Pierre Romançon, nació el 14 de junio de 1805 en el pueblo de Thuret en la parte meridional del centro de Francia de una familia campesina que se ganaba el pan y el cielo con el trabajo en los campos. A él le tocó vivir en tiempos de restauración, de guerras, de políticos corruptos que sacudieron violentamente a Europa, pero no consiguieron turbar su total dedicación al único trabajo de su vida: el apostolado educativo, desarrollado en las escuelas primarias de Aurillac, Limoges, Moulins, Clermont, Billom y al final en Saugues, los últimos veinte años de su no larga vida, donde falleció el 13 de agosto de 1862.
Nada que destacar de su carácter, su inteligencia, sus obras apostólicas. Faltan del todo, en la vida de nuestro Hermano, las grandes empresas: no pronunció discursos eruditos, no escribió tratados de pedagogía y de piedad sobrehumana, no hizo fundaciones ni provocó reformas políticas como tantos otros santos y personajes ilustres; él, aparentemente, fue uno de tantos. Incluso aunque pueda parecer increíble, fue esto un serio obstáculo para su canonización.
Era pues inevitable que el promotor general de la fe, popularmente llamado “abogado del diablo”, se valiese de este argumento de “nada de extraordinario” para negar la heroicidad de virtudes del Hermano Benildo. Y lo hizo con ánimo, por deber profesional, sin duda, pero quizás también por íntima convicción personal, si se observa que tal “animadversión” la presentó de nuevo en cada etapa de la causa de canonización.
Pero quien salvó al humilde Hermano Benildo de tan persistente “animadversión” fue el Papa Pío XI, que aun dirigiendo sus ojos al cielo, tenía firmemente puestos sus pies en la tierra. Fue él el primero en proclamar la posibilidad de alcanzar la santidad con el sólo cumplimiento perfecto de los múltiples deberes diarios: verdad que había permanecido hasta aquel momento en la penumbra y colocada por él sobre el candelero para que resplandeciera para siempre.
En aquel discurso admirable, pero del que cito sólo lo esencial, el papa se expresa así:
“Las cosas extraordinarias, los grandes acontecimientos, las bellas empresas con sólo presentarlas suscitan y despiertan los mejores deseos, los actos generosos, las energías adormecidas que tan a menudo yacen en el fondo de las almas... Pero lo común, lo vulgar, lo cotidiano, lo que no tiene ningún relieve, ningún esplendor, no tiene en sí nada de estimulante o fascinante. Sin embargo, así está hecha la vida de la mayoría que ordinariamente no se teje sino de cosas comunes y de sucesos diarios. Es por esto que la Iglesia se nos muestra tan diligente cuando nos invita a admirar e imitar los ejemplos de las virtudes cotidianas más humildes y comunes tanto más preciosas cuanto más humildes y comunes. ¿Cuántas veces las circunstancias extraordinarias se presentan en la vida? Raras veces, ¿verdad? Pues bien, ¡ay de la santidad que estuviese reservada solamente a las circunstancias extraordinarias! ¿Qué haría la mayoría? Sin embargo, la llamada a la santidad se dirige a todos sin distinción. He aquí pues, la gran lección que este humilde Siervo de Dios, el Hermano Benildo, viene a traernos: que la santidad no consiste en hacer cosas extraordinarias, sino en hacer lo común y corriente de la mejor manera posible”.
De este modo, sin quererlo y sin saberlo, el Hermano Benildo ofrece a un gran Pontífice la ocasión de dar un viraje preciso en la valoración de la heroicidad de virtudes; de lo excepcional y extraordinario, a lo normal y cotidiano. Así, la santidad es presentada como doméstica, como natural en el cumplimiento mismo de todas aquellas tareas que constituyen la trama de la vida de cada día: vida familiar, profesional, civil y religiosa.
Nada que destacar de su carácter, su inteligencia, sus obras apostólicas. Faltan del todo, en la vida de nuestro Hermano, las grandes empresas: no pronunció discursos eruditos, no escribió tratados de pedagogía y de piedad sobrehumana, no hizo fundaciones ni provocó reformas políticas como tantos otros santos y personajes ilustres; él, aparentemente, fue uno de tantos. Incluso aunque pueda parecer increíble, fue esto un serio obstáculo para su canonización.
Era pues inevitable que el promotor general de la fe, popularmente llamado “abogado del diablo”, se valiese de este argumento de “nada de extraordinario” para negar la heroicidad de virtudes del Hermano Benildo. Y lo hizo con ánimo, por deber profesional, sin duda, pero quizás también por íntima convicción personal, si se observa que tal “animadversión” la presentó de nuevo en cada etapa de la causa de canonización.
Pero quien salvó al humilde Hermano Benildo de tan persistente “animadversión” fue el Papa Pío XI, que aun dirigiendo sus ojos al cielo, tenía firmemente puestos sus pies en la tierra. Fue él el primero en proclamar la posibilidad de alcanzar la santidad con el sólo cumplimiento perfecto de los múltiples deberes diarios: verdad que había permanecido hasta aquel momento en la penumbra y colocada por él sobre el candelero para que resplandeciera para siempre.
En aquel discurso admirable, pero del que cito sólo lo esencial, el papa se expresa así:
“Las cosas extraordinarias, los grandes acontecimientos, las bellas empresas con sólo presentarlas suscitan y despiertan los mejores deseos, los actos generosos, las energías adormecidas que tan a menudo yacen en el fondo de las almas... Pero lo común, lo vulgar, lo cotidiano, lo que no tiene ningún relieve, ningún esplendor, no tiene en sí nada de estimulante o fascinante. Sin embargo, así está hecha la vida de la mayoría que ordinariamente no se teje sino de cosas comunes y de sucesos diarios. Es por esto que la Iglesia se nos muestra tan diligente cuando nos invita a admirar e imitar los ejemplos de las virtudes cotidianas más humildes y comunes tanto más preciosas cuanto más humildes y comunes. ¿Cuántas veces las circunstancias extraordinarias se presentan en la vida? Raras veces, ¿verdad? Pues bien, ¡ay de la santidad que estuviese reservada solamente a las circunstancias extraordinarias! ¿Qué haría la mayoría? Sin embargo, la llamada a la santidad se dirige a todos sin distinción. He aquí pues, la gran lección que este humilde Siervo de Dios, el Hermano Benildo, viene a traernos: que la santidad no consiste en hacer cosas extraordinarias, sino en hacer lo común y corriente de la mejor manera posible”.
De este modo, sin quererlo y sin saberlo, el Hermano Benildo ofrece a un gran Pontífice la ocasión de dar un viraje preciso en la valoración de la heroicidad de virtudes; de lo excepcional y extraordinario, a lo normal y cotidiano. Así, la santidad es presentada como doméstica, como natural en el cumplimiento mismo de todas aquellas tareas que constituyen la trama de la vida de cada día: vida familiar, profesional, civil y religiosa.
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