejemplo en una sociedad muy sensibilizada ante las injusticias, pero esclava de necesidades creadas artificialmente, viciada por la falta de sólidos valores morales y atrapada por el cultivo del gusto por lo más nuevo, en vez de por lo verdadero y bueno.
Estamos ahora en pleno imperio de lo superficial y efímero.
Cambiamos de manera de pensar, de la misma forma que cambiamos de coche, residencia, mujer o marido. Lo probamos todo y no nos quedamos con nada, porque la sola pasión no llena los vacíos del amor ni los anhelos más profundos de la persona.
Caminamos hacia ninguna parte esperando una regeneración que retarda su inicio en el tiempo.
Hay en la mayoría de la sociedad moderna más autonomía y más crisis interna, más dinero en circulación, pero más pobreza de ideales, a pesar de que muchos se confiesen, o nos confesemos, cristianos.
El consumismo es un virus que contagia a todos. No lo consideramos enemigo, porque entra en nuestras vidas sigilosamente y sin violencia, pero debilita nuestra fe y la arrastra por derroteros cómodos, sin riesgos y compromisos.
La viña del Señor deja así, poco a poco, de cultivarse.
Sé que estoy dibujando una caricatura, pues aún sobrevive un ”resto santo” comprometido y vigoroso, que alimenta la esperanza de un futuro mejor, basándose en las promesas de Dios, que nunca abandona a su pueblo.
Es fácil reconocerlo por sus frutos. Está en Cáritas, hospitales, cárceles, centros de acogida, parroquias, clubs… Siempre echando una valiosa mano a los hambrientos de afecto o víctimas de la exclusión social.
Pero no olvidemos que la fe cristiana no nos da privilegios, ni nos exime de cumplir con nuestro deber. Podemos dormirnos en los “laureles” y propiciar que otros ocupen el puesto de trabajo que no hemos sabido valorar y conservar con garantías. De no ser así:
“la viña del Señor será arrendada a otros trabajadores que den fruto a su tiempo” (Mateo 21, 44)
De hecho, el cristianismo florece actualmente en América, Asia, África y Oceanía. Languidece, en cambio, en Europa. ¿Por qué será?
Cuentan que un monje, en su afán de ver a Dios cara a cara, inició la ascensión a la cumbre de una montaña donde le habían asegurado que moraba el Supremo Hacedor.
Yendo de camino, se topó con un accidente de tráfico y a varios cuerpos malheridos sobre la carretera, a la espera de que llegara la ambulancia, pero no se detuvo porque llevaba mucha prisa.
De pronto, cuando se hallaba a media ladera, estalló una tormenta con fuerte descarga eléctrica y trombas de agua y granizo, que ocasionaron desprendimientos de tierra.
Oyó gritos ladera abajo, pero no se detuvo porque llevaba mucha prisa.
Escampó, se abrió el cielo y un sol diáfano invadió todo el horizonte. Respiró alegre. Parecían haber acabado sus sobresaltos.
Sintió entonces, ya muy próximo a la meta, la sacudida de un terremoto y alaridos de miedo y desesperación, pero continuó impertérrito su ascensión porque llevaba mucha prisa.
Por último, llegó a la cima, vio la casa de Dios, creyó colmado su afán y llamó a la puerta esperando que Dios en persona lo recibiera después de tantas fatigas.
Pero, en su lugar, salió un ángel para anunciarle que Dios había bajado para auxiliar a las víctimas del accidente, la tormenta y el terremoto, y no podía recibirle.
Se acierta en la vida cuando se vive un amor fecundo.
Yendo de camino, se topó con un accidente de tráfico y a varios cuerpos malheridos sobre la carretera, a la espera de que llegara la ambulancia, pero no se detuvo porque llevaba mucha prisa.
De pronto, cuando se hallaba a media ladera, estalló una tormenta con fuerte descarga eléctrica y trombas de agua y granizo, que ocasionaron desprendimientos de tierra.
Oyó gritos ladera abajo, pero no se detuvo porque llevaba mucha prisa.
Escampó, se abrió el cielo y un sol diáfano invadió todo el horizonte. Respiró alegre. Parecían haber acabado sus sobresaltos.
Sintió entonces, ya muy próximo a la meta, la sacudida de un terremoto y alaridos de miedo y desesperación, pero continuó impertérrito su ascensión porque llevaba mucha prisa.
Por último, llegó a la cima, vio la casa de Dios, creyó colmado su afán y llamó a la puerta esperando que Dios en persona lo recibiera después de tantas fatigas.
Pero, en su lugar, salió un ángel para anunciarle que Dios había bajado para auxiliar a las víctimas del accidente, la tormenta y el terremoto, y no podía recibirle.
Se acierta en la vida cuando se vive un amor fecundo.
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