domingo, 14 de septiembre de 2014

Homilía


El año 320 la emperatriz Elena de Constantinopla encontró la Vera Cruz donde murió nuestro señor Jesucristo. Ella y su hijo Constantino mandaron construir las basílicas del Calvario y del Santo Sepulcro en el sitio del descubrimiento.

El año 614 el emperador Cosroes II de Persia conquistó Jerusalén y se llevó la cruz para ponerla bajo los pies de su trono como signo de desprecio al cristianismo.

Pero el año 628 el emperador Heraclio logró derrotarlo, recuperó la cruz, organizó una solemne ceremonia de exaltación de la misma el 14 de Septiembre de ese mismo año y la paseó en triunfo por la ciudad antes de colocarla en su lugar de origen.

La cruz, ensalzada como centro de la vida cristiana, nos conecta con el Viernes Santo desde la perspectiva de la realiza amorosa de Cristo colgado en ella.

Lo que fue un instrumento de odio, tortura y del más vil desprecio a la condición se revela como fuente perenne de luz, de la entrega gratuita y del amor incondicional de Dios.

La liturgia de la Palabra de este día nos ubica junto al pueblo de Israel en el desierto, de camino hacia la Tierra Prometida.

El pueblo siente hambre y desconfía de Dios y de Moisés, murmurando y protestando contra ellos. Entonces sobreviene un castigo y las mordeduras de serpientes venenosas ocasionan muchas muertes. El pueblo reconoce su pecado y pide a Moisés que interceda ante Dios, que les da la curación a través del signo de una serpiente de bronce colocada en un estandarte. Cuantos israelitas la miraban quedaban curados de sus picaduras.

El evangelista Juan, retomando esta imagen de la serpiente, ve en ella la figura de Cristo muerto y resucitado:

“Él es quien bajó del cielo” (Juan 3,3) y “ se anonadó tomando la condición de esclavo, pasando por uno de tantos. Y actuando como un hombre cualquiera se rebajó hasta someterse incluso a la muerte y una muerte de cruz” (Filipenses 2, 7-8).

Lo que exaltamos en esta fiesta no es la cruz, sino el amor incondicional de Dios, que compartió nuestra condición humana en todo menos en el pecado.

“Tanto amó Dios al mundo, le dice Jesús a Nicodemo, que entregó a su Hijo Unigénito para que todos tengamos vida en su nombre” (Juan 3, 16).

Contemplando la cruz del Señor podemos decir con San Juan que “Dios es amor” (I Juan 4,8), “porque no hay mayor amor que dar la vida por un amigo” (Juan 15, 13).

La cruz de Jesús es un misterio de amor y misericordia, incomprensible para la razón humana y sólo accesible a los ojos de la fe. Parece una locura, pero si examinamos nuestra vida, nos damos cuenta que el sufrimiento humano, sin una referencia clara donde mirarse, nos puede llevar a la desesperación o a decir, como leí hace unos días en una lápida del cementerio civil de Madrid: “Dios no existe. Después de la muerte no hay nada”.

He escuchado a varias personas mayores afirmar con convicción: “Estamos en esta vida para sufrir”. Es un error, pues no creemos en un Dios sádico que se recrea con el sufrimiento humano y nos pone trampas para que caigamos en pozos profundos.

Muy al contrario; Dios quiere nuestra felicidad, nos comunica su amor, busca nuestro amor y nos ofrece su salvación.

No necesitamos buscar el sufrimiento ni castigar el cuerpo con mortificaciones para conquistar su amor. Lo recibimos gratuitamente.

Tan sólo nos pide que confiemos en Él, y cuando llegue el sufrimiento, que llegará en forma de enfermedades, contratiempos y dolorosas experiencias, sepamos aceptarlo, sublimarlo y darle sentido mirando a Jesús en la cruz.

Mirando a Jesús en la cruz conocemos que el poder del Amor de Dios es más fuerte que el mal que nos amenaza.

El no hace libres para amar como Él nos ama y para construir un mundo reconciliado, porque con esta cruz Jesús cargó el peso de todos los sufrimientos e injusticias de una humanidad abatida por las torturas, humillaciones y crímenes execrables.

Las muestras de odio, la meditada crueldad y la venganza de la que hace gala en nuevo Estado Islámico del norte de Irak y del este de Siria suponen una seria amenaza para el mundo por los miles de violentos que lo integran, reclutados por sus ideas extremistas y entrenados para matar sin compasión.

Nos enfrentamos a un enemigo que, en nombre de Alá, mata a quienes no son de sus ideas o profesan otra religión distinta del Islam.

Miles de cristianos han muerto o han huido a los países limítrofes buscando protección.

¿Cómo reaccionar ante estas agresiones? ¿Debemos defendernos?

Surge así un conflicto moral entre el derecho a actuar en legítima defensa, exterminar a los yihadistas para evitar males mayores o dejarse matar.

No es fácil resolver el dilema, sobre todo cuando falla el diálogo, la comunicación y la sensatez, y se utiliza la guerra como único medio para imponerse sobre el contrincante.

Nada nuevo que no se haya experimentado miles de veces con idénticos fracasos.

Mirando la cruz comprendemos el sinsentido de todas las violencias que nos afectan.

“Cuenta una antigua leyenda noruega que un hombre llamado Haakon, que cuidaba de una ermita, donde había una cruz muy antigua, le pidió a Cristo ocupar su puesto en la cruz y padecer por él.
El Señor accedió, pero con la condición de que sucediera lo que sucediere, guardaría silencio.
Nadie advirtió el trueque. Nadie reconoció al ermitaño, colgado con los clavos en la cruz. El Señor ocupaba el puesto de Haakon. Y éste por largo tiempo cumplió el compromiso. A nadie dijo nada.
Pero, un día, llegó un rico. Después de haber orado, dejó olvidada allí su cartera. Haakon lo vio y calló.
Tampoco dijo nada cuando un pobre, que vino dos horas más tarde, se apropió de la cartera del rico. Como no dijo nada cuando un muchacho se postró ante él, poco después, para pedirle su gracia antes de emprender un largo viaje.
En ese momento volvió a entrar el rico en busca de la bolsa. Al no hallarla, acusó al muchacho de habérsela robado, y arremetió contra él.
Sonó entonces una voz fuerte: “¡Detente!” El rico miró hacia arriba y vio que la imagen le hablaba. Haakon, que no pudo permanecer en silencio, defendió al joven, e increpó al rico por la falsa acusación.
Éste quedó anonadado, y huyó de la ermita. El joven salió también porque tenía prisa para emprender su viaje.
Cuando la ermita quedó a solas, Cristo le mandó bajar de la cruz por no haber sabido guardar silencio, ocupando de nuevo su lugar. Después dijo al fervoroso ermitaño lo que ignoraba, pues el rico llevaba en la bolsa el precio de la virginidad de una joven, el pobre necesitaba urgentemente el dinero y al muchacho que iba a ser golpeado sus heridas le hubiesen impedido realizar el viaje en barco, donde encontró la muerte”.


¿Qué sabemos nosotros de sufrimientos y de lo que ocurre a cada uno?

Jesús sí lo sabe, y, desde la cruz, guarda silencio.

Dios no nos da cruces superiores a las que podemos llevar. Apliquémonos el cuento.

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