Es el año mismo en que Diocleciano, comprendiendo que la actividad de un solo emperador era incapaz de atender a la administración de un Imperio formado en mil años de victorias, de conquistas y de anexiones, reparte su dignidad de augusto con un colega, danubiano como él: con el gigante y atlético Marco Aurelio Valerio Maximiano. El nuevo emperador era un soldado activo, enérgico hasta la brutalidad, brutal hasta la crueldad. Diocleciano le dio el nombre de Hércules, y él se quedó con el de Júpiter; y, reservándose la tarea de dirigir la administración desde su capital asiática, le encargó la defensa de las fronteras. Y el Universo quedó a merced de aquellos dos oficiales sin nacimiento, sin instrucción y sin cultura.
Pronto se le ofreció a Maximiano una ocasión de ejercitar sus aficiones bélicas. Una revuelta social había estallado en la Galia. Irritados por las exigencias del fisco imperial, los cultivadores de la tierra se habían rebelado contra el Imperio y estaban dispuestos a cobrar cara su vida, el único bien de que no se les había despojado todavía. Para guiarles al combate, estos desesperados, a quienes se daba el nombre de bagaudas, habían elegido sus jefes, dos augustos, que osaban desafiar el poder de los dioses de Nicomedia, Maximiano acudió a la primera noticia del peligro. Dejando el Oriente, atravesó las provincias del Danubio, y se presentó en el norte de Italia. Allí había citado a sus divisiones. Fue preciso organizar un cuerpo expedicionario pues todas las guarniciones que Roma tenía en el territorio de las Gallas apenas alcanzaban la cifra de dos mil hombres. Es verdad que en las fronteras de Germania estaban apostadas diez legiones, pero todas eran necesarias para contener el ímpetuo de los bárbaros.
Entre las tropas concentradas para hacer entrar en razón a los campesinos galos figuraba un destacamento formado por soldados egipcios o tebeos. El ejército expedicionario se puso en marcha durante el mes de septiembre, pasando los Alpes por el gran San Bernardo, a fin de llegar por Borgoña hasta la cuenca del Sena, donde estaba el principal foco de la rebelión. Antes de llegar al lago de Lemán, quise Maximiano que el ejército descansase en la ciudad de Agauno, situada en un valle profundo de la cordillera alpina junto a la corriente del Ródano. Todos los soldados debían allí tomar parte en un sacrificio solemne con que el emperador esperaba hacerse propicio a los dioses en aquella expedición peligrosa. Y al sacrificio debía acompañar un juramento especial de fidelidad, distinto del sacramentum que todo legionario prestaba al incorporarse en el ejército, acompañado de prácticas idólatras y de imprecaciones sacrílegas.
Unos tras otros, los batallones pasaban delante del ara. Cuando llegó su vez al cuerpo de los tebeos, todos a una rehusaron obedecer. Ni quisieron participar en el sacrificio ni prestar el juramento. Ante aquella actitud, Maximiano estalló en una de aquellas sus cóleras terribles, que conocían bien cuantos le rodeaban. Más que una resolución inspirada por motivos religiosos, aquella negativa le pareció una cobardía innoble, o un acto de connivencia con los rebeldes del campo galo. De todas maneras, se trataba de una falta grave contra la disciplina. Recurriendo al más terrible de los castigos previstos en el código militar, el augusto mandó diezmar a los recalcitrantes. Llevados a presencia del ejército, se les echó a la suerte de los números, y todo aquel a quien le tocaba una decena era azotado y decapitado delante de sus camaradas. Realizada la ejecución, los supervivientes permanecieron tan firmes como antes. El tirano los mandó diezmar de nuevo, y ellos recibieron la orden con alegría, dispuestos a morir antes que a renunciar a Cristo, «Somos cristianos—decían—y no podemos sacrificar a los dioses ni hacer juramentos impíos.»
Tres oficiales sostenían su valor y encendían su entusiasmo; eran Mauricio, jefe de todos ellos, y sus dos subalternos Exuperio y Cándido. Dóciles a sus discursos, los tebeos despreciaron todas las amenazas y todos los castigos. El hagiográfo pone en su boca un discurso admirable, que traduce, si no sus palabras, al menos los sentimientos que les embargaban entonces: «Hemos visto—decían—degollar a los compañeros de nuestros trabajos y de nuestros peligros, y estamos salpicados por su sangre. Sin embargo, juzgándolos felices de morir por Dios, no hemos llorado su muerte. Y ahora no creas, oh emperador, que es la desesperación la que nos arma contra ti; tenemos las armas en la mano, pero no resistimos; preferimos morir antes que matar, morir inocentes antes que vivir culpables. Porque si es verdad que somos soldados tuyos, somos también siervos de Dios; si a ti te debemos la milicia, a Él le debemos la inocencia; tú nos das la paga de nuestro servicio, Él nos ha dado la luz y la vida.» A la tercera negativa sucedió el tercer sorteo, y finalmente la matanza general de todos aquellos valientes. Todos ofrecieron su garganta sin defenderse, entregando las armas, arrojando el casco, el escudo y la loriga y presentando su pecho a la espada. Ni el número ni la seguridad de morir les inspiraron la idea de vengar con el hierro la justicia de su causa; acordándose sólo de que morían por Aquel que se dejó llevar a la muerte sin protestar, del Cordero divino, que no abrió la boca para quejarse. Ovejas de Dios, dejáronse devorar por los lobos; la llanura quedó cubierta con sus cadáveres, y su sangre como en abundancia por el suelo.
Así acabó aquel episodio, célebre en las gestas de los mártires. El hecho es indubitable. Antes de terminar el siglo IV lo reconocía el obispo de Martigny, San Teodoro, al consagrar el culto de los generosos legionarios, y en la primera mitad del siglo V San Euquerio de Lyón escribía su historia. Parece probable, sin embargo, que no se trataba de una legión completa, que haría el número de seis mil hombres, sino de un cuerpo menos numeroso, tal vez de una simple cohorte auxiliar. Una cosa es cierta: que la crítica de nuestros días ha venido a confirmar el relato de la leyenda hagiográfica.
Pronto se le ofreció a Maximiano una ocasión de ejercitar sus aficiones bélicas. Una revuelta social había estallado en la Galia. Irritados por las exigencias del fisco imperial, los cultivadores de la tierra se habían rebelado contra el Imperio y estaban dispuestos a cobrar cara su vida, el único bien de que no se les había despojado todavía. Para guiarles al combate, estos desesperados, a quienes se daba el nombre de bagaudas, habían elegido sus jefes, dos augustos, que osaban desafiar el poder de los dioses de Nicomedia, Maximiano acudió a la primera noticia del peligro. Dejando el Oriente, atravesó las provincias del Danubio, y se presentó en el norte de Italia. Allí había citado a sus divisiones. Fue preciso organizar un cuerpo expedicionario pues todas las guarniciones que Roma tenía en el territorio de las Gallas apenas alcanzaban la cifra de dos mil hombres. Es verdad que en las fronteras de Germania estaban apostadas diez legiones, pero todas eran necesarias para contener el ímpetuo de los bárbaros.
Entre las tropas concentradas para hacer entrar en razón a los campesinos galos figuraba un destacamento formado por soldados egipcios o tebeos. El ejército expedicionario se puso en marcha durante el mes de septiembre, pasando los Alpes por el gran San Bernardo, a fin de llegar por Borgoña hasta la cuenca del Sena, donde estaba el principal foco de la rebelión. Antes de llegar al lago de Lemán, quise Maximiano que el ejército descansase en la ciudad de Agauno, situada en un valle profundo de la cordillera alpina junto a la corriente del Ródano. Todos los soldados debían allí tomar parte en un sacrificio solemne con que el emperador esperaba hacerse propicio a los dioses en aquella expedición peligrosa. Y al sacrificio debía acompañar un juramento especial de fidelidad, distinto del sacramentum que todo legionario prestaba al incorporarse en el ejército, acompañado de prácticas idólatras y de imprecaciones sacrílegas.
Unos tras otros, los batallones pasaban delante del ara. Cuando llegó su vez al cuerpo de los tebeos, todos a una rehusaron obedecer. Ni quisieron participar en el sacrificio ni prestar el juramento. Ante aquella actitud, Maximiano estalló en una de aquellas sus cóleras terribles, que conocían bien cuantos le rodeaban. Más que una resolución inspirada por motivos religiosos, aquella negativa le pareció una cobardía innoble, o un acto de connivencia con los rebeldes del campo galo. De todas maneras, se trataba de una falta grave contra la disciplina. Recurriendo al más terrible de los castigos previstos en el código militar, el augusto mandó diezmar a los recalcitrantes. Llevados a presencia del ejército, se les echó a la suerte de los números, y todo aquel a quien le tocaba una decena era azotado y decapitado delante de sus camaradas. Realizada la ejecución, los supervivientes permanecieron tan firmes como antes. El tirano los mandó diezmar de nuevo, y ellos recibieron la orden con alegría, dispuestos a morir antes que a renunciar a Cristo, «Somos cristianos—decían—y no podemos sacrificar a los dioses ni hacer juramentos impíos.»
Tres oficiales sostenían su valor y encendían su entusiasmo; eran Mauricio, jefe de todos ellos, y sus dos subalternos Exuperio y Cándido. Dóciles a sus discursos, los tebeos despreciaron todas las amenazas y todos los castigos. El hagiográfo pone en su boca un discurso admirable, que traduce, si no sus palabras, al menos los sentimientos que les embargaban entonces: «Hemos visto—decían—degollar a los compañeros de nuestros trabajos y de nuestros peligros, y estamos salpicados por su sangre. Sin embargo, juzgándolos felices de morir por Dios, no hemos llorado su muerte. Y ahora no creas, oh emperador, que es la desesperación la que nos arma contra ti; tenemos las armas en la mano, pero no resistimos; preferimos morir antes que matar, morir inocentes antes que vivir culpables. Porque si es verdad que somos soldados tuyos, somos también siervos de Dios; si a ti te debemos la milicia, a Él le debemos la inocencia; tú nos das la paga de nuestro servicio, Él nos ha dado la luz y la vida.» A la tercera negativa sucedió el tercer sorteo, y finalmente la matanza general de todos aquellos valientes. Todos ofrecieron su garganta sin defenderse, entregando las armas, arrojando el casco, el escudo y la loriga y presentando su pecho a la espada. Ni el número ni la seguridad de morir les inspiraron la idea de vengar con el hierro la justicia de su causa; acordándose sólo de que morían por Aquel que se dejó llevar a la muerte sin protestar, del Cordero divino, que no abrió la boca para quejarse. Ovejas de Dios, dejáronse devorar por los lobos; la llanura quedó cubierta con sus cadáveres, y su sangre como en abundancia por el suelo.
Así acabó aquel episodio, célebre en las gestas de los mártires. El hecho es indubitable. Antes de terminar el siglo IV lo reconocía el obispo de Martigny, San Teodoro, al consagrar el culto de los generosos legionarios, y en la primera mitad del siglo V San Euquerio de Lyón escribía su historia. Parece probable, sin embargo, que no se trataba de una legión completa, que haría el número de seis mil hombres, sino de un cuerpo menos numeroso, tal vez de una simple cohorte auxiliar. Una cosa es cierta: que la crítica de nuestros días ha venido a confirmar el relato de la leyenda hagiográfica.
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