Una plaza de Damasco. En un rincón se amontonan los esclavos que sus dueños exponen a la vista de los compradores: negros de Etiopía, cautivos de Capadocia y de Siria, cristianos del norte de áfrica, jóvenes de las costas de Sicilia y España. Tiemblan ante la incertidumbre de su suerte; examinan distraídamente a sus nuevos amos, y se prestan resignados a las pruebas de un examen humillante. Algunos desfilan poniéndose antes de rodillas delante de un viejo para recibir su bendición. El viejo llora, nadie quiere dar por él un puñado de escudos, y tendrá que seguir sufriendo los malos tratamientos de su antiguo propietario. Un hombre se detiene delante de él y le dice:
— ¿Qué rango tienes para que tus compañeros se postren delante de ti?
—Soy un sacerdote de Cristo—respondió el esclavo—; son un monje oscuro e inútil, que, después de consumir sus fuerzas en el estudio de la sabiduría, se ve reducido a este miserable estado.
—Pues ¿por qué llorar de este modo la pérdida de una libertad a la cual habías renunciado al entrar en el monasterio?
— ¡Ay! —Sollozó el anciano—, es que veo la inutilidad de todos mis esfuerzos pasados, porque nadie se va a aprovechar de ellos. He recorrido todo el ciclo de las ciencias sagradas y profanas. Me he ejercitado por la retórica en el arte de bien decir; he acostumbrado mi razón a los preceptos de la dialéctica; he analizado las obras del Estagirita y las de Platón; he profundizado en las leyes de la geometría y de la música; he aprendido lo que se puede saber en física e historia natural; y cuando me creía capacitado para fundar una escuela, me llevan a la esclavitud y a la muerte.
—No morirás ni serás esclavo; vendrás a mi casa y enseñarás tu ciencia; allí tengo un discípulo digno de ti.
Así dijo el desconocido, y sacando unas monedas de oro, pagó, cogió al monje del brazo y le llevó consigo.
El comprador era un empleado del califa Abdelmelik, encargado de percibir los impuestos de los cristianos. Cristiano él, se le conocía entre sus correligionarios con el nombre de Sergio, aunque en la corte solía llamársele Mansur. El comprado, llamado Cosme, era un monje siciliano que había sido cautivado en un desembarco que hicieron los sarracenos en su isla, y el discípulo era el mismo hijo de Sergio, niño de pocos años, pero de una inteligencia vivaz y ávida de saber. Con el alborozo del corcel que se lanza libre a la pradera, dice el hagiógrafo, así se entregó Cosme a la educación de Juan, su discípulo. Enseñóle la gramática, la dialéctica, las formas del razonamiento, las reglas morales y la ética, la ciencia de los números y las proporciones según el sistema pitagórico, el álgebra de Diofonto, el arte poético y las reglas de la armonía. Después de varios años, Cosme se presentó al padre del muchacho y le dijo: «He cumplido tu deseo; el discípulo sabe ya tanto como el maestro. Ahora sólo te pido que me permitas consagrar el resto de mi vida a la oración y al silencio.»
Incrédulo al principio, Sergio se dio cuenta rápidamente de que su hijo, apenas salió de la escuela, era ya un gran maestro. Juan empieza a revelarse abriendo una cátedra, en que enseñaba astronomía y ciencias naturales. Su fama llega a la capital del Imperio árabe y se extiende entre las gentes de la corte. Al morir su padre, hereda su nombre árabe de Mansur, y con el nombre, el empleo. Es un empleo odioso, pero los cristianos le aman y le bendicen, los musulmanes le admiran y le respetan. Sólo él está descontento: desprecia el oro, le repugna el favor de un príncipe que persigue a sus hermanos en religión, echa de menos sus libros y recuerda con tristeza las descripciones apasionadas que su viejo maestro le hace de la vida de oración y soledad. Y sucedió que un día, en plena juventud, cuando lo podía esperar todo del mundo, abandona cuanto le sonreía en la corte, distribuye sus riquezas entre los pobres y va a esconderse en la laura famosa de San Sabas, entre los barrancos del Cedrón, en medio del desierto de Judea.
Desde este momento su vida es la de un monje que ha sabido juntar la santidad con la sabiduría. Reza, ayuna, medita, revuelve los libros polvorientos de la biblioteca monacal, va de cuando en cuando a Jerusalén para predicar ardientes homilías, discute con los herejes, se distingue a la vez como poeta, místico, orador, teólogo y polemista, y, uno tras otro, lanza al público sus bellos libros, en que, al par que construye el edificio doctrinal de la Iglesia, echa por tierra los más sólidos baluartes de la herejía. Con motivo de la polémica iconoclasta, su nombre recorrió todo el Oriente, maldecido por unos, ensalzado por otros. León el Isáurico había ordenado destruir todas las imágenes religiosas del Imperio bizantino. Quería, según su expresión, librar de la idolatría a los discípulos del Evangelio. El patriarca San Germán fue desterrado porque se atrevió a decir al tirano: «Mi persona está bajo tu poder, pero mi fe me pertenece.» Fue el único grito de protesta que se oyó en Constantinopla. Todo era servilismo, adulación y bajeza. De repente, empieza a propagarse un opúsculo que las gentes se transmiten de mano en mano con mucha precaución para evitar la cólera del emperador iconoclasta. Empieza de esta manera: «Tal vez, conociendo mi indignidad, debiera haberme condenado a perpetuo silencio; pero cuando la Iglesia de Jesucristo, mi madre, es ultrajada, calumniada y perseguida delante de mí, el grito del amor filial se escapa a pesar mío de mi corazón. La palabra sale de mis labios para defenderla, porque temo a Dios más que a los poderes de este mundo.»
El que así hablaba era el antiguo empleado del califa, monje ya y sacerdote en la laura de Mar-Saba. El ruido de la furia iconoclasta había llegado hasta su celda, empujándole a salir en defensa de la verdad. Y lo hizo con tal claridad, con tal erudición, con tal profundidad, que desde entonces fue considerado como el gran campeón del culto de las imágenes. «Lo que es un libro para los que saben leer —decía con la lógica del sentido común—, eso son las imágenes para los analfabetos. Lo que la palabra obra por el oído, lo obra la imagen por la vista. Las santas imágenes son un memorial de las obras divinas.» Subdito del Imperio musulmán, el Damasceno podía hablar impunemente. El emperador bizantino se revolvía impotente contra él, y sus obispos le consolaban con sus serviles anatemas. « ¡Anatema a Mansur!—clamaban en conciliábulo los sucesores de los Cirilos, los Basilios y los Crisóstomos—. ¡Anatema a su nombre maldito! ¡Anatema a Mansur, enemigo del Imperio, espía de los infieles, traidor a Cristo, doctor de la impiedad y adorador idólatra de las imágenes! »
Estas excomuniones eran incapaces de paralizar la pluma del generoso luchador. A cada decreto de Bizancio, respondía él con un nuevo discurso, que las gentes se arrebataban de las manos. Al mismo tiempo combatía a los nestorianos, a los monofisitas y a los monotelitas, y en un diálogo famoso, que es una obra maestra de controversia, refutaba a los maniqueos, que no tardarían en aparecer en las regiones occidentales con el nombre de albigenses. Su genio se revelaba en los campos más diversos de la actividad literaria. Comentaba a San Pablo, formaba en sus Paralelos sagrados una gran colección ascética y moral de textos bíblicos y patrísticos, profundizaba en bellas homilías los misterios del año litúrgico, y para popularizar el culto de la Virgen y de los santos, componía himnos de una poesía excelente. En uno de ellos decía, hablando con la Reina del Cielo: «Madre de la vida, haz morir en mí las pasiones de la carne, que matan el espíritu. Protege a mi alma cuando salga de esta tienda mortal para dirigirse a otro mundo ignorado. La tempestad de las pasiones ruge en torno mío; las olas de la iniquidad me empujan hacia el escollo de la desesperación. Estrella de los mares, haz renacer la calma entre las olas. El león ruge buscando a quién devorar. No me dejes entre sus garras, ¡oh tú, Virgen Inmaculada, que diste al mundo un Niño divino domeñador de furias y leones.» Este mismo sentimiento poético inspira también los discursos del monje de Mar-Saba. Es elocuente y original, popular y profundo; sabe ser abundante y conciso, y, a diferencia de muchos escritores bizantinos, siempre que habla dice alguna cosa.
Pero, ante todo, San Juan Damasceno es un teólogo. Sus dos libros principales, La fuente del conocimiento y La exposición de la fe ortodoxa, tienen un carácter netamente teológico. No faltan en ellos discusiones filosóficas en que el Damasceno sigue a Aristóteles, aunque sin servilismo, burlándose de los que colocan al Estagirita en el coro de los Apóstoles; pero sus digresiones de filosofía, lo mismo que sus variadas observaciones científicas, tienen siempre una finalidad teológica. Él es el primero que acometió la empresa de hacer una exposición sintética del dogma y una defensa general de los artículos del Símbolo, contra todas las herejías, realizando, más que una compilación, un resumen personal de los Padres griegos, cuya doctrina condensa con un esfuerzo genial en una lengua clara, firme y precisa. Eco fiel y poderoso de toda la literatura eclesiástica del Oriente antiguo, escribe el primer ensayo de Summa teológica, mereciendo ser llamado el primero de los escolásticos. Alguien le ha comparado a Santo Tomás, y, ciertamente, hay entre ambos algunos puntos de semejanza: los dos poseen en alto grado el amor de la tradición patrística, los dos graban sus fórmulas en un estilo sobrio y cristalino, y aciertan a envolver en sencillas comparaciones las más altas verdades; los dos consiguen armonizar la filosofía con la teología, sin dejarse absorber por ningún sistema, y si parecen preferir el pensamiento aristotélico, no lo hacen sin bautizarle y modificarle con su visión personal. Por lo demás, el de Aquino es un río caudaloso y majestuoso; el de Damasco es un afluente, un riachuelo de aguas límpidas y doradas que, generosamente, dan su caudal al río mayor. Los orientales, comparándole con el río de su ciudad natal, famoso por sus arenas de oro, le llamaron Chrisorroos.
Hoy la Iglesia de Occidente ha puesto a Juan Damasceno en el senado ilustre de sus doctores; la de Oriente está orgullosa de él y de sus libros. En la laura de Mar-Saba, su gloria lo es todo. El mismo nombre del fundador ha sido casi eclipsado por el suyo. El peregrino que allí llega, se encuentra en todos los rincones las huellas de su paso. «Aquí está enterrado San Juan—le dice el monje hospedero—; ésta es su celda; ésta su capilla; en este banco trabajaba; en esta terraza se paseaba leyendo a Orígenes y San Epifanio... Sin duda, San Sabas fue un espejo de virtud, un prodigio de penitencia; pero Juan Damasceno, el excelso teólogo, el magno poeta, fue nuestro hermano.»
— ¿Qué rango tienes para que tus compañeros se postren delante de ti?
—Soy un sacerdote de Cristo—respondió el esclavo—; son un monje oscuro e inútil, que, después de consumir sus fuerzas en el estudio de la sabiduría, se ve reducido a este miserable estado.
—Pues ¿por qué llorar de este modo la pérdida de una libertad a la cual habías renunciado al entrar en el monasterio?
— ¡Ay! —Sollozó el anciano—, es que veo la inutilidad de todos mis esfuerzos pasados, porque nadie se va a aprovechar de ellos. He recorrido todo el ciclo de las ciencias sagradas y profanas. Me he ejercitado por la retórica en el arte de bien decir; he acostumbrado mi razón a los preceptos de la dialéctica; he analizado las obras del Estagirita y las de Platón; he profundizado en las leyes de la geometría y de la música; he aprendido lo que se puede saber en física e historia natural; y cuando me creía capacitado para fundar una escuela, me llevan a la esclavitud y a la muerte.
—No morirás ni serás esclavo; vendrás a mi casa y enseñarás tu ciencia; allí tengo un discípulo digno de ti.
Así dijo el desconocido, y sacando unas monedas de oro, pagó, cogió al monje del brazo y le llevó consigo.
El comprador era un empleado del califa Abdelmelik, encargado de percibir los impuestos de los cristianos. Cristiano él, se le conocía entre sus correligionarios con el nombre de Sergio, aunque en la corte solía llamársele Mansur. El comprado, llamado Cosme, era un monje siciliano que había sido cautivado en un desembarco que hicieron los sarracenos en su isla, y el discípulo era el mismo hijo de Sergio, niño de pocos años, pero de una inteligencia vivaz y ávida de saber. Con el alborozo del corcel que se lanza libre a la pradera, dice el hagiógrafo, así se entregó Cosme a la educación de Juan, su discípulo. Enseñóle la gramática, la dialéctica, las formas del razonamiento, las reglas morales y la ética, la ciencia de los números y las proporciones según el sistema pitagórico, el álgebra de Diofonto, el arte poético y las reglas de la armonía. Después de varios años, Cosme se presentó al padre del muchacho y le dijo: «He cumplido tu deseo; el discípulo sabe ya tanto como el maestro. Ahora sólo te pido que me permitas consagrar el resto de mi vida a la oración y al silencio.»
Incrédulo al principio, Sergio se dio cuenta rápidamente de que su hijo, apenas salió de la escuela, era ya un gran maestro. Juan empieza a revelarse abriendo una cátedra, en que enseñaba astronomía y ciencias naturales. Su fama llega a la capital del Imperio árabe y se extiende entre las gentes de la corte. Al morir su padre, hereda su nombre árabe de Mansur, y con el nombre, el empleo. Es un empleo odioso, pero los cristianos le aman y le bendicen, los musulmanes le admiran y le respetan. Sólo él está descontento: desprecia el oro, le repugna el favor de un príncipe que persigue a sus hermanos en religión, echa de menos sus libros y recuerda con tristeza las descripciones apasionadas que su viejo maestro le hace de la vida de oración y soledad. Y sucedió que un día, en plena juventud, cuando lo podía esperar todo del mundo, abandona cuanto le sonreía en la corte, distribuye sus riquezas entre los pobres y va a esconderse en la laura famosa de San Sabas, entre los barrancos del Cedrón, en medio del desierto de Judea.
Desde este momento su vida es la de un monje que ha sabido juntar la santidad con la sabiduría. Reza, ayuna, medita, revuelve los libros polvorientos de la biblioteca monacal, va de cuando en cuando a Jerusalén para predicar ardientes homilías, discute con los herejes, se distingue a la vez como poeta, místico, orador, teólogo y polemista, y, uno tras otro, lanza al público sus bellos libros, en que, al par que construye el edificio doctrinal de la Iglesia, echa por tierra los más sólidos baluartes de la herejía. Con motivo de la polémica iconoclasta, su nombre recorrió todo el Oriente, maldecido por unos, ensalzado por otros. León el Isáurico había ordenado destruir todas las imágenes religiosas del Imperio bizantino. Quería, según su expresión, librar de la idolatría a los discípulos del Evangelio. El patriarca San Germán fue desterrado porque se atrevió a decir al tirano: «Mi persona está bajo tu poder, pero mi fe me pertenece.» Fue el único grito de protesta que se oyó en Constantinopla. Todo era servilismo, adulación y bajeza. De repente, empieza a propagarse un opúsculo que las gentes se transmiten de mano en mano con mucha precaución para evitar la cólera del emperador iconoclasta. Empieza de esta manera: «Tal vez, conociendo mi indignidad, debiera haberme condenado a perpetuo silencio; pero cuando la Iglesia de Jesucristo, mi madre, es ultrajada, calumniada y perseguida delante de mí, el grito del amor filial se escapa a pesar mío de mi corazón. La palabra sale de mis labios para defenderla, porque temo a Dios más que a los poderes de este mundo.»
El que así hablaba era el antiguo empleado del califa, monje ya y sacerdote en la laura de Mar-Saba. El ruido de la furia iconoclasta había llegado hasta su celda, empujándole a salir en defensa de la verdad. Y lo hizo con tal claridad, con tal erudición, con tal profundidad, que desde entonces fue considerado como el gran campeón del culto de las imágenes. «Lo que es un libro para los que saben leer —decía con la lógica del sentido común—, eso son las imágenes para los analfabetos. Lo que la palabra obra por el oído, lo obra la imagen por la vista. Las santas imágenes son un memorial de las obras divinas.» Subdito del Imperio musulmán, el Damasceno podía hablar impunemente. El emperador bizantino se revolvía impotente contra él, y sus obispos le consolaban con sus serviles anatemas. « ¡Anatema a Mansur!—clamaban en conciliábulo los sucesores de los Cirilos, los Basilios y los Crisóstomos—. ¡Anatema a su nombre maldito! ¡Anatema a Mansur, enemigo del Imperio, espía de los infieles, traidor a Cristo, doctor de la impiedad y adorador idólatra de las imágenes! »
Estas excomuniones eran incapaces de paralizar la pluma del generoso luchador. A cada decreto de Bizancio, respondía él con un nuevo discurso, que las gentes se arrebataban de las manos. Al mismo tiempo combatía a los nestorianos, a los monofisitas y a los monotelitas, y en un diálogo famoso, que es una obra maestra de controversia, refutaba a los maniqueos, que no tardarían en aparecer en las regiones occidentales con el nombre de albigenses. Su genio se revelaba en los campos más diversos de la actividad literaria. Comentaba a San Pablo, formaba en sus Paralelos sagrados una gran colección ascética y moral de textos bíblicos y patrísticos, profundizaba en bellas homilías los misterios del año litúrgico, y para popularizar el culto de la Virgen y de los santos, componía himnos de una poesía excelente. En uno de ellos decía, hablando con la Reina del Cielo: «Madre de la vida, haz morir en mí las pasiones de la carne, que matan el espíritu. Protege a mi alma cuando salga de esta tienda mortal para dirigirse a otro mundo ignorado. La tempestad de las pasiones ruge en torno mío; las olas de la iniquidad me empujan hacia el escollo de la desesperación. Estrella de los mares, haz renacer la calma entre las olas. El león ruge buscando a quién devorar. No me dejes entre sus garras, ¡oh tú, Virgen Inmaculada, que diste al mundo un Niño divino domeñador de furias y leones.» Este mismo sentimiento poético inspira también los discursos del monje de Mar-Saba. Es elocuente y original, popular y profundo; sabe ser abundante y conciso, y, a diferencia de muchos escritores bizantinos, siempre que habla dice alguna cosa.
Pero, ante todo, San Juan Damasceno es un teólogo. Sus dos libros principales, La fuente del conocimiento y La exposición de la fe ortodoxa, tienen un carácter netamente teológico. No faltan en ellos discusiones filosóficas en que el Damasceno sigue a Aristóteles, aunque sin servilismo, burlándose de los que colocan al Estagirita en el coro de los Apóstoles; pero sus digresiones de filosofía, lo mismo que sus variadas observaciones científicas, tienen siempre una finalidad teológica. Él es el primero que acometió la empresa de hacer una exposición sintética del dogma y una defensa general de los artículos del Símbolo, contra todas las herejías, realizando, más que una compilación, un resumen personal de los Padres griegos, cuya doctrina condensa con un esfuerzo genial en una lengua clara, firme y precisa. Eco fiel y poderoso de toda la literatura eclesiástica del Oriente antiguo, escribe el primer ensayo de Summa teológica, mereciendo ser llamado el primero de los escolásticos. Alguien le ha comparado a Santo Tomás, y, ciertamente, hay entre ambos algunos puntos de semejanza: los dos poseen en alto grado el amor de la tradición patrística, los dos graban sus fórmulas en un estilo sobrio y cristalino, y aciertan a envolver en sencillas comparaciones las más altas verdades; los dos consiguen armonizar la filosofía con la teología, sin dejarse absorber por ningún sistema, y si parecen preferir el pensamiento aristotélico, no lo hacen sin bautizarle y modificarle con su visión personal. Por lo demás, el de Aquino es un río caudaloso y majestuoso; el de Damasco es un afluente, un riachuelo de aguas límpidas y doradas que, generosamente, dan su caudal al río mayor. Los orientales, comparándole con el río de su ciudad natal, famoso por sus arenas de oro, le llamaron Chrisorroos.
Hoy la Iglesia de Occidente ha puesto a Juan Damasceno en el senado ilustre de sus doctores; la de Oriente está orgullosa de él y de sus libros. En la laura de Mar-Saba, su gloria lo es todo. El mismo nombre del fundador ha sido casi eclipsado por el suyo. El peregrino que allí llega, se encuentra en todos los rincones las huellas de su paso. «Aquí está enterrado San Juan—le dice el monje hospedero—; ésta es su celda; ésta su capilla; en este banco trabajaba; en esta terraza se paseaba leyendo a Orígenes y San Epifanio... Sin duda, San Sabas fue un espejo de virtud, un prodigio de penitencia; pero Juan Damasceno, el excelso teólogo, el magno poeta, fue nuestro hermano.»
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