Hermosisima y nobilísima, espejo y norma de santidad para todos los cordobeses.» Columba fue la más entusiasta en aquella lucha épica que a mediados del siglo IX sostuvo el cristianismo español con el Islam. Arrebatada por las ráfagas de misticismo que la palabra de Eulogio había levantado en la cristiandad andaluza, esta joven patricia se había entregado con todo el ímpetu de su alma fiera a las más duras prácticas de la vida monacal; y allí, en su monasterio tabanense, entre los primeros escarpes de la sierra, entre el susurro acariciador de las selvas y entre los ardientes arrebatos de la contemplación, su vida era feliz. Con su hermana Isabel gobernaba y dirigía a las demás monjas, atenta muy particularmente a formar los corazones de la juventud. Antes de entrar en el monasterio tuvo que luchar con la resistencia de su madre, que se empeñaba en casarla con uno de los jóvenes más ricos y elegantes de la capital. La muerte de la madre terminó con aquella situación violenta. Libre para seguir los impulsos de su vocación, propúsose la joven ganar el tiempo perdido. San Eulogio, que se contenta con hacer una alusión discreta a su belleza, no encuentra palabras para trazarnos su retrato moral: «Era la primera por la gracia del alma; en su conversación, laudable; en la humildad, sublime; en la castidad, perfecta; firme en la caridad; para la oración, atenta; dócil para obedecer, pronta para compadecerse, fácil para perdonar, dispuesta para enseñar y elocuente para predicar. Nunca se dejó llevar de la ira; cuando las niñas se desmandaban o veía alguna hermana negligente, bastaba para corregirlas una humilde mirada de sus ojos. Nunca abrió su boca para la vanidad; su corazón y sus labios sólo de Cristo hablaban. Jamás molestó a nadie con sus palabras. Conozco, me decía, los engaños de los demonios y la malicia de los hombres, que condenan con frecuencia al que es inocente delante de Dios.»
En medio de esta vida inmaculada, Columba sentía acerbamente el aguijón de las tentaciones. El enemigo oscurecía su alma con tristezas y sequedades; unas veces ponía en su corazón el hastío de vivir; otras le prometía una vida prolongada; recordábale las figuras de los jóvenes elegantes que había visto en las fiestas ruidosas de la corte y fatigábala con toda suerte de imaginaciones mundanas. Era una verdadera naturaleza meridional, vehemente y apasionada. Incapaz de sofocar aquellas sugestiones inquietantes, lloraba, presa de un pánico terrible, y mortificaba su cuerpo con penitencias espantosas. Temía resbalar hacia la muerte y perder la compañía del Esposo. «El ardor con que le deseo —decía ella a Eulogio, al confiarle todas esas ludias interiores—abre en mi carne y en mi alma tan desgarradora herida, que sólo podrá curarme una mirada suya en el Cielo.»
Un grande anhelo atormentaba el corazón impetuoso de esta virgen: ir a ver a Cristo. Tenía una voz hermosa, y las monjas, sus hermanas, oíanla muchas veces cantar una delicada antífona, que nuestros padres, dice San Eulogio, compusieron con suave melodía. «Ábreme, Señor—cantaba la joven enamorada—, las puertas de tu paraíso, para que vuelva a aquella patria donde la muerte no existe, donde la dulzura del gozo es perpetua.» Los mozarabistas han descifrado la añeja melodía que compusieron nuestros padres, aquellos que enaltecieron los Concilios toledanos, tal vez Eugenio, el obispo santo, músico y poeta. Y esa aneja melodía es el alma de la virgen, serenada por las consolaciones de la oración continua. Al oír tales gorjeos, nos figuramos la mirada de Columba, colgada de la mirada de Dios, como la alondra en el aire, en un éxtasis confiado y tranquilo. El ave de la melancolía bate todavía sus alas; pero levemente, suavemente. La esperanza conforta el corazón, las pasiones se han apagado, la carne tiembla; pero tiembla casi de regocijo, al recordar aquel reino donde la muerte no existe, donde el gozar es perpetuo. Los últimos acentos de la música, tan honda, tan inspirada, son la expresión jubilosa, con un júbilo íntimo y discreto, de un grande anhelo que pronto se va a realizar.
Este anhelo iba creciendo en el alma de Columba, sin robarle la santa serenidad, ganada a costa de tantas luchas. La furia de la persecución vino a exacerbarle y encenderle más todavía. El triunfo de Digna, una de sus compañeras, y el martirio del joven Isaac, a quien tantas veces había visto en el coro en las dulzuras de la contemplación, fueron para ella como presagios de su propia victoria. La salmodia de los clérigos de San Cipriano avivaba más aún su entusiasmo. La persecución habíala obligado a refugiarse juntamente con sus hermanas en una casa contigua a la iglesia de San Cipriano, dentro de la ciudad. Indignado por la agresividad de los monjes tabanenses, que eran los más audaces en maldecir de Mahoma, el emir había mandado arruinar su convento, aquel nido de paz, como decía Columba: aquel nido de fanatismo, como decían los enemigos de los mártires La selva, que antes alegraba los muros de la colmena monacal, estaba solitaria y muda. Unos años más tarde volverá a animarse con el bullicio de otros ascetas, los sufíes de la religión musulmana. Entre aquellas ruinas se refugiará a fines de aquel mismo siglo el filósofo Abenmasarra para esquivar el fanatismo de los alfaquíes; atraídos por su elocuencia, acudirán a su lado, en tropel, los jóvenes cordobeses, y a las enseñanzas de Eulogio sucederán las doctrinas audaces del maestro musulmán, que, con prácticas devotas y alegorías místicas, sabrá disfrazar su panteísmo materialista al estilo de Empédocles.
Lo mismo en la ciudad que en la sierra, Columba seguía suspirando por la mansión del Cielo, y un día, llamada por voces milagrosas, salió de casa y se echó a la calle. Era una calle que no conocía. Junto a ella pasaban mahometanos envueltos en lucientes borrocanes, mujeres tapadas con amplios velos, hombres del pueblo que caminaban apresuradamente a sus tareas. Era una mañana otoñal, ruidosa y alegre. No acostumbrada a aquel ambiente. Columba acabó por desorientarse. No sabía dónde estaba la muerte, o por mejor decir, la victoria. Siempre es más difícil encontrar la victoria que la muerte. Tuvo que detener a uno de los transeúntes y preguntarle dónde vivía el juez de la aljama. Las calles eran largas, estrechas, tortuosas; pero inquiriendo diligentemente, la virgen halló lo que buscaba, la casa del juez y al juez mismo. Era un hombre sencillo, de bruscas maneras y más amante de la libertad del campo que de las elegancias cortesanas. Cuando fueron de parte de Abderramán a llevarle el nombramiento de juez de la aljama cordobesa, estaba arando en un cortijo que tenía no lejos de Córdoba, en el llano de las Bellotas. Se llamaba Said-ben-Soleimán. Vestía una chupa blanca, una capa del mismo color y un bonete puntiagudo, también blanco. En su patriarcal simplicidad, presentábase a pie en el juzgado, despreciando los caballos en que iban sus antecesores, y cuando terminaba las tareas curiales, cogía de entre su capa un panecillo y lo llevaba a cocer en un horno cercano. Era independiente de carácter, y más bondadoso que severo, pero su fervor religioso rayaba en verdadero fanatismo un fanatismo que no había hecho más que crecer durante aquellos años de choques continuos entre cristianos y musulmanes. Ningún juez había mandado tantos mártires al suplicio. Al principio, frente a aquellos reos de un género nuevo, se sintió perplejo; pero luego fue inflexible. Mahomed, que al subir al trono había quitado las altas dignidades a los servidores de su padre para dárselas a los que participaban de su odio contra los discípulos de Cristo, confirmó en la suya a Said, porque estaba seguro de su intolerancia. Sin embargo, ahora la virgen cristiana le encontró tan humano y condescendiente, que tuvo miedo de volverse a casa avergonzada y vencida.
Columba llevaba nada menos que el propósito de convertir al cadí. Recibida cordialmente por Aben Soleimán, empezó a hablar con mucha dulzura; con mucha discreción y con mucha serenidad; sin duda, en la lengua romance, que entendían todos los andaluces. El juez no se daba cuenta de lo que decía, entretenido por la suavidad de su voz y cautivado por la belleza de su rostro. Por otra parte, no es fácil convertir a un musulmán y menos a un alfaquí, a quien la política anticristiana de Mahomed había confiado sus preocupaciones persecutorias. Said no se atrevió a condenar a la joven, pareciéndole mejor la solución en manos de los visires. El emir estaba entonces probablemente en Sevilla; en las costas del sur, donde los primeros Omeyas solían pasar una temporada durante el otoño.
Llevada a palacio, Columba conservó su misma actitud y su misma firmeza. El número de sus oyentes había aumentado; mayor razón para hablar con nueva audacia. Hizo la profesión de su fe, expuso brevemente la verdad evangélica, refutó las doctrinas del Islam, presentó a Mahoma como el muñidor de un inmenso engaño, y exhortó a los consejeros a dejar sus ridículas enseñanzas. Se expresaba con fuerza y al mismo tiempo con suavidad; con tal suavidad, que los príncipes y los eunucos, maravillados de su gracia, pusieron todo su empeño en salvarla. Pero ante los consejos de la prudencia humana, su ánimo se enardecía y de sus labios salían palabras ardientes como brasas: «No creáis—decía—que Cristo tiene una esposa tan fácil de seducir. Me prometéis abundancia de riquezas; pero, ¿quién más rico que Él? Me prometéis matrimonios terrenos; ¿es que hay alguien más hermoso que Aquel que vence en hermosura a todos los hijos de los hombres?» Y cuando la representaban el poder del islamismo, que en poco más de un siglo había conquistado la mitad del mundo romano, ella respondía: « ¿Dónde hay Iglesia o religión más santa que la verdad de la fe evangélica, que, anunciada por todo el mundo con la predicación de los Apóstoles, nos da la certidumbre de que toda profecía a ella contraria es engaño patente? Dejad, pues, la vanidad, y buscad al guía seguro del Evangelio, para que no seáis llamados abortos de la muerte y engendros de las tinieblas, sino más bien hijos de la luz. Pues Él nos dijo: Quien me sigue no anda en tinieblas, y todo el que vive y cree en Mí no morirá jamás.»
Tal fue el sermón de Santa Columba, bello, audaz, apasionado, inflamado en la caridad; pero los visires, que no estaban para oír sermones, aunque los pronunciasen los labios más discretos, la condenaron a muerte y volvieron el odio por el amor. Un verdugo, que había sido también ganado por su hechizo, se apoderó de ella, y con todo respeto la llevó a la orilla del río. Tal era el contento de la virgen, que quiso pagarle aquel beneficio dándole una generosa recompensa, tal vez alguna joya de oro de las que antiguamente habían adornado su pecho. Luego inclinó la delicada cerviz, cayó el hacha, rodó por el suelo la cabeza, y la túnica de lino se enrojeció de sangre. Pocos días después, unos monjes encontraron su cuerpo en el río; se lo llevaron a Eulogio, y Eulogio lo mandó sepultar fuera de la ciudad, en la iglesia de Santa Eulalia. El recuerdo de Columba le seguirá, mientras viva, como un perfume. La virgen tabanense es una de las figuras que nos pinta con más cariño, y al terminar su conmovedora historia, no puede menos de dirigirse a ella con la confianza de quien había penetrado en vida todas sus intimidades: «Por lo demás, ¡oh sacratísima!, tú, que viviendo adornaste la Iglesia católica con los joyeles de tus virtudes, y muerta la defiendes con el alto patrocinio de tus méritos, no te olvides de este tu amigo y cliente: sácame de los lazos del mundo, arráncame de las borrascas del siglo, y, después de la muerte, dame el descanso del paraíso.»
En el momento en que España se disponía a expulsar de su suelo la Media Luna, el peligro judío se hacía más temible que nunca. Había judíos fieles a su religión y judíos conversos, y estos últimos eran los más peligrosos. Ya no les bastaba tener la plata, el comercio y la industria: necesitaban apoderarse de la influencia política y religiosa, del palacio real y las casas señoriales, de las dignidades civiles y eclesiásticas. Los cristianos viejos se dolían, en frase de uno de ellos, «al ver la empinación e lozanía de muy gran riqueza e vanagloria de muchos sabios e doctos e obispos e canónigos e frailes e abades e contadores e secretarios e factores conversos, que rodeaban a los mismos reyes; heríales la osadía de los letrados de aquel linaje, que estaban a punto de predicar la ley de Moisés, y érales insoportable la credulidad de los simples que non podían encubrir el ser judíos». La Iglesia y el Estado se hallaban a punto de caer en manos de sus peores enemigos, conversos por conveniencia la mayor parte de ellos, que seguían afectos a sus antiguos ritos y escarnecían en sus casas los misterios del cristianismo.
Para reprimir abusos, para refrenar traiciones, para castigar apostasías, surgió el Santo Tribunal de la Inquisición, y al frente de él la figura austera, impasible, incorruptible, de fray Tomás de Torquemada. «Ningún tribunal hay de mayor espanto en todo el mundo para los malos—decía el Padre Mariana—, ni de mayor provecho para toda la cristiandad. Remedio dado del Cielo, que sin duda no bastara prudencia humana para prevenir.» La oposición fue ruda por parte de los conversos. Intrigaron en la corte, ofrecieron cuentos de maravedises, conjuraron contra la vida del gran inquisidor y acudieron a todos los medios de la violencia. Sin dejarse intimidar, Torquemada recorría el reino apresando «a los más honrados e ricos conversos, veinticuatros, jurados, letrados, bachilleres e hombres de mucho favor». A principios de 1484 convocaba en Zaragoza una junta magna de doctores, caballeros y magnates, para decirles que venía a introducir el Santo Oficio en Aragón. Todos acataron su voluntad; todos aprobaron la lista de las personas que en calidad de inquisidores, oficiales, fiscales y alguaciles debían integrar el Santo Tribunal en aquella tierra. Al frente iba el nombre de un canónigo de la ciudad, Pedro de Arbués, digno de gozar de la confianza del famoso Doninico. Era un hombre grave, docto y austero. Carácter firme, piedad profunda, costumbres inmaculadas. El pueblo le llamaba ya el santo maestro Epila, por la integridad de su conducta, porque había estudiado y enseñado en San Clemente de Bolonia, y por el pueblo de su nacimiento. Un antiguo biógrafo dice de él que desde su infancia doró el hierro del pecado original con el oro celeste de las virtudes.
La presencia de Torquemada sembró también el pánico entre los judíos zaragozanos. También ellos eran ricos, poderosos e influyentes. También ellos hubieran podido decir, como los de Sevilla: «Nosotros, ¿no somos los principales de esta ciudad en tener? Fagamos gente; e si nos vinieren a prender, con la gente e con el pueblo meteremos a bollicio las cosas, e así los mataremos a ellos e nos vengaremos.» Un buen número de canónigos, jurados, asesores, oidores y magnates descendían de cristianos nuevos, entre ellos, el justicia y el vicario del Arzobispado. Temple de hierro, Arbués procedió a cumplir su misión: publicó edictos, decretó prisiones, confiscó haciendas y desenterró antiguos procesos. Los conversos se prepararon a la defensa. Trataron de soliviantar al pueblo, diciéndole que la nueva institución era contraria a sus fueros; pero el pueblo quería la Inquisición. Acudieron luego a la corte; pero tampoco allí consiguieron nada. Entre tanto, los ánimos se agriaban; llegaban noticias de conjeturas y atentados, y se repetían con gesto amenazador las palabras de un rabino sevillano, que decía a los suyos: «Hijos, gente bien me paresce que basta, ¡tal sea mi vida! Pero ¡qué! Los corazones, ¿dónde están? ¡Dadme corazones!»
Reunidos en la casa de Luis de Santángel los principales judaizantes de Zaragoza, convinieron unánimemente «que se imponía matar un inquisidor, porque, muerto él, no osarían venir otros». Juraron todos el secreto y acordaron hacer entre los convertidos una gruesa derrama para llevar a cabo el proyecto. Allegada la suma, se reunieron otra vez para ultimar el plan. Dudaban unos, temían otros, vacilaban todos en la adopción de los medios, cuando se levantó, lleno de ira, uno de los conjurados, García de Moros, y pronunció estas palabras: «Bien paresce, señores, que somos todos para poco; pues non matamos, non a un inquisidor, sinon a dos o tres; que si asi lo ficiéramos, guardarse hían de venir otros a facer esta inquisición.» Estas palabras, aplaudidas por toda la concurrencia, eran una sentencia de muerte. Buscóse a los asesinos, se les entregó quinientos florines y se les recomendó asegurar bien el golpe. Desde luego, era preferible la cabeza del maestro Epila; pero, en su defecto, podría reemplazarle cualquiera de sus auxiliares.
A las dos de la mañana del 15 de septiembre de 1485, el canónigo Pedro de Arbués se dirigía, según su costumbre, a cantar los maitines en la catedral. Sintió ruido detrás de él y apresuró el paso. Sabía que le querían matar. Unos días antes, varios hombres habían intentado limar las rejas de su habitación, y el día anterior se había librado, en una iglesia, a duras penas, del puñal. Dispuesto a defenderse, llevaba un bastón con estoque, un gran solideo metálico y una cota de malla bajo la muceta. Aquella noche el inquisidor logró entrar en la iglesia llevando en la diestra el breviario y el farol. Mientras sus compañeros empezaban los maitines en el coro, él se arrodilló abajo, delante del altar. Estaba rezando el Avemaria, cuando observó junto a la columna algunas sombras sospechosas; siguió rezando sereno, cuando al llegar a estas palabras: Benedicta tu in mulieribus, oyó que decían detrás de él: «Dale, traidor, que ése es», y casi al mismo tiempo una espada raía sobre él, asestándole una cuchillada «que le tomó desde la cerviz a la barba». Alzóse para buscar un refugio en el coro, donde los canónigos rezaban maitines, pero otro de los asesinos, dándole una estocada de través, le pasó de parte a parte, dejándole tendido en el suelo. «Loado sea Dios, que muero por la fe», decía con apagado aliento. Y durante dos días que vivió aún, dice el biógrafo, no cesó de alabar a Nuestro Señor, y de rogar por sus matadores, sin quejarse jamás de ellos en una sola palabra.
No había amanecido aún, y ya toda la ciudad estaba revuelta con el rumor del asesinato. Los judíos, que esperaban otros resultados de su miserable hazaña, vieron con espanto a las turbas que corrían las calles gritando: « ¡Al fuego los conversos!» Y se hubieran reproducido aquellas hecatombes tan frecuentes en la Edad Media, si el arzobispo don Alfonso de Aragón, hijo natural de Fernando el Católico, recordando su sangre, no hubiera aparecido entre la multitud irritada, prometiendo ejemplares castigos. Pocos días después los asesinos eran descabezados y quemados. Uno de ellos, Juan de Abadía, el que atravesó el cuerpo del santo, prefirió suicidarse en la prisión, comiéndose una lámpara de vidrio. García de Moros, uno de los principales instigadores del crimen, logró salvarse con la fuga. Pero los odios antisemitas se avivaron en el corazón de los españoles, y por todas partes ya no se oía más que una sola palabra: «Expulsión.»
En medio de esta vida inmaculada, Columba sentía acerbamente el aguijón de las tentaciones. El enemigo oscurecía su alma con tristezas y sequedades; unas veces ponía en su corazón el hastío de vivir; otras le prometía una vida prolongada; recordábale las figuras de los jóvenes elegantes que había visto en las fiestas ruidosas de la corte y fatigábala con toda suerte de imaginaciones mundanas. Era una verdadera naturaleza meridional, vehemente y apasionada. Incapaz de sofocar aquellas sugestiones inquietantes, lloraba, presa de un pánico terrible, y mortificaba su cuerpo con penitencias espantosas. Temía resbalar hacia la muerte y perder la compañía del Esposo. «El ardor con que le deseo —decía ella a Eulogio, al confiarle todas esas ludias interiores—abre en mi carne y en mi alma tan desgarradora herida, que sólo podrá curarme una mirada suya en el Cielo.»
Un grande anhelo atormentaba el corazón impetuoso de esta virgen: ir a ver a Cristo. Tenía una voz hermosa, y las monjas, sus hermanas, oíanla muchas veces cantar una delicada antífona, que nuestros padres, dice San Eulogio, compusieron con suave melodía. «Ábreme, Señor—cantaba la joven enamorada—, las puertas de tu paraíso, para que vuelva a aquella patria donde la muerte no existe, donde la dulzura del gozo es perpetua.» Los mozarabistas han descifrado la añeja melodía que compusieron nuestros padres, aquellos que enaltecieron los Concilios toledanos, tal vez Eugenio, el obispo santo, músico y poeta. Y esa aneja melodía es el alma de la virgen, serenada por las consolaciones de la oración continua. Al oír tales gorjeos, nos figuramos la mirada de Columba, colgada de la mirada de Dios, como la alondra en el aire, en un éxtasis confiado y tranquilo. El ave de la melancolía bate todavía sus alas; pero levemente, suavemente. La esperanza conforta el corazón, las pasiones se han apagado, la carne tiembla; pero tiembla casi de regocijo, al recordar aquel reino donde la muerte no existe, donde el gozar es perpetuo. Los últimos acentos de la música, tan honda, tan inspirada, son la expresión jubilosa, con un júbilo íntimo y discreto, de un grande anhelo que pronto se va a realizar.
Este anhelo iba creciendo en el alma de Columba, sin robarle la santa serenidad, ganada a costa de tantas luchas. La furia de la persecución vino a exacerbarle y encenderle más todavía. El triunfo de Digna, una de sus compañeras, y el martirio del joven Isaac, a quien tantas veces había visto en el coro en las dulzuras de la contemplación, fueron para ella como presagios de su propia victoria. La salmodia de los clérigos de San Cipriano avivaba más aún su entusiasmo. La persecución habíala obligado a refugiarse juntamente con sus hermanas en una casa contigua a la iglesia de San Cipriano, dentro de la ciudad. Indignado por la agresividad de los monjes tabanenses, que eran los más audaces en maldecir de Mahoma, el emir había mandado arruinar su convento, aquel nido de paz, como decía Columba: aquel nido de fanatismo, como decían los enemigos de los mártires La selva, que antes alegraba los muros de la colmena monacal, estaba solitaria y muda. Unos años más tarde volverá a animarse con el bullicio de otros ascetas, los sufíes de la religión musulmana. Entre aquellas ruinas se refugiará a fines de aquel mismo siglo el filósofo Abenmasarra para esquivar el fanatismo de los alfaquíes; atraídos por su elocuencia, acudirán a su lado, en tropel, los jóvenes cordobeses, y a las enseñanzas de Eulogio sucederán las doctrinas audaces del maestro musulmán, que, con prácticas devotas y alegorías místicas, sabrá disfrazar su panteísmo materialista al estilo de Empédocles.
Lo mismo en la ciudad que en la sierra, Columba seguía suspirando por la mansión del Cielo, y un día, llamada por voces milagrosas, salió de casa y se echó a la calle. Era una calle que no conocía. Junto a ella pasaban mahometanos envueltos en lucientes borrocanes, mujeres tapadas con amplios velos, hombres del pueblo que caminaban apresuradamente a sus tareas. Era una mañana otoñal, ruidosa y alegre. No acostumbrada a aquel ambiente. Columba acabó por desorientarse. No sabía dónde estaba la muerte, o por mejor decir, la victoria. Siempre es más difícil encontrar la victoria que la muerte. Tuvo que detener a uno de los transeúntes y preguntarle dónde vivía el juez de la aljama. Las calles eran largas, estrechas, tortuosas; pero inquiriendo diligentemente, la virgen halló lo que buscaba, la casa del juez y al juez mismo. Era un hombre sencillo, de bruscas maneras y más amante de la libertad del campo que de las elegancias cortesanas. Cuando fueron de parte de Abderramán a llevarle el nombramiento de juez de la aljama cordobesa, estaba arando en un cortijo que tenía no lejos de Córdoba, en el llano de las Bellotas. Se llamaba Said-ben-Soleimán. Vestía una chupa blanca, una capa del mismo color y un bonete puntiagudo, también blanco. En su patriarcal simplicidad, presentábase a pie en el juzgado, despreciando los caballos en que iban sus antecesores, y cuando terminaba las tareas curiales, cogía de entre su capa un panecillo y lo llevaba a cocer en un horno cercano. Era independiente de carácter, y más bondadoso que severo, pero su fervor religioso rayaba en verdadero fanatismo un fanatismo que no había hecho más que crecer durante aquellos años de choques continuos entre cristianos y musulmanes. Ningún juez había mandado tantos mártires al suplicio. Al principio, frente a aquellos reos de un género nuevo, se sintió perplejo; pero luego fue inflexible. Mahomed, que al subir al trono había quitado las altas dignidades a los servidores de su padre para dárselas a los que participaban de su odio contra los discípulos de Cristo, confirmó en la suya a Said, porque estaba seguro de su intolerancia. Sin embargo, ahora la virgen cristiana le encontró tan humano y condescendiente, que tuvo miedo de volverse a casa avergonzada y vencida.
Columba llevaba nada menos que el propósito de convertir al cadí. Recibida cordialmente por Aben Soleimán, empezó a hablar con mucha dulzura; con mucha discreción y con mucha serenidad; sin duda, en la lengua romance, que entendían todos los andaluces. El juez no se daba cuenta de lo que decía, entretenido por la suavidad de su voz y cautivado por la belleza de su rostro. Por otra parte, no es fácil convertir a un musulmán y menos a un alfaquí, a quien la política anticristiana de Mahomed había confiado sus preocupaciones persecutorias. Said no se atrevió a condenar a la joven, pareciéndole mejor la solución en manos de los visires. El emir estaba entonces probablemente en Sevilla; en las costas del sur, donde los primeros Omeyas solían pasar una temporada durante el otoño.
Llevada a palacio, Columba conservó su misma actitud y su misma firmeza. El número de sus oyentes había aumentado; mayor razón para hablar con nueva audacia. Hizo la profesión de su fe, expuso brevemente la verdad evangélica, refutó las doctrinas del Islam, presentó a Mahoma como el muñidor de un inmenso engaño, y exhortó a los consejeros a dejar sus ridículas enseñanzas. Se expresaba con fuerza y al mismo tiempo con suavidad; con tal suavidad, que los príncipes y los eunucos, maravillados de su gracia, pusieron todo su empeño en salvarla. Pero ante los consejos de la prudencia humana, su ánimo se enardecía y de sus labios salían palabras ardientes como brasas: «No creáis—decía—que Cristo tiene una esposa tan fácil de seducir. Me prometéis abundancia de riquezas; pero, ¿quién más rico que Él? Me prometéis matrimonios terrenos; ¿es que hay alguien más hermoso que Aquel que vence en hermosura a todos los hijos de los hombres?» Y cuando la representaban el poder del islamismo, que en poco más de un siglo había conquistado la mitad del mundo romano, ella respondía: « ¿Dónde hay Iglesia o religión más santa que la verdad de la fe evangélica, que, anunciada por todo el mundo con la predicación de los Apóstoles, nos da la certidumbre de que toda profecía a ella contraria es engaño patente? Dejad, pues, la vanidad, y buscad al guía seguro del Evangelio, para que no seáis llamados abortos de la muerte y engendros de las tinieblas, sino más bien hijos de la luz. Pues Él nos dijo: Quien me sigue no anda en tinieblas, y todo el que vive y cree en Mí no morirá jamás.»
Tal fue el sermón de Santa Columba, bello, audaz, apasionado, inflamado en la caridad; pero los visires, que no estaban para oír sermones, aunque los pronunciasen los labios más discretos, la condenaron a muerte y volvieron el odio por el amor. Un verdugo, que había sido también ganado por su hechizo, se apoderó de ella, y con todo respeto la llevó a la orilla del río. Tal era el contento de la virgen, que quiso pagarle aquel beneficio dándole una generosa recompensa, tal vez alguna joya de oro de las que antiguamente habían adornado su pecho. Luego inclinó la delicada cerviz, cayó el hacha, rodó por el suelo la cabeza, y la túnica de lino se enrojeció de sangre. Pocos días después, unos monjes encontraron su cuerpo en el río; se lo llevaron a Eulogio, y Eulogio lo mandó sepultar fuera de la ciudad, en la iglesia de Santa Eulalia. El recuerdo de Columba le seguirá, mientras viva, como un perfume. La virgen tabanense es una de las figuras que nos pinta con más cariño, y al terminar su conmovedora historia, no puede menos de dirigirse a ella con la confianza de quien había penetrado en vida todas sus intimidades: «Por lo demás, ¡oh sacratísima!, tú, que viviendo adornaste la Iglesia católica con los joyeles de tus virtudes, y muerta la defiendes con el alto patrocinio de tus méritos, no te olvides de este tu amigo y cliente: sácame de los lazos del mundo, arráncame de las borrascas del siglo, y, después de la muerte, dame el descanso del paraíso.»
En el momento en que España se disponía a expulsar de su suelo la Media Luna, el peligro judío se hacía más temible que nunca. Había judíos fieles a su religión y judíos conversos, y estos últimos eran los más peligrosos. Ya no les bastaba tener la plata, el comercio y la industria: necesitaban apoderarse de la influencia política y religiosa, del palacio real y las casas señoriales, de las dignidades civiles y eclesiásticas. Los cristianos viejos se dolían, en frase de uno de ellos, «al ver la empinación e lozanía de muy gran riqueza e vanagloria de muchos sabios e doctos e obispos e canónigos e frailes e abades e contadores e secretarios e factores conversos, que rodeaban a los mismos reyes; heríales la osadía de los letrados de aquel linaje, que estaban a punto de predicar la ley de Moisés, y érales insoportable la credulidad de los simples que non podían encubrir el ser judíos». La Iglesia y el Estado se hallaban a punto de caer en manos de sus peores enemigos, conversos por conveniencia la mayor parte de ellos, que seguían afectos a sus antiguos ritos y escarnecían en sus casas los misterios del cristianismo.
Para reprimir abusos, para refrenar traiciones, para castigar apostasías, surgió el Santo Tribunal de la Inquisición, y al frente de él la figura austera, impasible, incorruptible, de fray Tomás de Torquemada. «Ningún tribunal hay de mayor espanto en todo el mundo para los malos—decía el Padre Mariana—, ni de mayor provecho para toda la cristiandad. Remedio dado del Cielo, que sin duda no bastara prudencia humana para prevenir.» La oposición fue ruda por parte de los conversos. Intrigaron en la corte, ofrecieron cuentos de maravedises, conjuraron contra la vida del gran inquisidor y acudieron a todos los medios de la violencia. Sin dejarse intimidar, Torquemada recorría el reino apresando «a los más honrados e ricos conversos, veinticuatros, jurados, letrados, bachilleres e hombres de mucho favor». A principios de 1484 convocaba en Zaragoza una junta magna de doctores, caballeros y magnates, para decirles que venía a introducir el Santo Oficio en Aragón. Todos acataron su voluntad; todos aprobaron la lista de las personas que en calidad de inquisidores, oficiales, fiscales y alguaciles debían integrar el Santo Tribunal en aquella tierra. Al frente iba el nombre de un canónigo de la ciudad, Pedro de Arbués, digno de gozar de la confianza del famoso Doninico. Era un hombre grave, docto y austero. Carácter firme, piedad profunda, costumbres inmaculadas. El pueblo le llamaba ya el santo maestro Epila, por la integridad de su conducta, porque había estudiado y enseñado en San Clemente de Bolonia, y por el pueblo de su nacimiento. Un antiguo biógrafo dice de él que desde su infancia doró el hierro del pecado original con el oro celeste de las virtudes.
La presencia de Torquemada sembró también el pánico entre los judíos zaragozanos. También ellos eran ricos, poderosos e influyentes. También ellos hubieran podido decir, como los de Sevilla: «Nosotros, ¿no somos los principales de esta ciudad en tener? Fagamos gente; e si nos vinieren a prender, con la gente e con el pueblo meteremos a bollicio las cosas, e así los mataremos a ellos e nos vengaremos.» Un buen número de canónigos, jurados, asesores, oidores y magnates descendían de cristianos nuevos, entre ellos, el justicia y el vicario del Arzobispado. Temple de hierro, Arbués procedió a cumplir su misión: publicó edictos, decretó prisiones, confiscó haciendas y desenterró antiguos procesos. Los conversos se prepararon a la defensa. Trataron de soliviantar al pueblo, diciéndole que la nueva institución era contraria a sus fueros; pero el pueblo quería la Inquisición. Acudieron luego a la corte; pero tampoco allí consiguieron nada. Entre tanto, los ánimos se agriaban; llegaban noticias de conjeturas y atentados, y se repetían con gesto amenazador las palabras de un rabino sevillano, que decía a los suyos: «Hijos, gente bien me paresce que basta, ¡tal sea mi vida! Pero ¡qué! Los corazones, ¿dónde están? ¡Dadme corazones!»
Reunidos en la casa de Luis de Santángel los principales judaizantes de Zaragoza, convinieron unánimemente «que se imponía matar un inquisidor, porque, muerto él, no osarían venir otros». Juraron todos el secreto y acordaron hacer entre los convertidos una gruesa derrama para llevar a cabo el proyecto. Allegada la suma, se reunieron otra vez para ultimar el plan. Dudaban unos, temían otros, vacilaban todos en la adopción de los medios, cuando se levantó, lleno de ira, uno de los conjurados, García de Moros, y pronunció estas palabras: «Bien paresce, señores, que somos todos para poco; pues non matamos, non a un inquisidor, sinon a dos o tres; que si asi lo ficiéramos, guardarse hían de venir otros a facer esta inquisición.» Estas palabras, aplaudidas por toda la concurrencia, eran una sentencia de muerte. Buscóse a los asesinos, se les entregó quinientos florines y se les recomendó asegurar bien el golpe. Desde luego, era preferible la cabeza del maestro Epila; pero, en su defecto, podría reemplazarle cualquiera de sus auxiliares.
A las dos de la mañana del 15 de septiembre de 1485, el canónigo Pedro de Arbués se dirigía, según su costumbre, a cantar los maitines en la catedral. Sintió ruido detrás de él y apresuró el paso. Sabía que le querían matar. Unos días antes, varios hombres habían intentado limar las rejas de su habitación, y el día anterior se había librado, en una iglesia, a duras penas, del puñal. Dispuesto a defenderse, llevaba un bastón con estoque, un gran solideo metálico y una cota de malla bajo la muceta. Aquella noche el inquisidor logró entrar en la iglesia llevando en la diestra el breviario y el farol. Mientras sus compañeros empezaban los maitines en el coro, él se arrodilló abajo, delante del altar. Estaba rezando el Avemaria, cuando observó junto a la columna algunas sombras sospechosas; siguió rezando sereno, cuando al llegar a estas palabras: Benedicta tu in mulieribus, oyó que decían detrás de él: «Dale, traidor, que ése es», y casi al mismo tiempo una espada raía sobre él, asestándole una cuchillada «que le tomó desde la cerviz a la barba». Alzóse para buscar un refugio en el coro, donde los canónigos rezaban maitines, pero otro de los asesinos, dándole una estocada de través, le pasó de parte a parte, dejándole tendido en el suelo. «Loado sea Dios, que muero por la fe», decía con apagado aliento. Y durante dos días que vivió aún, dice el biógrafo, no cesó de alabar a Nuestro Señor, y de rogar por sus matadores, sin quejarse jamás de ellos en una sola palabra.
No había amanecido aún, y ya toda la ciudad estaba revuelta con el rumor del asesinato. Los judíos, que esperaban otros resultados de su miserable hazaña, vieron con espanto a las turbas que corrían las calles gritando: « ¡Al fuego los conversos!» Y se hubieran reproducido aquellas hecatombes tan frecuentes en la Edad Media, si el arzobispo don Alfonso de Aragón, hijo natural de Fernando el Católico, recordando su sangre, no hubiera aparecido entre la multitud irritada, prometiendo ejemplares castigos. Pocos días después los asesinos eran descabezados y quemados. Uno de ellos, Juan de Abadía, el que atravesó el cuerpo del santo, prefirió suicidarse en la prisión, comiéndose una lámpara de vidrio. García de Moros, uno de los principales instigadores del crimen, logró salvarse con la fuga. Pero los odios antisemitas se avivaron en el corazón de los españoles, y por todas partes ya no se oía más que una sola palabra: «Expulsión.»
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