Isabel Bichiers des Ages procede de familia cristiana. Su tío, monsieur de Mossac, es gran vicario en Poitiers. La desgracia marcará prematuramente su vida. A los diecinueve años, en 1792, queda huérfana. Pero esto no es todo. La rabia de los hombres de la Revolución les lleva a jurar arrancarle la fortuna que le queda de su madre. Ella se defiende ardientemente, triunfa después de interminables procesos, es una mujer de autoridad. Los representantes del pueblo terminan respetándola y ello le permite llevar socorro a los sacerdotes perseguidos.
Así es como se encuentra con el padre Andrés. Un día coge sitio en un hórreo que reemplaza a la iglesia parroquial. Son tantos los fieles que se amontonan junto al confesor, que tiene que esperar ocho horas para poder obtener una pequeña entrevista. Mucho tiempo de espera, pero poco tiempo en comparación con las consecuencias derivadas de este providencial encuentro de los Marsillys: "Las Hijas de la Cruz, escribirá más tarde, pueden venerar con devoción particular este rincón obscuro que fue para ellas la Cueva de Belén de su Instituto".
¿Sabe alguno de ellos la inmensa cosecha que promete este grano arrojado casi por casualidad sobre un terreno labrado? Es probable que no. ¿Quién puede prever que la atmósfera se esclarecerá tan pronto, que Francia volverá a encontrar su paz y la Iglesia su libertad por un Concordato que devuelve el derecho de ciudadanía en Francia a la religión cristiana?
Sin esperar a más, el clero recomienza el trabajo. Las misiones se multiplican. La vida cristiana, en sueño durante años, encuentra un nuevo vigor. El padre Fournet se encuentra en la primera línea del apostolado, en el puesto más humilde, donde él acaba de encontrarse.
Rápidamente mide la insuficiencia de estos primeros esfuerzos. Muchas almas, incluso algunas de los perseguidores de ayer, vuelven a Dios. Pero el mal es universal al mismo tiempo que profundo; es la misma sociedad la que está desorganizada. Los niños crecen sin formación; los viejos y enfermos mueren a falta de cuidados y sin recibir los sacramentos. Es necesario hacer mucho más.
¿Cuántos son los que en esta época sienten el mismo tormento? Se desconocen los unos a los otros, pero de todas partes sopla el espíritu. Una marea eleva las almas. El retroceso de la historia mostrará la simultaneidad y la convergencia de estos esfuerzos. Muy cerca de San Andrés Hubert un admirable sacerdote, Guillermo Chaminade, restaura la vida religiosa en Burdeos y ve a muchos jóvenes, chicos y chicas por él formados, entrar en la vida religiosa dando origen a los Marianistas, Hijas de María y a las Damas de la Misericordia. Pero él no está solo en Burdeos: Noailles funda La Santa Familia y Soupre la Doctrina Cristiana. Y así podríamos dar una vuelta a Francia recogiendo amplia cosecha. El viejo adagio de Tertuliano queda una vez más en pie a través de los tiempos: "Sanguis martyrum, semen christianorum". Ya lo había dicho Cristo antes: "Si el grano de trigo no muere, no puede dar mucho fruto".
En Poitou San Andrés Hubert Fournet va a realizar esta obra con Isabel Bichiers des Ages. A su petición la joven ha entrado, después de algún tiempo, en la costosa tarea del don de sí mismo. En su parroquia de Béthines abre una escuela para la formación de las jóvenes. Pronto algunas compañeras se agrupan a su alrededor y aceptan una nueva sugerencia de su director espiritual, el cuidado de los enfermos.
¿Por qué este pequeño grupo inicial no puede ser la celda inicial de una nueva sociedad donde realice su apostolado? Isabel Bichiers des Ages no ve en esta primera tentativa más que un postulado que ha de conducirla hasta el Carmelo. Duda. Se dirige a Poitiers para buscar una orientación. El padre Fournet, después de seis meses, pone fin a sus deseos: "Apresuraos a venir aquí; hay niños que no conocen los primeros principios de la religión; pobres enfermos tendidos sobre sus lechos sin el más mínimo socorro, sin consuelo. Venid a cuidar de ellos, a atenderlos en la hora de la muerte".
La necesidad la lleva. El paso está dado. Todo marcha bien. Afluyen nuevos brotes. La casa no es suficiente y después de varios cambios se traslada a La Puye, en 1820, donde la congregación naciente fijará su casa madre. Cada vez más requerido por la formación de religiosas, el padre Fournet sacrificará su puesto en Maillé para entregarse por entero al nuevo Instituto que acaba de aprobar el obispo de Poitiers.
Ha descargado su conciencia, pero no ha arrancado de su corazón el atractivo que le había hecho entrar plenamente en la práctica de un ministerio rural que exige delicadeza, paciencia, celo pastoral intenso y condenado frecuentemente a quemarse sin arrojar exteriormente llamas vivas. La Puye y sus alrededores se benefician de su ministerio. Instintivamente se da cuenta de que la clave de los trabajos constantes se encuentra en el corazón de los sacerdotes: se desgasta, sin contar en la formación de sus compañeros que se asocian a su labor.
Siempre permanece primordial en la jerarquía de sus deberes el cuidado de sus hijas.
Es necesario seguirle en este terreno para buscar lo que tiene de original la nota particular con que él dota la espiritualidad de su familia religiosa. La orientación que le da es quizá más la exigencia de una época que la inclinación de una naturaleza individual. Por esta razón reviste una singular e instructiva autoridad.
Pasarnos por alto las prácticas de las virtudes evangélicas, la necesidad de la oración para mantener contacto con el Señor, todas estas cosas que extrañaría no encontrar en una regla religiosa.
Más interesantes son las prescripciones donde recomienda el cuidado de los pobres, la presencia en el mundo, la ruda mortificación, instrumento indispensable del desprendimiento.
"Pauperes evangelizantur". La evangelización de los pobres es, como dice el Señor, una de las señales del reino de Dios, así como los milagros que acompañan a la venida del Mesías. Cuando los ricos son preferidos a los pobres, planea sobre la cristiandad la señal de los castigos. Con la riqueza acaban las civilizaciones adornadas con el título de cristianas.
En el siglo XVII San Vicente de Paúl y San Juan Bautista de La Salle se habían inclinado sobre el doble problema de la miseria material y espiritual de las pobres gentes. San Andrés Hubert y Santa Isabel Bichiers des Ages encuentran de nuevo esta intuición esencial. Los niños y los enfermos son el dominio elegido por las Hijas de la Cruz, a ejemplo del Señor que, "durante los tres últimos años de su vida mortal, no se ocupa más que en instruir en todos los lugares, hasta en medio del agua; en todo tiempo, de día y de noche... ¿Qué más hizo el Señor en su vida mortal? Mostró el mayor celo por los enfermos, hasta aplicarles su saliva..." ¡Así habla el reglamento de vida escrito por los dos santos! Evangelizar a los pobres, aliviar a los desgraciados: dos polos de actuación del Salvador, dos obligaciones esenciales de las Hijas de la Cruz.
Esta misión exige la presencia. Es necesario estar en contacto con el pueblo, con sus niños, con sus ancianos, tener cuidado de preparar y prolongar la acción apostólica del clero. "Si conocierais el don de Dios en vuestra misión en Bayona, escribe a la superiora que el fundador ha enviado allí, vuestro corazón se dilataría... Hacéis lo que hace el señor obispo, lo que hacen los sacerdotes, los confesores, los predicadores: aprendéis a conocer a Dios y a la religión: predicáis la doctrina de la cruz y del desprendimiento; enseñáis con la práctica a escoger las privaciones a los placeres, las humillaciones a las alabanzas". La Hija de la Cruz estará, pues, mezclada con el mundo.
Hay que tener en cuenta estas últimas palabras. Estamos en la fuente de la santificación de las que deben permanecer en medio del mundo, las "Hijas de la Cruz", "espíritus desprendidos de todo por la pobreza completa, almas de pureza y castidad perfecta, seres muertos a todo lo que es voluntad propia por la obediencia absoluta", como dice uno de los historiadores del padre Andrés Hubert. No hay allí cláusulas de estilo. La redención es siempre costosa. Lo que nos impide descubrir al Señor y seguirle gozosamente es el mundo con todas sus inquietudes, que traba nuestra alma con las cadenas que le impone. El naturalismo del siglo XVII, las pretensiones de la "razón" asedia el espíritu del padre Fournet en una decoración de persecuciones, de súplicas, de sangre vertida. Quiere que sus hijas tengan una vida mortificada, que sea como una audaz respuesta a las pretensiones insensatas. La regla que redacta prevé ayunos y penitencias de toda clase, una austeridad como para volver atrás a las almas valerosas. Los vicarios capitulares de Poitiers no pudieron menos de dulcificar en algunos puntos los capítulos sobre la alimentación y el sueño. Aún hoy la austeridad se trasluce al primer golpe de vista en el hábito de las Hijas de la Cruz. Si la reciente reforma ha privado de esa larga toca que impedía casi la visión y toda muestra de afectación, el hábito negro, que cae sin pliegues, dice a la vez renunciamiento y rectitud, una rectitud que haría pensar en la rigidez si no hubiera en la mirada, hoy al descubierto, señales de acogimiento y bondad presta a prodigarse.
Hace ya cien años que San Andrés Hubert y Santa Isabel han dejado este mundo; él murió el 13 de mayo de 1834; ella le encontró en el cielo el 26 de agosto de 1838. Es decir poco que en ese momento la Congregación contaba con 633 religiosas repartidas en 99 casas diseminadas por 23 diócesis de Francia. El árbol, ¿sobreviviría a las circunstancias que habían favorecido su desenvolvimiento? La Revolución francesa se convierte cada día más en un recuerdo. La mentalidad moderna parece preferir una espiritualidad de Encarnación a una espiritualidad de Redención, de la cual sería una locura poner en duda su necesidad.
Las Hijas de la Cruz, cada día más numerosas, continúan, no obstante, la obra de sus fundadores. Ellas, por su inmolación cotidiana, aseguran la perennidad de su bienhechora actuación.
Así es como se encuentra con el padre Andrés. Un día coge sitio en un hórreo que reemplaza a la iglesia parroquial. Son tantos los fieles que se amontonan junto al confesor, que tiene que esperar ocho horas para poder obtener una pequeña entrevista. Mucho tiempo de espera, pero poco tiempo en comparación con las consecuencias derivadas de este providencial encuentro de los Marsillys: "Las Hijas de la Cruz, escribirá más tarde, pueden venerar con devoción particular este rincón obscuro que fue para ellas la Cueva de Belén de su Instituto".
¿Sabe alguno de ellos la inmensa cosecha que promete este grano arrojado casi por casualidad sobre un terreno labrado? Es probable que no. ¿Quién puede prever que la atmósfera se esclarecerá tan pronto, que Francia volverá a encontrar su paz y la Iglesia su libertad por un Concordato que devuelve el derecho de ciudadanía en Francia a la religión cristiana?
Sin esperar a más, el clero recomienza el trabajo. Las misiones se multiplican. La vida cristiana, en sueño durante años, encuentra un nuevo vigor. El padre Fournet se encuentra en la primera línea del apostolado, en el puesto más humilde, donde él acaba de encontrarse.
Rápidamente mide la insuficiencia de estos primeros esfuerzos. Muchas almas, incluso algunas de los perseguidores de ayer, vuelven a Dios. Pero el mal es universal al mismo tiempo que profundo; es la misma sociedad la que está desorganizada. Los niños crecen sin formación; los viejos y enfermos mueren a falta de cuidados y sin recibir los sacramentos. Es necesario hacer mucho más.
¿Cuántos son los que en esta época sienten el mismo tormento? Se desconocen los unos a los otros, pero de todas partes sopla el espíritu. Una marea eleva las almas. El retroceso de la historia mostrará la simultaneidad y la convergencia de estos esfuerzos. Muy cerca de San Andrés Hubert un admirable sacerdote, Guillermo Chaminade, restaura la vida religiosa en Burdeos y ve a muchos jóvenes, chicos y chicas por él formados, entrar en la vida religiosa dando origen a los Marianistas, Hijas de María y a las Damas de la Misericordia. Pero él no está solo en Burdeos: Noailles funda La Santa Familia y Soupre la Doctrina Cristiana. Y así podríamos dar una vuelta a Francia recogiendo amplia cosecha. El viejo adagio de Tertuliano queda una vez más en pie a través de los tiempos: "Sanguis martyrum, semen christianorum". Ya lo había dicho Cristo antes: "Si el grano de trigo no muere, no puede dar mucho fruto".
En Poitou San Andrés Hubert Fournet va a realizar esta obra con Isabel Bichiers des Ages. A su petición la joven ha entrado, después de algún tiempo, en la costosa tarea del don de sí mismo. En su parroquia de Béthines abre una escuela para la formación de las jóvenes. Pronto algunas compañeras se agrupan a su alrededor y aceptan una nueva sugerencia de su director espiritual, el cuidado de los enfermos.
¿Por qué este pequeño grupo inicial no puede ser la celda inicial de una nueva sociedad donde realice su apostolado? Isabel Bichiers des Ages no ve en esta primera tentativa más que un postulado que ha de conducirla hasta el Carmelo. Duda. Se dirige a Poitiers para buscar una orientación. El padre Fournet, después de seis meses, pone fin a sus deseos: "Apresuraos a venir aquí; hay niños que no conocen los primeros principios de la religión; pobres enfermos tendidos sobre sus lechos sin el más mínimo socorro, sin consuelo. Venid a cuidar de ellos, a atenderlos en la hora de la muerte".
La necesidad la lleva. El paso está dado. Todo marcha bien. Afluyen nuevos brotes. La casa no es suficiente y después de varios cambios se traslada a La Puye, en 1820, donde la congregación naciente fijará su casa madre. Cada vez más requerido por la formación de religiosas, el padre Fournet sacrificará su puesto en Maillé para entregarse por entero al nuevo Instituto que acaba de aprobar el obispo de Poitiers.
Ha descargado su conciencia, pero no ha arrancado de su corazón el atractivo que le había hecho entrar plenamente en la práctica de un ministerio rural que exige delicadeza, paciencia, celo pastoral intenso y condenado frecuentemente a quemarse sin arrojar exteriormente llamas vivas. La Puye y sus alrededores se benefician de su ministerio. Instintivamente se da cuenta de que la clave de los trabajos constantes se encuentra en el corazón de los sacerdotes: se desgasta, sin contar en la formación de sus compañeros que se asocian a su labor.
Siempre permanece primordial en la jerarquía de sus deberes el cuidado de sus hijas.
Es necesario seguirle en este terreno para buscar lo que tiene de original la nota particular con que él dota la espiritualidad de su familia religiosa. La orientación que le da es quizá más la exigencia de una época que la inclinación de una naturaleza individual. Por esta razón reviste una singular e instructiva autoridad.
Pasarnos por alto las prácticas de las virtudes evangélicas, la necesidad de la oración para mantener contacto con el Señor, todas estas cosas que extrañaría no encontrar en una regla religiosa.
Más interesantes son las prescripciones donde recomienda el cuidado de los pobres, la presencia en el mundo, la ruda mortificación, instrumento indispensable del desprendimiento.
"Pauperes evangelizantur". La evangelización de los pobres es, como dice el Señor, una de las señales del reino de Dios, así como los milagros que acompañan a la venida del Mesías. Cuando los ricos son preferidos a los pobres, planea sobre la cristiandad la señal de los castigos. Con la riqueza acaban las civilizaciones adornadas con el título de cristianas.
En el siglo XVII San Vicente de Paúl y San Juan Bautista de La Salle se habían inclinado sobre el doble problema de la miseria material y espiritual de las pobres gentes. San Andrés Hubert y Santa Isabel Bichiers des Ages encuentran de nuevo esta intuición esencial. Los niños y los enfermos son el dominio elegido por las Hijas de la Cruz, a ejemplo del Señor que, "durante los tres últimos años de su vida mortal, no se ocupa más que en instruir en todos los lugares, hasta en medio del agua; en todo tiempo, de día y de noche... ¿Qué más hizo el Señor en su vida mortal? Mostró el mayor celo por los enfermos, hasta aplicarles su saliva..." ¡Así habla el reglamento de vida escrito por los dos santos! Evangelizar a los pobres, aliviar a los desgraciados: dos polos de actuación del Salvador, dos obligaciones esenciales de las Hijas de la Cruz.
Esta misión exige la presencia. Es necesario estar en contacto con el pueblo, con sus niños, con sus ancianos, tener cuidado de preparar y prolongar la acción apostólica del clero. "Si conocierais el don de Dios en vuestra misión en Bayona, escribe a la superiora que el fundador ha enviado allí, vuestro corazón se dilataría... Hacéis lo que hace el señor obispo, lo que hacen los sacerdotes, los confesores, los predicadores: aprendéis a conocer a Dios y a la religión: predicáis la doctrina de la cruz y del desprendimiento; enseñáis con la práctica a escoger las privaciones a los placeres, las humillaciones a las alabanzas". La Hija de la Cruz estará, pues, mezclada con el mundo.
Hay que tener en cuenta estas últimas palabras. Estamos en la fuente de la santificación de las que deben permanecer en medio del mundo, las "Hijas de la Cruz", "espíritus desprendidos de todo por la pobreza completa, almas de pureza y castidad perfecta, seres muertos a todo lo que es voluntad propia por la obediencia absoluta", como dice uno de los historiadores del padre Andrés Hubert. No hay allí cláusulas de estilo. La redención es siempre costosa. Lo que nos impide descubrir al Señor y seguirle gozosamente es el mundo con todas sus inquietudes, que traba nuestra alma con las cadenas que le impone. El naturalismo del siglo XVII, las pretensiones de la "razón" asedia el espíritu del padre Fournet en una decoración de persecuciones, de súplicas, de sangre vertida. Quiere que sus hijas tengan una vida mortificada, que sea como una audaz respuesta a las pretensiones insensatas. La regla que redacta prevé ayunos y penitencias de toda clase, una austeridad como para volver atrás a las almas valerosas. Los vicarios capitulares de Poitiers no pudieron menos de dulcificar en algunos puntos los capítulos sobre la alimentación y el sueño. Aún hoy la austeridad se trasluce al primer golpe de vista en el hábito de las Hijas de la Cruz. Si la reciente reforma ha privado de esa larga toca que impedía casi la visión y toda muestra de afectación, el hábito negro, que cae sin pliegues, dice a la vez renunciamiento y rectitud, una rectitud que haría pensar en la rigidez si no hubiera en la mirada, hoy al descubierto, señales de acogimiento y bondad presta a prodigarse.
Hace ya cien años que San Andrés Hubert y Santa Isabel han dejado este mundo; él murió el 13 de mayo de 1834; ella le encontró en el cielo el 26 de agosto de 1838. Es decir poco que en ese momento la Congregación contaba con 633 religiosas repartidas en 99 casas diseminadas por 23 diócesis de Francia. El árbol, ¿sobreviviría a las circunstancias que habían favorecido su desenvolvimiento? La Revolución francesa se convierte cada día más en un recuerdo. La mentalidad moderna parece preferir una espiritualidad de Encarnación a una espiritualidad de Redención, de la cual sería una locura poner en duda su necesidad.
Las Hijas de la Cruz, cada día más numerosas, continúan, no obstante, la obra de sus fundadores. Ellas, por su inmolación cotidiana, aseguran la perennidad de su bienhechora actuación.
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