El domingo de Ramos ha puesto algunas ráfagas de claridad en el cuadro sombrío de la Cuaresma. Más he aquí que las turbas se desparraman, los últimos gritos se pierden en la lejanía, las palmas se marchitan; y el Hijo del Hombre quedó solo frente a sus enemigos. Ha llegado el momento de la última lucha; los acontecimientos van a sucederse con inesperada rapidez, y el drama divino toca a su fin. una semana más, y la noche, cada vez más cerrada, se transformará repentinamente en el día más esplendoroso; una semana de emoción, de tristeza, de ansiedad. Es la semana más venerable del año, la gran Semana, como decían ya los cristianos de los primeros siglos. «No porque tenga más días que las demás—comentaba San Juan Crisóstomo—, ni porque los días tengan mayor número de horas, sino por la grandeza de los misterios que en ella se celebran.» Nosotros la llamamos la Semana Santa, por la santidad de los sucesos que en ella se conmemoran, y porque sus días son días de santificación. Un solo pensamiento domina en toda ella: el pensamiento de la Pasión y la muerte del Hijo de Dios. Durante esos días, los siglos cristianos olvidaban los odios, las guerras, los procesos y hasta los negocios públicos. Un decreto de Teodosio prohibía desde el Domingo de Ramos hasta Pascua de Resurrección el funcionamiento de los tribunales. Era un absurdo que los hombres condenasen a los hombres cuando el Cielo se abría para declarar una amnistía general sobre la tierra. Comisanos regios recorrían las cárceles, abriendo las puertas a los criminales arrepentidos y disminuyendo las penas de los más culpables. «Todo es perdón en estos días—leemos en una homilía de San Eloy—; la Iglesia concede la indulgencia a los penitentes y la absolución a los pecadores; los magistrados suavizan su severidad; los príncipes dan la libertad a los culpables; los señores perdonan a los esclavos, y las prisiones se abren en el mundo entero.»
Los dolores y las angustias de Cristo forman también el tema fundamental que se desarrolla en las formas litúrgicas de estos días. Oímos la algazara de los deicidas, presenciamos la indiferencia y la ingratitud de los pecadores, asistimos al espectáculo bochornoso de la cobardía y del silencio, nos aterramos ante la voz de Dios, que reclama el precio del pecado, y nuestros corazones se conmueven al oír los gemidos del Justo, acorralado por sus perseguidores. Suenan los acentos más emocionantes de los salmos y de las profecías. Isaías, tan preciso siempre en la descripción de las pruebas del Mesías, nos revela sus sufrimientos inauditos y la paciencia con que recibe todas las injurias: «He entregado mi cuerpo a los que me herían, y mis mejillas a los que me arrancaban la barba. No he vuelto mi rostro ante los que le cubrían de salivazos. El Señor Dios me ha abierto los oídos, me ha dado a conocer sus voluntades, y yo no he vuelto la espalda.» O bien nos presenta el retrato del varón de dolores en el momento del terrible sacrificio: «¿Quién creerá nuestra palabra? Se levantará como un arbusto delante del Señor, como el retoño que sale de una tierra devorada por el sol. No hay en Él encanto ni belleza; le hemos visto y estaba completamente desfigurado. Nos pareció un objeto de desprecio, el último de los hombres, el hombre de dolores, un verdadero leproso, herido por la maldición de Dios. humillado por los golpes y entregado al sufrimiento. Fue llagado por nuestras iniquidades; fue machacado a causa de nuestros crímenes...; el Señor ha puesto sobre Él todas nuestras iniquidades. Fue arrebatado a la muerte porque Él lo quiso, y no abrió su boca: como una oveja le llevaron al matadero, y calló como un cordero delante del esquilador.» Empiezan a oírse los lúgubres acentos del profeta del llanto, que conmoverán los templos cristianos durante los últimos días de la semana. Jeremías ve también al Redentor en la forma de un cordero y nos presenta a la manada de los lobos cayendo sobre Él entre aullidos estremecedores: «Señor, yo era como un manso cordero que se lleva al sacrificio; mas ellos se conjuraron contra mí, diciendo: Venid, mezclemos veneno en su pan, exterminémosle de la tierra de los vivos y acabemos con su nombre para siempre.»
Los Evangelios reproducen paso a paso la vida de Jesús durante aquellos días que preceden a su prendimiento. Le vemos triste y presa de una terrible angustia. La incredulidad obstinada de los judíos le oprime el corazón. A veces ya no puede más, y en medio del discurso se interrumpe para confesar su angustia: «Et nunc anima mea conturbata est.» Todas las mañanas va de Betania a Jerusalén, y al caer la tarde se recoge de nuevo en casa de sus amigos. Ve que el odio de los fariseos va a estallar en el crimen, y anuncia una y otra vez su próximo fin; pero sigue cumpliendo su misión divina. Los días se le pasan en el pórtico del Templo orando, discutiendo, enseñando y haciendo milagros. El día siguiente a su entrada triunfal, cuando se dirigía a la capital, quiso anunciar de una manera sensible la reprobación del pueblo hebreo. «En el camino—dice el evangelista—Jesús tuvo hambre.» Acercóse a una higuera que se alzaba cerca de Él, y no hallando más que follaje, lanzó sobre ella esta maldición extraña: «Nunca jamás coma nadie fruto de ti; nunca aparezcan higos en tus ramas.» Y al día siguiente observaron los discípulos que la higuera se había secado. Así había de secarse Israel, higuera mística que bajo las apariencias de una mentida justicia vegetaba en una vergonzosa esterilidad.
No obstante, Jesús sigue llamando; pero en sus palabras hay ahora violencia y hasta agresividad. Vuelve a coger el zurriago y a echar a los mercaderes del Templo. Una turba de muchachos le aplaude, y repitiendo los últimos ecos del hosanna del día anterior y ante el escándalo de los sacerdotes. Él responde lacónicamente: «¿No habéis oído aquel verso que dice: De la boca de los pequeñuelos y de los niños de pecho es de donde sacaste la más perfecta alabanza?» El martes siguen las discusiones en el Templo. Jesús pronuncia sus últimas parábolas, todas llenas de amarguras, todas alusivas a la rebeldía y la ingratitud del pueblo escogido: la parábola de los dos hijos, el que se niega a obedecer y luego obedece, y el que promete obedecer sin intención de cumplir la promesa; la parábola de los viñadores sublevados contra el padre de familias, y la parábola de las bodas del hijo del rey. Los judíos se dan cuenta de la intención que anima aquellos relatos misteriosos, y sus propósitos de venganza se hacen cada más definidos. Sin embargo, parece como si una duda les detuviese: El galileo, ¿será un impostor, o solamente un loco? La ponen a prueba con lazos dialécticos y trampas teológicas; pero Él se escabulle siempre con extraordinaria habilidad. Es sutilísima la agudeza de su inteligencia; profunda la penetración de su espíritu. Un esfuerzo más, parecen decir los enemigos, mientras excogitan nuevos problemas, capaces de hacer caer al más precavido. Herodianos, saduceos y fariseos se acercan unos tras otros para tender la red, y todos vuelven igualmente humillados. ¿Debe pagarse el tributo al César? ¿Quién será en el Cielo el marido de la mujer que en esta vida se casó sucesivamente con siete hermanos? ¿Cuál es el gran precepto de la ley? Las respuestas son breves, admirables, reveladoras, llenas de novedad y de doctrina acerca de los poderes del inundo, de la vida futura y de la ley del amor.
Así se pasó el 12 de la luna de Nisán, el martes santo. El día siguiente, Jesús ya no encuentra adversarios, sino espías. Se le mira con un silencio sordo y de mal agüero, se le acecha, y se murmura en torno suyo. Es Él quien tiene que empezar la discusión. ¿Cómo es que el Mesías, hijo de David, es el Señor de David, según las palabras del salmo? Una pregunta que pudiera haber sido un rayo de luz en aquellos corazones. ¿No verán la consecuencia, más clara que el mediodía? ¿No llegarán a convencerse de que el Cristo debe ser Hijo de Dios? El odio y el orgullo les cegaban; miraron distraídos las puertas de bronce y los mármoles de la escalinata, y se encerraron en un silencio arrogante. Jesús ya no puede contener su indignación. La hipocresía de aquella secta detestable, que no había cesado de estorbar su obra; la soberbia de aquellos honrados ladrones, que junto con sus tesoros escondían la llave del reino de los Cielos; la impiedad de aquellos sacerdotes de Jehová, que miraban con la mayor indiferencia las promesas de la otra vida; la miseria moral de aquellos usureros, de aquellos estafadores de la verdad, de aquellos traficantes de lo divino, iban a ser reveladas y condenadas delante de todo el pueblo. Era la hora terrible de los anatemas y de la verdad desnuda. Los pórticos estaban llenos de muchedumbre curiosa y rumorosa; peregrinos que venían a rezar, muchachas que venían a escuchar a los doctores, mercaderes que venían a negociar, pobres que venían en busca de los denarios que rodaban bajo las mesas, ociosos que venían a ver cómo terminaba aquel duelo entre los sabios de Israel y el predicador de la Buena Nueva. De repente, Jesús, blanco de los dardos de miles de pupilas que le miraban ansiosas, empieza: «¡Ay de vosotros, escribas y fariseos hipócritas, que devoráis las casas de las viudas con el pretexto de hacer largas oraciones!...» Hablaba con una sonoridad cálida, y la fuerza de su enojo era tan terrible como el imperio de su dulzura.
Aquella tarde, cansado el cuerpo, desgarrado el corazón, y en la frente una sombra de tristeza profunda, subía Jesús el monte del Olivar. Ya en la cima, volvióse a contemplar los altos muros de la ciudad, que ardían como antorchas de sol, y quedó pálido ante aquellas riquezas acumuladas por el fausto calculador de Herodes. Y otra vez lloró; y nuevamente habló de incendios y de escuadrones y de ruinas; y en sus palabras se mezclaba el anuncio de una tragedia cercana, con la descripción pavorosa de una catástrofe universal. Al mismo tiempo, los príncipes de la sinagoga mantenían una reñida discusión. «Ya lo veis—decían unos—, todo el mundo se va detrás de Él.» «Es preciso deshacernos de ese hombre», añadían otros. «Sí—replicaban los demás—; pero aguardemos a que pasen las fiestas, porque el pueblo podría darnos algún disgusto.» Un hombre entró en la asamblea para sacarles de apuros. «¿Qué me daréis—preguntó—si os le entrego?.» Todos saltaron gozosos de sus asientos. Además, el vendedor no era muy exigente: se concertaron en treinta dineros. Y, envuelto en las sombras de la noche, Judas salió del Sinedrio frotándose las manos.
Los dolores y las angustias de Cristo forman también el tema fundamental que se desarrolla en las formas litúrgicas de estos días. Oímos la algazara de los deicidas, presenciamos la indiferencia y la ingratitud de los pecadores, asistimos al espectáculo bochornoso de la cobardía y del silencio, nos aterramos ante la voz de Dios, que reclama el precio del pecado, y nuestros corazones se conmueven al oír los gemidos del Justo, acorralado por sus perseguidores. Suenan los acentos más emocionantes de los salmos y de las profecías. Isaías, tan preciso siempre en la descripción de las pruebas del Mesías, nos revela sus sufrimientos inauditos y la paciencia con que recibe todas las injurias: «He entregado mi cuerpo a los que me herían, y mis mejillas a los que me arrancaban la barba. No he vuelto mi rostro ante los que le cubrían de salivazos. El Señor Dios me ha abierto los oídos, me ha dado a conocer sus voluntades, y yo no he vuelto la espalda.» O bien nos presenta el retrato del varón de dolores en el momento del terrible sacrificio: «¿Quién creerá nuestra palabra? Se levantará como un arbusto delante del Señor, como el retoño que sale de una tierra devorada por el sol. No hay en Él encanto ni belleza; le hemos visto y estaba completamente desfigurado. Nos pareció un objeto de desprecio, el último de los hombres, el hombre de dolores, un verdadero leproso, herido por la maldición de Dios. humillado por los golpes y entregado al sufrimiento. Fue llagado por nuestras iniquidades; fue machacado a causa de nuestros crímenes...; el Señor ha puesto sobre Él todas nuestras iniquidades. Fue arrebatado a la muerte porque Él lo quiso, y no abrió su boca: como una oveja le llevaron al matadero, y calló como un cordero delante del esquilador.» Empiezan a oírse los lúgubres acentos del profeta del llanto, que conmoverán los templos cristianos durante los últimos días de la semana. Jeremías ve también al Redentor en la forma de un cordero y nos presenta a la manada de los lobos cayendo sobre Él entre aullidos estremecedores: «Señor, yo era como un manso cordero que se lleva al sacrificio; mas ellos se conjuraron contra mí, diciendo: Venid, mezclemos veneno en su pan, exterminémosle de la tierra de los vivos y acabemos con su nombre para siempre.»
Los Evangelios reproducen paso a paso la vida de Jesús durante aquellos días que preceden a su prendimiento. Le vemos triste y presa de una terrible angustia. La incredulidad obstinada de los judíos le oprime el corazón. A veces ya no puede más, y en medio del discurso se interrumpe para confesar su angustia: «Et nunc anima mea conturbata est.» Todas las mañanas va de Betania a Jerusalén, y al caer la tarde se recoge de nuevo en casa de sus amigos. Ve que el odio de los fariseos va a estallar en el crimen, y anuncia una y otra vez su próximo fin; pero sigue cumpliendo su misión divina. Los días se le pasan en el pórtico del Templo orando, discutiendo, enseñando y haciendo milagros. El día siguiente a su entrada triunfal, cuando se dirigía a la capital, quiso anunciar de una manera sensible la reprobación del pueblo hebreo. «En el camino—dice el evangelista—Jesús tuvo hambre.» Acercóse a una higuera que se alzaba cerca de Él, y no hallando más que follaje, lanzó sobre ella esta maldición extraña: «Nunca jamás coma nadie fruto de ti; nunca aparezcan higos en tus ramas.» Y al día siguiente observaron los discípulos que la higuera se había secado. Así había de secarse Israel, higuera mística que bajo las apariencias de una mentida justicia vegetaba en una vergonzosa esterilidad.
No obstante, Jesús sigue llamando; pero en sus palabras hay ahora violencia y hasta agresividad. Vuelve a coger el zurriago y a echar a los mercaderes del Templo. Una turba de muchachos le aplaude, y repitiendo los últimos ecos del hosanna del día anterior y ante el escándalo de los sacerdotes. Él responde lacónicamente: «¿No habéis oído aquel verso que dice: De la boca de los pequeñuelos y de los niños de pecho es de donde sacaste la más perfecta alabanza?» El martes siguen las discusiones en el Templo. Jesús pronuncia sus últimas parábolas, todas llenas de amarguras, todas alusivas a la rebeldía y la ingratitud del pueblo escogido: la parábola de los dos hijos, el que se niega a obedecer y luego obedece, y el que promete obedecer sin intención de cumplir la promesa; la parábola de los viñadores sublevados contra el padre de familias, y la parábola de las bodas del hijo del rey. Los judíos se dan cuenta de la intención que anima aquellos relatos misteriosos, y sus propósitos de venganza se hacen cada más definidos. Sin embargo, parece como si una duda les detuviese: El galileo, ¿será un impostor, o solamente un loco? La ponen a prueba con lazos dialécticos y trampas teológicas; pero Él se escabulle siempre con extraordinaria habilidad. Es sutilísima la agudeza de su inteligencia; profunda la penetración de su espíritu. Un esfuerzo más, parecen decir los enemigos, mientras excogitan nuevos problemas, capaces de hacer caer al más precavido. Herodianos, saduceos y fariseos se acercan unos tras otros para tender la red, y todos vuelven igualmente humillados. ¿Debe pagarse el tributo al César? ¿Quién será en el Cielo el marido de la mujer que en esta vida se casó sucesivamente con siete hermanos? ¿Cuál es el gran precepto de la ley? Las respuestas son breves, admirables, reveladoras, llenas de novedad y de doctrina acerca de los poderes del inundo, de la vida futura y de la ley del amor.
Así se pasó el 12 de la luna de Nisán, el martes santo. El día siguiente, Jesús ya no encuentra adversarios, sino espías. Se le mira con un silencio sordo y de mal agüero, se le acecha, y se murmura en torno suyo. Es Él quien tiene que empezar la discusión. ¿Cómo es que el Mesías, hijo de David, es el Señor de David, según las palabras del salmo? Una pregunta que pudiera haber sido un rayo de luz en aquellos corazones. ¿No verán la consecuencia, más clara que el mediodía? ¿No llegarán a convencerse de que el Cristo debe ser Hijo de Dios? El odio y el orgullo les cegaban; miraron distraídos las puertas de bronce y los mármoles de la escalinata, y se encerraron en un silencio arrogante. Jesús ya no puede contener su indignación. La hipocresía de aquella secta detestable, que no había cesado de estorbar su obra; la soberbia de aquellos honrados ladrones, que junto con sus tesoros escondían la llave del reino de los Cielos; la impiedad de aquellos sacerdotes de Jehová, que miraban con la mayor indiferencia las promesas de la otra vida; la miseria moral de aquellos usureros, de aquellos estafadores de la verdad, de aquellos traficantes de lo divino, iban a ser reveladas y condenadas delante de todo el pueblo. Era la hora terrible de los anatemas y de la verdad desnuda. Los pórticos estaban llenos de muchedumbre curiosa y rumorosa; peregrinos que venían a rezar, muchachas que venían a escuchar a los doctores, mercaderes que venían a negociar, pobres que venían en busca de los denarios que rodaban bajo las mesas, ociosos que venían a ver cómo terminaba aquel duelo entre los sabios de Israel y el predicador de la Buena Nueva. De repente, Jesús, blanco de los dardos de miles de pupilas que le miraban ansiosas, empieza: «¡Ay de vosotros, escribas y fariseos hipócritas, que devoráis las casas de las viudas con el pretexto de hacer largas oraciones!...» Hablaba con una sonoridad cálida, y la fuerza de su enojo era tan terrible como el imperio de su dulzura.
Aquella tarde, cansado el cuerpo, desgarrado el corazón, y en la frente una sombra de tristeza profunda, subía Jesús el monte del Olivar. Ya en la cima, volvióse a contemplar los altos muros de la ciudad, que ardían como antorchas de sol, y quedó pálido ante aquellas riquezas acumuladas por el fausto calculador de Herodes. Y otra vez lloró; y nuevamente habló de incendios y de escuadrones y de ruinas; y en sus palabras se mezclaba el anuncio de una tragedia cercana, con la descripción pavorosa de una catástrofe universal. Al mismo tiempo, los príncipes de la sinagoga mantenían una reñida discusión. «Ya lo veis—decían unos—, todo el mundo se va detrás de Él.» «Es preciso deshacernos de ese hombre», añadían otros. «Sí—replicaban los demás—; pero aguardemos a que pasen las fiestas, porque el pueblo podría darnos algún disgusto.» Un hombre entró en la asamblea para sacarles de apuros. «¿Qué me daréis—preguntó—si os le entrego?.» Todos saltaron gozosos de sus asientos. Además, el vendedor no era muy exigente: se concertaron en treinta dineros. Y, envuelto en las sombras de la noche, Judas salió del Sinedrio frotándose las manos.
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