La liturgia de hoy nos adentra en el tercer cántico del Siervo de Yahvé, poema de la profecía de Isaías, que la Iglesia considera mesiánico, referido lógicamente a la figura de Jesús, atormentado, escarnecido y humillado por nuestros pecados.
No es el Mesías guerrero que muchos judíos esperaban, ni su móvil es la venganza, ni el enfrentamiento, ni el odio, ni las reivindicaciones políticas. Tampoco responde a provocaciones, porque su objetivo es el perdón, pues sabe que Dios está de su lado.
Está lectura empalma con el evangelio según San Marcos, como veremos más adelante.
Santiago nos habla con contundencia del auténtico significado de la fe cristiana.
Una fe, alejada de nuestro entorno social, que elude los compromisos caritativos y se olvida de los más pobres y necesitados, no sirve para nada.
“La fe sin obras está muerta”.
Aunque normalmente la segunda lectura dominical no suele coincidir con el tema motriz de las dos restantes, bueno será que recapacitemos también en su contenido, pues estamos padeciendo en nuestras propias carnes el azote de la crisis más fuerte y prolongada de nuestra joven democracia española. Ante esta tesitura, a los cristianos y a todos los ciudadanos en general, se nos pide ser solidarios en la ayuda a los que padecen necesidad y responsables en la búsqueda de soluciones. Pero las autoridades, que incitan al pueblo a apretarse el cinturón, deberían tener igualmente actitudes significativos y rebajarse privilegios. Los gestos son vitales para hacer creíble la palabra.
Este es el meollo de la cuestión.
¿Por qué siguen los Apóstoles a Jesús?
¿Por qué lo hace también la gente llana del pueblo? ¿Qué buscan en su mensaje, en su palabra?
¿Quién es Jesús en realidad?
¿Por qué los discípulos le siguen con sólo ver el fulgor de su mirada, y esta misma mirada nada dice a otros muchos?
¿Por qué las masas se sienten seducidas por sus palabras de vida eterna -“nadie habló como El” (Juan 7, 46) - admiradas por sus signos o milagros?
¿Cuál es la verdadera razón que impulsa a la mayoría de los escribas, fariseos y saduceos a rechazar a Jesús?
El propio Jesús, al hacer esta pregunta a sus discípulos, sabe la polémica que hay a su alrededor en torno a su persona y conoce los verdaderos motivos que anidan en el corazón de los que le siguen.
Jesús ha sido, es y seguirá siendo, el personaje más controvertido de la historia humana; sobre El se han escrito ríos de tinta, incalculables esculturas, pinturas, obras arquitectónica...reflejando las inquietudes de sus autores o el común sentir popular.
En su nombre se han dicho los más sublimes poemas, construido las más bellas catedrales y realizado las mayores aberraciones.
El Jesús histórico, nacido en Belén, que habitó en Nazaret, constituido “rabí” entre su pueblo, el hombre conocedor de la Ley, que predica la Buena Noticia y muere en la cruz fuera de las murallas de Jerusalén, es una persona conocida y valorada por sus familiares, amigos y paisanos; algunos de éstos dudan que de un pueblo tan pequeño como Nazaret pueda salir un profeta.
Sin embargo, llama poderosamente la atención la pregunta que Jesús dirige a los fariseos: “¿Alguno de vosotros me puede convencer de pecado? (Juan 8, 26).
Jesús quiere sondear el corazón y las intenciones de sus discípulos. No le importa lo que digan otros de El; quiere saber de sus labios una respuesta personal a su pregunta.
Pedro, en nombre de todos, descubre desde la fe el auténtico misterio: “Tú eres el Mesías, el Cristo” (Mc.8, 29).
La clave del auténtico discípulo y seguidor de Jesús está en la fe en El, no únicamente como un padre, un hermano, un compañero de viaje o consejero íntimo, sino como el Mesías, El Señor, nuestro Salvador, el Cristo, el Ungido por Dios.
No se puede conocer a Jesús sin amarle; y no se le puede amar sin seguirle sin condiciones.
Pedro descubre, por inspiración divina, al Cristo, pero su fe tendrá que purificarse más tarde con el sufrimiento y la dura prueba de la cruz. Esperaba un mesianismo triunfalista, poderoso y dominador. Por eso intenta desviar a Jesús del camino del padecimiento y del dolor.
El seguimiento de Jesús conlleva privaciones, sufrimientos y renuncias profundas a los “bienes” preconizados por el mundo, que incluye promesas de bienestar, idolatrías, egoísmos, riquezas, poder, gloria... para ser feliz. Pero la felicidad se nos escapa de las manos cuando esos seudo-valores, que hemos abrazado, no terminan de llenar los vacíos del corazón y hemos de afrontar solos las duras pruebas de la vida.
Cuando uno se enamora verdaderamente de Jesús lo deja todo, renuncia a todo por la perla de gran valor, por el supremo bien, que es su persona y su mensaje, para encontrar junto a El la vida eterna. La vida así entendida no se pierde, sino que se afirma y encuentra su verdadero sentido.
Y es que, con palabras de Ibn Arabí, teólogo hispanomusulmán: “Aquel que ha sido atrapado por esa enfermedad, que se llama Jesús, no puede ya curarse”.
Esto no tiene nada que ver con el egocentrismo, el narcisismo y las ideologías que vacían al hombre de su dimensión espiritual.
Ojalá podamos decir desde el corazón lo mismo que Pedro ante la muchedumbre que abandonó a Jesús:”Señor, ¿a quién iremos, si solamente tú tienes palabras de vida eterna? (Jn.6, 68).
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