El libro del Eclesiástico o Ben-Sira, último libro del Antiguo Testamento, atribuido a Ben-Sira y escrito en torno al año 50 a.C. tiene hermosas reflexiones sobre la humildad, que recogen el sentir de la época:
“Hijo mío, procede con humildad en tus asuntos” (Eclesiástico 3,17),
“hazte pequeño en las grandezas humanas y alcanzarás el favor de Dios” (Eclesiástico 3,18),
“Dios revela sus secretos a los humildes” (Eclesiástico 3,20).
La humildad nace del reconocimiento de sentirse pequeño y desvalido a los ojos de Dios.
San Agustín afirmaba:
“Lo que haces de malo es obra tuya; lo que haces de bueno es mérito de la misericordia de Dios. Por tanto, cuando hagas el bien no te lo atribuyas, y además de no atribuírtelo, da gracias a Dios como un don suyo”.
El humilde muestra su sabiduría aceptando la corrección y considerando positivamente las opiniones de los demás.
Su actitud contrasta con la del soberbio, que considera mérito propio todo lo que hace, impone sus opiniones, no se rebaja ante nadie y muestra una conducta arrogante y autosuficiente. Estas personas suelen triunfar en los negocios y en la política, porque la gente considera sus actos como muestra de seguridad en sí mismos y dueños de una fuerte y atrayente personalidad. Es una estrategia triunfadora en amplios sectores de influencia social.
Terminan siendo esclavos de la imagen que venden para ser aceptados.
En consecuencia, el humilde suele encontrar muchos amigos, se granjea el respeto de los demás y termina desarmando al soberbio o poniendo en evidencia la doble conducta del soberbio.
Y, de igual modo que nos causa hastío y rechazo el comportamiento de grandeza de los nuevos ricos, nos produce admiración el proceder humilde y servicial de los más poderosos.
El recurso a bodas y banquetes es constante en la predicación de Jesús, pues la boda era un paréntesis de sana alegría en la mediocridad de una vida anodina y escasa de alicientes. Porque los aldeanos del tiempo de Jesús apenas probaban la carne y, de vez en cuando, algún que otro pez.. Por eso, una boda era la ocasión propicia para disfrutar de manjares vedados habitualmente.
Los esponsales eran signo para un buen judío de la unión de Yahvé-Dios con su Pueblo, así como el banquete simbolizaba el Reino futuro.
El mismo Jesús se presenta en las bodas de Caná como el esposo que regala el vino de la alegría a los invitados y se ofrece a sí mismo (banquete de la Ultimas Cena) como el Cordero que sacia el hambre de los invitados.
Pero pide el traje de fiesta de la reconciliación, y reconocer la primacía de Dios sobre nuestra vida.
Desde el lejano Junio de 1977 que viví el I FDS de Encuentro Matrimonial celebrado en Madrid, he tenido decenas de ocasiones de compartir esta experiencia única y singular con cientos de matrimonios a lo largo de múltiples ciudades de la geografía española.
Siempre me ha seducido y arrastrado el trabajo con novios y matrimonios.
La pareja humana y el matrimonio son un ejercicio permanente de humildad, si consideramos como tal escuchar al cónyuge, intentar alcanzar sus necesidades fundamentales, respetar su criterio, aceptarlo tal cual es sin manipulaciones, alentar su crecimiento humano y espiritual o afrontar los roces cotidianos de la convivencia como banco de prueba de la real valía de su amor.
La fiesta de bodas en la actualidad es una fuente de preocupaciones y problemas para la mayoría de los novios que, a menudo, deben hacer auténticos malabarismos para no poner juntas en el banquete a personas enemistadas o que no se hablan.
También lo es para numerosos invitados, que ven menguados sus ahorros por “quedar bien”. Escuchaba hace unos días por tv la media de lo que aporta cada invitado en España: 275 euros.
La sucesión de viandas y bebidas constituye un auténtico despilfarro que hiere la sensibilidad de la gente honesta y con sólidos criterios morales, consciente de las enormes bolsas de pobreza que proliferan en los alrededores de todas las grandes ciudades.
Las parejas de hoy en día- ahora menos, por la crisis económica- acceden al matrimonio con todas las comodidades en el hogar y endeudadas hasta la “orejas”. Lo cual les obliga a trabajar los dos, con escasos momentos para la convivencia. El cansancio, la apatía, el aburrimiento... se va apoderando de ellas, y se va deteriorando la relación por falta de diálogo y comunicación.
¡La flor de la vida consumida por disfrutar de un confort que no es real!
Vale más construir juntos un ideal que convertir en materia todo lo que tocamos. Nos pierde la vorágine de la vida.
Y, si no tenemos tiempo para el cónyuge, la familia y los amigos, tampoco lo tenemos para Dios. Es como la pescadilla que se muerde la cola.
Conozco parejas que, en la celebración familiar de su boda, sencilla y alegre, han ofrecido una comida suficiente y sin alardes a sus invitados, a quienes previamente advirtieron que sus donativos se destinaban para un proyecto de ayuda a los necesitados.
¡Un bonito gesto!
Es maravilloso y edificante que el nuevo matrimonio inicie su convivencia conyugal ligero de equipaje y con la fuerza del amor, que es capaz de comenzar de cero y asumir en comunión los retos del presente y del futuro.
Creo que ésta es una alternativa válida a la “sociedad del bienestar”, cada vez más en entredicho.
Canalizar el amor desde la corriente que surge de la gratuidad es la gran propuesta de Jesús para ser feliz.
No olvidemos esta lección, aprendida desde la experiencia personal.
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