Henos aquí ante una vida compleja y llena de contrastes, difícil de encuadrar en un estilo determinado de santidad. Lorenzo Giustiniani desmintió hace más de cinco siglos, antes de que surgiera en nuestro refranero, el dicho español "quien mucho abarca, poco aprieta". El abarcó mucho y apretó más.
En el primer patriarca de Venecia pueden buscar patrono los contemplativos innatos, cuantos sintieron dentro, inexplicable y tenaz, la llamada del desierto. Mas, con igual derecho que los solitarios, pueden meter en sus filas a San Lorenzo Justiniano los hombres de acción, aquellos que viven y mueren en olor de multitudes, como si su existencia personal fuera sólo un pretexto para su influjo en la sociedad. Es más; el santo que hoy recordamos puede lucir un doble patronazgo para con dos tipos de hombres habitualmente incompatibles: los que teorizan sobre el mando y los que, con las manos en la masa, ejercen tareas de gobierno.
Lorenzo Giustiniani, hijo de Bernardo y Querina, canónigo secular de San Jorge, prior en San Agustín de Vicenza, obispo de Castello, patriarca de Venecia, amigo de Pontífices, escritor ascético, reformador de costumbres, fue uno de los grandes contemplativos de los siglos XIV y XV y quedó en la historia de la Iglesia como un prelado insigne al que todavía hoy el papa Juan XXIII, sucesor suyo en Venecia, propone como ejemplo de gobierno eclesiástico y como patrón de su pontificado.
¿Qué misión traía, en los albores del Renacimiento italiano, este niño nacido a la luz adriática de Venecia el 1 de julio de 1381? Su adolescencia florece bajo el cuidado exquisito de su madre, Querina Querini, viuda en plena juventud. La fe y las costumbres piadosas son algo tan normal en la casa como las góndolas y las palomas en la calle. La Venecia que asombró sus pupilas de niño no era muy distinta, en su armazón básico, de la que invaden hoy turistas y festivales. Junto al misterio bizantino de la basílica de San Marcos, lucía ya la maravilla gótica del gran Palacio Ducal, frontero a la isla de San Giorgio, en la orilla opuesta de la bahía.
Este islote bellísimo, cuya alta torre benedictina es hoy sombra ascética en el incendio solar del mar y del aire, ejerce desde antiguo una atracción casi mística en un paisaje donde la soledad no puede tener nombre de monte o de llanura porque la tierra no existe. Allí fue a parar, recién cumplidos sus veintiuno, el hijo de la matrona Querini, luego de disuadir a su madre de unos planes casamenteros que ella venía tramando con la más limpia de las intenciones. En San Giorgio Lorenzo hace causa común con un grupo de jóvenes clérigos, todos de la buena sociedad véneta, que estudian, rezan, sueñan, hacen penitencia, buscan a Dios denodadamente en un siglo difícil.
Estamos en 1402. Apenas pasados dos años de su incorporación al grupo, el joven Giustiniani, ordenado ya de diácono, pone en marcha la Congregación de canónigos seculares de San Jorge en Alga. Cobraron entonces fuerza de regla las costumbres penitenciales y contemplativas; también las prácticas mendicantes que tan provechosamente habían irrumpido dos siglos antes en la cristiandad medieval. Las primeras biografías de San Lorenzo Giustiniani saborean estos años juveniles en los que el clérigo de San Jorge, sacerdote a sus veintiséis años, recorre los ciento cincuenta canales de la ciudad y se hace presente en las ciento veintidós islas enlazadas por puentes bellísimos, para recoger limosnas y repartir amor de Dios entre el vecindario creyente y pecador. La historia se mezcla con la leyenda para referir insidias, vilipendios y tentaciones de esta época, que acrisola la virtud de Lorenzo y lo deja ya definitivamente lanzado hacia una santidad de vuelos altos.
El primer decenio del siglo XV señala la etapa más virulenta del Cisma de Occidente, que llega a partir en tres la cristiandad latina bajo tres tiaras incompatibles, la verdadera de Angel Cornaro, que toma el nombre de Gregorio XII en noviembre de 1406 y las de Pedro de Luna y Baltasar de Cosa, que pasaban por pontífices en otras zonas, bajo los nombres de Benedicto XIII y Juan XXIII. El Papa legítimo, Gregorio XII, hombre de temple austero y costumbres piadosas, veneciano también él, conocía sobradamente a los Giustiniani y estaba al tanto de la hermosa aventura de Lorenzo. Hizo cuentas con él para cubrir un cargo de relieve: el priorato de San Agustín de Vicenza al que iba anejo entonces el de los Santos Rústico y Fermo de Lonigo. Cinco años ocupa esta prebenda hasta que se decide a renunciar a ella en favor de su Congregación. Vuelta a San Jorge. Allí la elección del prior tiene carácter anual y el cargo cae sobre los hombros de Lorenzo los años 1409, 1413, 1418 y 1421. En 1423, la peste se ceba en las playas del golfo y los canónigos de la isla —Lorenzo al frente— encarnan heroicamente la bella estampa medieval del santo que cura llagas, absuelve a moribundos y entierra a los fieles difuntos.
Entre tanto, la Congregación va creciendo, desborda los límites vénetos y exige un superior general. El primero, ya se sabe, Lorenzo. Menos mal que también este cargo dura un año y sólo lo ocupa en 1424, 1427 y 1429. Es éste un decenio de madurez. Acabado el primer cuarto de siglo, se retiró a la soledad de San Agustín de Vicenza, alternando la contemplación, el estudio y el gobierno. De entonces datan sus libros principales y los treinta y nueve sermones suyos que conservamos. No escribió nada profano. Ni siquiera algo que no fuera estrictamente espiritual.
Sus libros —hasta trece enumera el abad Trithemioson— un testimonio impresionante de interioridad. He aquí algunos títulos: Sobre la disciplina y la perfección espiritual, De la lucha triunfal de Cristo, De la lucha interior, Cuadernillo de amor, De la vida solitaria, Sobre el desprecio del mundo, El árbol de la vida.
Un latín florido, de más lustre que el acostumbrado en otros escritores de la época, sirve de vehículo a consideraciones jugosas sobre el camino del alma hasta Dios a través de Jesucristo. Empapada de devoción y jugo místico, la obra literaria de San Lorenzo Justiniano está muy lejos del esquematismo frío que disecó la escolástica de su tiempo a manos de los últimos nominalistas. Sus temas son las virtudes cristianas: fe, continencia, prudencia, obediencia, esperanza, perseverancia, pobreza, sobriedad, humildad, oración. Con referencias constantes a Cristo, siempre en una atmósfera esperanzada: si Cristo triunfó, también nosotros triunfaremos. Su libro sobre el matrimonio espiritual toca cimas inéditas en la bibliografía de la mística medieval y muestra bien lo que en un hombre de su talla puede lograr la gracia de Dios.
Con menos pretensiones sistemáticas y menor cargamento jurídico o teológico que Gerson y Pedro D'Ailli, Lorenzo Giustiniani puede formar terna dignamente con aquella insigne pareja, tan señalada en la historia de la espiritualidad.
Tenía cincuenta y dos años cuando otro Papa, veneciano también y compañero suyo en los escaños capitulares de San Jorge, volvió a pensar en el. Eugenio IV —el Papa unionista del concilio de Florencia— le nombra en 1443 obispo de Castello, otra isla vecina al Lido veneciano. Ahora va a rendir, en cosecha inmediata, todo el cultivo de medio siglo. Su pontificado no tuvo prólogos. Sabía muy bien dónde iba. Al año de tomar posesión, convocó a sínodo diocesano a todo su clero. Salieron de allí sabias constituciones, muchas de ellas con sello de reforma porque los tiempos lo pedían. No olvidemos que un siglo más tarde un ex fraile alemán iba a buscar pretextos a su seudorreforma en las costumbres decadentes, de los estamentos eclesiásticos. Pero debe saberse también que en España, en Italia, en Francia, en la misma Alemania los santos se anticiparon a los herejes y por el camino recto. Los siglos XIV y XV son testigos de la aparición de varios millares de libros titulados De Reformatione Ecclesiae in capite et in membris (Sobre la reforma de la Iglesia en la cabeza y en los miembros).
Cuatro años después del sínodo diocesano, el obispo de Castello promulgó en un códice sus cuarenta Constituciones que llamó Synodicon. Allí se regulaba el régimen claustral de las monjas contemplativas, se flagelaba el absentismo de los cargos eclesiásticos, cuya acumulación quedaba restringida, se dictaba, en suma, todo un código de vida eclesiástica y cristiana. Abundaron los malos ratos que exige toda vida fecunda. Porque, además, desde el púlpito de San Marcos el Evangelio se impartía sin adulteraciones, a justos y pecadores, a estibadores del canal y a matronas de los palacios. En pleno siglo XV, los cotilleos de la buena sociedad veneciana hablaban ya de intransigencia, de intromisiones episcopales, de costumbres inveteradas que no había por qué demoler.
La persona del obispo era la misma que en San Jorge y San Agustín de Vicenza y en su vida privada de monje y asceta no se notó la nueva dignidad. Tampoco la patriarcal de Venecia a la que fue elevado por Nicolás V mediante bula de 8 de octubre de 1451. Por ella quedaban suprimidos el patriarcado de Grado y la diócesis de Castello y trasladados todos sus privilegios a la nueva sede en la capital de la Serenísima República.
Lo de Venecia es reedición de lo de Castello con más alta aureola de experiencia, de virtud personal, de dotes de gobierno, de ambiciones pastorales. Sólo un lustro de pontificado fijó su nombre para siempre en la constelación de los obispos insignes. Un año antes de morir celebra concilio provincial en el IV Domingo después de Pascua de 1455. Apenas si se conserva nada de las actas, pero el gesto conciliar de un prelado lleno de achaques mostraba a quien quisiera enterarse cómo la reforma que culminaría en Trento llevaba un siglo de adelanto en el patriarcado de Venecia. Años intensos éstos que, sin embargo, le dejan tiempo para escribir, como en los buenos días de la isla o del priorato. Cae como fruta madura su tratado De Reffimine Praelatorum (Sobre el modo de gobernarse los obispos), que cuaja en normas sapientísimas el precipitado de medio siglo de vida eclesiástica. Sus libros iban depurándose: Sobre los grados de la perfección y el último: Sobre el incendio del amor divino.
Más de un siglo más tarde, un fraile español, fray Juan de la Cruz, hablando del juicio particular, iba a decir: "Entonces seremos examinados de amor". San Lorenzo Justiniano preparó con tiempo el examen. Ardiendo él mismo y prendiendo a los demás en la hoguera inmensa del amor de Dios, cerró los párpados a la luz de Venecia para abrirlos a la inmarcesible de los cielos el 18 de julio de 1456. A los altares de la tierra tardó más en subir y después de un proceso de beatificación y canonización de casi dos siglos y medio, fue proclamado Santo por Alejandro VIII el 16 de octubre de 1690.
En el primer patriarca de Venecia pueden buscar patrono los contemplativos innatos, cuantos sintieron dentro, inexplicable y tenaz, la llamada del desierto. Mas, con igual derecho que los solitarios, pueden meter en sus filas a San Lorenzo Justiniano los hombres de acción, aquellos que viven y mueren en olor de multitudes, como si su existencia personal fuera sólo un pretexto para su influjo en la sociedad. Es más; el santo que hoy recordamos puede lucir un doble patronazgo para con dos tipos de hombres habitualmente incompatibles: los que teorizan sobre el mando y los que, con las manos en la masa, ejercen tareas de gobierno.
Lorenzo Giustiniani, hijo de Bernardo y Querina, canónigo secular de San Jorge, prior en San Agustín de Vicenza, obispo de Castello, patriarca de Venecia, amigo de Pontífices, escritor ascético, reformador de costumbres, fue uno de los grandes contemplativos de los siglos XIV y XV y quedó en la historia de la Iglesia como un prelado insigne al que todavía hoy el papa Juan XXIII, sucesor suyo en Venecia, propone como ejemplo de gobierno eclesiástico y como patrón de su pontificado.
¿Qué misión traía, en los albores del Renacimiento italiano, este niño nacido a la luz adriática de Venecia el 1 de julio de 1381? Su adolescencia florece bajo el cuidado exquisito de su madre, Querina Querini, viuda en plena juventud. La fe y las costumbres piadosas son algo tan normal en la casa como las góndolas y las palomas en la calle. La Venecia que asombró sus pupilas de niño no era muy distinta, en su armazón básico, de la que invaden hoy turistas y festivales. Junto al misterio bizantino de la basílica de San Marcos, lucía ya la maravilla gótica del gran Palacio Ducal, frontero a la isla de San Giorgio, en la orilla opuesta de la bahía.
Este islote bellísimo, cuya alta torre benedictina es hoy sombra ascética en el incendio solar del mar y del aire, ejerce desde antiguo una atracción casi mística en un paisaje donde la soledad no puede tener nombre de monte o de llanura porque la tierra no existe. Allí fue a parar, recién cumplidos sus veintiuno, el hijo de la matrona Querini, luego de disuadir a su madre de unos planes casamenteros que ella venía tramando con la más limpia de las intenciones. En San Giorgio Lorenzo hace causa común con un grupo de jóvenes clérigos, todos de la buena sociedad véneta, que estudian, rezan, sueñan, hacen penitencia, buscan a Dios denodadamente en un siglo difícil.
Estamos en 1402. Apenas pasados dos años de su incorporación al grupo, el joven Giustiniani, ordenado ya de diácono, pone en marcha la Congregación de canónigos seculares de San Jorge en Alga. Cobraron entonces fuerza de regla las costumbres penitenciales y contemplativas; también las prácticas mendicantes que tan provechosamente habían irrumpido dos siglos antes en la cristiandad medieval. Las primeras biografías de San Lorenzo Giustiniani saborean estos años juveniles en los que el clérigo de San Jorge, sacerdote a sus veintiséis años, recorre los ciento cincuenta canales de la ciudad y se hace presente en las ciento veintidós islas enlazadas por puentes bellísimos, para recoger limosnas y repartir amor de Dios entre el vecindario creyente y pecador. La historia se mezcla con la leyenda para referir insidias, vilipendios y tentaciones de esta época, que acrisola la virtud de Lorenzo y lo deja ya definitivamente lanzado hacia una santidad de vuelos altos.
El primer decenio del siglo XV señala la etapa más virulenta del Cisma de Occidente, que llega a partir en tres la cristiandad latina bajo tres tiaras incompatibles, la verdadera de Angel Cornaro, que toma el nombre de Gregorio XII en noviembre de 1406 y las de Pedro de Luna y Baltasar de Cosa, que pasaban por pontífices en otras zonas, bajo los nombres de Benedicto XIII y Juan XXIII. El Papa legítimo, Gregorio XII, hombre de temple austero y costumbres piadosas, veneciano también él, conocía sobradamente a los Giustiniani y estaba al tanto de la hermosa aventura de Lorenzo. Hizo cuentas con él para cubrir un cargo de relieve: el priorato de San Agustín de Vicenza al que iba anejo entonces el de los Santos Rústico y Fermo de Lonigo. Cinco años ocupa esta prebenda hasta que se decide a renunciar a ella en favor de su Congregación. Vuelta a San Jorge. Allí la elección del prior tiene carácter anual y el cargo cae sobre los hombros de Lorenzo los años 1409, 1413, 1418 y 1421. En 1423, la peste se ceba en las playas del golfo y los canónigos de la isla —Lorenzo al frente— encarnan heroicamente la bella estampa medieval del santo que cura llagas, absuelve a moribundos y entierra a los fieles difuntos.
Entre tanto, la Congregación va creciendo, desborda los límites vénetos y exige un superior general. El primero, ya se sabe, Lorenzo. Menos mal que también este cargo dura un año y sólo lo ocupa en 1424, 1427 y 1429. Es éste un decenio de madurez. Acabado el primer cuarto de siglo, se retiró a la soledad de San Agustín de Vicenza, alternando la contemplación, el estudio y el gobierno. De entonces datan sus libros principales y los treinta y nueve sermones suyos que conservamos. No escribió nada profano. Ni siquiera algo que no fuera estrictamente espiritual.
Sus libros —hasta trece enumera el abad Trithemioson— un testimonio impresionante de interioridad. He aquí algunos títulos: Sobre la disciplina y la perfección espiritual, De la lucha triunfal de Cristo, De la lucha interior, Cuadernillo de amor, De la vida solitaria, Sobre el desprecio del mundo, El árbol de la vida.
Un latín florido, de más lustre que el acostumbrado en otros escritores de la época, sirve de vehículo a consideraciones jugosas sobre el camino del alma hasta Dios a través de Jesucristo. Empapada de devoción y jugo místico, la obra literaria de San Lorenzo Justiniano está muy lejos del esquematismo frío que disecó la escolástica de su tiempo a manos de los últimos nominalistas. Sus temas son las virtudes cristianas: fe, continencia, prudencia, obediencia, esperanza, perseverancia, pobreza, sobriedad, humildad, oración. Con referencias constantes a Cristo, siempre en una atmósfera esperanzada: si Cristo triunfó, también nosotros triunfaremos. Su libro sobre el matrimonio espiritual toca cimas inéditas en la bibliografía de la mística medieval y muestra bien lo que en un hombre de su talla puede lograr la gracia de Dios.
Con menos pretensiones sistemáticas y menor cargamento jurídico o teológico que Gerson y Pedro D'Ailli, Lorenzo Giustiniani puede formar terna dignamente con aquella insigne pareja, tan señalada en la historia de la espiritualidad.
Tenía cincuenta y dos años cuando otro Papa, veneciano también y compañero suyo en los escaños capitulares de San Jorge, volvió a pensar en el. Eugenio IV —el Papa unionista del concilio de Florencia— le nombra en 1443 obispo de Castello, otra isla vecina al Lido veneciano. Ahora va a rendir, en cosecha inmediata, todo el cultivo de medio siglo. Su pontificado no tuvo prólogos. Sabía muy bien dónde iba. Al año de tomar posesión, convocó a sínodo diocesano a todo su clero. Salieron de allí sabias constituciones, muchas de ellas con sello de reforma porque los tiempos lo pedían. No olvidemos que un siglo más tarde un ex fraile alemán iba a buscar pretextos a su seudorreforma en las costumbres decadentes, de los estamentos eclesiásticos. Pero debe saberse también que en España, en Italia, en Francia, en la misma Alemania los santos se anticiparon a los herejes y por el camino recto. Los siglos XIV y XV son testigos de la aparición de varios millares de libros titulados De Reformatione Ecclesiae in capite et in membris (Sobre la reforma de la Iglesia en la cabeza y en los miembros).
Cuatro años después del sínodo diocesano, el obispo de Castello promulgó en un códice sus cuarenta Constituciones que llamó Synodicon. Allí se regulaba el régimen claustral de las monjas contemplativas, se flagelaba el absentismo de los cargos eclesiásticos, cuya acumulación quedaba restringida, se dictaba, en suma, todo un código de vida eclesiástica y cristiana. Abundaron los malos ratos que exige toda vida fecunda. Porque, además, desde el púlpito de San Marcos el Evangelio se impartía sin adulteraciones, a justos y pecadores, a estibadores del canal y a matronas de los palacios. En pleno siglo XV, los cotilleos de la buena sociedad veneciana hablaban ya de intransigencia, de intromisiones episcopales, de costumbres inveteradas que no había por qué demoler.
La persona del obispo era la misma que en San Jorge y San Agustín de Vicenza y en su vida privada de monje y asceta no se notó la nueva dignidad. Tampoco la patriarcal de Venecia a la que fue elevado por Nicolás V mediante bula de 8 de octubre de 1451. Por ella quedaban suprimidos el patriarcado de Grado y la diócesis de Castello y trasladados todos sus privilegios a la nueva sede en la capital de la Serenísima República.
Lo de Venecia es reedición de lo de Castello con más alta aureola de experiencia, de virtud personal, de dotes de gobierno, de ambiciones pastorales. Sólo un lustro de pontificado fijó su nombre para siempre en la constelación de los obispos insignes. Un año antes de morir celebra concilio provincial en el IV Domingo después de Pascua de 1455. Apenas si se conserva nada de las actas, pero el gesto conciliar de un prelado lleno de achaques mostraba a quien quisiera enterarse cómo la reforma que culminaría en Trento llevaba un siglo de adelanto en el patriarcado de Venecia. Años intensos éstos que, sin embargo, le dejan tiempo para escribir, como en los buenos días de la isla o del priorato. Cae como fruta madura su tratado De Reffimine Praelatorum (Sobre el modo de gobernarse los obispos), que cuaja en normas sapientísimas el precipitado de medio siglo de vida eclesiástica. Sus libros iban depurándose: Sobre los grados de la perfección y el último: Sobre el incendio del amor divino.
Más de un siglo más tarde, un fraile español, fray Juan de la Cruz, hablando del juicio particular, iba a decir: "Entonces seremos examinados de amor". San Lorenzo Justiniano preparó con tiempo el examen. Ardiendo él mismo y prendiendo a los demás en la hoguera inmensa del amor de Dios, cerró los párpados a la luz de Venecia para abrirlos a la inmarcesible de los cielos el 18 de julio de 1456. A los altares de la tierra tardó más en subir y después de un proceso de beatificación y canonización de casi dos siglos y medio, fue proclamado Santo por Alejandro VIII el 16 de octubre de 1690.
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