Corre el año 1250: lucha enconada entre los doctores de París, aires de renovación, sutilezas dialécticas, proyectiles silogísticos, alborotos estudiantiles en el aula y en la calle. Antiguos y modernos. Antiguo: el violento Guillermo de Santo Amor, que gesticula en el claustro de la catedral con los ojos inflamados. Moderno: el pequeño y sutil Alberto Magno, el maestro blanco, que llena con su voz sonora el aula escolar del convento de Santiago. Más moderno todavía: el blondo, jóven, entusiasta y optimista Síger de Brabante, a quien aclama una juventud inquieta en el monasterio de los agustinos. Ni antiguo ni moderno, indeciso, conciliador ecléctico: el maestro pardo, la figura pálida y prócer de fray Buenaventura, que tiene su cátedra en el convento de los franciscanos. Son los grandes maestros de la Sorbona. Todos comentan al maestro de las Sentencias; pero más que en Pedro Lombardo, piensan en Aristóteles. En las escuelas de Santiago se le venera y se le estudia; todo allí es método aristotélico: potencia, acto, categorías, predicamentos... En la catedral se le abomina; el guía de los guillerminos es San Agustín. Los discípulos del flamenco sostenían una doctrina ultraperipatética: el Estagirita, como le había presentado Averroes, sin expurgos, sin explicaciones. Había que aceptar la doctrina completa del mesías del pensamiento, aunque le hiciesen decir que el alma humana no era inmortal, que el mundo no había tenido comienzo, que Dios crea necesariamente, que la doctrina de la Providencia es una opinión piadosa, que el fatalismo rige las acciones humanas, que los méritos y los castigos y las recompensas son puras ilusiones populares, y las ilusiones una mitología poética y simbólica, que el sabio debe respetar sin encadenar su inteligencia.
Cuando, a los veintidós años, Buenaventura llega a París, mira con un poco de terror la tolvanera ruidosa de maestros y discípulos. En la sencillez de su espíritu, jamás había pensado que la ciencia podía complicarse de aquella manera. Lo que él buscaba, ante todo, era un camino para llegar a Dios. Siendo niño, cuando vivía con sus padres en su aldea toscana de Bagnorea, cuando se llamaba todavía Juan de Fidanza, San Francisco de Asís había pasado frente a su casa, le había visto desganado y doliente en el regazo de su madre, había puesto sobre su cabeza rubia sus manos temblorosas, le había curado y le había llamado a la sociedad de los Hermanos Menores. Parece como si el patriarca, próximo a morir, hubiese querido dejar en aquel muchacho una centella de su grande espíritu; aquel ardor, seráfico, aquella locura de la sabiduría de Cristo, aquel amor celeste que a él había llevado por los campos de Umbría, y un poco también aquel miedo a los castillos de palabras que construían los hombres. Afortunadamente, el joven franciscano encuentra en París un hombre que sabe animar la ciencia con el soplo de la piedad, y animar el frío organismo aristotélico con el fuego agustiniano. «Mi padre y mi maestro» llamará San Buenaventura al Doctor Irrefragable, Alejandro de Hales. Tres años siguió sus lecciones, y en 1247 heredó su cátedra. Era entonces un mozo alto, dulce, grave, humilde, imitador perfecto de la vida sencilla del serafín de Asís.
Como todos los maestros de aquel tiempo, empezó comentando a Pedro Lombardo. Explicaba y escribía a la vez, y así nació su primer libro, el más filosófico, el más escolástico de todos: Commentarii in quator libros Sententiarum. A través de él podemos rastrear lo que era su clase. Desde el prólogo nos sorprende la definición de la teología «como una ciencia afectiva». El corazón habla tanto como la inteligencia; la imaginación irrumpe audaz en vuelos brillantes, arde la unción y palpita la poesía. No es un comentario rigurosamente científico, como se hubiera deseado en el convento de Santiago; es una obra de especulación y de edificación a la vez, penetrada de espíritu franciscano, iluminada por los reflejos de la Belleza Suprema, cuyas huellas persigue afanosamente este discípulo de aquel hombre que no se cansaba de decir: «¡Dios mío y todas mis cosas!» Descubrimos, además, otros rasgos, que tal vez proceden de la fiel interpretación del ideal de San Francisco: la humilde sumisión a la autoridad, la concisión del estilo, la veneración a los teólogos y el respeto a las opiniones ajenas.
Fray Buenaventura no quiere luchar. Es un temperamento pacífico. Todavía no ha terminado de explicar las Sentencias, cuando llega a París un compatriota suyo, el dominico fray Tomás de Aquino. Éste tiene una vocación guerrera: es un innovador, casi un revolucionario. Encastillado en la torre del aristotelismo, se defiende solo contra todos y ataca con ímpetu victorioso. Buenaventura, en cambio, huye de toda estridencia ruidosa, teme la novedad y se abriga al amparo de la tradición. Desprecia las cuestiones inútiles, y toda curiosidad le aterra. «No se saca utilidad ninguna—dice—en atizar el fuego de las disputas.» En su lenguaje no hay arrogancia, ni ironía, ni espíritu de contradicción. Procede siempre con circunspección, habla con suavidad y discute midiendo sus palabras y pidiendo casi perdón. En su modestia excesiva, llega a llamarse «un compilador pobre e insignificante». En su amor a la paz, se esfuerza por dar gusto a todos, y más de una vez lanza teorías intermedias, destinadas a servir de puente entre las varias escuelas que se combaten a su lado. Tiene un arte admirable para conciliar doctrinas a primera vista incompatibles, y cuando no logra poner de acuerdo dos opiniones, trata de buscar la verdad que encierran una y otra. No puede imaginar siquiera que los grandes investigadores hayan construido sus sistemas famosos sin graves motivos para ello. De aquí proviene la exquisita cortesía de su lenguaje. Sabe, por ejemplo, que, cerca de él, fray Tomás introduce un sistema que entusiasma a los estudiantes por su novedad; pero como él no puede cambiar su sistema, dice muy delicadamente: «Voy a recoger las opiniones comunes y aprobadas, sin que mi intención sea condenar las opiniones nuevas.»
Fiel a las antiguas tradiciones escolásticas, San Buenaventura, como poco antes San Anselmo, pertenece a la escuela agustiniana. El carácter de su espíritu, su misma afinidad intelectual, le llevaba hacia San Agustín. Tenía su facilidad prodigiosa, su naturaleza poética, su elocuencia sublime y comunicativa, y aquel anhelo que lleva a habitar en las cimas y a mirar al sol cara a cara. Era un temperamento agustiniano y platónico, en que había elevación, variedad, amplitud, ingeniosidad, entusiasmo y espontaneidad en los vuelos del alma. En el triángulo Agustín, Platón, Aristóteles, colocaba al primero en la cima. «Entre los filósofos—dice—, Platón ha recibido el lenguaje de la sabiduría; Aristóteles, el de la ciencia. El primero consideraba principalmente las razones superiores; el segundo, las inferiores. Pero el lenguaje de la sabiduría y de la ciencia a la vez ha sido dado por el Espíritu Santo a San Agustín.» Este agustiniano tiene, sin embargo, grandes influencias peripatéticas. En el fondo, San Buenaventura es un ecléctico que conoce todos los sistemas y los colige unos con otros. Cita constantemente a San Agustín; prefiere con frecuencia las doctrinas de Platón, y es peripatético en el método y en el tecnicismo. Desconfía de las fuerzas de la razón y censura las audacias de la filosofía de su tiempo, pero no es un fideísta; al contrario, enseña expresamente que los preliminares de la fe son el campo libre de la inteligencia. Admite con San Agustín la tesis de las razones seminales, la pluralidad de las formas sustanciales y la superioridad de la voluntad contra la potencia intelectiva. Como tiene el concepto socrático según el cual la ciencia debe servir para hacernos mejores y conducirnos al amor, sus opiniones tienden siempre a despertar la piedad, a enaltecer las ideas de Dios y a poner de relieve la vanidad de las cosas creadas. Esto le lleva a poner la bienaventuranza no en un acto de la inteligencia, sino en el de la voluntad; a enseñar como principal motivo de la Encarnación la redención del género humano; a considerar como un absurdo la tesis tomista de la posibilidad de un mundo eterno. La eternidad sólo podía ser un atributo de Dios; Dios sólo podía gozar del privilegio de la inmaterialidad, y así, para San Buenaventura, los ángeles estaban compuestos de materia y forma como los hombres. Su devoción mariana le inclinaba a declararse en favor de la doctrina de la Concepción inmaculada, pero no se atreve a pronunciarse por Temor de disminuir las excelencias del Hijo exagerando las de la Madre.
Para San Buenaventura, como para San Agustín, la unión del alma con Dios es el término de toda ciencia, y esta unión se verifica por el amor. De aquí, el carácter de su enseñanza, más efectivo y práctico que especulativo. Arrastrado por los arrebatos de la elocuencia popular, no le importaba del método de la escuela, con tal de hacer más virtuosos a sus discípulos. Si el Doctor Angélico se esfuerza, ante todo, por iluminar las inteligencias, él está contento si logra inflamar los corazones. Los dos grandes maestros tuvieron que encontrarse muchas veces en las calles de París, en los pórticos de las iglesias y en las funciones solemnes de la Universidad. Sin duda, se comprendieron, se estimaron y se respetaron mutuamente; pero nada sabemos en particular de sus relaciones. Una cosa es cierta: que mientras Buenaventura estuvo en París, las relaciones entre franciscanos y dominicos fueron cordiales, y que cuando Buenaventura dejó la cátedra, el convento de San Francisco se convirtió en una barricada antitomista. Sin embargo, eran dos naturalezas distintas: coincidían en los grandes principios, se encontraban en las conclusiones fundamentales, pero cada uno seguía su camino. «El uno—dice Dante—fue todo seráfico en ardor; el otro fue, por la sabiduría, un esplendor de luz querúbica en la tierra.» Santo Tomás nos dejó una construcción filosófico-teológica, un sistema, un organismo completo, que no encontramos en San Buenaventura; aunque, como dirá el Pontífice Sixto V, «existe entre los dos una unión perfecta, una semejanza maravillosa de virtud, de genio, de mérito y santidad.
Llegó un momento en que los dos gigantes del pensamiento cristiano tuvieron que juntar sus esfuerzos para hacer frente a un enemigo común. La campaña aristotélica se había complicado ahora con una enconada aversión a las Ordenes mendicantes. En treinta años, los discípulos de San Francisco y de Santo Domingo habían invadido el mundo, y esto era suficiente para provocar un desequilibrio peligroso en la Iglesia, con detrimento del clero secular. Hubo protestas iracundas contra el espíritu de innovación que animaba a los nuevos institutos, contra su tendencia a invadir las cátedras, a apoderarse de la enseñanza en las Universidades, y a acaparar la influencia en el pueblo por medio del ministerio y la predicación. El centro de la querella estaba en París, y el mayor enemigo de los frailes era también el mayor enemigo de Aristóteles, el testarudo Guillermo de Santo Amor. Se lanzaban excomuniones, libelos e insultos; los Hermanos eran asaltados en las calles, apaleados y escupidos, y los estudiantes consideraban más cómodo glosar a costa de las nuevas Ordenes que descifrar las glosas dé los manuscritos. Los Menores y los Predicadores encargaron de la defensa a sus dos mejores teólogos, a Fray Tomás y Fray Buenaventura. Fray Buenaventura consagró un curso a refutar los errores del maestro de la catedral, y a continuación publicó sus cuestiones De perfectione evangélica, apología apasionada y triunfante de la perfección cristiana, que desenmascaró la hipocresía y preparó la condenación de los difamadores.
En medio de la controversia, una noticia que le hace temblar: ha sido nombrado ministro general de la Orden franciscana. A los treinta y cinco años es el sucesor de San Francisco, el más genuino representante de su ideal, y uno de los más brillantes luceros de la cristiandad. El profesor sabio y piadoso se revela el más hábil de los organizadores. Con suavidad y energía al mismo tiempo, defiende la austeridad y sencillez de aquellos días inolvidables en que se reunía el capítulo de las esteras. Camina con tino y prudencia entre los dos grupos opuestos de fraticelos y relajados, animando paternalmente a los unos y embridando severo las extravagancias de los otros. Se hace amar por su bondad, sin detrimento de la disciplina. Su mesa de estudio es el lomo del jumento que le lleva de provincia en provincia visitando las casas, reuniendo capítulos, animando, reprendiendo y consolando. Así durante tres lustros: de París a Narbona, de Roma a Maguncia, de las orillas del Ebro a las playas de Flandes. Para descansar, sube las cumbres del monte Avernia, donde escribe la vida del fundador, humedeciendo con sus lágrimas el pergamino. El hombre de la pluma tiene también el arte del gobierno; conoce a los hombres, subyuga las almas y se desenvuelve con maravillosa agilidad en el mundo de los negocios. Los príncipes buscan su consejo y los Papas quieren tenerle a su lado. Gregorio X le hace cardenal y obispo de Ostia. En 1273, cuando la cristiandad se dispone a celebrar el Concilio ecuménico de Lyón, los dos oráculos de la Iglesia, Tomás y Buenaventura, caminan con la esperanza de verse allí por ultima vez; pero el dominico muere en él camino. El franciscano queda solo para discutir con los orientales y desenmascarar las sutilezas bizantinas y llevar el peso de las grandes discusiones teológicas. Su sabiduría, su dulzura, su caridad, triunfan, y los obispos griegos firman su unión con la Iglesia de Occidente, Al día siguiente Buenaventura cayó enfermo, y ocho días más tarde fue a celebrar su triunfo en el Cielo. Aquellos días de emoción, de trabajo, de lucha, le habían agotado.
Una de las cosas que más nos admiran en el Doctor Seráfico es la flexibilidad increíble de su espíritu. Es predicador, profesor, filósofo, místico y administrador. De un salto pasa de la dirección de una asamblea tumultuosa de obispos o frailes a las cumbres serenas de la contemplación; al mismo tiempo recorre infatigable los caminos de Europa, infestados de ladrones; trepa a las regiones más abruptas del pensamiento, y vuela por el mundo de los espíritus con las alas del amor. El báculo de los viajes no le impide seguir manejando la pluma. Y el báculo del gobierno tampoco. Camina meditando y predicando y escribe lo que acaba de meditar y predicar; comentarios bíblicos, sermones teológicos, conferencias, obras de especulación y obras de piedad. Su espíritu se va libertando poco a poco de los métodos de la escuela; aspira a cambiar la sabiduría por la ciencia, a animar la ciencia con el hálito ígneo de la sabiduría. El filósofo no desaparece nunca, pero el místico aparece cada vez más férvido y audaz, hasta que en las meditaciones del Lignum vitae, en las efusiones del Soliloquio, y en el opúsculo de Los tres caminos de la oración, la meditación y la contemplación, se nos presenta vestido con todas las magnificencias del fuego divino. Las interpretaciones simbólicas del Hexamerón nos describen las seis moradas que es preciso atravesar para encontrar el reposo en el éxtasis inefable de la unión. Obra de contemplativo y de filósofo a la vez es El itinerario de la mente hacia Dios, que nos revela como ninguna otra el espíritu y el corazón del Doctor Seráfico. En ella se encuentra aquella magnífica definición de Dios, que desfigura Pascal aplicándola a la naturaleza: «Dios es una esfera infinita cuyo centro está en todas partes y la circunferencia en ninguna.» Es un tratado donde al análisis más sutil y a las más profundas observaciones, se junta una poesía íntima y centelleante. Hay en él fuerza de persuasión, encanto de lenguaje y bellos apostrofes, como éste que San Buenaventura dirige a los discípulos de Averroes y de Síger de Bravante: «Es verdaderamente extraño que no podáis descubrir el principio de todas las cosas, cuando se halla tan cerca de vosotros, cuando podéis ver su nombre con letras de fuego en la bóveda del firmamento, y con letras de oro en el fondo de vuestras conciencias.»
Ese principio supremo fue el objeto de todos los anhelos de aquel gran corazón; y su vida, un itinerario constante hacia Dios. Le buscó con la tríplice mirada de que él mismo nos habla: la mirada de la carne, que se derrama por el exterior; la de la inteligencia, que se hunde en el fondo de nuestro ser, y la del espíritu, que se dirige hacia el mundo de las cosas superiores; el ojo del poeta, el ojo del filósofo y el ojo del místico. Tres procedimientos distintos, que él supo unir maravillosamente para llevar hasta Dios el carro de su alma. Ni el poeta perjudicó al filósofo, ni el filósofo entorpeció las alas del místico. La filosofía apartó al misticismo de fanatismos quietistas y aventuras de visionario; el misticismo caldeó y animó las especulaciones filosóficas, y la poesía añadió el vibrante aleteo de sus ascensiones y la vestidura luminosa de sus imágenes.
Cuando, a los veintidós años, Buenaventura llega a París, mira con un poco de terror la tolvanera ruidosa de maestros y discípulos. En la sencillez de su espíritu, jamás había pensado que la ciencia podía complicarse de aquella manera. Lo que él buscaba, ante todo, era un camino para llegar a Dios. Siendo niño, cuando vivía con sus padres en su aldea toscana de Bagnorea, cuando se llamaba todavía Juan de Fidanza, San Francisco de Asís había pasado frente a su casa, le había visto desganado y doliente en el regazo de su madre, había puesto sobre su cabeza rubia sus manos temblorosas, le había curado y le había llamado a la sociedad de los Hermanos Menores. Parece como si el patriarca, próximo a morir, hubiese querido dejar en aquel muchacho una centella de su grande espíritu; aquel ardor, seráfico, aquella locura de la sabiduría de Cristo, aquel amor celeste que a él había llevado por los campos de Umbría, y un poco también aquel miedo a los castillos de palabras que construían los hombres. Afortunadamente, el joven franciscano encuentra en París un hombre que sabe animar la ciencia con el soplo de la piedad, y animar el frío organismo aristotélico con el fuego agustiniano. «Mi padre y mi maestro» llamará San Buenaventura al Doctor Irrefragable, Alejandro de Hales. Tres años siguió sus lecciones, y en 1247 heredó su cátedra. Era entonces un mozo alto, dulce, grave, humilde, imitador perfecto de la vida sencilla del serafín de Asís.
Como todos los maestros de aquel tiempo, empezó comentando a Pedro Lombardo. Explicaba y escribía a la vez, y así nació su primer libro, el más filosófico, el más escolástico de todos: Commentarii in quator libros Sententiarum. A través de él podemos rastrear lo que era su clase. Desde el prólogo nos sorprende la definición de la teología «como una ciencia afectiva». El corazón habla tanto como la inteligencia; la imaginación irrumpe audaz en vuelos brillantes, arde la unción y palpita la poesía. No es un comentario rigurosamente científico, como se hubiera deseado en el convento de Santiago; es una obra de especulación y de edificación a la vez, penetrada de espíritu franciscano, iluminada por los reflejos de la Belleza Suprema, cuyas huellas persigue afanosamente este discípulo de aquel hombre que no se cansaba de decir: «¡Dios mío y todas mis cosas!» Descubrimos, además, otros rasgos, que tal vez proceden de la fiel interpretación del ideal de San Francisco: la humilde sumisión a la autoridad, la concisión del estilo, la veneración a los teólogos y el respeto a las opiniones ajenas.
Fray Buenaventura no quiere luchar. Es un temperamento pacífico. Todavía no ha terminado de explicar las Sentencias, cuando llega a París un compatriota suyo, el dominico fray Tomás de Aquino. Éste tiene una vocación guerrera: es un innovador, casi un revolucionario. Encastillado en la torre del aristotelismo, se defiende solo contra todos y ataca con ímpetu victorioso. Buenaventura, en cambio, huye de toda estridencia ruidosa, teme la novedad y se abriga al amparo de la tradición. Desprecia las cuestiones inútiles, y toda curiosidad le aterra. «No se saca utilidad ninguna—dice—en atizar el fuego de las disputas.» En su lenguaje no hay arrogancia, ni ironía, ni espíritu de contradicción. Procede siempre con circunspección, habla con suavidad y discute midiendo sus palabras y pidiendo casi perdón. En su modestia excesiva, llega a llamarse «un compilador pobre e insignificante». En su amor a la paz, se esfuerza por dar gusto a todos, y más de una vez lanza teorías intermedias, destinadas a servir de puente entre las varias escuelas que se combaten a su lado. Tiene un arte admirable para conciliar doctrinas a primera vista incompatibles, y cuando no logra poner de acuerdo dos opiniones, trata de buscar la verdad que encierran una y otra. No puede imaginar siquiera que los grandes investigadores hayan construido sus sistemas famosos sin graves motivos para ello. De aquí proviene la exquisita cortesía de su lenguaje. Sabe, por ejemplo, que, cerca de él, fray Tomás introduce un sistema que entusiasma a los estudiantes por su novedad; pero como él no puede cambiar su sistema, dice muy delicadamente: «Voy a recoger las opiniones comunes y aprobadas, sin que mi intención sea condenar las opiniones nuevas.»
Fiel a las antiguas tradiciones escolásticas, San Buenaventura, como poco antes San Anselmo, pertenece a la escuela agustiniana. El carácter de su espíritu, su misma afinidad intelectual, le llevaba hacia San Agustín. Tenía su facilidad prodigiosa, su naturaleza poética, su elocuencia sublime y comunicativa, y aquel anhelo que lleva a habitar en las cimas y a mirar al sol cara a cara. Era un temperamento agustiniano y platónico, en que había elevación, variedad, amplitud, ingeniosidad, entusiasmo y espontaneidad en los vuelos del alma. En el triángulo Agustín, Platón, Aristóteles, colocaba al primero en la cima. «Entre los filósofos—dice—, Platón ha recibido el lenguaje de la sabiduría; Aristóteles, el de la ciencia. El primero consideraba principalmente las razones superiores; el segundo, las inferiores. Pero el lenguaje de la sabiduría y de la ciencia a la vez ha sido dado por el Espíritu Santo a San Agustín.» Este agustiniano tiene, sin embargo, grandes influencias peripatéticas. En el fondo, San Buenaventura es un ecléctico que conoce todos los sistemas y los colige unos con otros. Cita constantemente a San Agustín; prefiere con frecuencia las doctrinas de Platón, y es peripatético en el método y en el tecnicismo. Desconfía de las fuerzas de la razón y censura las audacias de la filosofía de su tiempo, pero no es un fideísta; al contrario, enseña expresamente que los preliminares de la fe son el campo libre de la inteligencia. Admite con San Agustín la tesis de las razones seminales, la pluralidad de las formas sustanciales y la superioridad de la voluntad contra la potencia intelectiva. Como tiene el concepto socrático según el cual la ciencia debe servir para hacernos mejores y conducirnos al amor, sus opiniones tienden siempre a despertar la piedad, a enaltecer las ideas de Dios y a poner de relieve la vanidad de las cosas creadas. Esto le lleva a poner la bienaventuranza no en un acto de la inteligencia, sino en el de la voluntad; a enseñar como principal motivo de la Encarnación la redención del género humano; a considerar como un absurdo la tesis tomista de la posibilidad de un mundo eterno. La eternidad sólo podía ser un atributo de Dios; Dios sólo podía gozar del privilegio de la inmaterialidad, y así, para San Buenaventura, los ángeles estaban compuestos de materia y forma como los hombres. Su devoción mariana le inclinaba a declararse en favor de la doctrina de la Concepción inmaculada, pero no se atreve a pronunciarse por Temor de disminuir las excelencias del Hijo exagerando las de la Madre.
Para San Buenaventura, como para San Agustín, la unión del alma con Dios es el término de toda ciencia, y esta unión se verifica por el amor. De aquí, el carácter de su enseñanza, más efectivo y práctico que especulativo. Arrastrado por los arrebatos de la elocuencia popular, no le importaba del método de la escuela, con tal de hacer más virtuosos a sus discípulos. Si el Doctor Angélico se esfuerza, ante todo, por iluminar las inteligencias, él está contento si logra inflamar los corazones. Los dos grandes maestros tuvieron que encontrarse muchas veces en las calles de París, en los pórticos de las iglesias y en las funciones solemnes de la Universidad. Sin duda, se comprendieron, se estimaron y se respetaron mutuamente; pero nada sabemos en particular de sus relaciones. Una cosa es cierta: que mientras Buenaventura estuvo en París, las relaciones entre franciscanos y dominicos fueron cordiales, y que cuando Buenaventura dejó la cátedra, el convento de San Francisco se convirtió en una barricada antitomista. Sin embargo, eran dos naturalezas distintas: coincidían en los grandes principios, se encontraban en las conclusiones fundamentales, pero cada uno seguía su camino. «El uno—dice Dante—fue todo seráfico en ardor; el otro fue, por la sabiduría, un esplendor de luz querúbica en la tierra.» Santo Tomás nos dejó una construcción filosófico-teológica, un sistema, un organismo completo, que no encontramos en San Buenaventura; aunque, como dirá el Pontífice Sixto V, «existe entre los dos una unión perfecta, una semejanza maravillosa de virtud, de genio, de mérito y santidad.
Llegó un momento en que los dos gigantes del pensamiento cristiano tuvieron que juntar sus esfuerzos para hacer frente a un enemigo común. La campaña aristotélica se había complicado ahora con una enconada aversión a las Ordenes mendicantes. En treinta años, los discípulos de San Francisco y de Santo Domingo habían invadido el mundo, y esto era suficiente para provocar un desequilibrio peligroso en la Iglesia, con detrimento del clero secular. Hubo protestas iracundas contra el espíritu de innovación que animaba a los nuevos institutos, contra su tendencia a invadir las cátedras, a apoderarse de la enseñanza en las Universidades, y a acaparar la influencia en el pueblo por medio del ministerio y la predicación. El centro de la querella estaba en París, y el mayor enemigo de los frailes era también el mayor enemigo de Aristóteles, el testarudo Guillermo de Santo Amor. Se lanzaban excomuniones, libelos e insultos; los Hermanos eran asaltados en las calles, apaleados y escupidos, y los estudiantes consideraban más cómodo glosar a costa de las nuevas Ordenes que descifrar las glosas dé los manuscritos. Los Menores y los Predicadores encargaron de la defensa a sus dos mejores teólogos, a Fray Tomás y Fray Buenaventura. Fray Buenaventura consagró un curso a refutar los errores del maestro de la catedral, y a continuación publicó sus cuestiones De perfectione evangélica, apología apasionada y triunfante de la perfección cristiana, que desenmascaró la hipocresía y preparó la condenación de los difamadores.
En medio de la controversia, una noticia que le hace temblar: ha sido nombrado ministro general de la Orden franciscana. A los treinta y cinco años es el sucesor de San Francisco, el más genuino representante de su ideal, y uno de los más brillantes luceros de la cristiandad. El profesor sabio y piadoso se revela el más hábil de los organizadores. Con suavidad y energía al mismo tiempo, defiende la austeridad y sencillez de aquellos días inolvidables en que se reunía el capítulo de las esteras. Camina con tino y prudencia entre los dos grupos opuestos de fraticelos y relajados, animando paternalmente a los unos y embridando severo las extravagancias de los otros. Se hace amar por su bondad, sin detrimento de la disciplina. Su mesa de estudio es el lomo del jumento que le lleva de provincia en provincia visitando las casas, reuniendo capítulos, animando, reprendiendo y consolando. Así durante tres lustros: de París a Narbona, de Roma a Maguncia, de las orillas del Ebro a las playas de Flandes. Para descansar, sube las cumbres del monte Avernia, donde escribe la vida del fundador, humedeciendo con sus lágrimas el pergamino. El hombre de la pluma tiene también el arte del gobierno; conoce a los hombres, subyuga las almas y se desenvuelve con maravillosa agilidad en el mundo de los negocios. Los príncipes buscan su consejo y los Papas quieren tenerle a su lado. Gregorio X le hace cardenal y obispo de Ostia. En 1273, cuando la cristiandad se dispone a celebrar el Concilio ecuménico de Lyón, los dos oráculos de la Iglesia, Tomás y Buenaventura, caminan con la esperanza de verse allí por ultima vez; pero el dominico muere en él camino. El franciscano queda solo para discutir con los orientales y desenmascarar las sutilezas bizantinas y llevar el peso de las grandes discusiones teológicas. Su sabiduría, su dulzura, su caridad, triunfan, y los obispos griegos firman su unión con la Iglesia de Occidente, Al día siguiente Buenaventura cayó enfermo, y ocho días más tarde fue a celebrar su triunfo en el Cielo. Aquellos días de emoción, de trabajo, de lucha, le habían agotado.
Una de las cosas que más nos admiran en el Doctor Seráfico es la flexibilidad increíble de su espíritu. Es predicador, profesor, filósofo, místico y administrador. De un salto pasa de la dirección de una asamblea tumultuosa de obispos o frailes a las cumbres serenas de la contemplación; al mismo tiempo recorre infatigable los caminos de Europa, infestados de ladrones; trepa a las regiones más abruptas del pensamiento, y vuela por el mundo de los espíritus con las alas del amor. El báculo de los viajes no le impide seguir manejando la pluma. Y el báculo del gobierno tampoco. Camina meditando y predicando y escribe lo que acaba de meditar y predicar; comentarios bíblicos, sermones teológicos, conferencias, obras de especulación y obras de piedad. Su espíritu se va libertando poco a poco de los métodos de la escuela; aspira a cambiar la sabiduría por la ciencia, a animar la ciencia con el hálito ígneo de la sabiduría. El filósofo no desaparece nunca, pero el místico aparece cada vez más férvido y audaz, hasta que en las meditaciones del Lignum vitae, en las efusiones del Soliloquio, y en el opúsculo de Los tres caminos de la oración, la meditación y la contemplación, se nos presenta vestido con todas las magnificencias del fuego divino. Las interpretaciones simbólicas del Hexamerón nos describen las seis moradas que es preciso atravesar para encontrar el reposo en el éxtasis inefable de la unión. Obra de contemplativo y de filósofo a la vez es El itinerario de la mente hacia Dios, que nos revela como ninguna otra el espíritu y el corazón del Doctor Seráfico. En ella se encuentra aquella magnífica definición de Dios, que desfigura Pascal aplicándola a la naturaleza: «Dios es una esfera infinita cuyo centro está en todas partes y la circunferencia en ninguna.» Es un tratado donde al análisis más sutil y a las más profundas observaciones, se junta una poesía íntima y centelleante. Hay en él fuerza de persuasión, encanto de lenguaje y bellos apostrofes, como éste que San Buenaventura dirige a los discípulos de Averroes y de Síger de Bravante: «Es verdaderamente extraño que no podáis descubrir el principio de todas las cosas, cuando se halla tan cerca de vosotros, cuando podéis ver su nombre con letras de fuego en la bóveda del firmamento, y con letras de oro en el fondo de vuestras conciencias.»
Ese principio supremo fue el objeto de todos los anhelos de aquel gran corazón; y su vida, un itinerario constante hacia Dios. Le buscó con la tríplice mirada de que él mismo nos habla: la mirada de la carne, que se derrama por el exterior; la de la inteligencia, que se hunde en el fondo de nuestro ser, y la del espíritu, que se dirige hacia el mundo de las cosas superiores; el ojo del poeta, el ojo del filósofo y el ojo del místico. Tres procedimientos distintos, que él supo unir maravillosamente para llevar hasta Dios el carro de su alma. Ni el poeta perjudicó al filósofo, ni el filósofo entorpeció las alas del místico. La filosofía apartó al misticismo de fanatismos quietistas y aventuras de visionario; el misticismo caldeó y animó las especulaciones filosóficas, y la poesía añadió el vibrante aleteo de sus ascensiones y la vestidura luminosa de sus imágenes.
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