Querido hermano:
Está muy bien dicho que quien aspira a ser obispo no es poco lo que desea, porque el obispo tiene que ser irreprochable, fiel a su mujer, sensato, equilibrado, bien educado, hospitalario, hábil para enseñar, no dado al vino ni amigo de reyertas, comprensivo, no agresivo ni interesado.
Tiene que gobernar bien su propia casa y hacerse obedecer de sus hijos con dignidad.
Uno que no sabe gobernar su casa, ¿cómo va a cuidar de una Iglesia de Dios?
Que no sea recién convertido, por si se le sube a la cabeza y lo condenan como al diablo.
Se requiere, además, que tenga buena fama entre los de fuera, para evitar el descrédito y que lo atrape el diablo.
También los diáconos tienen que ser responsables, hombres de palabra, no aficionados a beber mucho ni a sacar dinero, conservando la fe revelada con una conciencia limpia.
También éstos tienen que ser probados primero, y, cuando se vea que son irreprensibles, que empiecen su servicio.
Las mujeres, lo mismo, sean respetables, no chismosas, sensatas y de fiar en todo.
Los diáconos sean fieles a su mujer y gobiernen bien sus casas y sus hijos, porque los que se hayan distinguido en el servicio progresarán y tendrán libertad para exponer la fe en Cristo Jesús.
En aquel tiempo, iba Jesús camino de una ciudad llamada Naín, e iban con él sus discípulos y mucho gentío.
Cuando se acercaba a la entrada de la ciudad, resultó que sacaban a enterrar a un muerto, hijo único de su madre, que era viuda; y un gentío considerable de la ciudad la acompañaba.
Al verla el Señor, le dio lástima y le dijo:
-«No llores.»
Se acercó al ataúd, lo tocó (los que lo llevaban se pararon) y dijo:
-« ¡Muchacho, a ti te lo digo, levántate! »
El muerto se incorporó y empezó a hablar, y Jesús se lo entregó a su madre.
Todos, sobrecogidos, daban gloria a Dios, diciendo:
-«Un gran Profeta ha surgido entre nosotros. Dios ha visitado a su pueblo.»
La noticia del hecho se divulgó por toda la comarca y por Judea entera.
Palabra del Señor.
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