Corazón gemelo del de San Juan de Dios, también él anda errante durante su juventud, sin conocer su destino; pero, más impetuoso y menos soñador, se aparta más de su verdadero camino, para volver a él con mayor rapidez. Espíritu apasionado e indómito, sacude desde su infancia todo yugo y dirección, y crece como una planta silvestre. Su madre era una santa; en el pueblo la llamaban Madona Elisabetta, porque había dado a luz a su hijo en los umbrales de la vejez, y, además, porque su piedad recordaba a la parienta de la Virgen María. Pero su edad no era muy a propósito para hacerse respetar de un mozallón fuerte y caprichoso, que prometía ser un gigante. Ya al tiempo de nacer, era tal el desarrollo del niño, que, al verlo, su padre empezó a dar saltos en la habitación como un ebrio.
—¡Qué loco eres!—le dijo su mujer—. Somos ya casi viejos, y bailas como un muchacho.
—Pero, reina mía—respondió él—, ¿no voy a estar contento, si hemos tenido un hijo tan grande, tan grande, que casi lo podemos mandar a la escuela?
Bien se le podía dispensar aquel exceso de alegría, y eso que él no podía adivinar entonces toda la grandeza de aquella criatura. No obstante, algo loco era, como buen soldado. Los Lelis se picaban de hidalguía y hasta de nobleza; repasaban con orgullo la genealogía de la familia; entroncaban su sangre con la de antiguos patricios de Roma, y se envanecían de ilustres ascendientes que brillaron en la guerra y en la Universidad. Sin embargo, este representante de la estirpe vivía modestamente en un pueblecito del reino de Nápoles, en Bucchiancio, un pedazo de paraíso en aquella tierra «fuerte y gentil» de los Abruzzos. Mejor dicho, no vivía allí; aquejado del mal del siglo, prefería la vida agitada de los condotieros y aventureros de la espada, la inquietud del campamento, la embriaguez del triunfo y el saqueo de la plaza conquistada. Alistado desde joven al servicio de España, fue un soldado valiente y leal. Con el mismo orgullo que su árbol genealógico, podía ensenar las cicatrices de su cuerpo. Su intrepidez le ganó la confianza de los jefes y el grado de capitán; hizo dinero, pero lo gastó todo; militó con Avalos y Pescara; trepó con Borbón, y con mejor suerte que él, a las murallas de Roma; mandó en Pavía trescientas lanzas, y luchó contra los turcos y los franceses, y siguió la gloria naciente del duque de Alba.
Entró como enfermero, pero lo que sobre todo le importaba era curar su herida y hacer unos cuartos. Todos estaban contestes en decir que aun entonces seguía siendo «una testa ferrata, un terrible cervello». Huía del hospital como antes de la escuela; buscaba la compañía de los tahúres o se pasaba las tardes divirtiéndose en las márgenes del Tíber con los pescadores y los barqueros. Los dados y las cartas seguían siendo su obsesión y su perdición; la baraja, su libro de día y de noche. Un día se la encontraron debajo de la almohada, y este suceso dió motivo a una bronca, y tras de la bronca a la expulsión. Camilo fue licenciado, «porque, después de muchas pruebas—decía el director—, se ha visto que es incorregible, y, además, porque no tiene la menor aptitud para el oficio de enfermero». El tesón del joven se encargará de desmentir estas dos observaciones, emitidas con un aire doctoral y una autoridad inapelable. El hecho es que Camilo se encontraba de nuevo en la calle; con los bolsos vacíos y la violenta fogosidad de sus veinte años. Otra vez pensó en la milicia, y entró a sueldo en una nave veneciana que se dirigía a Oriente. Luchó en Zara y en Corfú, escaló fuertes, sufrió las privaciones de los asedios, y más de una vez se vio reducido a comer hierbas crudas y carne de caballo. El 7 de octubre de 1571, mientras la escuadra cristiana destruía la potencia marítima de los turcos, él, devorado por la fiebre, luchaba entre la vida y la muerte sobre un triste pajero. Convaleció entre las balas y los naipes. Combatía como un héroe y jugaba como un demonio. Jugaba, perdía, reñía y se batía como buen hidalgo. En cierta ocasión, iba ya a resolver con la espada una cuestión surgida entre compañeros de juego, cuando llegó a separarlos el sargento mayor. Así era Camilo entonces: un dado agitado y lanzado por la mano del azar: hoy en Mesina, mañana en Cáttaro; hoy al servicio de la república de Venecia, mañana poniéndose bajo las órdenes del marqués de Santa Cruz; va de Nápoles a Túnez, sale de La Goleta poco antes de entrar en ella los piratas de Sinán Pacha; lucha desesperadamente en medio de los naufragios; se gana la vida exponiéndola en tierra y en mar, y lo mismo en mar que en tierra, juega, juega siempre.
En 1574 aparece de nuevo en Roma. Esta vez viene rico: con muchos dineros, según decía él mismo. Ha jugado y ha ganado, acaso por última vez. Unos días más tarde se encuentra más pobre que nunca. En una calle tropieza con un antiguo amigo. Quiere huir, pero era ya tarde. «¡Las cartas, las malditas cartas!—dice, confuso—. Pero no se lo digas a nadie, no me deshonres.» El sentimiento de su dignidad se rebelaba contra aquella abyección. Huyó a donde nadie le conociese; buscó una vez más los campamentos y las batallas; arrostró los peligros de las balas y las tempestades, y, en medio de ellas, recordó su voto de hacerse franciscano. Fueron sus últimos meses de vida militar. A fines de 1514 volvía a entrar en Roma, triste, derrotado y pobre. Como no tenía dineros, jugó la espada, el arcabuz, las barras de pólvora y el capotillo. Jugó hasta la camisa, y la perdió también. En medio de la calle de San Bartolomé tuvo que quitársela para satisfacer a su afortunado contrincante. El invierno se echaba encima con todos sus rigores; la llaga de la pierna se le abría de nuevo, y el porvenir se presentaba con aspecto de tragedia. No obstante, Camilo conserva su optimismo. Tiene esperanza de que algún día ha de ganar. Por el momento, sale de Roma con un amigo que tiene su misma historia, y se lanza a correr fortuna, «girando il mondo». En Monfredonia, unos capuchinos que están construyendo su iglesia les ofrecen trabajo; pero lo rechazan indignados. ¡Ellos, hidalgos y bien nacidos, héroes de Argel y Lepanto, manejar la pala! Siguen adelante, orgullosos y harapientos; pero dos jornadas después, acosado por el hambre, Camilo abandona a su compañero y recuerda la oferta de los capuchinos. Los frailes le reciben amablemente; ponen dos asnos a su disposición, y le mandan acarrear cantos y arena. Por vez primera trabaja en su vida. A veces, los humos del soldado reaparecían en él, y entonces se echaba por tierra, se mordía las manos y aullaba terriblemente. Mucho le humillaba la actitud de la chiquillería, que le rodeaba atraída por el espectáculo de un gigante como él, que con el ferreruelo de soldado caminaba detrás de los pacíficos jumentos. «¡Ya viene San Cristobalón, ya viene San Cristobalón!», gritaban, al verle, los rapazuelos de la escuela. Los frailes le ofrecieron una capa de su buriel castaño, pero él, casi horrorizado, se negó a recibirla. Por entonces sólo pensaba en hacer unos cuartos para tornarse a la guerra y a las cartas.
Pero un día el prior le envió a un convento cercano con sus asnos cargados de vino. Allí, un fraile tuvo compasión de él. Comprendiendo que en el fondo se trataba de un buen muchacho, desorientado en la vida y esclavizado por la pasión, le cogió aparte, le habló con cariño, y le pintó con viveza todas las tristes consecuencias del vicio En los ojos del joven había visto el improvisado catequista el reflejo de un alma generosa y naturalmente buena. No se había engañado. En su viaje de vuelta empezó Camilo a reflexionar en todo aquello que le había dicho el buen padre. La tragedia de su vida se presentaba repentinamente ante sus ojos con los más negros colores; siente que el dolor le ahoga y los ojos se le llenan de llanto; cae del jumento y queda postrado en tierra, sollozando, rezando, pidiendo misericordia y prometiendo penitencia. Era un hombre nuevo; había encontrado su camino de Damasco. Conservará su sangre hirviente, su naturaleza apasionada; pero los naipes, la guerra y aquel vivir sin sentido y sin grandeza habían terminado para siempre. Al volver al convento, hace una confesión general y pide el hábito. Aquella súbita transformación ha restaurado las energías de su voluntad de una manera prodigiosa. Reza y trabaja con verdadera furia, como si quisiese ganar el tiempo perdido en sus andanzas mundanas; barre, friega los platos, cava en el huerto, se trata con dureza, y a medianoche se le ve ya en pie. Se le llama «il fratre umile». De repente, la llaga reaparece. Es la voz de Dios: ella le saca del convento y le lleva a Roma. Se cura en el hospital de Santiago, y vuelve a fregar los platos y a cavar el huerto de los frailes. Otra vez la llaga como una llamada insistente, un frenazo de la mano divina. Y entra, una vez más, en el hospital. Poco a poco, va vislumbrando su vocación. Ahora ya no arrastra a los criados de la casa para enseñarles a jugar a los naipes, sino para enseñarles a rezar. Hay allí un grupo de hombres piadosos que le admiran y le escuchan abobados. Por su parte, los enfermos ven tal abnegación en él, que le aman y le veneran. Su actividad es increíble. Nombrado administrador general, «maestro de casa», aparece en todas partes, lo vigila todo, alienta a los servidores y se encarga de cuidar a los enfermos más repugnantes. «Había uno—dice un testigo de vista—que vivía en el mayor abandono, porque sólo verlo daba horror. Pues bien; sólo Camilo se acercaba a él, le limpiaba con sus manos desnudas, y más de una vez vi que le besaba.»
Este ejemplo iba cundiendo en el hospital. Al poco tiempo, Camilo se encontró rodeado de cuatro compañeros que le imitaban en sus ímpetus heroicos y se reunían con él a meditar en la pasión de Cristo, a leer libros devotos y a darse mutuamente la disciplina. Estas reuniones, más o menos clandestinas, fueron consideradas como sediciosas, y hubo que interrumpirlas a una orden del director del hospital. Pero Camilo veía al fin su misión con toda claridad. «Todo el infierno—decía—será impotente a hacerme desistir.» Comprendiendo que el estado sacerdotal podía facilitar su obra, empezó a estudiar latín a los treinta años, entre la hilaridad de los estudiantes, que le decían con insistencia machacona:
«Gigans, tarde venisti.» Como las dificultades arreciaban en Santiago, sacó de allí a sus compañeros y se estableció con ellos en una casa particular. El mismo San Felipe Neri, su confesor, el hombre que le había consolado y aconsejado desde que se estableció definitivamente en Roma, pareció verle abandonado, negándose a dirigir en adelante su conciencia. Pero después, todos los rebeldes, como se les llamaba, cayeron enfermos, y el mismo Camilo tuvo que pedir por favor una cama en el hospital. Pero tenía «la testa ferrata» de sus primeros años; nada era capaz de arrancarle la fe que tenía en su empresa. Apenas restablecido, reúne a sus compañeros y les viste el hábito clerical. Fue esto el 15 de septiembre de 1584. Un año más tarde, el Pontífice confirmaba su iniciativa, y colocaba la cruz roja sobre el uniforme de los nuevos caballeros de Cristo. Así nació la Orden de los Ministros de los Enfermos, la Compañía de Camilo, que decían otros; los Padres de la Buena Muerte, los Hermanos del Bello Morir.
Su mujer, entre tanto, luchaba con el muchacho en el hogar; luchaba inútilmente, porque el hijo llevaba en las venas la sangre inquieta de muchas generaciones de guerreros. Se reía de las sabias máximas de los ancianos, huía de las labores infantiles y odiaba los bancos de la escuela. Era más agradable vagar por las plazas, correr por los campos de olivos, trepar a los naranjos, afinar la puntería tirando piedras a los pájaros o pasarse las horas muertas debajo de una higuera o al abrigo de una pared medio derruida, jugando a las cartas. A los doce años era un jugador empedernido. «Se le reprendía—dice un testigo—, se le trataba duramente, se le arrojaba de casa; pero él seguía jugando.» No era un adolescente malintencionado y de condición aviesa. Se hacía querer por su ingenio, por su gracia en el hablar, y hasta por sus travesuras y extravagancias. Sus convecinos le llamaban «allegro y fantástico», y otros, más severos, decían de él que era «bizarroto y liberetto». Gran calumniador de esta época de su vida, él mismo nos dice «que sentía alguna centella de piedad, y que gozaba cuando veía en su casa pobres peregrinos».
Todo parecía predisponer a Camilo para la existencia azarosa del cuartel. Empezaba a distinguirse por las virtudes y los vicios del soldado, y su padre no dudaba que llegaría a hacer una carrera más brillante que la suya. Un día, el noble veterano, muerta ya su mujer, vendió y consumió la poca hacienda que tenía; cerró la casa y, cogiendo a su hijo, salió una vez más en busca de fortuna. Esto era en 1567. El viejo capitán estaba triste. Italia empezaba a ser un campo menos propicio para las proezas militares. Felipe II había licenciado a muchos de sus tercios, y él se había quedado sin su compañía. Supo, en esto, que Venecia buscaba voluntarios para luchar contra el turco, y allí dirigía sus pasos, cuando la muerte le detuvo en el camino. Murió devotamente, dejando a su hijo en herencia un arcabuz y una espada. Era toda su riqueza. Pero también Camilo tuvo que renunciar a sus sueños militares; la miseria le impedía seguir adelante, la fiebre le consumía, y en su pierna empezaba a supurar aquella misteriosa llaga que más tarde llamará él «una caricia divina» y que aparecerá una y otra vez en los momentos decisivos de su existencia, como un aviso del Cielo. Viendo pasar por el camino a unos frailes de San Francisco, tuvo envidia de su tranquilidad y de su pobreza, y prometió hacerse franciscano, pero no le quisieron recibir. Pasando hambre y caminando lentamente, pudo llegar a Roma, y no tardó en encontrar un puesto dé enfermero en el hospital de Santiago.
Lelis empezaba, por fin, a ver satisfecho su apetito de ganancias. Alma ambiciosa, había ensayado primero el procedimiento de los dados y los naipes; y sólo después de un fracaso completo había resuelto lanzarse a este juego divino, en que con su «testa ferrata» y su voluntad diamantina estaba seguro de vencer. Su conversión se había realizado sin transiciones, de una manera brusca, como convenía a la fogosidad de su temperamento. Pero fue una conversión radical. El que vivía únicamente para buscar su provecho se entregó de repente a una vida de abnegación y sacrificio. Debemos, no obstante, poner buen cuidado en no confundir la causa con el efecto. Podríamos pensar que todo aquello fue un fruto de la bondad de su corazón. No es el amor de los hombres lo que le sublimó a la santidad; es la santidad lo que obró en él aquella explosión de caridad; no son los enfermos los que le dieron a Dios, sino Dios el que le dió a los enfermos. Si llegó a la cima de la filantropía es porque de un salto se puso en la cima del amor de Dios. Este amor es el que pone alas a su espíritu y a su cuerpo. Su actividad no se sacia nunca. Con su llaga siempre abierta, camina de un extremo a otro de Italia, llevando a todas partes la ayuda de su institución. Va de ciudad en ciudad, selecciona, divide, ordena, construye y pasa como una exhalación arrostrando peligros por mar y tierra, con desprecio aparente de la vida. Los Ministros de los Enfermos se esparcen por todas las ciudades italianas, desde Nápoles a Turín, a Trento. Van de las casas a los hospitales, de los hospitales a los campos de batalla. Donde aparece un peligro allí arde el fuego bienhechor de la cruz roja. Muchos caen entre los apestados, y otros vienen a reemplazarles. No hay horror que les aterre, ni repugnancia que les detenga. Camilo va siempre al frente. Entre los alaridos de la desesperación, en medio de las ansias de la muerte, salta de improviso aquel su saludo, que alegra los cuerpos y despierta las almas: «Dios os salve, hijos de Dios.» Un enfermo decía: «Todos admirábamos a este hombre, seguros de que algo divino había en él. A mí su presencia me transformaba; parecía todo abstraído en Dios; en sus gestos, en sus obras y en sus palabras.»
Aquella presencia tenía un poder taumatúrgico: alto de casi nueve palmos, bien proporcionado, la cabeza erguida, ancha espalda, cuello largo, rostro demacrado, boca grande con labios finos, color moreno, casi de aceituna; pelo castaño y amplio mentón, de barba rala e inculta. Dos ojos oscuros y pequeños brillaban bajo una frente amplia y vedijosa, con un fuego que era al mismo tiempo piedad y acometividad. Un velo de tristeza parecía recordar en todo momento las andanzas juveniles del fundador. Su voz y su mirada tenían naturalmente matices graves y severos; pero cuando hablaba de la caridad, quedaba enteramente transformado. «Entonces—dice un testigo—salía de sí, se inflamaba, se estremecía, y muchas veces vimos su rostro cubierto de llamas.» No podía llamarse un hombre culto: hasta los veinticinco años sólo había leído libros de caballerías y novelas de amor; pero la rapidez de su ingenio le sirvió para penetrar en poco tiempo los secretos de la doctrina cristiana, y una sabiduría divina le guiaba en el gobierno de su instituto, en su complicada organización y en el trato con los enfermos. Espontáneo siempre, se reflejaba plenamente en sus palabras fuertes, arrebatadas e ingeniosas, eco de su celo ardiente, de su profunda humildad, de su caridad seráfica. A un hermano que le acompañaba con paso demasiado lento, camino del hospital, le decía: Fratello, ¿qué paso de hormiga es ése»? A un moribundo: «Grande envidia te tengo, hermano mío, porque vas a entrar en el Paraíso.» A un enfermo que se deshacía con él en cumplimientos: «Nada de ceremonias, hijo mío; tú eres mi dueño, eres el miembro de Cristo, y yo soy tu esclavo.» A un novicio que debe cambiar de casa y mira fijamente a su superior para llevar impresa en el alma su fisonomía: «Pero ¿qué miras, pobrecillo? ¿Piensas que soy algo más que un montón de carne y un tizón del infierno?» A una dama que pasa por la calle levantando una nube de polvo, mientras él camina con un enfermo a la espalda: «Por favor, señora, espere un poco; tenga lástima de este pobrecillo.» A unos marinos que blasfemaban, saltando iracundo a la cubierta de la nave con el crucifijo en la mano: «¡Miserables, no sé cómo Dios tiene paciencia con vosotros, y no os traga el mar u os carboniza el relámpago!»
Era siempre el amor de Dios el que ardía en sus ojos y en su boca, el que abrasaba su alma y su vida. Juan Ciudad, el hidalgo portugués llamado a una obra semejante, tenía un corazón sumamente delicado y sensible; la gracia no había tenido más que robustecer la inclinación de la naturaleza. En Camilo hubo de crearlo todo. No era un temperamento sentimental. Suya es aquella sentencia expresiva en que retrataba el ideal del superior: «La miel en la boca y el cuchillo en la mano.» Pero el amor de Dios le arrebató de tal manera, que le hizo capaz de los mayores heroísmos de la compasión. «¡Señor mío, hermano mío, alma mía!, ¿qué podré yo hacer por tu servicio?» Así clamaba revelando el secreto de aquella fiebre que le consumía. Y en otra ocasión decía abrazado al crucifijo: «Por este Cristo mío, yo caminaría día y noche hasta el infierno; por lo que digan los hombres no levantaría la mano.» El amor divino que ardía en su alma es el que, según su expresión favorita, empastó de caridad sus manos.
—¡Qué loco eres!—le dijo su mujer—. Somos ya casi viejos, y bailas como un muchacho.
—Pero, reina mía—respondió él—, ¿no voy a estar contento, si hemos tenido un hijo tan grande, tan grande, que casi lo podemos mandar a la escuela?
Bien se le podía dispensar aquel exceso de alegría, y eso que él no podía adivinar entonces toda la grandeza de aquella criatura. No obstante, algo loco era, como buen soldado. Los Lelis se picaban de hidalguía y hasta de nobleza; repasaban con orgullo la genealogía de la familia; entroncaban su sangre con la de antiguos patricios de Roma, y se envanecían de ilustres ascendientes que brillaron en la guerra y en la Universidad. Sin embargo, este representante de la estirpe vivía modestamente en un pueblecito del reino de Nápoles, en Bucchiancio, un pedazo de paraíso en aquella tierra «fuerte y gentil» de los Abruzzos. Mejor dicho, no vivía allí; aquejado del mal del siglo, prefería la vida agitada de los condotieros y aventureros de la espada, la inquietud del campamento, la embriaguez del triunfo y el saqueo de la plaza conquistada. Alistado desde joven al servicio de España, fue un soldado valiente y leal. Con el mismo orgullo que su árbol genealógico, podía ensenar las cicatrices de su cuerpo. Su intrepidez le ganó la confianza de los jefes y el grado de capitán; hizo dinero, pero lo gastó todo; militó con Avalos y Pescara; trepó con Borbón, y con mejor suerte que él, a las murallas de Roma; mandó en Pavía trescientas lanzas, y luchó contra los turcos y los franceses, y siguió la gloria naciente del duque de Alba.
Entró como enfermero, pero lo que sobre todo le importaba era curar su herida y hacer unos cuartos. Todos estaban contestes en decir que aun entonces seguía siendo «una testa ferrata, un terrible cervello». Huía del hospital como antes de la escuela; buscaba la compañía de los tahúres o se pasaba las tardes divirtiéndose en las márgenes del Tíber con los pescadores y los barqueros. Los dados y las cartas seguían siendo su obsesión y su perdición; la baraja, su libro de día y de noche. Un día se la encontraron debajo de la almohada, y este suceso dió motivo a una bronca, y tras de la bronca a la expulsión. Camilo fue licenciado, «porque, después de muchas pruebas—decía el director—, se ha visto que es incorregible, y, además, porque no tiene la menor aptitud para el oficio de enfermero». El tesón del joven se encargará de desmentir estas dos observaciones, emitidas con un aire doctoral y una autoridad inapelable. El hecho es que Camilo se encontraba de nuevo en la calle; con los bolsos vacíos y la violenta fogosidad de sus veinte años. Otra vez pensó en la milicia, y entró a sueldo en una nave veneciana que se dirigía a Oriente. Luchó en Zara y en Corfú, escaló fuertes, sufrió las privaciones de los asedios, y más de una vez se vio reducido a comer hierbas crudas y carne de caballo. El 7 de octubre de 1571, mientras la escuadra cristiana destruía la potencia marítima de los turcos, él, devorado por la fiebre, luchaba entre la vida y la muerte sobre un triste pajero. Convaleció entre las balas y los naipes. Combatía como un héroe y jugaba como un demonio. Jugaba, perdía, reñía y se batía como buen hidalgo. En cierta ocasión, iba ya a resolver con la espada una cuestión surgida entre compañeros de juego, cuando llegó a separarlos el sargento mayor. Así era Camilo entonces: un dado agitado y lanzado por la mano del azar: hoy en Mesina, mañana en Cáttaro; hoy al servicio de la república de Venecia, mañana poniéndose bajo las órdenes del marqués de Santa Cruz; va de Nápoles a Túnez, sale de La Goleta poco antes de entrar en ella los piratas de Sinán Pacha; lucha desesperadamente en medio de los naufragios; se gana la vida exponiéndola en tierra y en mar, y lo mismo en mar que en tierra, juega, juega siempre.
En 1574 aparece de nuevo en Roma. Esta vez viene rico: con muchos dineros, según decía él mismo. Ha jugado y ha ganado, acaso por última vez. Unos días más tarde se encuentra más pobre que nunca. En una calle tropieza con un antiguo amigo. Quiere huir, pero era ya tarde. «¡Las cartas, las malditas cartas!—dice, confuso—. Pero no se lo digas a nadie, no me deshonres.» El sentimiento de su dignidad se rebelaba contra aquella abyección. Huyó a donde nadie le conociese; buscó una vez más los campamentos y las batallas; arrostró los peligros de las balas y las tempestades, y, en medio de ellas, recordó su voto de hacerse franciscano. Fueron sus últimos meses de vida militar. A fines de 1514 volvía a entrar en Roma, triste, derrotado y pobre. Como no tenía dineros, jugó la espada, el arcabuz, las barras de pólvora y el capotillo. Jugó hasta la camisa, y la perdió también. En medio de la calle de San Bartolomé tuvo que quitársela para satisfacer a su afortunado contrincante. El invierno se echaba encima con todos sus rigores; la llaga de la pierna se le abría de nuevo, y el porvenir se presentaba con aspecto de tragedia. No obstante, Camilo conserva su optimismo. Tiene esperanza de que algún día ha de ganar. Por el momento, sale de Roma con un amigo que tiene su misma historia, y se lanza a correr fortuna, «girando il mondo». En Monfredonia, unos capuchinos que están construyendo su iglesia les ofrecen trabajo; pero lo rechazan indignados. ¡Ellos, hidalgos y bien nacidos, héroes de Argel y Lepanto, manejar la pala! Siguen adelante, orgullosos y harapientos; pero dos jornadas después, acosado por el hambre, Camilo abandona a su compañero y recuerda la oferta de los capuchinos. Los frailes le reciben amablemente; ponen dos asnos a su disposición, y le mandan acarrear cantos y arena. Por vez primera trabaja en su vida. A veces, los humos del soldado reaparecían en él, y entonces se echaba por tierra, se mordía las manos y aullaba terriblemente. Mucho le humillaba la actitud de la chiquillería, que le rodeaba atraída por el espectáculo de un gigante como él, que con el ferreruelo de soldado caminaba detrás de los pacíficos jumentos. «¡Ya viene San Cristobalón, ya viene San Cristobalón!», gritaban, al verle, los rapazuelos de la escuela. Los frailes le ofrecieron una capa de su buriel castaño, pero él, casi horrorizado, se negó a recibirla. Por entonces sólo pensaba en hacer unos cuartos para tornarse a la guerra y a las cartas.
Pero un día el prior le envió a un convento cercano con sus asnos cargados de vino. Allí, un fraile tuvo compasión de él. Comprendiendo que en el fondo se trataba de un buen muchacho, desorientado en la vida y esclavizado por la pasión, le cogió aparte, le habló con cariño, y le pintó con viveza todas las tristes consecuencias del vicio En los ojos del joven había visto el improvisado catequista el reflejo de un alma generosa y naturalmente buena. No se había engañado. En su viaje de vuelta empezó Camilo a reflexionar en todo aquello que le había dicho el buen padre. La tragedia de su vida se presentaba repentinamente ante sus ojos con los más negros colores; siente que el dolor le ahoga y los ojos se le llenan de llanto; cae del jumento y queda postrado en tierra, sollozando, rezando, pidiendo misericordia y prometiendo penitencia. Era un hombre nuevo; había encontrado su camino de Damasco. Conservará su sangre hirviente, su naturaleza apasionada; pero los naipes, la guerra y aquel vivir sin sentido y sin grandeza habían terminado para siempre. Al volver al convento, hace una confesión general y pide el hábito. Aquella súbita transformación ha restaurado las energías de su voluntad de una manera prodigiosa. Reza y trabaja con verdadera furia, como si quisiese ganar el tiempo perdido en sus andanzas mundanas; barre, friega los platos, cava en el huerto, se trata con dureza, y a medianoche se le ve ya en pie. Se le llama «il fratre umile». De repente, la llaga reaparece. Es la voz de Dios: ella le saca del convento y le lleva a Roma. Se cura en el hospital de Santiago, y vuelve a fregar los platos y a cavar el huerto de los frailes. Otra vez la llaga como una llamada insistente, un frenazo de la mano divina. Y entra, una vez más, en el hospital. Poco a poco, va vislumbrando su vocación. Ahora ya no arrastra a los criados de la casa para enseñarles a jugar a los naipes, sino para enseñarles a rezar. Hay allí un grupo de hombres piadosos que le admiran y le escuchan abobados. Por su parte, los enfermos ven tal abnegación en él, que le aman y le veneran. Su actividad es increíble. Nombrado administrador general, «maestro de casa», aparece en todas partes, lo vigila todo, alienta a los servidores y se encarga de cuidar a los enfermos más repugnantes. «Había uno—dice un testigo de vista—que vivía en el mayor abandono, porque sólo verlo daba horror. Pues bien; sólo Camilo se acercaba a él, le limpiaba con sus manos desnudas, y más de una vez vi que le besaba.»
Este ejemplo iba cundiendo en el hospital. Al poco tiempo, Camilo se encontró rodeado de cuatro compañeros que le imitaban en sus ímpetus heroicos y se reunían con él a meditar en la pasión de Cristo, a leer libros devotos y a darse mutuamente la disciplina. Estas reuniones, más o menos clandestinas, fueron consideradas como sediciosas, y hubo que interrumpirlas a una orden del director del hospital. Pero Camilo veía al fin su misión con toda claridad. «Todo el infierno—decía—será impotente a hacerme desistir.» Comprendiendo que el estado sacerdotal podía facilitar su obra, empezó a estudiar latín a los treinta años, entre la hilaridad de los estudiantes, que le decían con insistencia machacona:
«Gigans, tarde venisti.» Como las dificultades arreciaban en Santiago, sacó de allí a sus compañeros y se estableció con ellos en una casa particular. El mismo San Felipe Neri, su confesor, el hombre que le había consolado y aconsejado desde que se estableció definitivamente en Roma, pareció verle abandonado, negándose a dirigir en adelante su conciencia. Pero después, todos los rebeldes, como se les llamaba, cayeron enfermos, y el mismo Camilo tuvo que pedir por favor una cama en el hospital. Pero tenía «la testa ferrata» de sus primeros años; nada era capaz de arrancarle la fe que tenía en su empresa. Apenas restablecido, reúne a sus compañeros y les viste el hábito clerical. Fue esto el 15 de septiembre de 1584. Un año más tarde, el Pontífice confirmaba su iniciativa, y colocaba la cruz roja sobre el uniforme de los nuevos caballeros de Cristo. Así nació la Orden de los Ministros de los Enfermos, la Compañía de Camilo, que decían otros; los Padres de la Buena Muerte, los Hermanos del Bello Morir.
Su mujer, entre tanto, luchaba con el muchacho en el hogar; luchaba inútilmente, porque el hijo llevaba en las venas la sangre inquieta de muchas generaciones de guerreros. Se reía de las sabias máximas de los ancianos, huía de las labores infantiles y odiaba los bancos de la escuela. Era más agradable vagar por las plazas, correr por los campos de olivos, trepar a los naranjos, afinar la puntería tirando piedras a los pájaros o pasarse las horas muertas debajo de una higuera o al abrigo de una pared medio derruida, jugando a las cartas. A los doce años era un jugador empedernido. «Se le reprendía—dice un testigo—, se le trataba duramente, se le arrojaba de casa; pero él seguía jugando.» No era un adolescente malintencionado y de condición aviesa. Se hacía querer por su ingenio, por su gracia en el hablar, y hasta por sus travesuras y extravagancias. Sus convecinos le llamaban «allegro y fantástico», y otros, más severos, decían de él que era «bizarroto y liberetto». Gran calumniador de esta época de su vida, él mismo nos dice «que sentía alguna centella de piedad, y que gozaba cuando veía en su casa pobres peregrinos».
Todo parecía predisponer a Camilo para la existencia azarosa del cuartel. Empezaba a distinguirse por las virtudes y los vicios del soldado, y su padre no dudaba que llegaría a hacer una carrera más brillante que la suya. Un día, el noble veterano, muerta ya su mujer, vendió y consumió la poca hacienda que tenía; cerró la casa y, cogiendo a su hijo, salió una vez más en busca de fortuna. Esto era en 1567. El viejo capitán estaba triste. Italia empezaba a ser un campo menos propicio para las proezas militares. Felipe II había licenciado a muchos de sus tercios, y él se había quedado sin su compañía. Supo, en esto, que Venecia buscaba voluntarios para luchar contra el turco, y allí dirigía sus pasos, cuando la muerte le detuvo en el camino. Murió devotamente, dejando a su hijo en herencia un arcabuz y una espada. Era toda su riqueza. Pero también Camilo tuvo que renunciar a sus sueños militares; la miseria le impedía seguir adelante, la fiebre le consumía, y en su pierna empezaba a supurar aquella misteriosa llaga que más tarde llamará él «una caricia divina» y que aparecerá una y otra vez en los momentos decisivos de su existencia, como un aviso del Cielo. Viendo pasar por el camino a unos frailes de San Francisco, tuvo envidia de su tranquilidad y de su pobreza, y prometió hacerse franciscano, pero no le quisieron recibir. Pasando hambre y caminando lentamente, pudo llegar a Roma, y no tardó en encontrar un puesto dé enfermero en el hospital de Santiago.
Lelis empezaba, por fin, a ver satisfecho su apetito de ganancias. Alma ambiciosa, había ensayado primero el procedimiento de los dados y los naipes; y sólo después de un fracaso completo había resuelto lanzarse a este juego divino, en que con su «testa ferrata» y su voluntad diamantina estaba seguro de vencer. Su conversión se había realizado sin transiciones, de una manera brusca, como convenía a la fogosidad de su temperamento. Pero fue una conversión radical. El que vivía únicamente para buscar su provecho se entregó de repente a una vida de abnegación y sacrificio. Debemos, no obstante, poner buen cuidado en no confundir la causa con el efecto. Podríamos pensar que todo aquello fue un fruto de la bondad de su corazón. No es el amor de los hombres lo que le sublimó a la santidad; es la santidad lo que obró en él aquella explosión de caridad; no son los enfermos los que le dieron a Dios, sino Dios el que le dió a los enfermos. Si llegó a la cima de la filantropía es porque de un salto se puso en la cima del amor de Dios. Este amor es el que pone alas a su espíritu y a su cuerpo. Su actividad no se sacia nunca. Con su llaga siempre abierta, camina de un extremo a otro de Italia, llevando a todas partes la ayuda de su institución. Va de ciudad en ciudad, selecciona, divide, ordena, construye y pasa como una exhalación arrostrando peligros por mar y tierra, con desprecio aparente de la vida. Los Ministros de los Enfermos se esparcen por todas las ciudades italianas, desde Nápoles a Turín, a Trento. Van de las casas a los hospitales, de los hospitales a los campos de batalla. Donde aparece un peligro allí arde el fuego bienhechor de la cruz roja. Muchos caen entre los apestados, y otros vienen a reemplazarles. No hay horror que les aterre, ni repugnancia que les detenga. Camilo va siempre al frente. Entre los alaridos de la desesperación, en medio de las ansias de la muerte, salta de improviso aquel su saludo, que alegra los cuerpos y despierta las almas: «Dios os salve, hijos de Dios.» Un enfermo decía: «Todos admirábamos a este hombre, seguros de que algo divino había en él. A mí su presencia me transformaba; parecía todo abstraído en Dios; en sus gestos, en sus obras y en sus palabras.»
Aquella presencia tenía un poder taumatúrgico: alto de casi nueve palmos, bien proporcionado, la cabeza erguida, ancha espalda, cuello largo, rostro demacrado, boca grande con labios finos, color moreno, casi de aceituna; pelo castaño y amplio mentón, de barba rala e inculta. Dos ojos oscuros y pequeños brillaban bajo una frente amplia y vedijosa, con un fuego que era al mismo tiempo piedad y acometividad. Un velo de tristeza parecía recordar en todo momento las andanzas juveniles del fundador. Su voz y su mirada tenían naturalmente matices graves y severos; pero cuando hablaba de la caridad, quedaba enteramente transformado. «Entonces—dice un testigo—salía de sí, se inflamaba, se estremecía, y muchas veces vimos su rostro cubierto de llamas.» No podía llamarse un hombre culto: hasta los veinticinco años sólo había leído libros de caballerías y novelas de amor; pero la rapidez de su ingenio le sirvió para penetrar en poco tiempo los secretos de la doctrina cristiana, y una sabiduría divina le guiaba en el gobierno de su instituto, en su complicada organización y en el trato con los enfermos. Espontáneo siempre, se reflejaba plenamente en sus palabras fuertes, arrebatadas e ingeniosas, eco de su celo ardiente, de su profunda humildad, de su caridad seráfica. A un hermano que le acompañaba con paso demasiado lento, camino del hospital, le decía: Fratello, ¿qué paso de hormiga es ése»? A un moribundo: «Grande envidia te tengo, hermano mío, porque vas a entrar en el Paraíso.» A un enfermo que se deshacía con él en cumplimientos: «Nada de ceremonias, hijo mío; tú eres mi dueño, eres el miembro de Cristo, y yo soy tu esclavo.» A un novicio que debe cambiar de casa y mira fijamente a su superior para llevar impresa en el alma su fisonomía: «Pero ¿qué miras, pobrecillo? ¿Piensas que soy algo más que un montón de carne y un tizón del infierno?» A una dama que pasa por la calle levantando una nube de polvo, mientras él camina con un enfermo a la espalda: «Por favor, señora, espere un poco; tenga lástima de este pobrecillo.» A unos marinos que blasfemaban, saltando iracundo a la cubierta de la nave con el crucifijo en la mano: «¡Miserables, no sé cómo Dios tiene paciencia con vosotros, y no os traga el mar u os carboniza el relámpago!»
Era siempre el amor de Dios el que ardía en sus ojos y en su boca, el que abrasaba su alma y su vida. Juan Ciudad, el hidalgo portugués llamado a una obra semejante, tenía un corazón sumamente delicado y sensible; la gracia no había tenido más que robustecer la inclinación de la naturaleza. En Camilo hubo de crearlo todo. No era un temperamento sentimental. Suya es aquella sentencia expresiva en que retrataba el ideal del superior: «La miel en la boca y el cuchillo en la mano.» Pero el amor de Dios le arrebató de tal manera, que le hizo capaz de los mayores heroísmos de la compasión. «¡Señor mío, hermano mío, alma mía!, ¿qué podré yo hacer por tu servicio?» Así clamaba revelando el secreto de aquella fiebre que le consumía. Y en otra ocasión decía abrazado al crucifijo: «Por este Cristo mío, yo caminaría día y noche hasta el infierno; por lo que digan los hombres no levantaría la mano.» El amor divino que ardía en su alma es el que, según su expresión favorita, empastó de caridad sus manos.
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