Calle de la Amargura, encrespada de odios y de burlas, fragorosa de relinchos de caballos y oleaje de multitudes, relampagueante de yelmos y trompetas, de picas y turbantes enjoyados; calle de la Amargura, manchada por el más atroz de los crímenes y purificada por la más inocente de las miradas. Pasa el cortejo atravesando el aire con rugidos de blasfemia y regando el suelo con gotas de sangre divina. Se agitan las tiaras de los pontífices, relumbran las lorigas de los legionarios, croa y rebuzna la plebe de astrosos y vagabundos, de camelleros y peregrinos, de gentes que visten túnicas de seda y parecen gentes honradas; de levitas y legionarios, de romanos y judíos, de campesinos y ciudadanos y juristas y mercaderes devotos. Hedor de crimen y hedor de muchedumbres ebrias de venganza y ávidas de sangre. Bronce, hierro, clámides, cinturones de cuero, de esparto y de plata. Frentes de marfil, dedos afilados, ojos oblicuos, narices torvas, labios trémulos, cráteres de injurias, fosas de podredumbre. El primer grito, lanzado al pie de la escalinata del Pretorio, bajo las almenas de la torre Antonia, ha ido creciendo, engrosándose, agigantándose como el estruendo de un mar embravecido. Cada calleja lanza una nueva oleada; cada ventana es un racimo compacto de curiosos que ríen y gritan y chancean; cada azotea levanta un murmullo confuso de voces delgadas y broncas y un dardear siniestro de miradas puntiagudas. Los cuellos se estiran, se alargan las manos, y aquí y allá se quiebran en el aire las risotadas, las fisgas y los comentarios:
—Mirad al Mesías; el que va junto al caballo del centurión, aquél es; renguea, jadea, suspira; no podrá llegar al otro lado de la muralla.
—¡Buen Rey estuvimos a punto de sentar en el trono de David! ¡Y por mi vida, que lo habíamos tomado en serio!
— Sin embargo—dice otro más sincero—, sus obras eran realmente maravillosas: entre esa canalla que vocifera, estoy viendo más de uno que a no ser por él, se retorcería aún en el lecho de la enfermedad.
—Vete a ver lo que era todo aquello— observaba un escéptico—; si alguna vez hizo milagros, ya podía haber guardado algo de su poder para este momento.
Aquí y allá saltan las chispas que los cascos de los caballos levantan en el suelo empinado y empedrado. También en algunos corazones se encienden chispas de amorosa ternura; también por algunas frentes pasan ráfagas de compasión. Mirad esa mujer audaz: llega sudorosa y anhelante, cruza por entre la selva de bastones y de picas, salta por encima de una turba de malsines y de astrosos; la envuelve una tempestad de risas; la cubre una lluvia de miradas punzantes como cuchillos; la persigue una granizada de palabras soeces y furiosas. Pero ella sigue adelante, sin temor a las muecas de aquellas bocas flatulentas, sin desalentarse ante aquella muralla de carne que huele a mugre y a polvo de caminos; sin respetar las sedas y los tisúes vaporosos y perfumados de los príncipes de Israel. Sabe bien adónde va, y nada puede detenerla. No es la primera vez que atraviesa por entre una multitud compacta. Recuerda otra aglomeración, otro hormigueo bullicioso de multitudes. Pero. ¡ay!, aquél fue un día de felicidad. No hace un año todavía. Esta es la primera primavera después de aquella primavera inolvidable. Puro y sereno estaba el aire; transparente como un espejo el lago; las colinas de Cafarnaúm, alegres y perfumadas. Entonces no se oían mueras ni sarcasmos, sino aplausos atronadores al Profeta que curaba y consolaba y decía las cosas maravillosas que sólo Él sabía decir. Y la pobre mujer se esforzaba por llegar hasta donde estaba el Maestro. «Si tocare siquiera la franja de su vestido—se decía—, quedaré sana.» Desde hacía doce años un flujo de sangre la atormentaba; había gastado mucho dinero en los médicos, pero ninguno había sabido comprender su enfermedad; había buscado las cebollas de Persia, la goma de Alejandría, el vino de Chipre y el azafrán más exquisito; había probado todos los remedios, sin sentir la más leve mejoría. Pero el contacto del Profeta la curó instantáneamente.
Y ahora le ha vuelto a ver. Ya no era el Rabbí glorioso de Genesareth. Era un hombre en la agonía: la mirada turbia, la frente desfigurada, enjaulada en la ignominia de las zarzas; la espalda, roída y flagelada; el rostro, horriblemente afeado por coágulos de sangre, lágrimas y polvo; los párpados, cárdenos y sanguinolentos; los labios, fláccidos y amoratados; dislocadas las vértebras; distendidos los músculos, y los nervios desgajados. Pero eran los ojos que la habían mirado con amor, la mano que se había posado sobre su cabeza con gesto indulgente, los labios de los cuales había brotado la palabra deseada: «Confía, hija, que tu fe te ha salvado.» Y mientras bajaba del terrado, debía de decir medio frenética: «Oh Rabbí, Rabbí, yo no le abandono.» En otro tiempo, allá en la playa del mar de Galilea, avanzaba tímidamente; ahora, entre enemigos, atraviesa como un huracán. Ni siquiera se da cuenta del gesto del pretoriano que intenta cerrarle el paso con la lanza. Cae; pero su caída es una adoración; rápidamente retira el velo que cubre su cabeza, se acerca al Rabbí, limpia el rostro divino y se retira, escondiendo celosamente su tesoro... Antiguas tradiciones nos han conservado la hazaña y el nombre de esta mujer intrépida. Se llamaba Berenice. En Cesárea de Filipo tenía su casa y su jardín. Los médicos no la habían despojado completamente de su hacienda. Tenía sus tierras, sus túnicas de lino, sus palias de Damasco y sus joyas. Y entre sus joyas, la mejor de todas: aquel velo empapado en la grandeza del Crucificado y del Resucitado. En otro tiempo se contentaba con tocar la franja de su vestido; ahora podía tocar algo más íntimo y personal; tocaba, miraba y adoraba con gesto tembloroso y en el lienzo le parecía encontrar algo del rostro amado. ¡Pero aquellos labios, aquella frente, aquella mirada!... Quiso que todo el mundo pudiese contemplarlos y llenarse de amor y de fe. Llamó al más hábil de los escultores. «Era blanco y hermoso, era majestuoso y dulce; era la gracia y la compasión… No, no es eso... Y eso tampoco. Imposible; nadie podrá trasladar al bronce ni siquiera un reflejo de su celeste hermosura.» Pero la estatua apareció en una plaza de Cesárea: el Salvador, extendiendo la mano y mirando piadoso y amoroso; la hemorroisa, acurrucada a sus pies, adorando con la frente pegada en el suelo. Así la vio Eusebio el historiador, y así permaneció durante siglos, hasta que la hizo derribar el odio de Juliano el Apóstata.
El arrojo de la Verónica había dado valor a otras mujeres. Mientras los discípulos huían, ellas seguían de cerca al sentenciado. No podían olvidar la dulzura, la bondad, la mansedumbre del Nazareno. Si le veían así, era en parte por su infinita condescendencia con los pecadores. Había mirado bondadosamente a la samaritana, que tuvo cinco maridos; habíase dejado ungir por la pecadora de la cual salieron siete demonios; había perdonado a la adúltera, y el perdón había alborotado a los intolerantes, a los rencilleros, a los hipócritas; los había escandalizado más que el mismo pecado. Frente a aquellos hombres duros, desjugados y egoístas, éste, que se llamaba Hijo de Dios, se compadecía de todas las miserias y de todas las caídas. Aunque condenaba hasta el pensamiento del pecado, aunque predicaba el reino de los limpios de corazón, la mujer más abyecta encontraba gracia delante de Él. Y ahora muchos corazones de mujer temblaban por Él y seguían su causa con ansiedad. Miraban inquietas por las celosías; escuchaban con terror el vocerío, y el ancho y aciago resonar de las trompetas romanas las llenaba de espanto. Una mujer fue la primera en darse cuenta de las nubes de odios, de venganzas y de injusticias que amenazaban la vida del predicador del reino de Dios. Cuando Pilato luchaba más ahincadamente con los sanedritas, había recibido este mensaje: «No hagas mal alguno a este hombre.» Claudia Prócula había visto un día la mirada del Profeta; tal vez le había oído hablar, tal vez las esclavas le habían contado de sus maravillas. Y ahora aquellos ojos le miraban en la vigilia y en el sueño, le miraban resbalando con la blandura de un ungüento precioso, dejando al mismo tiempo congoja y bienestar. «Mucho he sufrido esta noche a causa de Él.»
Ahora sufre más porque sus ruegos han sido inútiles, porque ve manchadas de sangre inocente las manos del hombre amado, porque su intuición de mujer le hace presentir todo el horror del crimen de aquel día. Y entre los bronces y los mármoles de la torre Antonia, entre alfombras de Siria y telas recamadas de Jonia, y metales de Chipre y jarrones de Corinto y muebles lujosos de Agrigento, la esposa del procurador llora y se estremece.
Pero estas otras mujeres lloran en la calle, lloran entre los que ríen, gritan y blasfeman, y exhalan sus sollozos en medio de aquella criminal algazara, sin miedo a los asesinos, que las miran de reojo y mascullan palabras confusas acompañadas de gestos expresivos. «Por lo visto, deben pertenecer a la secta. El galileo las engañó. ¡Pobres necias!» Pero ellas siguen animosamente al cortejo; se mezclan entre los soldados; pierden tal vez sus velos a los empellones de la multitud, y ya llegan, ya ven los pies hinchados del reo, ya oyen la respiración ronca de su pecho, va tocan el madero del suplicio. Y entonces los sollozos se hacen más ruidosos, más violentos. Parecen un coro de plañideras. Su música tiene la virtud de sacar al Mártir de abismo de su dolor. Se detiene, vuelve lánguidamente la cabeza y mira. En sus ojos hay gratitud, ternura, compasión. Se ha olvidado de Sí mismo para pensar sólo en los corazones que sufren, que sufrirán por Él. «Hijas de Jerusalén, no lloréis por Mí; llorad por vosotras mismas y por vuestros hijos.» El llanto de las mujeres es una prueba de amor y no quiere rechazarlo; pero está viendo ya los horrores que había de presenciar aquella misma generación: el fuego, el hambre, la espada, la ruina de todo aquel pueblo que había pedido la sangre del Justo. Y mientras la voz del Rabbí se alejaba, rota del estertor y de la sed, ellas clamaron desesperadamente, los ojos dilatados, las bocas doloridas, las manos juntas y erguidas, los mantos abiertos y desceñidos, mostrando los cuerpos una torsión de tormento.
Pero eran demasiadas paradas. Los ministros del Templo miraban torvos y empujaban con gestos de impaciencia. Caifas agitaba su mitra receloso y murmuraba unas palabras al oído del centurión que presidía. Él, hombre de ley, que con la ley sabia perpetrar injusticias horrendas, sabía muy bien que la ley prohibía aquellas manifestaciones de piedad con los reos. Si prevalecía aquel sentimentalismo, podía fracasar un plan que estaba desarrollando con tanta maestría. El centurión hizo un gesto a los pretorianos, las trompetas surgieron de nuevo y la fúnebre procesión siguió adelante. Desde el Litóstrotos hasta el lugar de la ejecución. Primero, una bajada hacia la hoya del Tiropeón, la calle más profunda de la ciudad, profunda y larga, que la comitiva cruzó rápidamente. A la izquierda, los pórticos del Sixtus con ráfagas de gritos, oleajes de colores y torbellinos de multitudes. Después, la vía trepa hasta la muralla, desembocando en la puerta de los Jardines, roja de sol, abrupta y empolvada, cortada por trechos abovedados, por estribos punzados, por arcos y salientes de tiendas y figones. Al otro lado se yerguen las escarpas del Gólgota: la peña blanca y lisa descubre ya su cráneo huesudo entre huertos inundados de frescor primaveral.
Jesús caminaba penosamente por las cercanías de Aera, un arrabal plebeyo. Ya llegaba a la sombra de los muros; ya iba a salir de la ciudad. Sus fuerzas estaban agotadas, y aún queda lo más difícil del camino. De repente resbala, cae, y queda tendido bajo la carga. Palidece, se cierran sus párpados; diríase un muerto, si no fuese por el aliento afanoso que exhalaba de su boca entreabierta. Un nuevo retraso, y es preciso acabar cuanto antes, porque la tarde se echa encima. El centurión miró en torno. «Eh tú, ven acá», dijo. cogiendo del brazo a un hombre de aspecto atlético que desde el umbral de la puerta contemplaba la escena con aire de asombro y conmiseración. «Es Simón de Cirene», gruñó una vieja maliciosamente. Era, efectivamente, un extranjero, un africano, oriundo de la Cirenaica, que había encontrado en Jerusalén el medio de ganarse la vida. Precisamente en este momento venía del campo con la herramienta al hombro, y, muy a su pesar, se había encontrado con aquel desfile siniestro. Tal vez escuchó con terror la interpelación del soldado, pero era prudente, había corrido mucha tierra, y prácticamente sabía lo del escritor antiguo: «Si un soldado te impone un trabajo, guárdate de resistir, porque, de otra manera, serías apaleado.» Cargó con la cruz y echó a andar junto al reo. Miróle de reojo, una y otra vez escuchó su queja íntima, rota contra el paladar; vio sus sienes hundidas, y le pareció que su boca le sonreía. Algo indefinible penetraba y estremecía todo su ser. Entre tanto, la sangre del madero le humedecía la túnica, la camisa y la carne, y la calaba hasta el alma, y en el alma le dejaba gérmenes de amor y de fe. Este habitante de la Cirenaica, este portador de la Cruz, se hizo discípulo de la Cruz, y en el Evangelio, en los Actos de los Apóstoles, en la Epístola de San Pablo, será siempre el padre de Alejandro y Rufo, dos hermanos muy conocidos en las primeras fraternidades cristianas. Los legionarios abusaron de su rejo de toro y de su aire leal y bonachón, pero Dios se encargó de darle la soldada.
Menguó el vocerío un instante, las trompetas atravesaron el aire una vez más con su alarido, y los perfiles de las tres cruces se alzaron recortando el azul. Más alta y en medio, la del Señor; al lado derecho, la de Dimas; al izquierdo, la de Gestas; Gestas, asesino e incendiario; Dimas, homicida y salteador. Gestas aullaba, blasfemaba y reía con risa siniestra; Dimas se ladeaba y miraba silencioso a su compañero del centro. De repente, logra sorprender unas palabras que le parecen primero un absurdo, luego una revelación. Aquel «perdónalos que no saben lo que hacen» le pareció tan nuevo, tan desconcertante, que por un momento le hizo olvidar sus dolores. Súbitamente empezaba a comprender, a sentir la conciencia de su culpa y la inocencia de aquel perdonador que moría junto a él; con repugnante hediondez se presentaban delante de sus ojos los días en que anduvo con la hez de la Humanidad, con aquellos hombres sin ley que merodeaban alrededor de la ciudad, asaltando las casas solitarias, atacando a los viajeros confiados y desvalijando a los peregrinos que llevaban su ofrenda al templo de Jehová. También él había insultado a Jesús. Cuando las hijas de Jerusalén rodearon al Rabbí, enseñó sus dientes de fiera, y sus ojos relumbraron de ferocidad. Todo su ser era un incendio de odio y de envidia.
Y he aquí que oye la voz del perdón y se fija en aquella mirada, ante la cual parece que todo palpita desnudo, y observa que un sentimiento desconocido trabaja y penetra su pobre alma herida. Tan grande es aquella iluminación, que ningún santo con el corazón roto por el arrepentimiento hubiera rezado mejor que este paria. Era el último y de un salto se había puesto el primero. Lo que sólo había entrevisto Simón el Cirineo, él lo descubrió con toda claridad. Cree, mientras Pedro huye, y, sin embargo, nadie le había prometido una silla de oro, ni había escuchado el anuncio del reino de los Cielos, ni había visto enmudecer el mar, ni saltar en la cámara fúnebre a la hija de Jairo. «Dime, oh buen ladrón—exclama San Juan Crisóstomo—; dime, audaz salteador de los Cielos, ¿cómo pudiste conocer este reino? Cuanto ves son clavos, cruces, acusadores, afrentas, vilipendios; pues ¿cómo llamas rey al reo?»
Frente a él, su antiguo compañero de aventuras se retuerce, enviando sarcasmos a la cruz del medio. Gestas recoge los desafíos de los fariseos y los vomita mezclados de sangre y babas. Dimas le mira con serenidad, le increpa, le reprende. Se ha convertido en un apóstol. Le parece imposible morir junto a aquel Justo sin temer a Dios. «Nosotros—dice—hemos cometido crímenes dignos de castigo; pero éste ¿qué mal ha hecho? ¿Por qué le insultas?» Ha confesado su culpa y ha confesado su fe. Después calla, observa, medita; y al fin su alma se abre con un ímpetu de confianza en aquella oración admirable, que es al mismo tiempo amor, esperanza, paciencia, abandono, delicadeza, fe y humildad: «Señor, acuérdate de mí cuando vayas a tu reino.» Sólo pide un recuerdo, pero merece oír la promesa inesperada: «Hoy mismo estarás conmigo en el paraíso.» Caifás y todos los plutócratas de Jerusalén hubieran temblado al oír estas palabras. ¡En el paraíso el que había turbado su sueño tantas veces! Pero el Rabbí que curó a tantos enfermos, vino sobre todo a curar las llagas del alma, a llamar a los pecadores, a devolver el calor del establo a la oveja perdida y herida entre las zarzas. Al salir de este mundo marchaba gozoso, sintiendo sobre sus hombros ensangrentados el alma medrosa del ladrón arrepentido. Todo esto se necesitaba para que los hombres creyesen en el camino del paraíso.
Jesús agonizaba. Su angustia llenaba todo el Calvario; el tumulto cesaba; el pueblo, como una sierpe multicolor, se deslizaba silencioso cuesta abajo. Aún quedaban los legionarios. El centurión hacía caracolear su bestia sobre los cardos y los arbustos. Flameábale la clámide, y de la cintura colgaba la centella de su espada. Grave y benigno se había mostrado durante aquellas horas; condescendiente en exceso, según los sacerdotes. Pero había mantenido el orden y había cumplido con su deber, no sin cierta inquietud que se parecía al remordimiento. Como a su amo el procurador, aquel reo le turbaba. Hubiera deseado no encontrarse en aquel compromiso. Pero ahora tenía la satisfacción de no haber sido cruel; consintió el incidente de la Verónica; dejó paso libre al grupo de mujeres piadosas, se alegró de encontrar las espaldas del Cireneo para colgar la cruz, y, últimamente, cuando el Crucificado gritó: «Tengo sed», hizo señal a uno de los soldados, indicándole la cantimplora donde estaba la mixtura de hiel y vinagre que usaban los soldados romanos. Sus ojos se abrieron definitivamente cuando el Señor expiró y se abrieron los sepulcros y se entenebreció la tierra. Los evangelistas recogieron de sus labios una confesión preciosa: "Verdaderamente, este hombre era justo; sí, era Hijo de Dios.» Y no quisieron quebrarle las piernas con una maza como a los ladrones; pero uno de ellos, para descargo de su conciencia, metió la lanza en el costado y vio con maravilla que salía sangre y agua.
Todo había terminado. Dormía silencioso el cerro amarillento con la última luz. Allá abajo, las cumbres y los murmullos de la ciudad inaugurando la Pascua. Dos hombres suben la pendiente, barriendo el suelo con sus vestiduras patricias. Son dos grandes de Israel, dos notables, dos miembros del Consejo, dos sanedritas. San José de Arimatea y Nicodemus, los únicos amigos que encontró el Crucificado entre los aristócratas de la ciudad. «Amigos ocultos por miedo a los judíos», de los que buscan la oscuridad, de los que evitan prudentemente los compromisos y miden el tono de la voz, y buscan el momento propicio, y saben esconderse a tiempo. Nicodemus parece más joven —el arte tradicional lo representa con barba y cabellos ensortijados—, pero no tiene más arrojo que su amigo. Una vez habló largamente con el Rabbí, pero fue a verle de noche, a favor de las tinieblas. Otro día, cuando el gran Consejo empezaba a inquietarse por las audacias del Profeta de Nazareth, salió en su defensa con frase muy comedida, y se calló desde que le dijeron sus compañeros: «¿Acaso también tú eres galileo?» Ahora uno y otro se habían negado a participar en las últimas reuniones, creyendo salvar así su conciencia. No fueron bastante osados para arrostrar la indignación olímpica de Caifás.
Más he aquí que de repente renace en ellos el valor; ya no temen ser llamados galileos y discípulos de aquel hombre que acaba de expirar en un patíbulo infame. Se han vuelto audaces, activos, generosos; rugen a vista del crimen inaudito y se preparan a rodear al muerto de los últimos honores. José, «cobrando ánimos», dice el evangelista, se presenta a Pilato y le pide audazmente el cuerpo de Jesús. Quiere guardarlo muerto, ya que no supo guardarlo vivo. Entre tanto, Nicodemus entra en las tiendas sórdidas del Tiropcón buscando perfumes. «Inmediatamente, cien libras de mirra y de áloe, de cinamono y de bálsamo; lo más fino, lo más perfecto.» Dijo, y sus ojos llameaban magníficos ante el regocijo ceremonioso del mercader asustado. ¿Cuántas veces en su vida vendió cien libras de una vez?
El de Arimatea lleva sábanas, vendas y colchas olorosas. Él dará también el sepulcro, un sepulcro que acaba de abrir en la roca peñascal y cuya boca negrea allí abajo, en el rincón de su jardín.
—Mirad al Mesías; el que va junto al caballo del centurión, aquél es; renguea, jadea, suspira; no podrá llegar al otro lado de la muralla.
—¡Buen Rey estuvimos a punto de sentar en el trono de David! ¡Y por mi vida, que lo habíamos tomado en serio!
— Sin embargo—dice otro más sincero—, sus obras eran realmente maravillosas: entre esa canalla que vocifera, estoy viendo más de uno que a no ser por él, se retorcería aún en el lecho de la enfermedad.
—Vete a ver lo que era todo aquello— observaba un escéptico—; si alguna vez hizo milagros, ya podía haber guardado algo de su poder para este momento.
Aquí y allá saltan las chispas que los cascos de los caballos levantan en el suelo empinado y empedrado. También en algunos corazones se encienden chispas de amorosa ternura; también por algunas frentes pasan ráfagas de compasión. Mirad esa mujer audaz: llega sudorosa y anhelante, cruza por entre la selva de bastones y de picas, salta por encima de una turba de malsines y de astrosos; la envuelve una tempestad de risas; la cubre una lluvia de miradas punzantes como cuchillos; la persigue una granizada de palabras soeces y furiosas. Pero ella sigue adelante, sin temor a las muecas de aquellas bocas flatulentas, sin desalentarse ante aquella muralla de carne que huele a mugre y a polvo de caminos; sin respetar las sedas y los tisúes vaporosos y perfumados de los príncipes de Israel. Sabe bien adónde va, y nada puede detenerla. No es la primera vez que atraviesa por entre una multitud compacta. Recuerda otra aglomeración, otro hormigueo bullicioso de multitudes. Pero. ¡ay!, aquél fue un día de felicidad. No hace un año todavía. Esta es la primera primavera después de aquella primavera inolvidable. Puro y sereno estaba el aire; transparente como un espejo el lago; las colinas de Cafarnaúm, alegres y perfumadas. Entonces no se oían mueras ni sarcasmos, sino aplausos atronadores al Profeta que curaba y consolaba y decía las cosas maravillosas que sólo Él sabía decir. Y la pobre mujer se esforzaba por llegar hasta donde estaba el Maestro. «Si tocare siquiera la franja de su vestido—se decía—, quedaré sana.» Desde hacía doce años un flujo de sangre la atormentaba; había gastado mucho dinero en los médicos, pero ninguno había sabido comprender su enfermedad; había buscado las cebollas de Persia, la goma de Alejandría, el vino de Chipre y el azafrán más exquisito; había probado todos los remedios, sin sentir la más leve mejoría. Pero el contacto del Profeta la curó instantáneamente.
Y ahora le ha vuelto a ver. Ya no era el Rabbí glorioso de Genesareth. Era un hombre en la agonía: la mirada turbia, la frente desfigurada, enjaulada en la ignominia de las zarzas; la espalda, roída y flagelada; el rostro, horriblemente afeado por coágulos de sangre, lágrimas y polvo; los párpados, cárdenos y sanguinolentos; los labios, fláccidos y amoratados; dislocadas las vértebras; distendidos los músculos, y los nervios desgajados. Pero eran los ojos que la habían mirado con amor, la mano que se había posado sobre su cabeza con gesto indulgente, los labios de los cuales había brotado la palabra deseada: «Confía, hija, que tu fe te ha salvado.» Y mientras bajaba del terrado, debía de decir medio frenética: «Oh Rabbí, Rabbí, yo no le abandono.» En otro tiempo, allá en la playa del mar de Galilea, avanzaba tímidamente; ahora, entre enemigos, atraviesa como un huracán. Ni siquiera se da cuenta del gesto del pretoriano que intenta cerrarle el paso con la lanza. Cae; pero su caída es una adoración; rápidamente retira el velo que cubre su cabeza, se acerca al Rabbí, limpia el rostro divino y se retira, escondiendo celosamente su tesoro... Antiguas tradiciones nos han conservado la hazaña y el nombre de esta mujer intrépida. Se llamaba Berenice. En Cesárea de Filipo tenía su casa y su jardín. Los médicos no la habían despojado completamente de su hacienda. Tenía sus tierras, sus túnicas de lino, sus palias de Damasco y sus joyas. Y entre sus joyas, la mejor de todas: aquel velo empapado en la grandeza del Crucificado y del Resucitado. En otro tiempo se contentaba con tocar la franja de su vestido; ahora podía tocar algo más íntimo y personal; tocaba, miraba y adoraba con gesto tembloroso y en el lienzo le parecía encontrar algo del rostro amado. ¡Pero aquellos labios, aquella frente, aquella mirada!... Quiso que todo el mundo pudiese contemplarlos y llenarse de amor y de fe. Llamó al más hábil de los escultores. «Era blanco y hermoso, era majestuoso y dulce; era la gracia y la compasión… No, no es eso... Y eso tampoco. Imposible; nadie podrá trasladar al bronce ni siquiera un reflejo de su celeste hermosura.» Pero la estatua apareció en una plaza de Cesárea: el Salvador, extendiendo la mano y mirando piadoso y amoroso; la hemorroisa, acurrucada a sus pies, adorando con la frente pegada en el suelo. Así la vio Eusebio el historiador, y así permaneció durante siglos, hasta que la hizo derribar el odio de Juliano el Apóstata.
El arrojo de la Verónica había dado valor a otras mujeres. Mientras los discípulos huían, ellas seguían de cerca al sentenciado. No podían olvidar la dulzura, la bondad, la mansedumbre del Nazareno. Si le veían así, era en parte por su infinita condescendencia con los pecadores. Había mirado bondadosamente a la samaritana, que tuvo cinco maridos; habíase dejado ungir por la pecadora de la cual salieron siete demonios; había perdonado a la adúltera, y el perdón había alborotado a los intolerantes, a los rencilleros, a los hipócritas; los había escandalizado más que el mismo pecado. Frente a aquellos hombres duros, desjugados y egoístas, éste, que se llamaba Hijo de Dios, se compadecía de todas las miserias y de todas las caídas. Aunque condenaba hasta el pensamiento del pecado, aunque predicaba el reino de los limpios de corazón, la mujer más abyecta encontraba gracia delante de Él. Y ahora muchos corazones de mujer temblaban por Él y seguían su causa con ansiedad. Miraban inquietas por las celosías; escuchaban con terror el vocerío, y el ancho y aciago resonar de las trompetas romanas las llenaba de espanto. Una mujer fue la primera en darse cuenta de las nubes de odios, de venganzas y de injusticias que amenazaban la vida del predicador del reino de Dios. Cuando Pilato luchaba más ahincadamente con los sanedritas, había recibido este mensaje: «No hagas mal alguno a este hombre.» Claudia Prócula había visto un día la mirada del Profeta; tal vez le había oído hablar, tal vez las esclavas le habían contado de sus maravillas. Y ahora aquellos ojos le miraban en la vigilia y en el sueño, le miraban resbalando con la blandura de un ungüento precioso, dejando al mismo tiempo congoja y bienestar. «Mucho he sufrido esta noche a causa de Él.»
Ahora sufre más porque sus ruegos han sido inútiles, porque ve manchadas de sangre inocente las manos del hombre amado, porque su intuición de mujer le hace presentir todo el horror del crimen de aquel día. Y entre los bronces y los mármoles de la torre Antonia, entre alfombras de Siria y telas recamadas de Jonia, y metales de Chipre y jarrones de Corinto y muebles lujosos de Agrigento, la esposa del procurador llora y se estremece.
Pero estas otras mujeres lloran en la calle, lloran entre los que ríen, gritan y blasfeman, y exhalan sus sollozos en medio de aquella criminal algazara, sin miedo a los asesinos, que las miran de reojo y mascullan palabras confusas acompañadas de gestos expresivos. «Por lo visto, deben pertenecer a la secta. El galileo las engañó. ¡Pobres necias!» Pero ellas siguen animosamente al cortejo; se mezclan entre los soldados; pierden tal vez sus velos a los empellones de la multitud, y ya llegan, ya ven los pies hinchados del reo, ya oyen la respiración ronca de su pecho, va tocan el madero del suplicio. Y entonces los sollozos se hacen más ruidosos, más violentos. Parecen un coro de plañideras. Su música tiene la virtud de sacar al Mártir de abismo de su dolor. Se detiene, vuelve lánguidamente la cabeza y mira. En sus ojos hay gratitud, ternura, compasión. Se ha olvidado de Sí mismo para pensar sólo en los corazones que sufren, que sufrirán por Él. «Hijas de Jerusalén, no lloréis por Mí; llorad por vosotras mismas y por vuestros hijos.» El llanto de las mujeres es una prueba de amor y no quiere rechazarlo; pero está viendo ya los horrores que había de presenciar aquella misma generación: el fuego, el hambre, la espada, la ruina de todo aquel pueblo que había pedido la sangre del Justo. Y mientras la voz del Rabbí se alejaba, rota del estertor y de la sed, ellas clamaron desesperadamente, los ojos dilatados, las bocas doloridas, las manos juntas y erguidas, los mantos abiertos y desceñidos, mostrando los cuerpos una torsión de tormento.
Pero eran demasiadas paradas. Los ministros del Templo miraban torvos y empujaban con gestos de impaciencia. Caifas agitaba su mitra receloso y murmuraba unas palabras al oído del centurión que presidía. Él, hombre de ley, que con la ley sabia perpetrar injusticias horrendas, sabía muy bien que la ley prohibía aquellas manifestaciones de piedad con los reos. Si prevalecía aquel sentimentalismo, podía fracasar un plan que estaba desarrollando con tanta maestría. El centurión hizo un gesto a los pretorianos, las trompetas surgieron de nuevo y la fúnebre procesión siguió adelante. Desde el Litóstrotos hasta el lugar de la ejecución. Primero, una bajada hacia la hoya del Tiropeón, la calle más profunda de la ciudad, profunda y larga, que la comitiva cruzó rápidamente. A la izquierda, los pórticos del Sixtus con ráfagas de gritos, oleajes de colores y torbellinos de multitudes. Después, la vía trepa hasta la muralla, desembocando en la puerta de los Jardines, roja de sol, abrupta y empolvada, cortada por trechos abovedados, por estribos punzados, por arcos y salientes de tiendas y figones. Al otro lado se yerguen las escarpas del Gólgota: la peña blanca y lisa descubre ya su cráneo huesudo entre huertos inundados de frescor primaveral.
Jesús caminaba penosamente por las cercanías de Aera, un arrabal plebeyo. Ya llegaba a la sombra de los muros; ya iba a salir de la ciudad. Sus fuerzas estaban agotadas, y aún queda lo más difícil del camino. De repente resbala, cae, y queda tendido bajo la carga. Palidece, se cierran sus párpados; diríase un muerto, si no fuese por el aliento afanoso que exhalaba de su boca entreabierta. Un nuevo retraso, y es preciso acabar cuanto antes, porque la tarde se echa encima. El centurión miró en torno. «Eh tú, ven acá», dijo. cogiendo del brazo a un hombre de aspecto atlético que desde el umbral de la puerta contemplaba la escena con aire de asombro y conmiseración. «Es Simón de Cirene», gruñó una vieja maliciosamente. Era, efectivamente, un extranjero, un africano, oriundo de la Cirenaica, que había encontrado en Jerusalén el medio de ganarse la vida. Precisamente en este momento venía del campo con la herramienta al hombro, y, muy a su pesar, se había encontrado con aquel desfile siniestro. Tal vez escuchó con terror la interpelación del soldado, pero era prudente, había corrido mucha tierra, y prácticamente sabía lo del escritor antiguo: «Si un soldado te impone un trabajo, guárdate de resistir, porque, de otra manera, serías apaleado.» Cargó con la cruz y echó a andar junto al reo. Miróle de reojo, una y otra vez escuchó su queja íntima, rota contra el paladar; vio sus sienes hundidas, y le pareció que su boca le sonreía. Algo indefinible penetraba y estremecía todo su ser. Entre tanto, la sangre del madero le humedecía la túnica, la camisa y la carne, y la calaba hasta el alma, y en el alma le dejaba gérmenes de amor y de fe. Este habitante de la Cirenaica, este portador de la Cruz, se hizo discípulo de la Cruz, y en el Evangelio, en los Actos de los Apóstoles, en la Epístola de San Pablo, será siempre el padre de Alejandro y Rufo, dos hermanos muy conocidos en las primeras fraternidades cristianas. Los legionarios abusaron de su rejo de toro y de su aire leal y bonachón, pero Dios se encargó de darle la soldada.
Menguó el vocerío un instante, las trompetas atravesaron el aire una vez más con su alarido, y los perfiles de las tres cruces se alzaron recortando el azul. Más alta y en medio, la del Señor; al lado derecho, la de Dimas; al izquierdo, la de Gestas; Gestas, asesino e incendiario; Dimas, homicida y salteador. Gestas aullaba, blasfemaba y reía con risa siniestra; Dimas se ladeaba y miraba silencioso a su compañero del centro. De repente, logra sorprender unas palabras que le parecen primero un absurdo, luego una revelación. Aquel «perdónalos que no saben lo que hacen» le pareció tan nuevo, tan desconcertante, que por un momento le hizo olvidar sus dolores. Súbitamente empezaba a comprender, a sentir la conciencia de su culpa y la inocencia de aquel perdonador que moría junto a él; con repugnante hediondez se presentaban delante de sus ojos los días en que anduvo con la hez de la Humanidad, con aquellos hombres sin ley que merodeaban alrededor de la ciudad, asaltando las casas solitarias, atacando a los viajeros confiados y desvalijando a los peregrinos que llevaban su ofrenda al templo de Jehová. También él había insultado a Jesús. Cuando las hijas de Jerusalén rodearon al Rabbí, enseñó sus dientes de fiera, y sus ojos relumbraron de ferocidad. Todo su ser era un incendio de odio y de envidia.
Y he aquí que oye la voz del perdón y se fija en aquella mirada, ante la cual parece que todo palpita desnudo, y observa que un sentimiento desconocido trabaja y penetra su pobre alma herida. Tan grande es aquella iluminación, que ningún santo con el corazón roto por el arrepentimiento hubiera rezado mejor que este paria. Era el último y de un salto se había puesto el primero. Lo que sólo había entrevisto Simón el Cirineo, él lo descubrió con toda claridad. Cree, mientras Pedro huye, y, sin embargo, nadie le había prometido una silla de oro, ni había escuchado el anuncio del reino de los Cielos, ni había visto enmudecer el mar, ni saltar en la cámara fúnebre a la hija de Jairo. «Dime, oh buen ladrón—exclama San Juan Crisóstomo—; dime, audaz salteador de los Cielos, ¿cómo pudiste conocer este reino? Cuanto ves son clavos, cruces, acusadores, afrentas, vilipendios; pues ¿cómo llamas rey al reo?»
Frente a él, su antiguo compañero de aventuras se retuerce, enviando sarcasmos a la cruz del medio. Gestas recoge los desafíos de los fariseos y los vomita mezclados de sangre y babas. Dimas le mira con serenidad, le increpa, le reprende. Se ha convertido en un apóstol. Le parece imposible morir junto a aquel Justo sin temer a Dios. «Nosotros—dice—hemos cometido crímenes dignos de castigo; pero éste ¿qué mal ha hecho? ¿Por qué le insultas?» Ha confesado su culpa y ha confesado su fe. Después calla, observa, medita; y al fin su alma se abre con un ímpetu de confianza en aquella oración admirable, que es al mismo tiempo amor, esperanza, paciencia, abandono, delicadeza, fe y humildad: «Señor, acuérdate de mí cuando vayas a tu reino.» Sólo pide un recuerdo, pero merece oír la promesa inesperada: «Hoy mismo estarás conmigo en el paraíso.» Caifás y todos los plutócratas de Jerusalén hubieran temblado al oír estas palabras. ¡En el paraíso el que había turbado su sueño tantas veces! Pero el Rabbí que curó a tantos enfermos, vino sobre todo a curar las llagas del alma, a llamar a los pecadores, a devolver el calor del establo a la oveja perdida y herida entre las zarzas. Al salir de este mundo marchaba gozoso, sintiendo sobre sus hombros ensangrentados el alma medrosa del ladrón arrepentido. Todo esto se necesitaba para que los hombres creyesen en el camino del paraíso.
Jesús agonizaba. Su angustia llenaba todo el Calvario; el tumulto cesaba; el pueblo, como una sierpe multicolor, se deslizaba silencioso cuesta abajo. Aún quedaban los legionarios. El centurión hacía caracolear su bestia sobre los cardos y los arbustos. Flameábale la clámide, y de la cintura colgaba la centella de su espada. Grave y benigno se había mostrado durante aquellas horas; condescendiente en exceso, según los sacerdotes. Pero había mantenido el orden y había cumplido con su deber, no sin cierta inquietud que se parecía al remordimiento. Como a su amo el procurador, aquel reo le turbaba. Hubiera deseado no encontrarse en aquel compromiso. Pero ahora tenía la satisfacción de no haber sido cruel; consintió el incidente de la Verónica; dejó paso libre al grupo de mujeres piadosas, se alegró de encontrar las espaldas del Cireneo para colgar la cruz, y, últimamente, cuando el Crucificado gritó: «Tengo sed», hizo señal a uno de los soldados, indicándole la cantimplora donde estaba la mixtura de hiel y vinagre que usaban los soldados romanos. Sus ojos se abrieron definitivamente cuando el Señor expiró y se abrieron los sepulcros y se entenebreció la tierra. Los evangelistas recogieron de sus labios una confesión preciosa: "Verdaderamente, este hombre era justo; sí, era Hijo de Dios.» Y no quisieron quebrarle las piernas con una maza como a los ladrones; pero uno de ellos, para descargo de su conciencia, metió la lanza en el costado y vio con maravilla que salía sangre y agua.
Todo había terminado. Dormía silencioso el cerro amarillento con la última luz. Allá abajo, las cumbres y los murmullos de la ciudad inaugurando la Pascua. Dos hombres suben la pendiente, barriendo el suelo con sus vestiduras patricias. Son dos grandes de Israel, dos notables, dos miembros del Consejo, dos sanedritas. San José de Arimatea y Nicodemus, los únicos amigos que encontró el Crucificado entre los aristócratas de la ciudad. «Amigos ocultos por miedo a los judíos», de los que buscan la oscuridad, de los que evitan prudentemente los compromisos y miden el tono de la voz, y buscan el momento propicio, y saben esconderse a tiempo. Nicodemus parece más joven —el arte tradicional lo representa con barba y cabellos ensortijados—, pero no tiene más arrojo que su amigo. Una vez habló largamente con el Rabbí, pero fue a verle de noche, a favor de las tinieblas. Otro día, cuando el gran Consejo empezaba a inquietarse por las audacias del Profeta de Nazareth, salió en su defensa con frase muy comedida, y se calló desde que le dijeron sus compañeros: «¿Acaso también tú eres galileo?» Ahora uno y otro se habían negado a participar en las últimas reuniones, creyendo salvar así su conciencia. No fueron bastante osados para arrostrar la indignación olímpica de Caifás.
Más he aquí que de repente renace en ellos el valor; ya no temen ser llamados galileos y discípulos de aquel hombre que acaba de expirar en un patíbulo infame. Se han vuelto audaces, activos, generosos; rugen a vista del crimen inaudito y se preparan a rodear al muerto de los últimos honores. José, «cobrando ánimos», dice el evangelista, se presenta a Pilato y le pide audazmente el cuerpo de Jesús. Quiere guardarlo muerto, ya que no supo guardarlo vivo. Entre tanto, Nicodemus entra en las tiendas sórdidas del Tiropcón buscando perfumes. «Inmediatamente, cien libras de mirra y de áloe, de cinamono y de bálsamo; lo más fino, lo más perfecto.» Dijo, y sus ojos llameaban magníficos ante el regocijo ceremonioso del mercader asustado. ¿Cuántas veces en su vida vendió cien libras de una vez?
El de Arimatea lleva sábanas, vendas y colchas olorosas. Él dará también el sepulcro, un sepulcro que acaba de abrir en la roca peñascal y cuya boca negrea allí abajo, en el rincón de su jardín.
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