domingo, 30 de septiembre de 2012
Homília
Tanto el pasaje del libro de los Números como el del evangelio según San Marcos, nos confirman que la profecía es un don sagrado de Dios y, como tal, ningún ser humano puede arrogársela sin ser cómplice de la extorsión, la mentira o el engaño. Los falsos profetas son denostados por la Sagrada Escritura, pero el verdadero profeta es empapado por el espíritu de Dios, que llena su ser, le impulsa a proclamar su Palabra, guste o no, y a comprometer y entregar su vida por esta noble causa. Entre los “profesionales de la religión” puede anidar inconscientemente la idea de ser los únicos intérpretes y mediadores del Señor, que ejercer dominio sobre quienes actúan evangelizando al margen de la autoridad eclesiástica.
Los discípulos de Josué, al igual que los discípulos de Jesús, quieren apagar la voz de estos profetas, porque no pertenecen a su grupo. Ambos adoctrinan al pueblo y piden respeto hacia ellos, ya que “uno que hace milagros en mi nombre, no puede hablar mal de mí” ( Marcos 9,40). San Pablo dirá a este respecto que “la Palabra de Dios no está encadenada”(II Timoteo 2,9).
Nos conviene sacar consecuencias para nuestra vida de estos relatos, para no creernos los auténticos depositarios de la verdad y caer en particularismos y sectarismos excluyentes. Debemos, en cambio, alegrarnos del bien que otros hacen a nuestro alrededor y de cómo llevan adelante y positivamente el anuncio del Reino de Dios a entidades y grupos distintos a los nuestros. Nunca ha sido la envidia buena consejera. Nuestra vida cristiana crece en la medida que reconocemos el don de Dios, en nosotros y en los demás, renunciemos a nosotros mismos y pongamos los cinco sentidos en actuar siguiendo las huellas de Jesús.
Orientar la misma existencia es, para cada uno de nosotros, una tarea vital e imprescindible. Y sirven de estímulo propuestas válidas de soluciones y ejemplos edificantes, que desembocan en positivas actitudes ante la vida.
Jesús nos ofrece el ejemplo de los niños para entrar en el Reino de los Cielos. El niño era en Israel, como en la mayor parte del mundo antiguo, muy poquita cosa hasta que cumplía los trece años y se incorporaba a la sociedad adulta. Crecían en indefensión y eran, junto con las mujeres, los más ínfimos ciudadanos del discriminado ambiente semita. El gesto de Jesús de acoger a los niños, abrazarlos, mimarlos y ponerlos como modelo, supone una valentía testimonial de primer orden que clarifica los objetivos para llegar a ese Reino de Dios. Los primeros en el ranking del Reino no serán los ganadores de los premios nobeles, los cerebros brillantes- coleccionistas de masters- ni los poderosos y acaparadores de fortuna, sino los auténticos servidores de los demás, aunque carezcan de títulos nobiliarios, académicos, religiosos o de cualquier índole.
Ahora bien: para un cristiano, el servicio al pueblo pasa siempre por la atención especial a los seres más indefensos de la sociedad, primeras víctimas del deterioro de la convivencia y de los errores de quienes ostentan la autoridad. Un pueblo solamente progresa cuando sabe acoger y educar en integridad y buenas costumbres a las futuras generaciones. Esto ha sido una constante en la primitiva tradición cristiana, y defender la vida un deber sagrado, que ya recoge la Didajé, el primer libro cristiano que se conoce, cuando se opone frontalmente al aborto.
La mayoría de nosotros hemos visto, a través de la tv o del cine, programas y reportajes sobre los inmensos basureros que rodean las grandes ciudades del Tercer Mundo: Bangkok, Manila, Calcuta, Bombay... Miles de personas- niños incluidos- escarban entre la basura, para encontrar algo que llevarse a la boca, u objetos de valor con los que sacar algunas monedas. Se juntan aquí la miseria, los malos olores, la podredumbre y lo que nadie quiere para sí. Es la sempiterna lucha por la supervivencia. La vida es cruel para quien, sin culpa alguna por su parte, ha tenido la desgracia de nacer en una familia pobre, sufrir las consecuencias del hambre y deambular en la marginación, sin trabajo, sin dinero, sin casa, sin amigos, sin seguridad social, sin escuela... No cabe mayor pobreza que vivir a la altura de los animales y verse abocado a todo tipo de enfermedades, junto a otras personas que mueren ejerciendo esta inhumana actividad.
Jesús nos habla hoy de los infiernos, de la gehenna, un valle ubicado a la salida de Jerusalén, donde se acumulaba la basura de la ciudad, el humo y los malos olores provenientes de la fermentación y descomposición de los alimentos. La gehenna simboliza el mundo del absurdo, del vacío, de la desesperación, al que nos conduce el desamor y la falta de respeto y consideración a la vida de los demás, especialmente de los más débiles.
Por eso, arrebatar la fe a quienes la profesan como único patrimonio al que aferrarse, es sumir a la persona en la postración y cercenar sus posibilidades de futuro. Si se trata de un niño que, según la tradición judía, carece de derechos hasta cumplir los 13 años, el pecado es aún mayor. La responsabilidad que adquirimos al educar a un niño es muy grande; debemos estar atentos a sembrar valores, alimentar su fe, promover el respeto y la justicia, acompañar sus pasos con amor, para que vivan con dignidad y no caigan en un futuro vacío existencial.
Personas como la Beata Teresa de Calcuta o Vicente Ferrer son un ejemplo a imitar. Ellos se conmovieron ante la miseria humana y entregaron su vida para conquistar la dignidad de millones de seres humanos. Toda su entrega fue un canto a la esperanza y a las inmensas posibilidades que puede tener cada persona si se lucha contra el hambre y se le abren los horizontes de la cultura y del desarrollo económico, social y religioso. No están lejos de Jesús quienes, aún sin creer, entregan su tiempo, su dinero y sus mejores ilusiones para mejorar las condiciones de vida de cuantos se hallan anclados en la pobreza extrema dentro de ambientes irrespirables.
Toda la liturgia de hoy es una llamada apremiante al compromiso activo y generoso. Tomemos nota, si queremos estar junto a Jesús en el Reino de los Cielos.
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