Lugo, en Galicia, es la cuna de Froilán, el noble patricio, a quien Dios hace su voz y su espada, que se unen a la espada y a la voz de los bravos reyes de León para redondear la patria y afirmar la religión. Es Froilán providencial lucero que ilumina entre nosotros el caos de los tiempos de la Reconquista. Días de confusión eran aquéllos, y aquellos hombres, hombres de combate y de rapiña, que llevaban en el alma instintos fuertes y pasiones briosas. Había príncipes rebeldes, reyes caprichosos, condes ambiciosos, con una ambición brutal; pero en ningún desierto faltaba algún conde transformado en penitente. Había obispos rapaces, que reventaban al fin de fantásticos banquetes; pero en todos los grandes monasterios se encontraban obispos dimisionarios, que a los banquetes preferían las legumbres del huerto monacal. San Froilán recibió la misión de recoger aquellos impetuosos bríos para llevarlos a Dios. Su preparación fue en el desierto, como la de San Juan Bautista. Pero el espíritu de apostolado le inquietaba en la soledad. Un día, Froilán se metió en la boca un puñado de carbones llameantes, y su boca se purificó sin quemarse. Tenía la consagración del profeta. Y su palabra empezó a resonar como una trompeta divina en todo el reino de Alfonso III el Magno, desde Lugo, su patria, hasta Oviedo, hasta León, hasta la raya del Duero.
Era una palabra que sembraba haces de luz y globos de fuego, unida a una existencia entorchada de prodigios. Una tarde, la oscuridad le sorprendió en su camino de apóstol. Extendió su manto y echóse bajo la bóveda del cielo; y el cielo se abrió para dejar paso a dos palomas, que bajaron, rápidas como flechas, a introducirse en su pecho. La una era blanca como la nieve recién caída; la otra, roja y brillante como las llamas: bello relato en que los pueblos vieron un símbolo de su doctrina abrasada e inmaculada.
Fue un restaurador espiritual al lado de los condes que el rey Alfonso enviaba a las orillas del Duero para repoblar las antiguas ciudades. Reformador austero, la predicación evangélica salía de sus labios con acentos proféticos. Hablaba de hambres, de pestes, de guerras, de saqueos; de incendios de ciudades. Todo aquel siniestro llamear del alfanje de Almanzor estaba medio siglo antes en el vibrar de su voz. Los hombres lloraban y temblaban al oírle, dejaban sus vanidades y marchaban a morir por la cruz en la batalla o a sepultarse en el hueco de un peñasco. La sola presencia de aquel monje caminando por los pueblos y las ciudades al lado de su asnillo, era un clamor de penitencia.
Ningún instinto se le resistía, ni el instinto de los animales salvajes. Un lobo enorme, hermano y precursor del lobo de Gubbio, devoró un día a su asno y se volvió a la selva. El santo no tuvo más que mandar: «Fiero animal, ven a confesar tu pecado.» Y el animal salió de su guarida y se echó a sus pies. Desde entonces se le vio caminar delante del apóstol, llevando el hatillo de la Biblia y otros libros santos. Tal era el imperio de aquella voz apostólica. Lo mismo domaba a los hombres e imponía sobre sus espaldas el yugo de la ley de Dios.
Los que se convertían con sus predicaciones pedíanle un asilo donde hacer penitencia, y, respondiendo a esos deseos, iba levantando monasterios, que eran como ciudadelas donde guardaba a los libertados del enemigo. Eran estadios de penitencia y hogares de cultura y de arte. Así aseguraba el fruto de su palabra y encendía fogatas de vida en las regiones fronterizas, castigadas por las incursiones seculares de los moros. Una de esas ciudadelas fue Távara; más que ciudadela, fue una ciudad; ocupaba todo un valle del Esla, en la provincia de Zamora. Cerca de mil monjes se agrupaban allí a la sombra de la famosa torre Tavarense. Allí Froilán templaba su voz y caldeaba su alma. Él era el abad, y otro santo, Atilano, que tantas veces le acompañó por los caminos, el prior.
En un cuarto contiguo a la esbelta torre está el escritorio, porque debe haber de todo en un gran monasterio. Allí está ya Magio, niño todavía, el pintor de imaginación poderosa y atormentada, el futuro renovador y embellecedor de la miniatura, que entonces apenas si sabía cortar el pergamino. Los últimos brillos de la tarde doraban la torre policroma; el artista, asomado a un ajimez, recoge las escenas de la vida campesina, y se deleita en aquellos colores que más tarde reproducirá en los pergaminos. Se oía el golpear de los martillos en las herrerías, la salmodia de los hermanos zapateros y de los hermanos panaderos, el murmullo de la sierra y el eco del hacha en los troncos de los árboles. Por todo el valle se afanaban trabajando grupos de hombres vestidos con el tosco sayo monacal, junto al río, al pie de la colina, en el bosque espeso. Era la colmena de los monjes, creación de Froilán. Por el fondo del valle dos viejecitos caminaban penosamente, y delante de ellos el lobo del abad.
—¡Nuestros padres!—exclamó Magio, volviéndose a los escribas.
Froilán y su prior regresaban de la corte de León. Su primera visita fue para el escritorio. Froilán amaba con pasión los libros; Atilano había sido maestro de calígrafos. Estaban tristes; una pena muy honda les abrumaba. Pronto se supo la causa: habíanles hecho obispos; a Froilán, de León; a su prior, de Zamora. Harto habían luchado. Froilán pretextaba que era un pecador y un falso monje, y que tenía hijos—cierto, miles y miles había engendrado para Cristo—; pero nadie lo quiso creer. Tuvo que ir a hacer de una manera especial en la diócesis de León lo que hiciera durante medio siglo en todo el reino.
Entre tanto, Zamora lloraba la ausencia de su pastor, que se había marchado a tierras lejanas; y diariamente, al ocultarse la luz, cerraba con cuidado sus puertas por temor a las mesnadas moras que cabalgaban al otro lado del Duero. Cerradas las encontró una noche un viajero que, apoyado sobre su tosco cayado, avanzaba por la orilla del río. Venía pálido y polvoriento; el cansancio y la penitencia se reflejaban en su cuerpo débil y en su mirada hundida. Sobre el manto raído, una concha le consagraba como peregrino. Disponíase a descansar bajo el manto que la noche tiende sobre las cosas, cuando vio cerca una luz y recordó que allí estaba la ermita de San Vicente. Llamó a la puerta y fue recibido con bondad. Un sencillo matrimonio vivía allí custodiando el altar del mártir. Los ermitaños partieron con el huésped su pobre cena, que, a falta de otra cosa, tuvo la salsa de la caridad.
—Parecerá extraño—decía la mujer al peregrino—. Hay caras en este mundo que se parecen como dos gotas de agua. Así se parece la vuestra a la de nuestro antiguo obispo Atilano.
Y empezó a contar una historia que dos años antes había excitado vivamente la imaginación del pueblo, pero que ya empezaba a olvidarse. Es el hecho que un buen día el obispo desapareció. Afirmaban algunos que se consideraba indigno de regir una iglesia y de llevar una mitra; otros decían que se había acordado de algunos pecadillos de su juventud, y que para borrarlos emprendió una larga peregrinación, y aun añadían que, paseando por el Duero, había arrojado su anillo episcopal al agua, y hasta repetían las palabras que, al hacerlo, dijera: «Entonces sabré que Dios ha perdonado mis pecados, cuando la joya que ahora echo al río vuelva a mi poder.»
Hombre bueno era aquel pastor perdido: providencia para los desgraciados, para los niños alegría, para todos norte y consejo. La doctrina de la verdad fluía de su boca con la misma abundancia que la limosna de sus manos. Era mucho lo que sabía, y decíalo tan elegantemente, que pocos le igualaban en aquel reino del gran Alfonso, que Dios aumentaba cada día con ruidosas victorias. Él había venido de tierra de moros, de la región de Tarazona; pero en su nueva patria lo había encontrado todo: fe, ciencia, devoción, favores de reyes y admiración de pueblos. Había predicado por todo el reino con el obispo Froilán, de santa memoria; había aprendido mucho leyendo y copiando libros en la abadía famosa de Sahagún; en Távara había sido capitán de legiones de monjes, y, al fin, cuando el rey quiso repoblar aquella ciudad de Zamora y hacer de ella una avanzada de la Cruz, en la misma frontera del Islam, no había encontrado hombre más a propósito para dirigir al pueblo cristiano en el puesto del peligro que aquel varón bienaventurado, hecho a todas las fatigas y ávido de azares y martirios. Y allí Atilano era centinela y padre y maestro, confianza de los guerreros y sostén de los trabajadores.
La buena mujer hablaba, hablaba sin descanso, y no caía en la cuenta de que su marido se dormía, y de que entre la barba nevada del huésped florecían sonrisas burlonas...
Al día siguiente fue, muy de mañana, el ermitaño al palacio episcopal, para recoger la limosna que diariamente recibía del administrador de la curia. Dábale el limosnero algunos pececillos; pero, habiendo dicho que tenía en su casa un huésped ilustre, que había recorrido muchas tierras y que parecía ser un varón de Dios, le añadieron un gran barbo del Duero. Ya en casa, salió a recoger unos palos para encender la lumbre, mientras su mujer limpiaba y destripaba el pez. El peregrino, entre tanto, en un rincón de la ermita, prolongaba su oración entre lágrimas y sollozos.
De repente, la buena mujer empieza a lanzar gritos nerviosos y descompasados:
—¡Milagro!, ¡milagro! ¡El anillo del obispo! Es esta misma figura: el hombre con la oveja al hombro. ¡Yo misma se lo besé cien veces! ¿Habráse visto caso más extraño? Y, no cabe duda, es él. ¡En las entrañas del pez! ¡María Santísima, qué cosas pasan en la vida!
—Pero ¿qué te sucede, mujer? Parece que te has vuelto loca—dijo el ermitaño, apareciendo en el umbral con su carga de leña.
—No es para menos, hijo—replicó ella—. Figúrate tú: el anillo del obispo Atilano; el mismo, el mismo, en la tripa del pez.
—Efectivamente—dijo el ermitaño, cogiendo la joya en su mano.
—¿Ves—observó ella—cómo era verdad todo lo que se contaba? ¿Y sabes lo que estoy pensando?... Que ese palmero es él. Ya le dije ayer que se le parecía. Ahora no me cabe duda que es él.
Unos momentos después, cuando el huésped, atraído por los gritos, salía de la capilla, aquella mujer corrió hacia él, y, mostrándole el anillo, le dijo:
—¿Conocéis esto?
—¡Cómo!—exclamó el desconocido—. ¿Le teníais vos?
—No; le tenía este barbo que hoy nos han dado para comer.
La cara del peregrino se iluminó, sus ojos se llenaron de lágrimas, cayó de rodillas, y exclamó: «Bendito seas, Señor Dios de Israel, que te has dignado visitar a tu siervo. Alábenle los que glorifican tus misericordias, porque sabes la hora en que has de consolar y ensalzar a los que te temen. ¿Quién soy yo, hombrecillo miserable, para que hagas conmigo semejantes maravillas?» Y cuentan las viejas crónicas que en aquel mismo instante todas las campanas de la ciudad empezaron a repicar, movidas por manos invisibles. Y la ciudad en masa se apresuró a recibir a su obispo.
Muchas veces encontramos en las vidas de los santos hechos que llamamos casualidades, y aunque lo sean, a nuestra manera de entender, no lo son con respecto a Dios. Dios, que tiene en sus manos los hilos de todos los movimientos de las cosas, ha querido más de una vez hacerlos converger de una manera prodigiosa, para mayor gloria de sus siervos. Si recordamos la sentencia de los salmos: «Dios hará la voluntad de los que le temen», no nos extrañaremos de la manera con que Dios quiso premiar la fe, la delicadeza, la sencillez de su siervo Atilano, a quien el temor de haber ofendido a un Padre tan bueno no permitía descansar.
Siete años gobernó todavía la diócesis de Zamora; su nombre aparece en los documentos hasta el 915: «Atilanus peccator. Atilano, pecador.» Una lápida de la vieja catedral románica recuerda todavía el lugar de su sepultura y los prodigios que obró en favor de los necesitados. Su figura es una de las más hermosas del episcopado medieval en el reino leonés. Lo que más nos admira en él es el anhelo de perfección que le animaba. Él le lleva desde las orillas del Ebro a una tierra donde se podía practicar el Evangelio con toda libertad; él le lleva al monasterio de Sahagún, donde hace dos siglos se enseñaba todavía un códice escrito por su mano; él le encamina hacia San Froilán, a quien sigue con humildad admirativa; y él, finalmente, con el recuerdo de la sentencia de San Pablo: «No sea que predicando a los demás sea yo condenado», le hizo emprender aquella famosa peregrinación que terminó tan prodigiosamente.
En Távara quedaba Magio, el gran miniaturista, y después de él vendrá su discípulo Emeterio, el que puso estas palabras al pie de un dibujo de la torre: «¡Oh torre tavarense, alta y lapídea, donde tanto tiempo pasé inclinado sobre el códice, quebrantando juntamente mi cálamo y mis miembros!..,» Aún conservamos las obras maestras de estos artistas de Távara, que, unos lustros después de la muerte del fundador del monasterio, transcribieron e iluminaron en su escritorio los comentarios del Apocalipsis del Beato de Liébana. En su arte vibra la genuina aspiración de la raza. Es francamente español por la fuerza del colorido, por las riquezas de los detalles, por la energía, la vida, el dramatismo y el movimiento profundo de las escenas. El sentido de la realidad se junta a la más desaforada imaginación; y si las figuras se alejan con frecuencia, la llama que late dentro hace de este arte monacal uno de los más impresionantes de todos los siglos... Después vino Almanzor, y de la bella torre no volvieron a salir más santos para el Cielo ni más obras maestras para la tierra.
Era una palabra que sembraba haces de luz y globos de fuego, unida a una existencia entorchada de prodigios. Una tarde, la oscuridad le sorprendió en su camino de apóstol. Extendió su manto y echóse bajo la bóveda del cielo; y el cielo se abrió para dejar paso a dos palomas, que bajaron, rápidas como flechas, a introducirse en su pecho. La una era blanca como la nieve recién caída; la otra, roja y brillante como las llamas: bello relato en que los pueblos vieron un símbolo de su doctrina abrasada e inmaculada.
Fue un restaurador espiritual al lado de los condes que el rey Alfonso enviaba a las orillas del Duero para repoblar las antiguas ciudades. Reformador austero, la predicación evangélica salía de sus labios con acentos proféticos. Hablaba de hambres, de pestes, de guerras, de saqueos; de incendios de ciudades. Todo aquel siniestro llamear del alfanje de Almanzor estaba medio siglo antes en el vibrar de su voz. Los hombres lloraban y temblaban al oírle, dejaban sus vanidades y marchaban a morir por la cruz en la batalla o a sepultarse en el hueco de un peñasco. La sola presencia de aquel monje caminando por los pueblos y las ciudades al lado de su asnillo, era un clamor de penitencia.
Ningún instinto se le resistía, ni el instinto de los animales salvajes. Un lobo enorme, hermano y precursor del lobo de Gubbio, devoró un día a su asno y se volvió a la selva. El santo no tuvo más que mandar: «Fiero animal, ven a confesar tu pecado.» Y el animal salió de su guarida y se echó a sus pies. Desde entonces se le vio caminar delante del apóstol, llevando el hatillo de la Biblia y otros libros santos. Tal era el imperio de aquella voz apostólica. Lo mismo domaba a los hombres e imponía sobre sus espaldas el yugo de la ley de Dios.
Los que se convertían con sus predicaciones pedíanle un asilo donde hacer penitencia, y, respondiendo a esos deseos, iba levantando monasterios, que eran como ciudadelas donde guardaba a los libertados del enemigo. Eran estadios de penitencia y hogares de cultura y de arte. Así aseguraba el fruto de su palabra y encendía fogatas de vida en las regiones fronterizas, castigadas por las incursiones seculares de los moros. Una de esas ciudadelas fue Távara; más que ciudadela, fue una ciudad; ocupaba todo un valle del Esla, en la provincia de Zamora. Cerca de mil monjes se agrupaban allí a la sombra de la famosa torre Tavarense. Allí Froilán templaba su voz y caldeaba su alma. Él era el abad, y otro santo, Atilano, que tantas veces le acompañó por los caminos, el prior.
En un cuarto contiguo a la esbelta torre está el escritorio, porque debe haber de todo en un gran monasterio. Allí está ya Magio, niño todavía, el pintor de imaginación poderosa y atormentada, el futuro renovador y embellecedor de la miniatura, que entonces apenas si sabía cortar el pergamino. Los últimos brillos de la tarde doraban la torre policroma; el artista, asomado a un ajimez, recoge las escenas de la vida campesina, y se deleita en aquellos colores que más tarde reproducirá en los pergaminos. Se oía el golpear de los martillos en las herrerías, la salmodia de los hermanos zapateros y de los hermanos panaderos, el murmullo de la sierra y el eco del hacha en los troncos de los árboles. Por todo el valle se afanaban trabajando grupos de hombres vestidos con el tosco sayo monacal, junto al río, al pie de la colina, en el bosque espeso. Era la colmena de los monjes, creación de Froilán. Por el fondo del valle dos viejecitos caminaban penosamente, y delante de ellos el lobo del abad.
—¡Nuestros padres!—exclamó Magio, volviéndose a los escribas.
Froilán y su prior regresaban de la corte de León. Su primera visita fue para el escritorio. Froilán amaba con pasión los libros; Atilano había sido maestro de calígrafos. Estaban tristes; una pena muy honda les abrumaba. Pronto se supo la causa: habíanles hecho obispos; a Froilán, de León; a su prior, de Zamora. Harto habían luchado. Froilán pretextaba que era un pecador y un falso monje, y que tenía hijos—cierto, miles y miles había engendrado para Cristo—; pero nadie lo quiso creer. Tuvo que ir a hacer de una manera especial en la diócesis de León lo que hiciera durante medio siglo en todo el reino.
Entre tanto, Zamora lloraba la ausencia de su pastor, que se había marchado a tierras lejanas; y diariamente, al ocultarse la luz, cerraba con cuidado sus puertas por temor a las mesnadas moras que cabalgaban al otro lado del Duero. Cerradas las encontró una noche un viajero que, apoyado sobre su tosco cayado, avanzaba por la orilla del río. Venía pálido y polvoriento; el cansancio y la penitencia se reflejaban en su cuerpo débil y en su mirada hundida. Sobre el manto raído, una concha le consagraba como peregrino. Disponíase a descansar bajo el manto que la noche tiende sobre las cosas, cuando vio cerca una luz y recordó que allí estaba la ermita de San Vicente. Llamó a la puerta y fue recibido con bondad. Un sencillo matrimonio vivía allí custodiando el altar del mártir. Los ermitaños partieron con el huésped su pobre cena, que, a falta de otra cosa, tuvo la salsa de la caridad.
—Parecerá extraño—decía la mujer al peregrino—. Hay caras en este mundo que se parecen como dos gotas de agua. Así se parece la vuestra a la de nuestro antiguo obispo Atilano.
Y empezó a contar una historia que dos años antes había excitado vivamente la imaginación del pueblo, pero que ya empezaba a olvidarse. Es el hecho que un buen día el obispo desapareció. Afirmaban algunos que se consideraba indigno de regir una iglesia y de llevar una mitra; otros decían que se había acordado de algunos pecadillos de su juventud, y que para borrarlos emprendió una larga peregrinación, y aun añadían que, paseando por el Duero, había arrojado su anillo episcopal al agua, y hasta repetían las palabras que, al hacerlo, dijera: «Entonces sabré que Dios ha perdonado mis pecados, cuando la joya que ahora echo al río vuelva a mi poder.»
Hombre bueno era aquel pastor perdido: providencia para los desgraciados, para los niños alegría, para todos norte y consejo. La doctrina de la verdad fluía de su boca con la misma abundancia que la limosna de sus manos. Era mucho lo que sabía, y decíalo tan elegantemente, que pocos le igualaban en aquel reino del gran Alfonso, que Dios aumentaba cada día con ruidosas victorias. Él había venido de tierra de moros, de la región de Tarazona; pero en su nueva patria lo había encontrado todo: fe, ciencia, devoción, favores de reyes y admiración de pueblos. Había predicado por todo el reino con el obispo Froilán, de santa memoria; había aprendido mucho leyendo y copiando libros en la abadía famosa de Sahagún; en Távara había sido capitán de legiones de monjes, y, al fin, cuando el rey quiso repoblar aquella ciudad de Zamora y hacer de ella una avanzada de la Cruz, en la misma frontera del Islam, no había encontrado hombre más a propósito para dirigir al pueblo cristiano en el puesto del peligro que aquel varón bienaventurado, hecho a todas las fatigas y ávido de azares y martirios. Y allí Atilano era centinela y padre y maestro, confianza de los guerreros y sostén de los trabajadores.
La buena mujer hablaba, hablaba sin descanso, y no caía en la cuenta de que su marido se dormía, y de que entre la barba nevada del huésped florecían sonrisas burlonas...
Al día siguiente fue, muy de mañana, el ermitaño al palacio episcopal, para recoger la limosna que diariamente recibía del administrador de la curia. Dábale el limosnero algunos pececillos; pero, habiendo dicho que tenía en su casa un huésped ilustre, que había recorrido muchas tierras y que parecía ser un varón de Dios, le añadieron un gran barbo del Duero. Ya en casa, salió a recoger unos palos para encender la lumbre, mientras su mujer limpiaba y destripaba el pez. El peregrino, entre tanto, en un rincón de la ermita, prolongaba su oración entre lágrimas y sollozos.
De repente, la buena mujer empieza a lanzar gritos nerviosos y descompasados:
—¡Milagro!, ¡milagro! ¡El anillo del obispo! Es esta misma figura: el hombre con la oveja al hombro. ¡Yo misma se lo besé cien veces! ¿Habráse visto caso más extraño? Y, no cabe duda, es él. ¡En las entrañas del pez! ¡María Santísima, qué cosas pasan en la vida!
—Pero ¿qué te sucede, mujer? Parece que te has vuelto loca—dijo el ermitaño, apareciendo en el umbral con su carga de leña.
—No es para menos, hijo—replicó ella—. Figúrate tú: el anillo del obispo Atilano; el mismo, el mismo, en la tripa del pez.
—Efectivamente—dijo el ermitaño, cogiendo la joya en su mano.
—¿Ves—observó ella—cómo era verdad todo lo que se contaba? ¿Y sabes lo que estoy pensando?... Que ese palmero es él. Ya le dije ayer que se le parecía. Ahora no me cabe duda que es él.
Unos momentos después, cuando el huésped, atraído por los gritos, salía de la capilla, aquella mujer corrió hacia él, y, mostrándole el anillo, le dijo:
—¿Conocéis esto?
—¡Cómo!—exclamó el desconocido—. ¿Le teníais vos?
—No; le tenía este barbo que hoy nos han dado para comer.
La cara del peregrino se iluminó, sus ojos se llenaron de lágrimas, cayó de rodillas, y exclamó: «Bendito seas, Señor Dios de Israel, que te has dignado visitar a tu siervo. Alábenle los que glorifican tus misericordias, porque sabes la hora en que has de consolar y ensalzar a los que te temen. ¿Quién soy yo, hombrecillo miserable, para que hagas conmigo semejantes maravillas?» Y cuentan las viejas crónicas que en aquel mismo instante todas las campanas de la ciudad empezaron a repicar, movidas por manos invisibles. Y la ciudad en masa se apresuró a recibir a su obispo.
Muchas veces encontramos en las vidas de los santos hechos que llamamos casualidades, y aunque lo sean, a nuestra manera de entender, no lo son con respecto a Dios. Dios, que tiene en sus manos los hilos de todos los movimientos de las cosas, ha querido más de una vez hacerlos converger de una manera prodigiosa, para mayor gloria de sus siervos. Si recordamos la sentencia de los salmos: «Dios hará la voluntad de los que le temen», no nos extrañaremos de la manera con que Dios quiso premiar la fe, la delicadeza, la sencillez de su siervo Atilano, a quien el temor de haber ofendido a un Padre tan bueno no permitía descansar.
Siete años gobernó todavía la diócesis de Zamora; su nombre aparece en los documentos hasta el 915: «Atilanus peccator. Atilano, pecador.» Una lápida de la vieja catedral románica recuerda todavía el lugar de su sepultura y los prodigios que obró en favor de los necesitados. Su figura es una de las más hermosas del episcopado medieval en el reino leonés. Lo que más nos admira en él es el anhelo de perfección que le animaba. Él le lleva desde las orillas del Ebro a una tierra donde se podía practicar el Evangelio con toda libertad; él le lleva al monasterio de Sahagún, donde hace dos siglos se enseñaba todavía un códice escrito por su mano; él le encamina hacia San Froilán, a quien sigue con humildad admirativa; y él, finalmente, con el recuerdo de la sentencia de San Pablo: «No sea que predicando a los demás sea yo condenado», le hizo emprender aquella famosa peregrinación que terminó tan prodigiosamente.
En Távara quedaba Magio, el gran miniaturista, y después de él vendrá su discípulo Emeterio, el que puso estas palabras al pie de un dibujo de la torre: «¡Oh torre tavarense, alta y lapídea, donde tanto tiempo pasé inclinado sobre el códice, quebrantando juntamente mi cálamo y mis miembros!..,» Aún conservamos las obras maestras de estos artistas de Távara, que, unos lustros después de la muerte del fundador del monasterio, transcribieron e iluminaron en su escritorio los comentarios del Apocalipsis del Beato de Liébana. En su arte vibra la genuina aspiración de la raza. Es francamente español por la fuerza del colorido, por las riquezas de los detalles, por la energía, la vida, el dramatismo y el movimiento profundo de las escenas. El sentido de la realidad se junta a la más desaforada imaginación; y si las figuras se alejan con frecuencia, la llama que late dentro hace de este arte monacal uno de los más impresionantes de todos los siglos... Después vino Almanzor, y de la bella torre no volvieron a salir más santos para el Cielo ni más obras maestras para la tierra.
No hay comentarios:
Publicar un comentario