El hombre de la palabra sublime como fulgurante espada, que salvó a Antioquía, desarmó a los jefes bárbaros y dominó a los reyes y a los tíranos, fue hijo de un guerrero. Su padre tenía a sus órdenes la caballería de Siria; su madre, tipo de la mujer fuerte, es la que, viuda a los veinte años, hacía exclamar al retórico Libanio: «¡Dioses de la Grecia, qué mujeres hay entre los cristianos! » Fue este sofista, pagano empedernido, amigo fiel de Juliano el Apóstata, el que guió los primeros pasos del joven por el mundo de las letras. El genio del discípulo le llenaba de orgullo—aún queda una carta en que lo confiesa—, pero sus tendencias religiosas le entristecían. «¡Ay!—decía poco antes de morir—; hubiera dejado a ese muchacho al frente de mi escuela, pero los cristianos me lo han arrebatado.»
Juan dio comienzo a su vida de orador en el Foro. Tenía veinte años cuando sus conciudadanos empezaban a compararle con Demóstenes. Pero un día, en medio de la embriaguez del triunfo, deja la tribuna y se presenta al obispo de Antioquía pidiéndole el Bautismo. Esto es poco; necesita practicar el Evangelio integral; quiere seguir el ejemplo de dos anacoretas, y se dispone a internarse en el desierto de Siria. «Cuando mi madre—dice él mismo—supo mi resolución, tomóme de la mano, llevóme a su habitación, y habiendo hecho que me sentase junto a la cama donde me había dado el ser, rompió a llorar y a decirme cosas más amargas que su llanto.» Juan no tuvo valor para afligir a su madre; pero, algo más tarde, un suceso inesperado vino a empujarle nuevamente hacia la soledad. Juan tenía un santo amigo que se llamaba Basilio. «Uníame a él—nos dice—una amistad sagrada, de esas que nacen en los bancos de la escuela, y que no puede extinguir el viento de las solicitudes de la vida. Éramos inseparables. La aplicación a los mismos estudios, bajo los mismos maestros, un ardor, una emulación iguales en las aulas, todo concurría a darnos la misma aptitud y los mismos gustos.»
Un día Basilio vino a anunciar a Juan que el pueblo les quería hacer obispos. Pero aquellos hombres eran tan dignos de esa dignidad sublime, que temblaban antes de aceptarla. Un sentimiento profundo, como de espanto ante la majestad episcopal, hacía que se apartasen de ella. «¿Qué piensas hacer tú?», preguntó Basilio a su amigo. «Lo que tú hagas», respondió Juan. «Seguro—refiere él mismo—de lo mucho que perjudicaría a la Iglesia si por mi culpa se viese privada de tal pastor, yo, que tenía acostumbrado a Basilio a leer en el fondo de mi alma, le oculté entonces mi pensamiento, y aun le dije que en todo caso haría lo mismo que él.» Llegó a poco el día de la consagración; apoderáronse de Basilio, y tuvo que doblegarse al yugo; buscaron a Juan y fue imposible encontrarle: había huido. El pueblo, que esperaba dos víctimas, se amotinó en la basílica, y el consagrado, dándose cuenta del engaño que había sufrido, fue en busca de su amigo para echarle en cara su despiadada astucia. «Sentado junto a mí—dice el fugitivo—, me hablaba, entre sollozos, de aquella violencia sin precedentes. Pero el dolor le ahogaba y las palabras expiraban en su garganta. Viéndole anegado en llanto y presa de tal turbación, y, que sabía la causa de todo, no pude contener la risa, y, tomándole la mano, quise besársela, dando gracias a Dios por el éxito de mi estratagema. Al ver mi alegría, su dolor se aumentó con la indignación.» Juan le consoló enviándole el primero de sus libros, el Diálogo sobre el sacerdocio, obra llena de gravedad y de imaginación, que nos revela en el joven escritor todas las dotes del orador futuro.
El Diálogo fue escrito en una caverna. En su retiro, el solitario mezclaba con el estudio el trabajo, la oración y la meditación. Los grandes hombres de aquel tiempo venían del desierto. La soledad, que es la madre de las ideas que transforman al mundo, les preparaba para su reaparición en la ciudad. Juan vuelve a Antioquía guiado por Dios. La enfermedad le ha hecho imposible aquella vida de penitencia. También Dios tiene sus pretextos. En realidad, viene para cumplir entre los hombres sus grandes destinos. Aquella voz no estaba hecha para clamar en el desierto. El patriarca Flaviano la aprisionó, vinculándola a la iglesia de Antioquía, donde resonó con magníficos acentos por espacio de veinte años.
Sacerdote y ayudante de su obispo, Juan se entregó desde entonces a su pueblo de Antioquía; se entregó por el ministerio, por la limosna, por el sacrificio, por la palabra. Por la palabra, sobre todo. Ya se ha convertido en Juan Crisóstomo, «el de la boca de oro». Predica constantemente, interpreta con llamaradas de imágenes las Sagradas Escrituras, expone con elocuencia los deberes de la moral, ataca los vicios, describe los desórdenes de los magnates, sus palacios de cedro y de pórfido, sus despilfarros en las carreras del circo, el lujo de las mujeres, que llenan las calles con su cortejo de eunucos y esclavas; el orgullo de los filósofos que se pasean bajo los pórticos antioquenos con su larga barba, su manto y su bastón. Es más moralista que teólogo, analiza más que profundiza. No le gusta el vuelo del águila; quiere vivir en contacto con los miserables que se arrastran en la tierra: examina, sondea, exhorta, anima, consuela y aconseja. No hay en el alma humana repliegues que se oculten a su mirada. Es íntimo y familiar; es actual y preciso. Su elocuencia no es aquella que abruma al oyente sin conmoverle, sino que penetra en el fondo del corazón y se apodera de él, sin que apenas se dé cuenta, deslumbrado por la magia del decir. Con frecuencia reprende a sus oyentes, porque no le miran como un apóstol, como un hermano, como un padre. Más que por la magnificencia, triunfa por la familiaridad, por la sencillez, por la gracia casera y popular. Se adapta hasta a las más ínfimas condiciones sociales e intelectuales, y sigue personalmente, directamente, a los que en ellas viven, para hacer penetrar en sus almas las más altas verdades. Diríase que conoce a todos sus oyentes y que se dirige a cada uno personalmente, según la variedad de exhortaciones y consejos. No hay nada en su lenguaje de hueco, de vago, de impersonal, de teórico; no hay nada que no tenga una dirección práctica y bien determinada.
Esta intimidad del orador con su auditorio le permite ingenuas audacias, que hoy nos llenarían de extrañeza, tal vez porque hoy no tenemos el robusto sentido de humanidad para comprender el encanto de esos atrevimientos. Penetrando en lo más sagrado del hogar, el Crisóstomo aconseja al esposo que no oculte su cariño, sino que le descubra con viveza y naturalidad. Hasta le indica la manera de entablar la primera conversación con su joven esposa: «Puedes decirle graciosamente: Niña mía, he juntado mi existencia a la tuya en lo más importante y necesario de la tierra. Podía haberme casado con una mujer más rica, y no he querido. Todo lo he desdeñado para no ver más que las necesidades de tu alma, que estimo por encima de todos los tesoros del mundo.» Habla luego de las relaciones de los esposos. ¡Y con que gracia recomienda la gracia! ¡Con qué dulzura la dulzura! ¡Cuan tiernamente vela sobre la fragilidad del amor! Supongamos que a una mujer se le antoja alguna cosa. ¿Qué ha de hacer el marido? ¿Negársela? ¿Irritarse? «No—dice Juan—, demostrarás a tu mujer el error, pero con una gran bondad. La exhortación a la virtud tiene en sí misma algo de severidad excesiva, sobre todo cuando se dirige a una joven tímida y delicada. Si ella dice: «Esto es mío», contesta en seguida: «¿Qué es lo que reclamas por tuyo? Yo no lo sé, porque para mí nada hay propio; y no esto o aquello, sino todo te pertenece, y yo el primero.» Y no temas, amigo mío, no temas que este lenguaje envanezca demasiado a tu mujer.»
En esta comunicación constante del pastor con su pueblo, hay un momento dramático en que la voz del Crisóstomo vibra con más ternura que nunca, y su idea fulgura con más poderosa eficacia. En 387, con motivo de un impuesto extraordinario, una sedición acababa de ensangrentar las calles de Antioquía: la curia, asaltada; arrastrado y maltratado el prefecto; destruidas entre salvaje gritería las estatuas del emperador, de la emperatriz y de sus hijos. El emperador era el español Teodosio, tan grande como violento y justiciero. En Constantinopla se hablaba de incendiar la ciudad. Teodosio rechazó el consejo, pero dio orden de hacer una investigación severa y proceder con rigor a la ejecución del castigo. Entretanto, el patriarca se dirige a la corte en demanda de perdón. En la expectación de una justicia despiadada, el pueblo gime aterrado. Muchos quieren huir, otros se exaltan hasta la desesperación. Crisóstomo, que ha quedado al frente de la Iglesia, acude al poder soberano de su palabra: conjura el peligro, que renace cada día; tranquiliza a la población, exasperada hasta la locura; la defiende contra insinuaciones malsanas de los agitadores, reanima sus esperanzas en la clemencia, la distrae de sus preocupaciones obsesionantes con la exposición de las verdades de la fe, y la exhorta a la penitencia para hacerla digna del perdón divino. Así durante veinte días, pronunciando los veinte discursos que se llaman de las Estatuas, monumento de historia y elocuencia, que no tiene otro igual en la antigüedad. Cicerón es más grandilocuente, Démostenes cautiva más; pero ninguna otra palabra humana produce la impresión de una comunicación más íntima entre el que habla y los que escuchan. Crisóstomo conjura, amenaza, suplica, según los movimientos de la muchedumbre, colérica y voluble, que de la postración pasaba a la rebelión. Durante unos días, la enfermedad le obliga a ausentarse. El terror del pueblo llega entonces al paroxismo. Sólo la intervención de un magistrado pagano puede contener el movimiento irreflexivo. Cuando el presbítero reaparece en la tribuna de la iglesia, sus primeras palabras son éstas: «Me sonrojo de vergüenza al pensar que ha sido necesaria la palabra de un infiel para reanimar el valor de los cristianos.»
Al fin, Flaviano llegó con la más completa amnistía. La crisis sólo había servido para estrechar más el alma del Crisóstomo con la del pueblo. La simpatía entre ambos es tal desde entonces, que el uno va a tener autoridad para decirlo todo, y el otro disposición para escucharlo todo. La elocuencia del orador se extiende por todo el Oriente; los sofistas paganos vienen a oírle desde lejanas tierras; los judíos se apiñan en torno a su cátedra.
No obstante, él es siempre el predicador del Evangelio, el amigo, el consolador y el confesor. A veces creemos oírle hablar en el foro, pero pronto el celo de la casa de Dios le arrebata. Combina la acción del tribuno y del director de conciencia. No calla ni disimula. Predica durante lustros enteros, casi sin interrupción, combatiendo todas las debilidades y todas las supersticiones. Domina por la imaginación más que por el raciocinio; más por la pasión que por la lógica, más por la figura que por el argumento. Es un oriental que comprende la psicología oriental. Lo que le importa es mover, inspirar el deseo de la virtud. Cuando el público aplaude, él se interrumpe diciendo: «¿De qué sirven vuestras alabanzas, si no veo el progreso de vuestra virtud? ¿Perdería acaso algo con vuestro silencio, si viese que crece vuestra piedad?» Exhortando, particularmente la limosna, no ha habido orador que le haya igualado en fuerza persuasiva. Un día empezó su homilía con estas palabras: «Vengo hoy para comunicaros una embajada. Y no es un decreto del Senado lo que me envía, sino el espectáculo de los más crueles sufrimientos. Cuando atravesaba la plaza, he visto yaciendo en tierra los desgraciados que tiritaban de frío y padecían hambre...» Sigue la pintura desgarradora de la miseria, y, como contraste, la descripción del palacio opulento, con los jardines olorosos, las fuentes elegantes y los pórticos frescos y sombreados; y el recuerdo de las telas bordadas, los vestidos suntuosos, que se llevan al ágora para que sean la admiración de las gentes, y los calzados de seda, que los jóvenes cuidaban de tal modo, que en los momentos de impaciencia familiar solía decirse: «Es preferible que los colguéis de vuestro cuello.» En 397 cambia de rumbo la vida del presbítero antioqueno y su elocuencia empieza a revelarnos un aspecto nuevo. Nombrado patriarca de Constantinopla, va a manifestar frente a la corte, frente a la injusticia de los poderosos de la tierra, toda la audacia, toda la heroica altivez de que darán más tarde ejemplo un Hildebrando o un Tomás Becket. La situación en que a la sazón se encuentra el Imperio, parece el marco providencial para presentárnoslo con toda su grandeza. No obstante, en el Bósforo, lo mismo que en el Orontes, es siempre el hombre sencillo, el consejero íntimo y tierno. El pueblo le rodeaba con un entusiasmo que rayaba en la idolatría. Amaba hasta sus censuras y sus reproches indignados. Los vicios asiáticos se agravaban allí con la presencia de una corte afeminada y de un emperador, Arcadio, que no aparecía en público sino rodeado de un cortejo de guardias que llevaban vestidos de seda, escudos y lanzas de oro, adornado de ricos brazaletes, de pendientes y diademas de diamantes, de sandalias de una riqueza escandalosa, sentado en un carro que arrastraban mulas blancas y estaba revestido de láminas de oro y de piedras preciosas. El Crisóstomo exhortaba a moderar estos despilfarros, tronaba contra los juegos del circo, reprimía la licencia hipócrita de ciertos sacerdotes que guardaban en sus casas vírgenes consagradas a Dios con el nombre de hermanas espirituales, anatematizaba las escenas infames de los teatros, atacaba el afeminamiento de los magnates, condenaba la ociosidad del pueblo, y todos los vicios se encontraban frente a la protesta vibrante de su palabra apostólica. Pocas cosas hay más grandes en la historia humana que esta actitud del gran patriarca ante la corrupción de un mundo decadente, ante el emperador y ante el Imperio.
Pero cuando Juan entró en Constantinopla, más que el emperador, mandaba el ambicioso Eutropio. Este eunuco, este esclavo, convertido en cónsul, amenazaba ya eclipsar a la emperatriz. Él proveía los cargos y deponía a los gobernadores. Desterraba, confiscaba, asesinaba. Su codicia entregaba las provincias al mejor postor. Hubo quien compró la de Siria por las alhajas de su mujer. Lo noble, lo rico, lo honrado que aún quedaba en el Imperio iba a parar a las montañas del Cáucaso o a las arenas de Libia. Allí murió, víctima del puñal, el cónsul Primasio, vencedor de los godos y amigo de Teodosio. Pero Primasio tenía un hijo, y también se le mató. Había que inmolar también a la viuda, pero ella se refugió al pie de los altares e invocó el derecho de asilo. Eutropio reclamó a la víctima, pero se encontró frente a frente con el patriarca. Tuvo que retroceder. Sigue la abolición del derecho de asilo. Todo el mundo se prosterna ante el tirano, sólo el obispo se yergue ante él sin debilidad y sin ostentación.
Todo cambia repentinamente: la emperatriz, de rodillas ante su esposo, pidiendo venganza; una revolución palaciega; un motín popular. Voces de odio, de ira, de muerte contra el valido. Empieza un drama sublime. Echado del palacio, Eutropio huye; todas las salidas se le obstruyen, todas las puertas se le cierran. Sólo hay una abierta para él, la del templo; entra e invoca el derecho de asilo. El emperador le reclama, como él había reclamado a la viuda. El emperador y el eunuco tienen que retroceder delante del patriarca. Siempre altivo, siempre humilde, siempre grande, Crisóstomo invoca el derecho de la libertad y de la misericordia. La lucha es ahora más terrible; el pueblo, furioso, llena la iglesia, pidiendo la muerte del criminal; el tumulto se alza como un mar alborotado; pero sobre la tempestad de las pasiones suena la voz de la justicia, increpando unas veces a los perseguidores, otras veces al perseguido; echando en cara, a los unos, sus adulaciones pasadas y sus cóleras presentes; al otro, su soberbia y su bajeza.
«¡Vanidad de vanidades!—exclama—. ¿Dónde está ahora el ilustre esplendor del consulado? ¿Dónde las hachas encendidas que precedían siempre a este hombre en su camino, las danzas y aclamaciones, los banquetes y las fiestas? ¿Qué se hicieron las coronas y ornatos de su cabeza, el ruidoso entusiasmo de la ciudad y los vítores en el circo?» Este fue el comienzo. Después, volviéndose con transición magnífica al eunuco, asido de las columnas del altar, pregunta el orador: «¿No te dije muchas veces que la riqueza es cosa fugitiva? Eras un rey, y no podías soportar mis palabras. ¿No te decía que la riqueza es un servidor ingrato? Eras un rey, y no querías creerme; y ahora la experiencia te enseña que la riqueza es no sólo fugitiva e ingrata, sino también homicida, pues ya ves a qué estado te reduce. ¿No te decía que las heridas causadas por un amigo valen más que las caricias del enemigo?...» Al oír estas imprecaciones, la multitud ruge indignada; pero el orador la conmueve pintando el estado lastimoso del caído; su humillación, su angustia mortal, su palidez cadavérica, el rechinar de sus dientes, el temblar de su cuerpo, el sollozo de su garganta; y añade, viéndose ya triunfante: «Dios permite que un hombre tal demuestre con sus desdichas el poder y la clemencia de la Iglesia. ¡He aquí cómo se confunde a los judíos y a los gentiles! Para salvar al enemigo que se refugia a su sombra, la Iglesia se expone al enojo del emperador. Este es el mejor ornato al altar. —¿Ese avaro, diréis, ese ladrón, ese malvado, el que se agarra a la sagrada mesa? ¡Vaya un ornato!— No habléis así. Una prostituta enjugó los pies de Cristo, ¿y empañó a caso su gloria?» El auditorio, antes frenético de cólera, ha caído de rodillas, prorrumpe en llanto, perdona. «Vamos—dice entonces San Juan—, vamos a echarnos a los pies del príncipe; o mejor, roguemos a Dios que le dé un corazón que sepa compadecer.»
El triunfo fue completo: hubo calma, hubo perdón, se respetó el derecho de asilo, y el eunuco, protegido por la fuerza que le había salvado, se retiró a terminar sus días en Chipre. No obstante, sobre la cabeza del patriarca se cernía otra tempestad. El pueblo le idolatraba, pero la corte le consideraba como un obstáculo. Y, sin embargo; él la había salvado más de una vez deteniendo en la frontera a los jefes bárbaros que la amenazaban. Pero aquel campo donde había triunfado Eutropio no era más que intriga, frivolidad, bajeza e hipocresía. Ahora se conjuraba contra el Crisóstomo. En la liga entraban cortesanos, sacerdotes envidiosos, ricas matronas ofendidas por las censuras del orador, la misma emperatriz y el emperador, que iba donde le llevaban. Un concilio, presidido por el patriarca de Alejandría, que consideraba como rival suyo al de Constantinopla, se encargó de saciar la sed de venganza, deponiendo al acusado. Entretanto, Crisóstomo hablaba al pueblo con vehemencia nueva: «¿Qué voy a temer?—decía—. ¿La muerte? Ya sabéis que Cristo es mi vida, y el morir una ganancia. ¿El destierro? ¡Pero si la tierra toda es del Señor! ¿La pérdida de los bienes? Nada hemos traído a este mundo y nada llevaremos de él. Desprecio todos los terrores, me río de los bienes; ni temo la pobreza, ni deseo la riqueza, ni me aterra la muerte; y si deseo vivir, es por el bien de vuestras almas.» Y añadía, terminando su arenga con unas palabras que fueron consideradas como una alusión a la emperatriz: «¿Pero sabéis, amigos míos, la verdadera causa de mi ruina? Es que no he tenido en mi casa ricos tapices, ni me he puesto vestidos de oro y de seda, ni he halagado la molicie y la sensualidad de las gentes. Algo queda aún de la raza de Jezabel, y la gracia combate todavía en favor de Elías. Herodías sigue pidiendo la cabeza de Juan, y por eso danza.»
Hubieran deseado la cabeza, pero tuvieron que contentarse con el destierro. Juan fue arrebatado y arrojado en un navío. Era de noche, pero la población entera lo despidió llorando. Al día siguiente hubo un temblor de tierra, que fue considerado como un signo de cólera divina. La emperatriz era muy supersticiosa, y se apresuró a llamar al desterrado. Fue una vuelta triunfal: el Bósforo, cubierto de navíos empavesados, iluminado de antorchas, alegrado por las aclamaciones y los cantos populares; Juan, arrastrado hasta la basílica, colocado en la cátedra y vitoreado frenéticamente. Se hizo el silencio, y empezó a hablar con estas frases sencillas y sublimes a la vez: «¡Bendito sea el Señor! Lo decía al marchar, lo digo al volver, y nunca me cansaré de decirlo. Recordáis que el último día os propuse la imagen de Job y sus palabras; es la prenda que os dejé; es la acción de gracias que ahora traigo. La situación es diferente, el himno de gratitud es el mismo. Desterrado, bendecía; vuelto del destierro, sigo bendiciendo. El invierno y el estío tienen un mismo fin: la fertilidad de la tierra. Bendito sea el Señor que desencadena la tormenta. Bendito sea el Señor que restablece la calma.»
La reconciliación no podía ser duradera; mejor dicho, no había habido reconciliación. Eudosia pensaba en su derrota, y, para consolarla, los cortesanos imaginaron una gran fiesta en su honor. Se le erigió una estatua de plata; se la inauguró solemnemente; hubo juegos, cantos, danzas y libaciones. Todo con exceso. Crisóstomo censura aquella fiesta profana, y esto fue el pretexto del nuevo rompimiento. Ochenta obispos se reunieron en concilio. La elocuencia del patriarca se equilibraba con el poder imperial. Cuarenta obispos le defendían, otros cuarenta le condenaban. A la de éstos unió su autoridad el emperador con un decreto de destierro. El pueblo defendía a su pastor; como las iglesias estaban tomadas por la fuerza, la asamblea religiosa celebróse en los baños públicos. Entraron los soldados, corrió la sangre, y el patriarca fue llevado a la frontera de Armenia.
Relegado en una mísera aldea, sigue siendo el Crisóstomo. Entra en contacto con las hordas errantes de la región, les dice las cosas que él sólo sabía decir, y las trae a la fe. El tugurio del cautivo se convierte en centro de vida cristiana. Llegan diputaciones de obispos, legiones de anacoretas, saludos y felicitaciones de Oriente y Occidente. Crisóstomo mantiene correspondencia con todas las iglesias: Jerusalen, Cesarea, Adana, Corinto, Roma, Cartago, Milán, Aquilea. Exhorta, aconseja, vigila las misiones que algo antes había organizado entre los godos, los árabes y los persas. Sus cartas son elocuentes como sus discursos. No hay en ellas ni asomo de odio, ni ráfaga de desaliento. Sabe que el obispo de Roma trabaja por rehabilitarle, y él escribe al Papa Inocencio: «El cuerpo habita en un punto del mundo, pero la caridad está en todas partes. Aunque separado por tantas tierras, estoy al lado de Vuestra Santidad. Por mi parte, os agradezco que aumentéis vuestro afecto hacia mí, puesto que es tan fuerte la tempestad. Entre el hambre, la guerra, el contagio, los asaltos continuos, la soledad sin fin, la espada de los bárbaros, es para mí el mayor de los consuelos el que Vuestra Santidad se acuerde de mí, me ame y me bendiga. Con semejante protección, iría sin pena al lugar más desolado de la tierra.»
Aquella actividad en torno a la vivienda del gran proscrito alarmó a la emperatriz; además, el pueblo de Constantinopla pedía a su obispo, y los juanistas se movían en todo el Oriente. A los tres años de destierro, Juan iba a ser trasladado a la costa oriental del mar Negro; pero sus fuerzas estaban agotadas. A causa de la fiebre, el viaje era lento. Habiendo llegado al pueblo de Coman, hizo que le introdujeran en una ermita que había junto al camino, y allí expiró pronunciando estas palabras: «Gloria a Dios por todas las cosas.»
Juan dio comienzo a su vida de orador en el Foro. Tenía veinte años cuando sus conciudadanos empezaban a compararle con Demóstenes. Pero un día, en medio de la embriaguez del triunfo, deja la tribuna y se presenta al obispo de Antioquía pidiéndole el Bautismo. Esto es poco; necesita practicar el Evangelio integral; quiere seguir el ejemplo de dos anacoretas, y se dispone a internarse en el desierto de Siria. «Cuando mi madre—dice él mismo—supo mi resolución, tomóme de la mano, llevóme a su habitación, y habiendo hecho que me sentase junto a la cama donde me había dado el ser, rompió a llorar y a decirme cosas más amargas que su llanto.» Juan no tuvo valor para afligir a su madre; pero, algo más tarde, un suceso inesperado vino a empujarle nuevamente hacia la soledad. Juan tenía un santo amigo que se llamaba Basilio. «Uníame a él—nos dice—una amistad sagrada, de esas que nacen en los bancos de la escuela, y que no puede extinguir el viento de las solicitudes de la vida. Éramos inseparables. La aplicación a los mismos estudios, bajo los mismos maestros, un ardor, una emulación iguales en las aulas, todo concurría a darnos la misma aptitud y los mismos gustos.»
Un día Basilio vino a anunciar a Juan que el pueblo les quería hacer obispos. Pero aquellos hombres eran tan dignos de esa dignidad sublime, que temblaban antes de aceptarla. Un sentimiento profundo, como de espanto ante la majestad episcopal, hacía que se apartasen de ella. «¿Qué piensas hacer tú?», preguntó Basilio a su amigo. «Lo que tú hagas», respondió Juan. «Seguro—refiere él mismo—de lo mucho que perjudicaría a la Iglesia si por mi culpa se viese privada de tal pastor, yo, que tenía acostumbrado a Basilio a leer en el fondo de mi alma, le oculté entonces mi pensamiento, y aun le dije que en todo caso haría lo mismo que él.» Llegó a poco el día de la consagración; apoderáronse de Basilio, y tuvo que doblegarse al yugo; buscaron a Juan y fue imposible encontrarle: había huido. El pueblo, que esperaba dos víctimas, se amotinó en la basílica, y el consagrado, dándose cuenta del engaño que había sufrido, fue en busca de su amigo para echarle en cara su despiadada astucia. «Sentado junto a mí—dice el fugitivo—, me hablaba, entre sollozos, de aquella violencia sin precedentes. Pero el dolor le ahogaba y las palabras expiraban en su garganta. Viéndole anegado en llanto y presa de tal turbación, y, que sabía la causa de todo, no pude contener la risa, y, tomándole la mano, quise besársela, dando gracias a Dios por el éxito de mi estratagema. Al ver mi alegría, su dolor se aumentó con la indignación.» Juan le consoló enviándole el primero de sus libros, el Diálogo sobre el sacerdocio, obra llena de gravedad y de imaginación, que nos revela en el joven escritor todas las dotes del orador futuro.
El Diálogo fue escrito en una caverna. En su retiro, el solitario mezclaba con el estudio el trabajo, la oración y la meditación. Los grandes hombres de aquel tiempo venían del desierto. La soledad, que es la madre de las ideas que transforman al mundo, les preparaba para su reaparición en la ciudad. Juan vuelve a Antioquía guiado por Dios. La enfermedad le ha hecho imposible aquella vida de penitencia. También Dios tiene sus pretextos. En realidad, viene para cumplir entre los hombres sus grandes destinos. Aquella voz no estaba hecha para clamar en el desierto. El patriarca Flaviano la aprisionó, vinculándola a la iglesia de Antioquía, donde resonó con magníficos acentos por espacio de veinte años.
Sacerdote y ayudante de su obispo, Juan se entregó desde entonces a su pueblo de Antioquía; se entregó por el ministerio, por la limosna, por el sacrificio, por la palabra. Por la palabra, sobre todo. Ya se ha convertido en Juan Crisóstomo, «el de la boca de oro». Predica constantemente, interpreta con llamaradas de imágenes las Sagradas Escrituras, expone con elocuencia los deberes de la moral, ataca los vicios, describe los desórdenes de los magnates, sus palacios de cedro y de pórfido, sus despilfarros en las carreras del circo, el lujo de las mujeres, que llenan las calles con su cortejo de eunucos y esclavas; el orgullo de los filósofos que se pasean bajo los pórticos antioquenos con su larga barba, su manto y su bastón. Es más moralista que teólogo, analiza más que profundiza. No le gusta el vuelo del águila; quiere vivir en contacto con los miserables que se arrastran en la tierra: examina, sondea, exhorta, anima, consuela y aconseja. No hay en el alma humana repliegues que se oculten a su mirada. Es íntimo y familiar; es actual y preciso. Su elocuencia no es aquella que abruma al oyente sin conmoverle, sino que penetra en el fondo del corazón y se apodera de él, sin que apenas se dé cuenta, deslumbrado por la magia del decir. Con frecuencia reprende a sus oyentes, porque no le miran como un apóstol, como un hermano, como un padre. Más que por la magnificencia, triunfa por la familiaridad, por la sencillez, por la gracia casera y popular. Se adapta hasta a las más ínfimas condiciones sociales e intelectuales, y sigue personalmente, directamente, a los que en ellas viven, para hacer penetrar en sus almas las más altas verdades. Diríase que conoce a todos sus oyentes y que se dirige a cada uno personalmente, según la variedad de exhortaciones y consejos. No hay nada en su lenguaje de hueco, de vago, de impersonal, de teórico; no hay nada que no tenga una dirección práctica y bien determinada.
Esta intimidad del orador con su auditorio le permite ingenuas audacias, que hoy nos llenarían de extrañeza, tal vez porque hoy no tenemos el robusto sentido de humanidad para comprender el encanto de esos atrevimientos. Penetrando en lo más sagrado del hogar, el Crisóstomo aconseja al esposo que no oculte su cariño, sino que le descubra con viveza y naturalidad. Hasta le indica la manera de entablar la primera conversación con su joven esposa: «Puedes decirle graciosamente: Niña mía, he juntado mi existencia a la tuya en lo más importante y necesario de la tierra. Podía haberme casado con una mujer más rica, y no he querido. Todo lo he desdeñado para no ver más que las necesidades de tu alma, que estimo por encima de todos los tesoros del mundo.» Habla luego de las relaciones de los esposos. ¡Y con que gracia recomienda la gracia! ¡Con qué dulzura la dulzura! ¡Cuan tiernamente vela sobre la fragilidad del amor! Supongamos que a una mujer se le antoja alguna cosa. ¿Qué ha de hacer el marido? ¿Negársela? ¿Irritarse? «No—dice Juan—, demostrarás a tu mujer el error, pero con una gran bondad. La exhortación a la virtud tiene en sí misma algo de severidad excesiva, sobre todo cuando se dirige a una joven tímida y delicada. Si ella dice: «Esto es mío», contesta en seguida: «¿Qué es lo que reclamas por tuyo? Yo no lo sé, porque para mí nada hay propio; y no esto o aquello, sino todo te pertenece, y yo el primero.» Y no temas, amigo mío, no temas que este lenguaje envanezca demasiado a tu mujer.»
En esta comunicación constante del pastor con su pueblo, hay un momento dramático en que la voz del Crisóstomo vibra con más ternura que nunca, y su idea fulgura con más poderosa eficacia. En 387, con motivo de un impuesto extraordinario, una sedición acababa de ensangrentar las calles de Antioquía: la curia, asaltada; arrastrado y maltratado el prefecto; destruidas entre salvaje gritería las estatuas del emperador, de la emperatriz y de sus hijos. El emperador era el español Teodosio, tan grande como violento y justiciero. En Constantinopla se hablaba de incendiar la ciudad. Teodosio rechazó el consejo, pero dio orden de hacer una investigación severa y proceder con rigor a la ejecución del castigo. Entretanto, el patriarca se dirige a la corte en demanda de perdón. En la expectación de una justicia despiadada, el pueblo gime aterrado. Muchos quieren huir, otros se exaltan hasta la desesperación. Crisóstomo, que ha quedado al frente de la Iglesia, acude al poder soberano de su palabra: conjura el peligro, que renace cada día; tranquiliza a la población, exasperada hasta la locura; la defiende contra insinuaciones malsanas de los agitadores, reanima sus esperanzas en la clemencia, la distrae de sus preocupaciones obsesionantes con la exposición de las verdades de la fe, y la exhorta a la penitencia para hacerla digna del perdón divino. Así durante veinte días, pronunciando los veinte discursos que se llaman de las Estatuas, monumento de historia y elocuencia, que no tiene otro igual en la antigüedad. Cicerón es más grandilocuente, Démostenes cautiva más; pero ninguna otra palabra humana produce la impresión de una comunicación más íntima entre el que habla y los que escuchan. Crisóstomo conjura, amenaza, suplica, según los movimientos de la muchedumbre, colérica y voluble, que de la postración pasaba a la rebelión. Durante unos días, la enfermedad le obliga a ausentarse. El terror del pueblo llega entonces al paroxismo. Sólo la intervención de un magistrado pagano puede contener el movimiento irreflexivo. Cuando el presbítero reaparece en la tribuna de la iglesia, sus primeras palabras son éstas: «Me sonrojo de vergüenza al pensar que ha sido necesaria la palabra de un infiel para reanimar el valor de los cristianos.»
Al fin, Flaviano llegó con la más completa amnistía. La crisis sólo había servido para estrechar más el alma del Crisóstomo con la del pueblo. La simpatía entre ambos es tal desde entonces, que el uno va a tener autoridad para decirlo todo, y el otro disposición para escucharlo todo. La elocuencia del orador se extiende por todo el Oriente; los sofistas paganos vienen a oírle desde lejanas tierras; los judíos se apiñan en torno a su cátedra.
No obstante, él es siempre el predicador del Evangelio, el amigo, el consolador y el confesor. A veces creemos oírle hablar en el foro, pero pronto el celo de la casa de Dios le arrebata. Combina la acción del tribuno y del director de conciencia. No calla ni disimula. Predica durante lustros enteros, casi sin interrupción, combatiendo todas las debilidades y todas las supersticiones. Domina por la imaginación más que por el raciocinio; más por la pasión que por la lógica, más por la figura que por el argumento. Es un oriental que comprende la psicología oriental. Lo que le importa es mover, inspirar el deseo de la virtud. Cuando el público aplaude, él se interrumpe diciendo: «¿De qué sirven vuestras alabanzas, si no veo el progreso de vuestra virtud? ¿Perdería acaso algo con vuestro silencio, si viese que crece vuestra piedad?» Exhortando, particularmente la limosna, no ha habido orador que le haya igualado en fuerza persuasiva. Un día empezó su homilía con estas palabras: «Vengo hoy para comunicaros una embajada. Y no es un decreto del Senado lo que me envía, sino el espectáculo de los más crueles sufrimientos. Cuando atravesaba la plaza, he visto yaciendo en tierra los desgraciados que tiritaban de frío y padecían hambre...» Sigue la pintura desgarradora de la miseria, y, como contraste, la descripción del palacio opulento, con los jardines olorosos, las fuentes elegantes y los pórticos frescos y sombreados; y el recuerdo de las telas bordadas, los vestidos suntuosos, que se llevan al ágora para que sean la admiración de las gentes, y los calzados de seda, que los jóvenes cuidaban de tal modo, que en los momentos de impaciencia familiar solía decirse: «Es preferible que los colguéis de vuestro cuello.» En 397 cambia de rumbo la vida del presbítero antioqueno y su elocuencia empieza a revelarnos un aspecto nuevo. Nombrado patriarca de Constantinopla, va a manifestar frente a la corte, frente a la injusticia de los poderosos de la tierra, toda la audacia, toda la heroica altivez de que darán más tarde ejemplo un Hildebrando o un Tomás Becket. La situación en que a la sazón se encuentra el Imperio, parece el marco providencial para presentárnoslo con toda su grandeza. No obstante, en el Bósforo, lo mismo que en el Orontes, es siempre el hombre sencillo, el consejero íntimo y tierno. El pueblo le rodeaba con un entusiasmo que rayaba en la idolatría. Amaba hasta sus censuras y sus reproches indignados. Los vicios asiáticos se agravaban allí con la presencia de una corte afeminada y de un emperador, Arcadio, que no aparecía en público sino rodeado de un cortejo de guardias que llevaban vestidos de seda, escudos y lanzas de oro, adornado de ricos brazaletes, de pendientes y diademas de diamantes, de sandalias de una riqueza escandalosa, sentado en un carro que arrastraban mulas blancas y estaba revestido de láminas de oro y de piedras preciosas. El Crisóstomo exhortaba a moderar estos despilfarros, tronaba contra los juegos del circo, reprimía la licencia hipócrita de ciertos sacerdotes que guardaban en sus casas vírgenes consagradas a Dios con el nombre de hermanas espirituales, anatematizaba las escenas infames de los teatros, atacaba el afeminamiento de los magnates, condenaba la ociosidad del pueblo, y todos los vicios se encontraban frente a la protesta vibrante de su palabra apostólica. Pocas cosas hay más grandes en la historia humana que esta actitud del gran patriarca ante la corrupción de un mundo decadente, ante el emperador y ante el Imperio.
Pero cuando Juan entró en Constantinopla, más que el emperador, mandaba el ambicioso Eutropio. Este eunuco, este esclavo, convertido en cónsul, amenazaba ya eclipsar a la emperatriz. Él proveía los cargos y deponía a los gobernadores. Desterraba, confiscaba, asesinaba. Su codicia entregaba las provincias al mejor postor. Hubo quien compró la de Siria por las alhajas de su mujer. Lo noble, lo rico, lo honrado que aún quedaba en el Imperio iba a parar a las montañas del Cáucaso o a las arenas de Libia. Allí murió, víctima del puñal, el cónsul Primasio, vencedor de los godos y amigo de Teodosio. Pero Primasio tenía un hijo, y también se le mató. Había que inmolar también a la viuda, pero ella se refugió al pie de los altares e invocó el derecho de asilo. Eutropio reclamó a la víctima, pero se encontró frente a frente con el patriarca. Tuvo que retroceder. Sigue la abolición del derecho de asilo. Todo el mundo se prosterna ante el tirano, sólo el obispo se yergue ante él sin debilidad y sin ostentación.
Todo cambia repentinamente: la emperatriz, de rodillas ante su esposo, pidiendo venganza; una revolución palaciega; un motín popular. Voces de odio, de ira, de muerte contra el valido. Empieza un drama sublime. Echado del palacio, Eutropio huye; todas las salidas se le obstruyen, todas las puertas se le cierran. Sólo hay una abierta para él, la del templo; entra e invoca el derecho de asilo. El emperador le reclama, como él había reclamado a la viuda. El emperador y el eunuco tienen que retroceder delante del patriarca. Siempre altivo, siempre humilde, siempre grande, Crisóstomo invoca el derecho de la libertad y de la misericordia. La lucha es ahora más terrible; el pueblo, furioso, llena la iglesia, pidiendo la muerte del criminal; el tumulto se alza como un mar alborotado; pero sobre la tempestad de las pasiones suena la voz de la justicia, increpando unas veces a los perseguidores, otras veces al perseguido; echando en cara, a los unos, sus adulaciones pasadas y sus cóleras presentes; al otro, su soberbia y su bajeza.
«¡Vanidad de vanidades!—exclama—. ¿Dónde está ahora el ilustre esplendor del consulado? ¿Dónde las hachas encendidas que precedían siempre a este hombre en su camino, las danzas y aclamaciones, los banquetes y las fiestas? ¿Qué se hicieron las coronas y ornatos de su cabeza, el ruidoso entusiasmo de la ciudad y los vítores en el circo?» Este fue el comienzo. Después, volviéndose con transición magnífica al eunuco, asido de las columnas del altar, pregunta el orador: «¿No te dije muchas veces que la riqueza es cosa fugitiva? Eras un rey, y no podías soportar mis palabras. ¿No te decía que la riqueza es un servidor ingrato? Eras un rey, y no querías creerme; y ahora la experiencia te enseña que la riqueza es no sólo fugitiva e ingrata, sino también homicida, pues ya ves a qué estado te reduce. ¿No te decía que las heridas causadas por un amigo valen más que las caricias del enemigo?...» Al oír estas imprecaciones, la multitud ruge indignada; pero el orador la conmueve pintando el estado lastimoso del caído; su humillación, su angustia mortal, su palidez cadavérica, el rechinar de sus dientes, el temblar de su cuerpo, el sollozo de su garganta; y añade, viéndose ya triunfante: «Dios permite que un hombre tal demuestre con sus desdichas el poder y la clemencia de la Iglesia. ¡He aquí cómo se confunde a los judíos y a los gentiles! Para salvar al enemigo que se refugia a su sombra, la Iglesia se expone al enojo del emperador. Este es el mejor ornato al altar. —¿Ese avaro, diréis, ese ladrón, ese malvado, el que se agarra a la sagrada mesa? ¡Vaya un ornato!— No habléis así. Una prostituta enjugó los pies de Cristo, ¿y empañó a caso su gloria?» El auditorio, antes frenético de cólera, ha caído de rodillas, prorrumpe en llanto, perdona. «Vamos—dice entonces San Juan—, vamos a echarnos a los pies del príncipe; o mejor, roguemos a Dios que le dé un corazón que sepa compadecer.»
El triunfo fue completo: hubo calma, hubo perdón, se respetó el derecho de asilo, y el eunuco, protegido por la fuerza que le había salvado, se retiró a terminar sus días en Chipre. No obstante, sobre la cabeza del patriarca se cernía otra tempestad. El pueblo le idolatraba, pero la corte le consideraba como un obstáculo. Y, sin embargo; él la había salvado más de una vez deteniendo en la frontera a los jefes bárbaros que la amenazaban. Pero aquel campo donde había triunfado Eutropio no era más que intriga, frivolidad, bajeza e hipocresía. Ahora se conjuraba contra el Crisóstomo. En la liga entraban cortesanos, sacerdotes envidiosos, ricas matronas ofendidas por las censuras del orador, la misma emperatriz y el emperador, que iba donde le llevaban. Un concilio, presidido por el patriarca de Alejandría, que consideraba como rival suyo al de Constantinopla, se encargó de saciar la sed de venganza, deponiendo al acusado. Entretanto, Crisóstomo hablaba al pueblo con vehemencia nueva: «¿Qué voy a temer?—decía—. ¿La muerte? Ya sabéis que Cristo es mi vida, y el morir una ganancia. ¿El destierro? ¡Pero si la tierra toda es del Señor! ¿La pérdida de los bienes? Nada hemos traído a este mundo y nada llevaremos de él. Desprecio todos los terrores, me río de los bienes; ni temo la pobreza, ni deseo la riqueza, ni me aterra la muerte; y si deseo vivir, es por el bien de vuestras almas.» Y añadía, terminando su arenga con unas palabras que fueron consideradas como una alusión a la emperatriz: «¿Pero sabéis, amigos míos, la verdadera causa de mi ruina? Es que no he tenido en mi casa ricos tapices, ni me he puesto vestidos de oro y de seda, ni he halagado la molicie y la sensualidad de las gentes. Algo queda aún de la raza de Jezabel, y la gracia combate todavía en favor de Elías. Herodías sigue pidiendo la cabeza de Juan, y por eso danza.»
Hubieran deseado la cabeza, pero tuvieron que contentarse con el destierro. Juan fue arrebatado y arrojado en un navío. Era de noche, pero la población entera lo despidió llorando. Al día siguiente hubo un temblor de tierra, que fue considerado como un signo de cólera divina. La emperatriz era muy supersticiosa, y se apresuró a llamar al desterrado. Fue una vuelta triunfal: el Bósforo, cubierto de navíos empavesados, iluminado de antorchas, alegrado por las aclamaciones y los cantos populares; Juan, arrastrado hasta la basílica, colocado en la cátedra y vitoreado frenéticamente. Se hizo el silencio, y empezó a hablar con estas frases sencillas y sublimes a la vez: «¡Bendito sea el Señor! Lo decía al marchar, lo digo al volver, y nunca me cansaré de decirlo. Recordáis que el último día os propuse la imagen de Job y sus palabras; es la prenda que os dejé; es la acción de gracias que ahora traigo. La situación es diferente, el himno de gratitud es el mismo. Desterrado, bendecía; vuelto del destierro, sigo bendiciendo. El invierno y el estío tienen un mismo fin: la fertilidad de la tierra. Bendito sea el Señor que desencadena la tormenta. Bendito sea el Señor que restablece la calma.»
La reconciliación no podía ser duradera; mejor dicho, no había habido reconciliación. Eudosia pensaba en su derrota, y, para consolarla, los cortesanos imaginaron una gran fiesta en su honor. Se le erigió una estatua de plata; se la inauguró solemnemente; hubo juegos, cantos, danzas y libaciones. Todo con exceso. Crisóstomo censura aquella fiesta profana, y esto fue el pretexto del nuevo rompimiento. Ochenta obispos se reunieron en concilio. La elocuencia del patriarca se equilibraba con el poder imperial. Cuarenta obispos le defendían, otros cuarenta le condenaban. A la de éstos unió su autoridad el emperador con un decreto de destierro. El pueblo defendía a su pastor; como las iglesias estaban tomadas por la fuerza, la asamblea religiosa celebróse en los baños públicos. Entraron los soldados, corrió la sangre, y el patriarca fue llevado a la frontera de Armenia.
Relegado en una mísera aldea, sigue siendo el Crisóstomo. Entra en contacto con las hordas errantes de la región, les dice las cosas que él sólo sabía decir, y las trae a la fe. El tugurio del cautivo se convierte en centro de vida cristiana. Llegan diputaciones de obispos, legiones de anacoretas, saludos y felicitaciones de Oriente y Occidente. Crisóstomo mantiene correspondencia con todas las iglesias: Jerusalen, Cesarea, Adana, Corinto, Roma, Cartago, Milán, Aquilea. Exhorta, aconseja, vigila las misiones que algo antes había organizado entre los godos, los árabes y los persas. Sus cartas son elocuentes como sus discursos. No hay en ellas ni asomo de odio, ni ráfaga de desaliento. Sabe que el obispo de Roma trabaja por rehabilitarle, y él escribe al Papa Inocencio: «El cuerpo habita en un punto del mundo, pero la caridad está en todas partes. Aunque separado por tantas tierras, estoy al lado de Vuestra Santidad. Por mi parte, os agradezco que aumentéis vuestro afecto hacia mí, puesto que es tan fuerte la tempestad. Entre el hambre, la guerra, el contagio, los asaltos continuos, la soledad sin fin, la espada de los bárbaros, es para mí el mayor de los consuelos el que Vuestra Santidad se acuerde de mí, me ame y me bendiga. Con semejante protección, iría sin pena al lugar más desolado de la tierra.»
Aquella actividad en torno a la vivienda del gran proscrito alarmó a la emperatriz; además, el pueblo de Constantinopla pedía a su obispo, y los juanistas se movían en todo el Oriente. A los tres años de destierro, Juan iba a ser trasladado a la costa oriental del mar Negro; pero sus fuerzas estaban agotadas. A causa de la fiebre, el viaje era lento. Habiendo llegado al pueblo de Coman, hizo que le introdujeran en una ermita que había junto al camino, y allí expiró pronunciando estas palabras: «Gloria a Dios por todas las cosas.»
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