San Gregorio VII es una figura gigantesca, el Papa genial del siglo XI. Había acabado el túnel oscuro del siglo X, el siglo de hierro del pontificado. Gregorio VII es el más ilustre paladín de la Fe desde la Sede de Pedro.
Se llamaba Hildebrando Aldobrandeschi, nombres sonoros, augurio de lo que sería su tarea, pues su nombre significa la espada que relumbra, algo así como "hijo del Trueno". Nació a principios del siglo XI en Savona, Italia. Hijo de humilde familia -su padre fue un pobre cabrero y él un pastorcillo- Dios lo enriqueció de dotes extraordinarias.
Pronto le vemos monje benedictino en Roma y Cluny. Tenía un carácter de hierro, como luego se verá, y es ahora cuando lo forja en la oración, estudio y austeridad. Todavía no era diácono, y al oírle predicar un día el emperador Enrique III, quedó impresionado más que toda su vida.
Cuando su maestro, Juan Graciano, es elegido Papa con el nombre de Gregorio VI, nombra a Hildebrando su secretario. Y tanto se empeñó en los negocios de la Iglesia, que durante 25 años será el alma de varios Papas.
Influyó directamente en la elección de cinco Papas, que hacen de él su brazo derecho, su colaborador imprescindible. León IX, Víctor II, Esteban IX, Nicolás II y Alejandro II, hallan en el joven archidiácono romano al consejero prudente, al hábil político, al hombre incorruptible, al santo cabal.
Hildebrando es el que realmente gobierna. Es el que acomete los dos problemas fundamentales de la Iglesia. "Roma -y no sólo Roma- era una cueva de ladrones". La tiara y las mitras se vendían y se robaban con la espada en la mano. Se dictan medidas contra la inmoralidad y simonía de los clérigos, y se publica un decreto por el que la elección de los Papas han de hacerla los Cardenales, no el Emperador. Son las investiduras.
Hildebrando era incansable. No sólo en Roma. Cumple legaciones importantes ante reyes y concilios. Donde había un problema, allí estaba él para buscar solución. Le llamaban ambicioso. Y lo era, para la Iglesia.
Bien entrenado estaba ya. Alejandro II muere en 1073. Hildebrando, como Arcediano y Canciller, preside los funerales. Luego, espontáneamente, por aclamación, el clero y el pueblo se apoderan de él y lo sientan en la Silla de Pedro: "¡Hildebrando, Papa!". Se resiste. Pero ha de aceptar.
Toma el nombre de Gregorio VII, y no tiene más que continuar la tarea que ya ha realizado durante tantos años, ahora como último responsable: trabajar por la reforma de costumbres, defender la libertad de la Iglesia contra tantas intromisiones y la supremacía del sacerdocio espiritual sobre el poder civil. Mantiene además abundante correspondencia.
Se le oponen naturalmente los simoníacos y el poder civil. En su lucha contra Enrique IV -el Nerón germano- hay guerras, concilios, anti concilios. Cuando el Papa lo excomulga, el Emperador finge arrepentirse y cae de rodillas a los pies del Papa -"ir a Canosa"-, donde Gregorio se había refugiado por la generosidad de la piadosa condesa Matilde. Pero poco después se levanta otra vez contra el Papa, se apodera de Roma y, mientras Gregorio se recluye en Castel Santángelo, entrona el antipapa Clemente III.
Gregorio, amparado por Roberto Guiscardo, se refugia en Salerno aún se muestra la cueva donde se guareció- y allí muere el 25 de mayo de 1085, pronunciando las famosas palabras: "He amado la justicia y odiado la iniquidad, por eso muero en el destierro". No fue inútil su siembra. El Señor colmaría con creces los trabajos y los días de su fiel Vicario.
Se llamaba Hildebrando Aldobrandeschi, nombres sonoros, augurio de lo que sería su tarea, pues su nombre significa la espada que relumbra, algo así como "hijo del Trueno". Nació a principios del siglo XI en Savona, Italia. Hijo de humilde familia -su padre fue un pobre cabrero y él un pastorcillo- Dios lo enriqueció de dotes extraordinarias.
Pronto le vemos monje benedictino en Roma y Cluny. Tenía un carácter de hierro, como luego se verá, y es ahora cuando lo forja en la oración, estudio y austeridad. Todavía no era diácono, y al oírle predicar un día el emperador Enrique III, quedó impresionado más que toda su vida.
Cuando su maestro, Juan Graciano, es elegido Papa con el nombre de Gregorio VI, nombra a Hildebrando su secretario. Y tanto se empeñó en los negocios de la Iglesia, que durante 25 años será el alma de varios Papas.
Influyó directamente en la elección de cinco Papas, que hacen de él su brazo derecho, su colaborador imprescindible. León IX, Víctor II, Esteban IX, Nicolás II y Alejandro II, hallan en el joven archidiácono romano al consejero prudente, al hábil político, al hombre incorruptible, al santo cabal.
Hildebrando es el que realmente gobierna. Es el que acomete los dos problemas fundamentales de la Iglesia. "Roma -y no sólo Roma- era una cueva de ladrones". La tiara y las mitras se vendían y se robaban con la espada en la mano. Se dictan medidas contra la inmoralidad y simonía de los clérigos, y se publica un decreto por el que la elección de los Papas han de hacerla los Cardenales, no el Emperador. Son las investiduras.
Hildebrando era incansable. No sólo en Roma. Cumple legaciones importantes ante reyes y concilios. Donde había un problema, allí estaba él para buscar solución. Le llamaban ambicioso. Y lo era, para la Iglesia.
Bien entrenado estaba ya. Alejandro II muere en 1073. Hildebrando, como Arcediano y Canciller, preside los funerales. Luego, espontáneamente, por aclamación, el clero y el pueblo se apoderan de él y lo sientan en la Silla de Pedro: "¡Hildebrando, Papa!". Se resiste. Pero ha de aceptar.
Toma el nombre de Gregorio VII, y no tiene más que continuar la tarea que ya ha realizado durante tantos años, ahora como último responsable: trabajar por la reforma de costumbres, defender la libertad de la Iglesia contra tantas intromisiones y la supremacía del sacerdocio espiritual sobre el poder civil. Mantiene además abundante correspondencia.
Se le oponen naturalmente los simoníacos y el poder civil. En su lucha contra Enrique IV -el Nerón germano- hay guerras, concilios, anti concilios. Cuando el Papa lo excomulga, el Emperador finge arrepentirse y cae de rodillas a los pies del Papa -"ir a Canosa"-, donde Gregorio se había refugiado por la generosidad de la piadosa condesa Matilde. Pero poco después se levanta otra vez contra el Papa, se apodera de Roma y, mientras Gregorio se recluye en Castel Santángelo, entrona el antipapa Clemente III.
Gregorio, amparado por Roberto Guiscardo, se refugia en Salerno aún se muestra la cueva donde se guareció- y allí muere el 25 de mayo de 1085, pronunciando las famosas palabras: "He amado la justicia y odiado la iniquidad, por eso muero en el destierro". No fue inútil su siembra. El Señor colmaría con creces los trabajos y los días de su fiel Vicario.
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