Valladolid de 1552 fue el lugar del nacimiento del Beato. Allí, joven, vistió el hábito trinitario, al que se acogió con decidida vocación en el convento de la Orden. Este fue su primer peldaño en la escala hacia la santidad, si bien es verdad que su virtud se había delineado ya en aquellas sus aspiraciones en la adolescencia y en la niñez. Pero el anhelo de santidad cobra cuerpo cuando, joven, con plena responsabilidad, con valentía varonil, dispuesto a arrostrar y superar dificultades y contratiempos, se consagra a Dios en votos perpetuos, consagra su oblación en la primera misa y la reitera cada mañana en Ia subida diaria al altar del Señor que alegra su juventud, que es tanto como alegrar y sostener aquel primer y florido ofrecimiento de sus mejores años.
Versado en esta asignatura de la santidad, nada bueno ni grande extraña en él: cargos de responsabilidad superior en la Orden; correrías sin cuento en los puestos designados por la obediencia; apostolados ininterrumpidos dondequiera que la gloria de Dios o el bien del prójimo le colocaban. ¿Cómo nos va a extrañar nada de ello? ¿Cómo extrañarnos por sus milagros? Ni precisamos contarlos, tantos como se cuentan en sus biografías: si Dios estaba con él y con él guardaba Dios aquella amistad perfecta, lo extraño hubiera sido la apatía en el servicio del Señor, la indiferencia ante la indigencia del prójimo; extraño hubiera resultado que el Señor de los cielos no le hubiese ayudado con el milagro en todas aquellas coyunturas en que se ventilaba un mayor rendimiento de la gloria de Dios o un mejor remedio de apuros humanos.
Nada extraño se nos hace que, versado muy altamente en la práctica de las virtudes, pusiese su vista en él el rey Felipe III al objeto de que la compañía del Beato le resultase sedante piadoso entre los graves asuntos del reino y para que orientase la conciencia del futuro Felipe IV. Se explica su permanencia junto a los reyes y príncipes, y se explica el difícil equilibrio que supo guardar entre validos y palaciegos. Comprendemos, dada su virtud y santidad, se prestase a enjugar las lágrimas del de Lerma, caído en desgracia; supiese frenar la vanagloria del de Osuna, encumbrado, y consiguiese de don Rodrigo Calderón la aceptación resignada de la muerte en el cadalso ignominioso.
Todo, todo: milagros; difíciles y acertados asesoramientos; apostolados incansables e ininterrumpidos —el centro y sur de España fueron testigos de ellos—; conversiones de duros pecadores; lucro abundante de almas para Cristo... Todo se explica y comprende a la luz de la lámpara de santidad que brillaba en su persona. Todo es el resultante de su virtud eximia; de su trato de intimidad con Dios, que da omnipotencia al brazo humano y sagacidad superior a la inteligencia creada.
De por fuerza, el demonio le había de distinguir con preferencia particular de enemigo de talla excepcional y había de retarlo de continuo a singular batalla. Tampoco nos resulta extraño que demonio, mundo y carne se aliasen contra él, para contra el proceder en acción mancomunada: la tentación carnal, la intriga política, la sorna palaciega..., toda la gama de resortes de que el infierno dispone, se volcaron contra el Beato. Encontramos lógico este esfuerzo infernal. Pero siguió nuestro Beato firme en su "todo lo puedo en Aquel que me conforta", y —lo dijimos— acertó con el bálsamo bendito que fortalece a los atletas de Cristo, restaña las heridas de gloriosas pasadas batallas y proporciona armas eficaces para las venideras.
"Hay demonios que no se lanzan sino con la oración y el ayuno", nos advirtió nuestro Señor Jesucristo; y a fe que nuestro Beato supo esgrimir con destreza estas armas"; fueron ásperos, muy ásperos, sus sacrificios, rígidas hasta el extremo sus penitencias; fue su cuerpo con frecuencia castigado por los duros golpes del cilicio, manejado por sus propios hermanos en religión, a quien él mismo impuso en virtud de obediencia aquella obligación. Fue rigurosa su observancia de la regla, austera su vida; su humildad le hizo sentirse gran pecador e indigno de los episcopados que se le ofrecieron. Su fuego de amor de Dios y del prójimo le llevó a la más exacta y rígida interpretación del mandamiento máximo de Dios, entendiendo en toda su precisión el amor de Dios como santidad, y el amor del prójimo como apostolado en toda la extensión e intensidad que entenderse pueda y en toda la infatigabilidad que el organismo humano se pueda permitir. Fue eximia su castidad, garantizada con protección especial de María.
Conversión de los pecadores, santificación mayor de los justos; redención purificativa de las almas del purgatorio: he aquí el tríptico apostólico de Simón de Rojas.
Unos pocos, muy pocos, libros, encontramos en su biblioteca, la de su celda conventual, donde la cama era un mueble de lujo inservible —dormía en el suelo—: las obras de Santo Tomás, las de San Bernardo, santo de su especial devoción; el libro de Tomás de Kempis y su devocionario. No es dato pequeño: "non multa sed multum", nos legaron los antiguos: no muchas cosas, sino mucho; y de los libros reza el otro refrán de que hay que temer al hombre de un libro.
Merece especial mención su acendrada devoción a María, devoción que he llamado arriba bálsamo que prepara eficazmente para la victoria, dulcifica las heridas, hace intrépida e invencible la virtud apostólica y fácil la misma santidad.
Reza que te reza siempre a María: ¿Qué importa la calle pública o la soledad? ¿Qué la intriga o la paz? ¿Qué la dificultad o el riesgo? ¿Qué el sudor o la fatiga? ¿Qué suponen las asechanzas humanas, la tentación diabólica o la prueba divina? No pasa de ser todo un crisol en que probar la excelsitud del tesoro de virtud que acaparaba. Si omnipotente fue para todo con la gracia, todo le resultó suave y fácil con María. Ni esto está en contradicción con las asperezas que he señalado de sus penitencias: éstas fueron el camino para llegar a la Madre y para en estrecha unión con Ella mantenerse; éstas fueron el castigo a su cuerpo para completar en él lo que falta a la redención de Cristo, a fin de llevar su fruto salvador a otros.
Ave María; Ave María: cientos, cientos de veces cada día estas dos palabras estuvieron en su boca. Ni tenía otro saludo, ni otro pensamiento anidaba; ni otro anhelo suspiraba que la idea y el nombre de María. Propagar a todos la devoción a la Virgen fue su empeño mayor y más decidido: "Mi mayor afán es fundar la Congregación de Esclavos del Dulce Nombre de María", dijo un día el Beato al rey de España: "Préstele Su Majestad su anuencia y apoyo y haga la merced de escribir al Papa para que la apruebe y bendiga". Con fecha 27 de noviembre de 1601 quedó solemnemente fundada en Madrid la Congregación del Ave María, que tan grande y fructífero historial nos había de legar.
Simón de Rojas fue quien consiguió introducir el Oficio del Dulce Nombre de María, que había de rezarse primero en la Orden trinitaria, y que se extendió después a toda la Iglesia católica.
Discurrió su vida por esta trayectoria del acercamiento a Dios por medio de María, hasta que un 29 de septiembre, el del año 1624, cambió su lugar de residencia y, dejando en la tierra su cuerpo, fue su alma a habitar en el cielo.
Con su cuerpo quedó aquí el grato recuerdo de sus grandes hechos y virtudes; quedó su Orden trinitaria benemérita; quedaron los por él beneficiados testigos de su carrera en el mundo; se elevaron al Santo Padre de Roma continuadas peticiones y el día 13 de mayo de 1766 quedó Simón de Rojas proclamado Beato por el papa Clemente XIII.
Tratado de la oración y sus grandezas: éste es el libro que nos ha quedado del Beato; escribió mucho más, pero no ha llegado a nosotros.
Visitó Simón de Rojas a Santa Teresa de Jesús en Alba de Tormes; y en la Santa piensa el lector cuando repasa el Tratado del Beato; piensa en ella sobre todo el lector cuando ve al Beato explayarse en los altos conceptos de meditación y contemplación; cuando escribe el Beato sobre la oración, "universal escuela en la cual se enseña y aprende toda virtud y bondad".
Además de en Santa Teresa piensa el lector, con el libro del Beato Simón de Rojas en la mano, en San Juan de la Cruz, contemporáneo también del Beato; piensa en el Beato Juan de Avila, que, a la distancia de unos pocos años, le había precedido en su apostolado por Andalucía. Cuando en el Beato Simón de Rojas se leen aquellas páginas sobre el amor divino "que dilata y ensancha el corazón" y sobre "cómo toda criatura nos enseña a amar", salta a la memoria el recuerdo de San Francisco de Asís, tan observador de la naturaleza y fino cantador de ella. Cuando se medita sobre el amor de nuestro Beato a los hombres, piensa el lector en San Juan de la Cruz, que moría cuando nacía aquél.
Versado en esta asignatura de la santidad, nada bueno ni grande extraña en él: cargos de responsabilidad superior en la Orden; correrías sin cuento en los puestos designados por la obediencia; apostolados ininterrumpidos dondequiera que la gloria de Dios o el bien del prójimo le colocaban. ¿Cómo nos va a extrañar nada de ello? ¿Cómo extrañarnos por sus milagros? Ni precisamos contarlos, tantos como se cuentan en sus biografías: si Dios estaba con él y con él guardaba Dios aquella amistad perfecta, lo extraño hubiera sido la apatía en el servicio del Señor, la indiferencia ante la indigencia del prójimo; extraño hubiera resultado que el Señor de los cielos no le hubiese ayudado con el milagro en todas aquellas coyunturas en que se ventilaba un mayor rendimiento de la gloria de Dios o un mejor remedio de apuros humanos.
Nada extraño se nos hace que, versado muy altamente en la práctica de las virtudes, pusiese su vista en él el rey Felipe III al objeto de que la compañía del Beato le resultase sedante piadoso entre los graves asuntos del reino y para que orientase la conciencia del futuro Felipe IV. Se explica su permanencia junto a los reyes y príncipes, y se explica el difícil equilibrio que supo guardar entre validos y palaciegos. Comprendemos, dada su virtud y santidad, se prestase a enjugar las lágrimas del de Lerma, caído en desgracia; supiese frenar la vanagloria del de Osuna, encumbrado, y consiguiese de don Rodrigo Calderón la aceptación resignada de la muerte en el cadalso ignominioso.
Todo, todo: milagros; difíciles y acertados asesoramientos; apostolados incansables e ininterrumpidos —el centro y sur de España fueron testigos de ellos—; conversiones de duros pecadores; lucro abundante de almas para Cristo... Todo se explica y comprende a la luz de la lámpara de santidad que brillaba en su persona. Todo es el resultante de su virtud eximia; de su trato de intimidad con Dios, que da omnipotencia al brazo humano y sagacidad superior a la inteligencia creada.
De por fuerza, el demonio le había de distinguir con preferencia particular de enemigo de talla excepcional y había de retarlo de continuo a singular batalla. Tampoco nos resulta extraño que demonio, mundo y carne se aliasen contra él, para contra el proceder en acción mancomunada: la tentación carnal, la intriga política, la sorna palaciega..., toda la gama de resortes de que el infierno dispone, se volcaron contra el Beato. Encontramos lógico este esfuerzo infernal. Pero siguió nuestro Beato firme en su "todo lo puedo en Aquel que me conforta", y —lo dijimos— acertó con el bálsamo bendito que fortalece a los atletas de Cristo, restaña las heridas de gloriosas pasadas batallas y proporciona armas eficaces para las venideras.
"Hay demonios que no se lanzan sino con la oración y el ayuno", nos advirtió nuestro Señor Jesucristo; y a fe que nuestro Beato supo esgrimir con destreza estas armas"; fueron ásperos, muy ásperos, sus sacrificios, rígidas hasta el extremo sus penitencias; fue su cuerpo con frecuencia castigado por los duros golpes del cilicio, manejado por sus propios hermanos en religión, a quien él mismo impuso en virtud de obediencia aquella obligación. Fue rigurosa su observancia de la regla, austera su vida; su humildad le hizo sentirse gran pecador e indigno de los episcopados que se le ofrecieron. Su fuego de amor de Dios y del prójimo le llevó a la más exacta y rígida interpretación del mandamiento máximo de Dios, entendiendo en toda su precisión el amor de Dios como santidad, y el amor del prójimo como apostolado en toda la extensión e intensidad que entenderse pueda y en toda la infatigabilidad que el organismo humano se pueda permitir. Fue eximia su castidad, garantizada con protección especial de María.
Conversión de los pecadores, santificación mayor de los justos; redención purificativa de las almas del purgatorio: he aquí el tríptico apostólico de Simón de Rojas.
Unos pocos, muy pocos, libros, encontramos en su biblioteca, la de su celda conventual, donde la cama era un mueble de lujo inservible —dormía en el suelo—: las obras de Santo Tomás, las de San Bernardo, santo de su especial devoción; el libro de Tomás de Kempis y su devocionario. No es dato pequeño: "non multa sed multum", nos legaron los antiguos: no muchas cosas, sino mucho; y de los libros reza el otro refrán de que hay que temer al hombre de un libro.
Merece especial mención su acendrada devoción a María, devoción que he llamado arriba bálsamo que prepara eficazmente para la victoria, dulcifica las heridas, hace intrépida e invencible la virtud apostólica y fácil la misma santidad.
Reza que te reza siempre a María: ¿Qué importa la calle pública o la soledad? ¿Qué la intriga o la paz? ¿Qué la dificultad o el riesgo? ¿Qué el sudor o la fatiga? ¿Qué suponen las asechanzas humanas, la tentación diabólica o la prueba divina? No pasa de ser todo un crisol en que probar la excelsitud del tesoro de virtud que acaparaba. Si omnipotente fue para todo con la gracia, todo le resultó suave y fácil con María. Ni esto está en contradicción con las asperezas que he señalado de sus penitencias: éstas fueron el camino para llegar a la Madre y para en estrecha unión con Ella mantenerse; éstas fueron el castigo a su cuerpo para completar en él lo que falta a la redención de Cristo, a fin de llevar su fruto salvador a otros.
Ave María; Ave María: cientos, cientos de veces cada día estas dos palabras estuvieron en su boca. Ni tenía otro saludo, ni otro pensamiento anidaba; ni otro anhelo suspiraba que la idea y el nombre de María. Propagar a todos la devoción a la Virgen fue su empeño mayor y más decidido: "Mi mayor afán es fundar la Congregación de Esclavos del Dulce Nombre de María", dijo un día el Beato al rey de España: "Préstele Su Majestad su anuencia y apoyo y haga la merced de escribir al Papa para que la apruebe y bendiga". Con fecha 27 de noviembre de 1601 quedó solemnemente fundada en Madrid la Congregación del Ave María, que tan grande y fructífero historial nos había de legar.
Simón de Rojas fue quien consiguió introducir el Oficio del Dulce Nombre de María, que había de rezarse primero en la Orden trinitaria, y que se extendió después a toda la Iglesia católica.
Discurrió su vida por esta trayectoria del acercamiento a Dios por medio de María, hasta que un 29 de septiembre, el del año 1624, cambió su lugar de residencia y, dejando en la tierra su cuerpo, fue su alma a habitar en el cielo.
Con su cuerpo quedó aquí el grato recuerdo de sus grandes hechos y virtudes; quedó su Orden trinitaria benemérita; quedaron los por él beneficiados testigos de su carrera en el mundo; se elevaron al Santo Padre de Roma continuadas peticiones y el día 13 de mayo de 1766 quedó Simón de Rojas proclamado Beato por el papa Clemente XIII.
Tratado de la oración y sus grandezas: éste es el libro que nos ha quedado del Beato; escribió mucho más, pero no ha llegado a nosotros.
Visitó Simón de Rojas a Santa Teresa de Jesús en Alba de Tormes; y en la Santa piensa el lector cuando repasa el Tratado del Beato; piensa en ella sobre todo el lector cuando ve al Beato explayarse en los altos conceptos de meditación y contemplación; cuando escribe el Beato sobre la oración, "universal escuela en la cual se enseña y aprende toda virtud y bondad".
Además de en Santa Teresa piensa el lector, con el libro del Beato Simón de Rojas en la mano, en San Juan de la Cruz, contemporáneo también del Beato; piensa en el Beato Juan de Avila, que, a la distancia de unos pocos años, le había precedido en su apostolado por Andalucía. Cuando en el Beato Simón de Rojas se leen aquellas páginas sobre el amor divino "que dilata y ensancha el corazón" y sobre "cómo toda criatura nos enseña a amar", salta a la memoria el recuerdo de San Francisco de Asís, tan observador de la naturaleza y fino cantador de ella. Cuando se medita sobre el amor de nuestro Beato a los hombres, piensa el lector en San Juan de la Cruz, que moría cuando nacía aquél.
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