Todavía parece flotar por los campos de Francia el glorioso estandarte de Juana de Arco, la libertadora de Orleáns, la santa guerrera y valiente, cuando viene al mundo, en plena corte y no en un pueblecito aislado, otra Juana que también va a llenar de gloria a Francia y a toda la Iglesia: Juana de Valois, hija de Luis XI y de Carlota de Saboya. Gran expectación reinaba en todo el país al anunciarse el próximo nacimiento de un vástago real, el segundo, que todos, y más que nadie Luis XI, estaban convencidos sería un varón. La primogénita había sido una niña: Ana. Desagradable y decepcionante fue, pues, la noticia. De que una segunda hija había venido a ocupar su sitio en la corte francesa. El rey, malhumorado, no quiso apenas verla; y cuando al transcurrir los primeros años pudo notarse que la princesita no era agradable de rostro y empezaba a exhibir una cojera incipiente debida a una desviación de cadera, mandó que la aislaran de la corte y la condujeran al castillo de Liniéres en el Berry. El calvario de Juana de Francia había empezado: a los cinco años se separa de su madre para no volver a verla jamás.
De esa madre desconocida, resignada y obediente a su marido hasta en los más mínimos detalles, "dama virtuosa llena de paciencia y tolerancia tan necesarias para vivir con un rey como Luis XI"-así la pinta un cronista de la época-, heredará Juana su gran sentido de ponderación y su vida interior. De su padre, hombre extraordinariamente complejo, lleno de contradicciones, duro y, dominante, político sutil, audaz en las guerras y pusilánime en las enfermedades, amante a veces de la popularidad y otras encerrado en una soledad misántropa, tendrá nuestra heroína su prudente administración en los negocios, su voluntad indomable y el convencimiento de la propia dignidad de la majestad real a la que ha sido llamada por Dios y que conservará en todas las ocasiones al lado de su deformidad física.
La infancia de Juana se desliza, solitaria y monótona, en el castillo de Liniéres, cuyos dueños la tratan con cariño, respeto y solicitud, sufriendo intensamente del estado de abandono no sólo moral sino material al que la ha reducido Luis XI. Aprende a bordar y a tocar el laúd, pero sobre todo dedica la mayor parte del tiempo a leer salmos y libros piadosos y a la oración. Desde su infancia, se ve en ella a la predestinada a gozar de las comunicaciones divinas: un día revela a la señora de Liniéres que la Virgen le ha hablado; le ha dicho: "Antes de tu muerte, fundarás una Orden en mi honor". Y se queda pensativa considerando qué dirá su padre, el rey.
Luis XI, alguna vez acompañado de su escolta de caballeros, después de una desenfrenada caza de lobos, hace una ruidosa aparición en el castillo de Liniéres. Ni siquiera quiere ver un minuto a su hija. Mientras le preparan la comida, comenta brutalmente con el señor del castillo que no sabe qué espera para matar a esa hija contrahecha que le ha nacido en lugar de un varón. Una vez satisfecho su voraz apetito, por uno de esos contrastes tan desconcertantes en él, declara solemnemente que quiere velar por la buena conducta de su hija y que le pidan que elija al punto un director de conciencia. No permite la menor dilación y tienen que buscar a la princesa, que se halla ya acostada. Pero ella, a pesar de su humillante posición y de su temprana edad, es absolutamente consciente de sus derechos y deberes. Cuando el señor de Liniéres espera que la hija sumisa responda que hará en eso como en toda la voluntad de su señor, oye la respuesta mesurada y prudente de la futura santa: "Necesito reflexionar antes de decidir un asunto tan importante; mañana contestaré". El rey acató con deferencia la decisión de su hija y a la mañana siguiente, después de la misa, la niña anunció con naturalidad que el padre Juan de la Fontaine, franciscano, sería su confesor.
Luis XI, que no deseaba lo más mínimo encontrarse con su hija, se preocupaba no obstante de su porvenir, mejor dicho, había decidido meterla en uno de sus engranajes políticos a los que tanto acostumbraba. Un hombre que no tenía el menor escrúpulo en hacer y deshacer matrimonios a su antojo, que forzaba realmente a sus súbditos a que se casasen con quien él decidía, era natural que siguiera la misma costumbre al tratarse de su propia hija. Casi desde el nacimiento de Juana, el rey de Francia concertó su matrimonio con Luis de Orleáns, hijo del duque Carlos de Orleáns y de María de Cléves, su más próximo pariente en todo el reino, y a quien concedió el honor de ser su padrino. Pero aún le pareció poco tener por ahijado al pequeño duque y, queriendo evitar disgustos por medio de esa rama poderosa de la familia, pensó convertirlo en su yerno para tenerle más en mano. Los años pasaron y en toda Francia empezó a susurrarse que la segunda hija del rey era jorobada y coja, rumor que, naturalmente, llegó al castillo de Blois, donde Luis de Orleáns, el futuro Luis XII, huérfano ya de padre, llevaba una vida de lujo y de placer al lado de su madre, terrible contraste con la vida monótona y triste de su prometida. Al recibir María de Cléves al emisario del rey que le notificaba la ratificación de los esponsales entre su hijo y la princesa Juana, creyó que se trataba de un error y que la futura duquesa sería Ana, la hija mayor del rey, pero, al ver con sus propios ojos el escrito de Luis XI, exclamó midiendo toda la tragedia que se avecinaba: "La casa de Orleáns está perdida". Y en seguida, majestuosamente, se negó en rotundo. Para Luis XI no suponía nada la negativa, más aún: la repugnancia de los Orleánis. El monarca llegó a amenazar con la muerte al joven duque y en estas condiciones, mientras la infeliz Juana no sospechaba lo más mínimo y, mujer al fin, esperaba con ilusión la felicidad al lado del esposo que todo el mundo alababa por sus maneras afables y corteses, se decidió la boda para el 8 de septiembre de 1476 en la capilla de Montrichard. Todavía un momento antes de la ceremonia, a la que el rey no se dignó asistir, el obispo, preocupado, preguntó al duque de Orleáns: "Monseñor, ¿estáis decidido a pasar por todo?", a lo que el joven respondió. "Se me hace fuerza, no hay remedio". Y se efectuó la triste ceremonia en la que el novio no tuvo ni una mirada, ni una palabra para la pobre princesa, que empezaba a comprender que aún le esperaba un calvario más amargo, que tenía que seguir realizando el nombre que le aplicarán más tarde: la cenicienta de los Valois.
La vida no cambié para Juana, únicamente lo que antes era como una espera de algo, se convirtió en una realidad sin esperanzas. De cuando en cuando, por orden expresa del rey, va Luis a visitar a su esposa, pero apenas se hablan ni se ven. Cada vez renace la esperanza en el corazón de la mujer que siempre amó a su marido, y de nuevo la triste realidad, la amarga desilusión. En cuanto a su padre una vez le verá antes de morir el rey, para sufrir aún más, amargamente al comprender el estupor de aquella mirada, pues nunca creyó Luis que era tanta la deformidad de su hija. Ella le quería y le admiraba, pero no pudo quedarse con él y tuvo que volver a su soledad mientras veía, sin ninguna envidia de su parte, a su hermana Ana objeto de las complacencias de su padre. Luis XI muere asistido por San Francisco de Paula y la vida de Juana va a cambiar al subir al trono su hermano Carlos VIII, que la aprecia y quiere tenerla cerca de él. Pero otra prueba la espera: durante la minoría de Carlos, es Ana de Beaujeu, la hermana mayor, la que llamaron "el rey de Francia", la que tiene las riendas del gobierno. El duque de Orleáns, levantisco y rebelde, aunque muy querido de su cuñado, se mete en varios movimientos contra la corona y es detenido y apresado. Juana emplea toda su diplomacia y todo su corazón para obtener el perdón del que tanto la martiriza a ella. En una ocasión va a verle al calabozo y su marido se vuelve del otro lado, molesto, sin tener una mirada de agradecimiento para la santa y sufrida mujer que tanto hace por él. Pero la fortuna es cambiante y movediza y cuando Luis de Orleáns ve venir a los emisarios reales, creyendo que le traen una nueva orden de detención, estupefacta los ve doblar la rodilla, llamarle señor y comunicarle el fallecimiento repentino de su cuñado y la noticia de que en un momento ha pasado a regir los destinos de Francia.
¿Será Juana la reina como parece de todo derecho? Dios le reserva aún una cruz más pesada antes de coronar la obra sublime de su santificación: los trámites de la anulación del matrimonio, que había comenzado Luis ocultamente van a apresurarse ahora. De las causas alegadas en favor de la anulación, las dos de más valor son: la fuerza exigida al esposo y la no consumación del matrimonio. Sobre el primer argumento se encuentra una carta escrita de puño y letra de Luis XI a Antonio de Chabannes gran dignatario del reino, en la que, además, da por hecho que Juana no podrá tener descendencia. En cuanto al segundo, ante el desacuerdo de las partes, Luis XII tiene que hacer juramento público de la no consumación del matrimonio. Por ese mismo hecho, Alejandro VI extiende la Bula de anulación y en seguida el rey contraerá matrimonio con Ana de Bretaña, la viuda de Carlos VIII.
¿Y Juana? Para darle la noticia se reúnen sus buenos amigos el cardenal de Luxemburgo y el obispo de Albí con su confesor, que se lo comunica como en broma. Ella lo comprende al punto y por un momento se siente desfallecer y temblar. Más tarde descubrió un secreto a su confeso: "En ese momento Dios le concedió la gracia de comprender que Él así lo permitía para que realizase un gran bien. Y que ahora, sin sujeción a ningún hombre, podría hacerlo plenamente".
Por orden del rey, la que debía haber sido reina se convertía en duquesa de Berry y fijó su residencia en Bourges. Entonces decidió poner en práctica lo que oyó en su oración cuando era niña: fundar una Orden religiosa en honor de la Santísima Virgen. Varias muchachas jóvenes, con deseo de vida religiosa, se reunieron con ella y, después de muchas vicisitudes, Alejandro VI aprobó la regla de la nueva Orden de la Anunciación, justo cuando alboreaba el siglo XVI. En realidad ella era la fundadora, pero siguió viviendo en el mundo y gobernando sus estados de Berry. Hizo, no obstante, su profesión religiosa el 26 de mayo de 1504 y siempre fue un ejemplo y una madre para sus hijas, que la veneraban ya como santa. El Señor juzgó que pronto debía dar el premio a una vida tan llena de sufrimientos y trabajos y en febrero del año siguiente, después de haber dado sus últimos consejos a su confesor y a sus hijas, descansó en la paz del Señor.
Desde el principio fue venerada como santa en Bourges y luego en toda Francia; los milagros se suceden alrededor de su despojos mortales; el 13 de enero de 1632 se introduce la causa de beatificación; en 1742 se aprueba el culto público y se la declara beata. Después la causa parece sumirse en un profundo letargo, hasta que un milagro notabilísimo la hace resurgir en 1932 y culmina con la canonización solemne el día de Pentecostés de 1950 en que Pío XII quiere glorificar a Francia y a la Iglesia entera con esta nueva y esplendorosa joya: Santa Juana de Francia.
De esa madre desconocida, resignada y obediente a su marido hasta en los más mínimos detalles, "dama virtuosa llena de paciencia y tolerancia tan necesarias para vivir con un rey como Luis XI"-así la pinta un cronista de la época-, heredará Juana su gran sentido de ponderación y su vida interior. De su padre, hombre extraordinariamente complejo, lleno de contradicciones, duro y, dominante, político sutil, audaz en las guerras y pusilánime en las enfermedades, amante a veces de la popularidad y otras encerrado en una soledad misántropa, tendrá nuestra heroína su prudente administración en los negocios, su voluntad indomable y el convencimiento de la propia dignidad de la majestad real a la que ha sido llamada por Dios y que conservará en todas las ocasiones al lado de su deformidad física.
La infancia de Juana se desliza, solitaria y monótona, en el castillo de Liniéres, cuyos dueños la tratan con cariño, respeto y solicitud, sufriendo intensamente del estado de abandono no sólo moral sino material al que la ha reducido Luis XI. Aprende a bordar y a tocar el laúd, pero sobre todo dedica la mayor parte del tiempo a leer salmos y libros piadosos y a la oración. Desde su infancia, se ve en ella a la predestinada a gozar de las comunicaciones divinas: un día revela a la señora de Liniéres que la Virgen le ha hablado; le ha dicho: "Antes de tu muerte, fundarás una Orden en mi honor". Y se queda pensativa considerando qué dirá su padre, el rey.
Luis XI, alguna vez acompañado de su escolta de caballeros, después de una desenfrenada caza de lobos, hace una ruidosa aparición en el castillo de Liniéres. Ni siquiera quiere ver un minuto a su hija. Mientras le preparan la comida, comenta brutalmente con el señor del castillo que no sabe qué espera para matar a esa hija contrahecha que le ha nacido en lugar de un varón. Una vez satisfecho su voraz apetito, por uno de esos contrastes tan desconcertantes en él, declara solemnemente que quiere velar por la buena conducta de su hija y que le pidan que elija al punto un director de conciencia. No permite la menor dilación y tienen que buscar a la princesa, que se halla ya acostada. Pero ella, a pesar de su humillante posición y de su temprana edad, es absolutamente consciente de sus derechos y deberes. Cuando el señor de Liniéres espera que la hija sumisa responda que hará en eso como en toda la voluntad de su señor, oye la respuesta mesurada y prudente de la futura santa: "Necesito reflexionar antes de decidir un asunto tan importante; mañana contestaré". El rey acató con deferencia la decisión de su hija y a la mañana siguiente, después de la misa, la niña anunció con naturalidad que el padre Juan de la Fontaine, franciscano, sería su confesor.
Luis XI, que no deseaba lo más mínimo encontrarse con su hija, se preocupaba no obstante de su porvenir, mejor dicho, había decidido meterla en uno de sus engranajes políticos a los que tanto acostumbraba. Un hombre que no tenía el menor escrúpulo en hacer y deshacer matrimonios a su antojo, que forzaba realmente a sus súbditos a que se casasen con quien él decidía, era natural que siguiera la misma costumbre al tratarse de su propia hija. Casi desde el nacimiento de Juana, el rey de Francia concertó su matrimonio con Luis de Orleáns, hijo del duque Carlos de Orleáns y de María de Cléves, su más próximo pariente en todo el reino, y a quien concedió el honor de ser su padrino. Pero aún le pareció poco tener por ahijado al pequeño duque y, queriendo evitar disgustos por medio de esa rama poderosa de la familia, pensó convertirlo en su yerno para tenerle más en mano. Los años pasaron y en toda Francia empezó a susurrarse que la segunda hija del rey era jorobada y coja, rumor que, naturalmente, llegó al castillo de Blois, donde Luis de Orleáns, el futuro Luis XII, huérfano ya de padre, llevaba una vida de lujo y de placer al lado de su madre, terrible contraste con la vida monótona y triste de su prometida. Al recibir María de Cléves al emisario del rey que le notificaba la ratificación de los esponsales entre su hijo y la princesa Juana, creyó que se trataba de un error y que la futura duquesa sería Ana, la hija mayor del rey, pero, al ver con sus propios ojos el escrito de Luis XI, exclamó midiendo toda la tragedia que se avecinaba: "La casa de Orleáns está perdida". Y en seguida, majestuosamente, se negó en rotundo. Para Luis XI no suponía nada la negativa, más aún: la repugnancia de los Orleánis. El monarca llegó a amenazar con la muerte al joven duque y en estas condiciones, mientras la infeliz Juana no sospechaba lo más mínimo y, mujer al fin, esperaba con ilusión la felicidad al lado del esposo que todo el mundo alababa por sus maneras afables y corteses, se decidió la boda para el 8 de septiembre de 1476 en la capilla de Montrichard. Todavía un momento antes de la ceremonia, a la que el rey no se dignó asistir, el obispo, preocupado, preguntó al duque de Orleáns: "Monseñor, ¿estáis decidido a pasar por todo?", a lo que el joven respondió. "Se me hace fuerza, no hay remedio". Y se efectuó la triste ceremonia en la que el novio no tuvo ni una mirada, ni una palabra para la pobre princesa, que empezaba a comprender que aún le esperaba un calvario más amargo, que tenía que seguir realizando el nombre que le aplicarán más tarde: la cenicienta de los Valois.
La vida no cambié para Juana, únicamente lo que antes era como una espera de algo, se convirtió en una realidad sin esperanzas. De cuando en cuando, por orden expresa del rey, va Luis a visitar a su esposa, pero apenas se hablan ni se ven. Cada vez renace la esperanza en el corazón de la mujer que siempre amó a su marido, y de nuevo la triste realidad, la amarga desilusión. En cuanto a su padre una vez le verá antes de morir el rey, para sufrir aún más, amargamente al comprender el estupor de aquella mirada, pues nunca creyó Luis que era tanta la deformidad de su hija. Ella le quería y le admiraba, pero no pudo quedarse con él y tuvo que volver a su soledad mientras veía, sin ninguna envidia de su parte, a su hermana Ana objeto de las complacencias de su padre. Luis XI muere asistido por San Francisco de Paula y la vida de Juana va a cambiar al subir al trono su hermano Carlos VIII, que la aprecia y quiere tenerla cerca de él. Pero otra prueba la espera: durante la minoría de Carlos, es Ana de Beaujeu, la hermana mayor, la que llamaron "el rey de Francia", la que tiene las riendas del gobierno. El duque de Orleáns, levantisco y rebelde, aunque muy querido de su cuñado, se mete en varios movimientos contra la corona y es detenido y apresado. Juana emplea toda su diplomacia y todo su corazón para obtener el perdón del que tanto la martiriza a ella. En una ocasión va a verle al calabozo y su marido se vuelve del otro lado, molesto, sin tener una mirada de agradecimiento para la santa y sufrida mujer que tanto hace por él. Pero la fortuna es cambiante y movediza y cuando Luis de Orleáns ve venir a los emisarios reales, creyendo que le traen una nueva orden de detención, estupefacta los ve doblar la rodilla, llamarle señor y comunicarle el fallecimiento repentino de su cuñado y la noticia de que en un momento ha pasado a regir los destinos de Francia.
¿Será Juana la reina como parece de todo derecho? Dios le reserva aún una cruz más pesada antes de coronar la obra sublime de su santificación: los trámites de la anulación del matrimonio, que había comenzado Luis ocultamente van a apresurarse ahora. De las causas alegadas en favor de la anulación, las dos de más valor son: la fuerza exigida al esposo y la no consumación del matrimonio. Sobre el primer argumento se encuentra una carta escrita de puño y letra de Luis XI a Antonio de Chabannes gran dignatario del reino, en la que, además, da por hecho que Juana no podrá tener descendencia. En cuanto al segundo, ante el desacuerdo de las partes, Luis XII tiene que hacer juramento público de la no consumación del matrimonio. Por ese mismo hecho, Alejandro VI extiende la Bula de anulación y en seguida el rey contraerá matrimonio con Ana de Bretaña, la viuda de Carlos VIII.
¿Y Juana? Para darle la noticia se reúnen sus buenos amigos el cardenal de Luxemburgo y el obispo de Albí con su confesor, que se lo comunica como en broma. Ella lo comprende al punto y por un momento se siente desfallecer y temblar. Más tarde descubrió un secreto a su confeso: "En ese momento Dios le concedió la gracia de comprender que Él así lo permitía para que realizase un gran bien. Y que ahora, sin sujeción a ningún hombre, podría hacerlo plenamente".
Por orden del rey, la que debía haber sido reina se convertía en duquesa de Berry y fijó su residencia en Bourges. Entonces decidió poner en práctica lo que oyó en su oración cuando era niña: fundar una Orden religiosa en honor de la Santísima Virgen. Varias muchachas jóvenes, con deseo de vida religiosa, se reunieron con ella y, después de muchas vicisitudes, Alejandro VI aprobó la regla de la nueva Orden de la Anunciación, justo cuando alboreaba el siglo XVI. En realidad ella era la fundadora, pero siguió viviendo en el mundo y gobernando sus estados de Berry. Hizo, no obstante, su profesión religiosa el 26 de mayo de 1504 y siempre fue un ejemplo y una madre para sus hijas, que la veneraban ya como santa. El Señor juzgó que pronto debía dar el premio a una vida tan llena de sufrimientos y trabajos y en febrero del año siguiente, después de haber dado sus últimos consejos a su confesor y a sus hijas, descansó en la paz del Señor.
Desde el principio fue venerada como santa en Bourges y luego en toda Francia; los milagros se suceden alrededor de su despojos mortales; el 13 de enero de 1632 se introduce la causa de beatificación; en 1742 se aprueba el culto público y se la declara beata. Después la causa parece sumirse en un profundo letargo, hasta que un milagro notabilísimo la hace resurgir en 1932 y culmina con la canonización solemne el día de Pentecostés de 1950 en que Pío XII quiere glorificar a Francia y a la Iglesia entera con esta nueva y esplendorosa joya: Santa Juana de Francia.
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