El mismo año en que Lutero rompía definitivamente con Roma nacía en Nimega Pedro de Canis, el mayor de sus adversarios. Su tierra es entonces un campo de lucha teológica, que envenena los ánimos, revuelve los colegios y las Universidades, siembra la discordia en los hogares, y en los mismos conventos enciende rencores y batallas. Afortunadamente, él crece en un hogar donde hay amor por las viejas tradiciones religiosas. Su padre, burgomaestre de la ciudad, es un católico convencido; su madre, en el momento de morir, reúne a sus hijos junto a su lecho y les hace jurar que nunca se dejarán seducir por las nuevas doctrinas. Esta escena dejó una impresión imborrable en el alma del joven. Por esta época, Pedro seguía sus estudios universitarios en Colonia. Era un estudiante asiduo, brillante y piadoso. A los diecinueve años se doctora en artes y hace voto de castidad perpetua. Sus mejores amigos son, por este tiempo, el hagiógrafo Surio y el ascético cartujo Juan Landspergio. En Maguncia conoce a Pedro Fabro, el primer compañero de San Ignacio; hace bajo su dirección los ejercicios ignacianos y entra en la Compañía (1543). Es el primer jesuita alemán.
Desde este momento se anima su existencia con una idea que jamás perderá de vista: la lucha contra el protestantismo. Los ojos del fundador se fijan en él; quiere completar personalmente su formación, y le llama a Roma. En 1548 enseña retórica en Mesina, un pequeño rodeo que parece alejarle de su obra apostólica, pero que sirve para probar la sinceridad de su vocación y su espíritu de sacrificio. Así moldeaba Ignacio a los hombres. El año siguiente reaparece en Alemania, inaugurando sus empresas misionales con un espíritu siempre en tensión, con un entusiasmo que no desmayará un solo momento. Brilla como educador de la juventud, como predicador y misionero, como organizador de la Compañía en su país y provincial de ella durante muchos años, como consejero y director de príncipes, como campeón del catolicismo en las dietas del Imperio, como nuncio de los Papas y como publicista formidable y apóstol de la unidad. Pero la idea que inspira, armoniza e ilumina esta vida agitada y multiforme es siempre la misma: detener la pretendida reforma de los innovadores y oponer a ella un movimiento de verdadera y saludable reforma religiosa. Su corazón se estremece al pensar en los progresos que la predicación del nuevo Evangelio hace en los países del Rin y del Danubio. Era preciso obrar con rapidez si Austria y Baviera habían de librarse de aquel diluvio que avanzaba desde Sajonia y Prusia.
Pedro Canisio se lanza a su empresa con una confianza sin límites, y la prosigue durante medio siglo con una energía de hierro y una táctica admirable. Es un combate prolongado, en que el entusiasmo más ardiente se junta con la más prudente cautela. Empieza con la Universidad. Canisio quiere en ella más estudio, más piedad, más escolástica. Enseña teología en Ingolstadt, y en Viena arroja de los claustros universitarios el fermento de la herejía, y despierta el fervor católico entre los profesores y los estudiantes. «A mi ver—escribía a San Ignacio—, la reforma de la educación es el mejor auxiliar de la fe.» Si trabaja por extender el instituto de la Compañía, es a fin de abrir un colegio bien orientado en las principales ciudades del Imperio.
Pero su palabra no puede quedar encerrada en el ámbito estrecho de las aulas; necesita los grandes espacios de las catedrales, la libertad de las plazas, el aire puro de los campos. Más aún que profesor es predicador. Quiere ponerse en contacto con la masa del pueblo, y predica lo mismo en la corte que en la aldea, sin buscar otra cosa que la instrucción de las gentes y el acrecentamiento del nivel cultural y religioso. Serena, clara, lógica en la exposición de la doctrina, animada por una convicción íntima y penetrante, servida por un conocimiento profundo de la Escritura y de la tradición, realzada por todos los atractivos de un carácter noble y una virtud acrisolada, aquella elocuencia tenía un poder maravilloso de persuasión y nunca se prodigaba sin dejar gérmenes de salvación en las almas. No era arrebatada y deslumbrante, como había sido la de Juan Capistrano, como será la de Fidel de Sigmaringen, pero hacía pensar, desmenuzaba el error, conmovía el espíritu para inquietar luego el corazón. Era una palabra densa y firme, que no se desdeñaba de tomar los aires humildes de la catequesis, de dirigirse a los niños, de resonar en el palacio imperial y en la iglesia destartalada del pueblo escondido entre bosques y montañas. Pedro Canisio se había dado cuenta de que no eran brillantes discursos lo que se necesitaba, sino sencillas explicaciones de la doctrina cristiana; y él, consejero regio, maestro universitario, teólogo de los Concilios, gozaba viéndose rodeado de muchachos y explicando los artículos fundamentales de la fe. Este celo para desterrar la ignorancia de los católicos le inspiró la Suma de la doctrina cristiana, la más famosa y la más popular de sus obras. Se trata de un sencillo catecismo, pero un catecismo donde todo es orden, precisión, claridad, exactitud; un catecismo donde están expuestas la sabiduría y la justicia cristianas, es decir, el dogma y la moral, de una manera tan perfecta, que entonces era imposible encontrar nada semejante. Las ediciones se agotaron con tal rapidez; que en un siglo aparecieron cerca de quinientas en todas las lenguas de Europa.
Pero no bastaba sostener el espíritu vacilante de los católicos; era necesario hacer frente a la audacia de los luteranos; y éste es otro de los aspectos de aquella prodigiosa actividad. Pedro Canisio es un temible controversista.
La más exquisita caridad se junta en él a la dialéctica más severa. Pocas palabras y muchas razones; ésta parece ser su consigna. No traicionar nunca la verdad, pero tampoco hacerla odiosa con la petulancia. «Lo que todo el mundo busca—escribía a un amigo—es la moderación unida a la gravedad del lenguaje y a la fuerza de los argumentos. Abramos los ojos a los extraviados, pero sin irritarles.» Esta mansedumbre no era debilidad, sino virtud; era un método de polémica religiosa profundamente meditado y tenazmente seguido, cuyos frutos fueron tales, que los vencidos, jugando con el nombre del polemista, le llamaron Canis austriacus, el perro de Austria. Canisio se encuentra con Melanchthon en el coloquio de Worms y le hace enmudecer, o, mejor dicho, responder con injurias; discute con los corifeos de la herejía, los persigue en la corte de Fernando I y de Maximiliano; va a Augsburgo a Viena y de Viena a Praga; negocia en Roma los asuntos de su patria; asiste a las sesiones del Concilio de Trento y se le ve al lado de los príncipes, de los obispos y de los legados apostólicos, apoyando siempre la marcha triunfante de la verdadera reforma. De día habla, predica, negocia, discute; de noche ora y escribe obras de edificación, de exégesis de teología y de controversia. La pluma es para él un nuevo instrumento de apostolado. Emprende una refutación completa, ordenada y documentada de los errores protestantes contenidos en los libros de los centuriadores de Magdeburgo, que no sólo habían atacado a la Iglesia romana en el terreno del dogma y la disciplina, sino también en el de la Historia. Empieza su obra lleno de confianza y de entusiasmo; tiene una fe ciega en su virtud como máquina de guerra contra la herejía; lleva ya publicados dos volúmenes, en los cuales hasta sus mismos enemigos reconocen verdaderos monumentos de erudición y de sabiduría, cuando recibe la orden de interrumpir su trabajo y de retirarse a Suiza, donde pasa los últimos lustros de su existencia entregado al ministerio de la enseñanza y de la predicación, es decir, a la restauración del sentimiento religioso.
Todo en la vida de San Pedro Canisio tiene esa finalidad. En sus relaciones con los príncipes católicos, seglares o eclesiásticos, en su conducta como nuncio del Papa o provincial de su Orden, en la influencia que tuvo dentro de los Concilios o de las dietas imperiales, en sus andanzas misioneras de pueblo en pueblo y de provincia en provincia, en su actividad universitaria y en sus intervenciones como diplomático, la idea fija que le mueve es siempre el despertar entre los católicos un movimiento de fe activa y militante para oponer una barrera al protestantismo. El mismo fin tiene su apostolado literario, dogmático o popular. Jamás se detiene en la especulación pura. Consagrado últimamente con el título de Doctor, pudiéramos llamarle el Doctor Práctico. Más que un hombre de letras, fue un hombre de acción; un reformador con respecto a los suyos, y "con respecto a los adversarios, un contrarreformador. Es un hecho que el catolicismo se mantuvo y refloreció en las regiones por él evangelizadas, y que el descenso de la expansión protestante coincide con el principio de su apostolado. No fue, ciertamente, el único obrero del renacimiento católico, pero fue el más celoso promotor, y no sin justicia se le ha podido llamar el segundo apóstol de Alemania.
Desde este momento se anima su existencia con una idea que jamás perderá de vista: la lucha contra el protestantismo. Los ojos del fundador se fijan en él; quiere completar personalmente su formación, y le llama a Roma. En 1548 enseña retórica en Mesina, un pequeño rodeo que parece alejarle de su obra apostólica, pero que sirve para probar la sinceridad de su vocación y su espíritu de sacrificio. Así moldeaba Ignacio a los hombres. El año siguiente reaparece en Alemania, inaugurando sus empresas misionales con un espíritu siempre en tensión, con un entusiasmo que no desmayará un solo momento. Brilla como educador de la juventud, como predicador y misionero, como organizador de la Compañía en su país y provincial de ella durante muchos años, como consejero y director de príncipes, como campeón del catolicismo en las dietas del Imperio, como nuncio de los Papas y como publicista formidable y apóstol de la unidad. Pero la idea que inspira, armoniza e ilumina esta vida agitada y multiforme es siempre la misma: detener la pretendida reforma de los innovadores y oponer a ella un movimiento de verdadera y saludable reforma religiosa. Su corazón se estremece al pensar en los progresos que la predicación del nuevo Evangelio hace en los países del Rin y del Danubio. Era preciso obrar con rapidez si Austria y Baviera habían de librarse de aquel diluvio que avanzaba desde Sajonia y Prusia.
Pedro Canisio se lanza a su empresa con una confianza sin límites, y la prosigue durante medio siglo con una energía de hierro y una táctica admirable. Es un combate prolongado, en que el entusiasmo más ardiente se junta con la más prudente cautela. Empieza con la Universidad. Canisio quiere en ella más estudio, más piedad, más escolástica. Enseña teología en Ingolstadt, y en Viena arroja de los claustros universitarios el fermento de la herejía, y despierta el fervor católico entre los profesores y los estudiantes. «A mi ver—escribía a San Ignacio—, la reforma de la educación es el mejor auxiliar de la fe.» Si trabaja por extender el instituto de la Compañía, es a fin de abrir un colegio bien orientado en las principales ciudades del Imperio.
Pero su palabra no puede quedar encerrada en el ámbito estrecho de las aulas; necesita los grandes espacios de las catedrales, la libertad de las plazas, el aire puro de los campos. Más aún que profesor es predicador. Quiere ponerse en contacto con la masa del pueblo, y predica lo mismo en la corte que en la aldea, sin buscar otra cosa que la instrucción de las gentes y el acrecentamiento del nivel cultural y religioso. Serena, clara, lógica en la exposición de la doctrina, animada por una convicción íntima y penetrante, servida por un conocimiento profundo de la Escritura y de la tradición, realzada por todos los atractivos de un carácter noble y una virtud acrisolada, aquella elocuencia tenía un poder maravilloso de persuasión y nunca se prodigaba sin dejar gérmenes de salvación en las almas. No era arrebatada y deslumbrante, como había sido la de Juan Capistrano, como será la de Fidel de Sigmaringen, pero hacía pensar, desmenuzaba el error, conmovía el espíritu para inquietar luego el corazón. Era una palabra densa y firme, que no se desdeñaba de tomar los aires humildes de la catequesis, de dirigirse a los niños, de resonar en el palacio imperial y en la iglesia destartalada del pueblo escondido entre bosques y montañas. Pedro Canisio se había dado cuenta de que no eran brillantes discursos lo que se necesitaba, sino sencillas explicaciones de la doctrina cristiana; y él, consejero regio, maestro universitario, teólogo de los Concilios, gozaba viéndose rodeado de muchachos y explicando los artículos fundamentales de la fe. Este celo para desterrar la ignorancia de los católicos le inspiró la Suma de la doctrina cristiana, la más famosa y la más popular de sus obras. Se trata de un sencillo catecismo, pero un catecismo donde todo es orden, precisión, claridad, exactitud; un catecismo donde están expuestas la sabiduría y la justicia cristianas, es decir, el dogma y la moral, de una manera tan perfecta, que entonces era imposible encontrar nada semejante. Las ediciones se agotaron con tal rapidez; que en un siglo aparecieron cerca de quinientas en todas las lenguas de Europa.
Pero no bastaba sostener el espíritu vacilante de los católicos; era necesario hacer frente a la audacia de los luteranos; y éste es otro de los aspectos de aquella prodigiosa actividad. Pedro Canisio es un temible controversista.
La más exquisita caridad se junta en él a la dialéctica más severa. Pocas palabras y muchas razones; ésta parece ser su consigna. No traicionar nunca la verdad, pero tampoco hacerla odiosa con la petulancia. «Lo que todo el mundo busca—escribía a un amigo—es la moderación unida a la gravedad del lenguaje y a la fuerza de los argumentos. Abramos los ojos a los extraviados, pero sin irritarles.» Esta mansedumbre no era debilidad, sino virtud; era un método de polémica religiosa profundamente meditado y tenazmente seguido, cuyos frutos fueron tales, que los vencidos, jugando con el nombre del polemista, le llamaron Canis austriacus, el perro de Austria. Canisio se encuentra con Melanchthon en el coloquio de Worms y le hace enmudecer, o, mejor dicho, responder con injurias; discute con los corifeos de la herejía, los persigue en la corte de Fernando I y de Maximiliano; va a Augsburgo a Viena y de Viena a Praga; negocia en Roma los asuntos de su patria; asiste a las sesiones del Concilio de Trento y se le ve al lado de los príncipes, de los obispos y de los legados apostólicos, apoyando siempre la marcha triunfante de la verdadera reforma. De día habla, predica, negocia, discute; de noche ora y escribe obras de edificación, de exégesis de teología y de controversia. La pluma es para él un nuevo instrumento de apostolado. Emprende una refutación completa, ordenada y documentada de los errores protestantes contenidos en los libros de los centuriadores de Magdeburgo, que no sólo habían atacado a la Iglesia romana en el terreno del dogma y la disciplina, sino también en el de la Historia. Empieza su obra lleno de confianza y de entusiasmo; tiene una fe ciega en su virtud como máquina de guerra contra la herejía; lleva ya publicados dos volúmenes, en los cuales hasta sus mismos enemigos reconocen verdaderos monumentos de erudición y de sabiduría, cuando recibe la orden de interrumpir su trabajo y de retirarse a Suiza, donde pasa los últimos lustros de su existencia entregado al ministerio de la enseñanza y de la predicación, es decir, a la restauración del sentimiento religioso.
Todo en la vida de San Pedro Canisio tiene esa finalidad. En sus relaciones con los príncipes católicos, seglares o eclesiásticos, en su conducta como nuncio del Papa o provincial de su Orden, en la influencia que tuvo dentro de los Concilios o de las dietas imperiales, en sus andanzas misioneras de pueblo en pueblo y de provincia en provincia, en su actividad universitaria y en sus intervenciones como diplomático, la idea fija que le mueve es siempre el despertar entre los católicos un movimiento de fe activa y militante para oponer una barrera al protestantismo. El mismo fin tiene su apostolado literario, dogmático o popular. Jamás se detiene en la especulación pura. Consagrado últimamente con el título de Doctor, pudiéramos llamarle el Doctor Práctico. Más que un hombre de letras, fue un hombre de acción; un reformador con respecto a los suyos, y "con respecto a los adversarios, un contrarreformador. Es un hecho que el catolicismo se mantuvo y refloreció en las regiones por él evangelizadas, y que el descenso de la expansión protestante coincide con el principio de su apostolado. No fue, ciertamente, el único obrero del renacimiento católico, pero fue el más celoso promotor, y no sin justicia se le ha podido llamar el segundo apóstol de Alemania.
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