Habiendo llegado el octavo día, en que el Niño había de ser circuncidado, fue llamado Jesús (Lc. 2,21).
La circuncisión era el signo de la alianza dado al pueblo de Dios, obligado a toda la Ley, y destinado a participar en las promesas mesiánicas. Significaba, además participar de circuncidar el corazón con sus malos afectos y concupiscencias, para llegar a la vida eterna.
El Niño – Dios, legislador y jefe del Antiguo Testamento, estaba sobre esta ley positiva. Pero, no habiendo desdeñado la "forma de esclavo" en la encarnación, quiere llevar ahora la nota servil del pecado sobre su divina carne, como habría de cargar más tarde con la pena del mismo. Concebido de Espíritu Santo, que lo santifica todo; unido en persona al Hijo de Dios, que es el Santo de los Santo por esencia, no necesita ser circuncidado. Pero, siendo el Mesías, que realiza todas las figuras y promesas antiguas, se presenta como verdadero hijo de Abraham; honra la Ley, que era el camino hacia Cristo, sujetándose a ella para "cumplir toda justicia" (Mt. 3,14), dando el maravilloso ejemplo de perfecta obediencia y humillación, a fin de hacernos libres de ese yugo de servidumbre. Por su sangre debe ser nuestro Salvador. Esta poca sangre que derrama obliga a Dios a todo lo demás; con ella empieza a comprar el inefable nombre de Jesús. Para hoy cuadran mejor las palabras de fray Luis de León, Al Nacimiento:
Las humillaciones de la circuncisión fueron compensadas por la gloria del nombre que recibió el Infante: Jesús, que quiere decir: "Jehováh salva", "Dios es salvación", "Salvador".
No es por azar, ni por tradición de familia, ni por corazonada del hombre; sino por la intimación del Padre celestial, transmitida por el arcángel: Y le llamarás su nombre: Jesús.
Nombre eficaz que expresa en compendio la obra y oficio de Cristo, su naturaleza y destinación en provecho de los hombres. Otros personajes israelíes habían llevado ese nombre; pero únicamente el Cristo realiza lo que su nombre significa; pues Él es el que ha de salvar a su pueblo librándole de sus pecados (Mt 1, 21) ; con lo cual queda bosquejada la índole espiritual del reino mesiánico: destrucción del pecado y florecimiento de la santidad. Es, pues Jesús, el nombre propio, persona y completo, de Hombre – Dios. Resuena en la cuna y brilla en la cruz a la confluencia de las naciones. Sobre todos los nombres preclaros que los profetas le dieron, Él escogió el nombre que expresa toda la clemencia de un Dios misericordioso e inspira a los pecadores la máxima confianza de salvación. Habitando en Él todas las riquezas de la Divinidad, "de ninguna de sus grandezas se precia ni hace nombre sino de nuestra salud" dice fray Luis de León. "El nombre de Jesús está en todos los nombres que Cristo tiene, porque todo lo que en ellos hay se endereza y encamina a que Cristo sea perfectamente Jesús. Jesús es su ser, Jesús con sus obras, Jesús es su nombre, esto es, piedad y salud". Leed todo el sabrosísimo capítulo de Jesús en Los nombres de Cristo, que es imposible extractar, y sería atrevimiento alternar en su galanura, digna de Platón, y de más alcances que los Diálogos griegos. Oportunísimo se le pone el nombre augura en la ceremonia rígida. Se hace digno de él y de su gloria, pues comienza a comprarlo con el inefable precio de sus primicias de sangre, cuya efusión "a borbotones", en el Calvario será la causa de salud eterna para todos los que le obedecen (Hebr. 5,9). Ya puede proclamar San Pedro, al hacer la apología de su eficacia, en la curación del cojo de nacimiento, delante de Sanedrín protervo, que no se ha dado otro nombre a los hombres debajo del cielo, por el cual debamos salvarnos (Act. 4,12). Por eso se considera venturosos de revelarlo al mundo, de ser sus heraldos y testigos, y de "padecer contumelia por el nombre de Jesús". En el libro de los Hechos de los Apóstoles y en las Epístolas vibra el más emocionante poema del nombre de Jesús. San Pablo lo repite más de doscientas veces en sus escritos. Todas las bendiciones están vinculadas en este nombre, que es para nosotros un verdadero sacramental: consuelo, eficacia en la oración, victoria en las tentaciones, luz, medicina, alimento, vida eterna. Por lo que toca al Salvador mismo, es el instrumento de su gloria; por su medio se le tributa toda case de honores, y el poder de los milagros que se suceden en el mundo ilumina este nombre magnífico. Y es, finalmente, la recompensa gloriosa de la humillación de la cruz, de manera que aún hoy, a este nombre, que está sobre todo nombre, se doblan todas la rodillas, en el cielo, en la tierra y en los infiernos (Filip. 2, 10).
Los paganos celebran el 1º de enero la alborotada fiesta de las "Estrenas" o de los "Regalos", por los que se cambiaban entre familiares y amigos, en felices augurios de año nuevo. Las danzas callejeras degeneraban en vituperables orgías. Los Santos Padres levantaron su voz porfiadamente, y, para amparar a los fieles contra aquel turbión de locuras, instituyeron una festividad, en algunas partes precedida de ayuno. Esta celebración se interpretó diversamente desde su origen. Ya en el siglo VI las Galias conmemoraban en ella la Circuncisión del Señor.
En Roma tomó carácter de octava de Navidad, para equiparar a la Pascua o Pentecostés, únicas entonces, decoradas con este breve ciclo de magnificencia.
En otras partes se daba especial relieve a la Maternidad de María que campea admirablemente, como pimpollo auroral en Adviento, y como realidad espléndida en toda la conmemoración navideña.
Por fin, en el siglo IX, la Iglesia Romana, aceptando el sentido de la liturgia galicana, estableció universalmente la fiesta de la Circuncisión del Señor.
La primitiva fiesta de la Circuncisión del Señor desdobló su riquísimo contenido al instruirse aparte, en el siglo XVI, la Conmemoración del Santísimo Nombre de Jesús.
Sus orígenes contrastan con la placidez del oficio litúrgico. Un nombre arrebatado, vibrante, y a la vez ungido, lo sintetizan todo: San Bernardino de Siena, observante franciscano. Época trepidante, de transición, la de Cuatrocientos. Violentos contrastes de religiosidad popular y de corrupción de los "intelectuales". Chocan dos mundos: la síntesis cristiana del medievo con la mentalidad clasista, rebelde y corruptora, de falso Renacimiento.
Lorenzo Valla, "verdadera ave precursora de la borrasca", expuso el programa radical: Sobre el placer (1431), Beccadelli, con sus delicados cuanto procaces versos, recela toda la abominación que alienta en aquel Renacimiento literario libertino. Poggio y cien otros que juegan alegremente a la revolución, precipitan todas las tendencias disolventes que tendrán más tarde un nombre sintético: Lutero, y se enfurecen, atrevidos libelistas, contra las ordenes mendicantes, porque de ellas salen los voceros de la genuina reforma, bajo la dirección de los Papas, los cuales, sin miramientos humanos, descubrían sus llagas y las cauterizaban briosamente.
Italia, empero, produjo, contra la caricatura de Valla y de Poggio, una falange de predicadores populares, cuya poderosa eficacia admiran aún hoy día los no creyentes. Bernardino de Siena es reverenciado por todos como dechado y caudillo. Un día San Vicente Ferrer pronosticó que Bernardino sería el continuador de su obra. Efectivamente, recorre el humilde franciscano toda la Italia, más embrutecida durante la ausencia de los Papas a causa del destierro de Aviñón y del deplorable cisma de Occidente. Por todas partes, luchas contra el Imperio y contra la Iglesia; guerras de ciudad contra ciudad; banderías civiles, güelfos y gibelinos, matanzas, odios, saqueos... Ahí, serva Itaia, di dolore ostello, - Nave senza nocchiero in gran tempesta... Todo en el ardiente misionero es vivo: declamación, gesto, aspecto ascético, que recordaba a San Francisco; imágenes, refranes, toda la vida del dialecto sienés, todo, con gran dignidad, bulle en las prediche volgari de un condottiero espiritual, que sólo admite parangón con aquella otra genial compatricia suya, Santa Catalina de Siena. Las multitudes no cabían en las iglesias, y en despoblados le oían hasta treinta mil oyentes. A diferencia de Savonarola, estuvo por encima de los partidos que dividían ciudades y pueblos. Los fieles clamaban a grandes sollozos: "¡Misericordia!" Se hacían grandes hogueras – brugiamientos della vanitá – donde eran echados montones de objetos de adorno y de superstición.
Y las ciudades se reconciliaban con pactos de paz. "Creíamos ser ya todos santos", dice el ingenuo cronista de Viterbo. Por ventura ninguna otra edad ofrece ejemplos tan extraordinarios de conversiones como aquel siglo.
¿Cuál era el secreto de Bernardino? Al entrar en una ciudad, le precedía el estandarte del monograma de Jesús, IHS, rodeado de doce rayos con una cruz por remate. Lo solía fijar en el púlpito, y después del sermón lo presentaba a la veneración de los fieles. A veces sacaba una tabla con el mismo monograma muy visible, para que el pueblo invocase al dulcísimo nombre. Así como Valla había asestado, en vano, sus "diálogos" contra el monacato ahora Poggio lanza sus sarcasmos contra aquellos "jesuitas". Los humanistas, por su parte, denuncian al Papa la "innovación herética, con sabor de idolatría". Pero Martín V, que dio solución satisfactoria al gran cisma de Occidente y que alentaba y protegía a los santos varones suscitados para regenerar la Iglesia, después de maduro examen, autorizó a Bernardino para llevar el "triomphal standardo", le hizo predicar en Roma por espacio de dos meses y él mismo quiso presidir una procesión donde con el clero glorificó el santísimo nombre de Jesús, cantando sus sabrosísimas letanías. El monograma se escupió en altares y en los muros de iglesias y en los mismos de Consejo.
Murió el Santo en 1444. El pinturicchio escribió, con razón, en uno de los admirables frescos de Santa María de Araceli, representando varios pasajes de la vida del Santo, aquellas palabras de Jesucristo que explican también la abnegada actividad de San Bernardino: Padre, he anunciado tu nombre a todo el mundo (Jn. 17,6)
Clemente VII concedió la fiesta a los Frailes Menores en 1530, y en 1721 Inocencio XIII, cediendo a la devoción popular, la declaró fiesta universal para toda la Iglesia.
Al fundirse las tres corrientes litúrgicas mencionadas en una celebridad, la dejaron penetrada y perfumada de sus respectivos significados.
El carácter fundamental del oficio de día es una manera de contemplación de conjunto en el establo de Belén; una síntesis, que, repitiendo los mismos conceptos de Navidad – y también los mismos Himnos -, añade el nuevo misterio, la Circuncisión de Cristo, quien por primera vez se ofrece Víctima por nosotros.
"Ad prohibendum ab idolis" se intitula la misa de hoy en el sacramentario Gelasiano; y con un sentido de la realidad punzante en aquellos días y con el acierto de "adaptación de los textos bíblicos", tan frecuente en la liturgia se repite en la capítula de Laudes y en la epístola de la misa, la de San Pablo a Tito (2, 11 – 15), que ha sido un tema con variaciones en los "tiempos" de Adviento y Navidad: La gracia de Dios Salvador nuestro nos enseñó a renunciar a la impiedad y a los deseos del siglo...
Esta es la circuncisión del corazón y el anuncio de que somos justificados por la fe de Abraham (Lecc. I Noct.) San León Magno insiste en el misterio de la Encarnación con sus fórmulas inmortales, que han venido a ser clásicas en la materia (Lecc. II Noct.); y San Ambrosio, a su vez, expone cómo en la circuncisión de aquel "Parvulillo", "sometido a la Ley, para granjearse a aquellos que estaban bajo la Ley", "se prefiguraba la futura expiación de toda culpa" (Lecc. II Noct.).
Pero sobre todo, son de un subido valor literario, ungido de piedad romana la serie de Responsorios de Maitines, y las antífonas de Laudes, dedicadas a cantar en todos los matices las gratulaciones de la "Doncellita que hermoso de entre los hijos de los hombres"; a "Aquel que yacía en el pesebre y brillaba en el cielo". EN alguno de estos Responsorios van incrustados versos de Sedulio – la estrofa cuarta del Himno de LAUDES – y hexámetros extralitúrgicos del Paschales Carmen, algo despojados de su forma métrica para adaptarse mejor a las antiguas melodías: "Templo de Dios de pronto fue – ungido el pecho púdico; - y, sin viril consorcio, - concibe al Niño – Dios y Rey". Esta innovación fue el germen de los ingenuos, y harto exuberantes a la postre, Oficios en verso medievales (P. Wagner).
Los tres Himnos de este Oficio, extractados del Iubius de Nomine Iesu, se atribuyen, con razón, a San Bernardo († 1153) Efectivamente, parecen eco de las Lecciones del II y III Nocturnos del mismo Santo y un desahogo de su enamorado corazón.
La corriente mística que, arrancando de San Bernardo, templó las barbaras magnificencias de carolingias y los heroísmos de las Cruzadas, había de desembocar en el Franciscanismo, más puro que alborada florentina. Un mismo movimiento de amor y una pasión tierna por la Humanidad de Cristo, envolvía la piedad nueva de los siglos medios. El Homo Christus Jesús de San Pablo y de San Agustín adquiría una intimidad humilde, ingenua, profunda, y como un aire de familia. Un vino nuevo que tiene todo el regusto de los odres añejos de la tradición.
San Agustín tiene un nombre que le orienta en sus fluctuaciones críticas para llegar a su "dulzura felicísima y segura", Jesús. "Su madre puso en sus tiernos labios la miel sabrosa de Jesús, mezclada con la primera sal de catecúmeno. " Cuando el Hortensius de Cicerón le despertó el estudio acérrimo de la sabiduría, una cosa echa de menos en aquel libro: " Nada por sabio, por elegante, por verídico que fuese, era capaz de retenerle sin el nombre de Jesús". Si le "embrujan" los maniqueos, es porque "recubrieron con el delicioso vocablo de Jesús y del Paráclito, los bordes de su copa como miel emponzoñada." Desengañado de ellos, hubiera confiado su alma atormentada a los académicos, "si hubiesen puesto en sus pestilentes libros el salutífero nombre de Jesús". Y, no obstante, los himnos del melifluo Doctor, no distan menos de Prudencio, de San Ambrosio y San Agustín que del mismo Virgilio.
La esclavitud de Jesús nos ha hecho libres. Caminemos, pues, no en el espíritu del temor servil, sino en la libertad amorosa y confiada de los hijos de Dios.
La circuncisión es, además, figura del bautismo, diciendo el Apóstol: Hemos recibido la circuncisión espiritual de Cristo, siendo sepultados con Él por el bautismo, y con Él resucitamos a la vida de la gracia por la fe, perdonándonos graciosamente todos los pecados (Col. 2,11 – 13).
Al entrar, pues, en el año civil, renovemos las promesas del bautismo. Año nuevo, vida nueva, dice el refrán del pueblo. ¡Vida nueva en Cristo, que es de ayer y de hoy y del futuro sempiterno!
La circuncisión era el signo de la alianza dado al pueblo de Dios, obligado a toda la Ley, y destinado a participar en las promesas mesiánicas. Significaba, además participar de circuncidar el corazón con sus malos afectos y concupiscencias, para llegar a la vida eterna.
El Niño – Dios, legislador y jefe del Antiguo Testamento, estaba sobre esta ley positiva. Pero, no habiendo desdeñado la "forma de esclavo" en la encarnación, quiere llevar ahora la nota servil del pecado sobre su divina carne, como habría de cargar más tarde con la pena del mismo. Concebido de Espíritu Santo, que lo santifica todo; unido en persona al Hijo de Dios, que es el Santo de los Santo por esencia, no necesita ser circuncidado. Pero, siendo el Mesías, que realiza todas las figuras y promesas antiguas, se presenta como verdadero hijo de Abraham; honra la Ley, que era el camino hacia Cristo, sujetándose a ella para "cumplir toda justicia" (Mt. 3,14), dando el maravilloso ejemplo de perfecta obediencia y humillación, a fin de hacernos libres de ese yugo de servidumbre. Por su sangre debe ser nuestro Salvador. Esta poca sangre que derrama obliga a Dios a todo lo demás; con ella empieza a comprar el inefable nombre de Jesús. Para hoy cuadran mejor las palabras de fray Luis de León, Al Nacimiento:
Las humillaciones de la circuncisión fueron compensadas por la gloria del nombre que recibió el Infante: Jesús, que quiere decir: "Jehováh salva", "Dios es salvación", "Salvador".
No es por azar, ni por tradición de familia, ni por corazonada del hombre; sino por la intimación del Padre celestial, transmitida por el arcángel: Y le llamarás su nombre: Jesús.
Nombre eficaz que expresa en compendio la obra y oficio de Cristo, su naturaleza y destinación en provecho de los hombres. Otros personajes israelíes habían llevado ese nombre; pero únicamente el Cristo realiza lo que su nombre significa; pues Él es el que ha de salvar a su pueblo librándole de sus pecados (Mt 1, 21) ; con lo cual queda bosquejada la índole espiritual del reino mesiánico: destrucción del pecado y florecimiento de la santidad. Es, pues Jesús, el nombre propio, persona y completo, de Hombre – Dios. Resuena en la cuna y brilla en la cruz a la confluencia de las naciones. Sobre todos los nombres preclaros que los profetas le dieron, Él escogió el nombre que expresa toda la clemencia de un Dios misericordioso e inspira a los pecadores la máxima confianza de salvación. Habitando en Él todas las riquezas de la Divinidad, "de ninguna de sus grandezas se precia ni hace nombre sino de nuestra salud" dice fray Luis de León. "El nombre de Jesús está en todos los nombres que Cristo tiene, porque todo lo que en ellos hay se endereza y encamina a que Cristo sea perfectamente Jesús. Jesús es su ser, Jesús con sus obras, Jesús es su nombre, esto es, piedad y salud". Leed todo el sabrosísimo capítulo de Jesús en Los nombres de Cristo, que es imposible extractar, y sería atrevimiento alternar en su galanura, digna de Platón, y de más alcances que los Diálogos griegos. Oportunísimo se le pone el nombre augura en la ceremonia rígida. Se hace digno de él y de su gloria, pues comienza a comprarlo con el inefable precio de sus primicias de sangre, cuya efusión "a borbotones", en el Calvario será la causa de salud eterna para todos los que le obedecen (Hebr. 5,9). Ya puede proclamar San Pedro, al hacer la apología de su eficacia, en la curación del cojo de nacimiento, delante de Sanedrín protervo, que no se ha dado otro nombre a los hombres debajo del cielo, por el cual debamos salvarnos (Act. 4,12). Por eso se considera venturosos de revelarlo al mundo, de ser sus heraldos y testigos, y de "padecer contumelia por el nombre de Jesús". En el libro de los Hechos de los Apóstoles y en las Epístolas vibra el más emocionante poema del nombre de Jesús. San Pablo lo repite más de doscientas veces en sus escritos. Todas las bendiciones están vinculadas en este nombre, que es para nosotros un verdadero sacramental: consuelo, eficacia en la oración, victoria en las tentaciones, luz, medicina, alimento, vida eterna. Por lo que toca al Salvador mismo, es el instrumento de su gloria; por su medio se le tributa toda case de honores, y el poder de los milagros que se suceden en el mundo ilumina este nombre magnífico. Y es, finalmente, la recompensa gloriosa de la humillación de la cruz, de manera que aún hoy, a este nombre, que está sobre todo nombre, se doblan todas la rodillas, en el cielo, en la tierra y en los infiernos (Filip. 2, 10).
Los paganos celebran el 1º de enero la alborotada fiesta de las "Estrenas" o de los "Regalos", por los que se cambiaban entre familiares y amigos, en felices augurios de año nuevo. Las danzas callejeras degeneraban en vituperables orgías. Los Santos Padres levantaron su voz porfiadamente, y, para amparar a los fieles contra aquel turbión de locuras, instituyeron una festividad, en algunas partes precedida de ayuno. Esta celebración se interpretó diversamente desde su origen. Ya en el siglo VI las Galias conmemoraban en ella la Circuncisión del Señor.
En Roma tomó carácter de octava de Navidad, para equiparar a la Pascua o Pentecostés, únicas entonces, decoradas con este breve ciclo de magnificencia.
En otras partes se daba especial relieve a la Maternidad de María que campea admirablemente, como pimpollo auroral en Adviento, y como realidad espléndida en toda la conmemoración navideña.
Por fin, en el siglo IX, la Iglesia Romana, aceptando el sentido de la liturgia galicana, estableció universalmente la fiesta de la Circuncisión del Señor.
La primitiva fiesta de la Circuncisión del Señor desdobló su riquísimo contenido al instruirse aparte, en el siglo XVI, la Conmemoración del Santísimo Nombre de Jesús.
Sus orígenes contrastan con la placidez del oficio litúrgico. Un nombre arrebatado, vibrante, y a la vez ungido, lo sintetizan todo: San Bernardino de Siena, observante franciscano. Época trepidante, de transición, la de Cuatrocientos. Violentos contrastes de religiosidad popular y de corrupción de los "intelectuales". Chocan dos mundos: la síntesis cristiana del medievo con la mentalidad clasista, rebelde y corruptora, de falso Renacimiento.
Lorenzo Valla, "verdadera ave precursora de la borrasca", expuso el programa radical: Sobre el placer (1431), Beccadelli, con sus delicados cuanto procaces versos, recela toda la abominación que alienta en aquel Renacimiento literario libertino. Poggio y cien otros que juegan alegremente a la revolución, precipitan todas las tendencias disolventes que tendrán más tarde un nombre sintético: Lutero, y se enfurecen, atrevidos libelistas, contra las ordenes mendicantes, porque de ellas salen los voceros de la genuina reforma, bajo la dirección de los Papas, los cuales, sin miramientos humanos, descubrían sus llagas y las cauterizaban briosamente.
Italia, empero, produjo, contra la caricatura de Valla y de Poggio, una falange de predicadores populares, cuya poderosa eficacia admiran aún hoy día los no creyentes. Bernardino de Siena es reverenciado por todos como dechado y caudillo. Un día San Vicente Ferrer pronosticó que Bernardino sería el continuador de su obra. Efectivamente, recorre el humilde franciscano toda la Italia, más embrutecida durante la ausencia de los Papas a causa del destierro de Aviñón y del deplorable cisma de Occidente. Por todas partes, luchas contra el Imperio y contra la Iglesia; guerras de ciudad contra ciudad; banderías civiles, güelfos y gibelinos, matanzas, odios, saqueos... Ahí, serva Itaia, di dolore ostello, - Nave senza nocchiero in gran tempesta... Todo en el ardiente misionero es vivo: declamación, gesto, aspecto ascético, que recordaba a San Francisco; imágenes, refranes, toda la vida del dialecto sienés, todo, con gran dignidad, bulle en las prediche volgari de un condottiero espiritual, que sólo admite parangón con aquella otra genial compatricia suya, Santa Catalina de Siena. Las multitudes no cabían en las iglesias, y en despoblados le oían hasta treinta mil oyentes. A diferencia de Savonarola, estuvo por encima de los partidos que dividían ciudades y pueblos. Los fieles clamaban a grandes sollozos: "¡Misericordia!" Se hacían grandes hogueras – brugiamientos della vanitá – donde eran echados montones de objetos de adorno y de superstición.
Y las ciudades se reconciliaban con pactos de paz. "Creíamos ser ya todos santos", dice el ingenuo cronista de Viterbo. Por ventura ninguna otra edad ofrece ejemplos tan extraordinarios de conversiones como aquel siglo.
¿Cuál era el secreto de Bernardino? Al entrar en una ciudad, le precedía el estandarte del monograma de Jesús, IHS, rodeado de doce rayos con una cruz por remate. Lo solía fijar en el púlpito, y después del sermón lo presentaba a la veneración de los fieles. A veces sacaba una tabla con el mismo monograma muy visible, para que el pueblo invocase al dulcísimo nombre. Así como Valla había asestado, en vano, sus "diálogos" contra el monacato ahora Poggio lanza sus sarcasmos contra aquellos "jesuitas". Los humanistas, por su parte, denuncian al Papa la "innovación herética, con sabor de idolatría". Pero Martín V, que dio solución satisfactoria al gran cisma de Occidente y que alentaba y protegía a los santos varones suscitados para regenerar la Iglesia, después de maduro examen, autorizó a Bernardino para llevar el "triomphal standardo", le hizo predicar en Roma por espacio de dos meses y él mismo quiso presidir una procesión donde con el clero glorificó el santísimo nombre de Jesús, cantando sus sabrosísimas letanías. El monograma se escupió en altares y en los muros de iglesias y en los mismos de Consejo.
Murió el Santo en 1444. El pinturicchio escribió, con razón, en uno de los admirables frescos de Santa María de Araceli, representando varios pasajes de la vida del Santo, aquellas palabras de Jesucristo que explican también la abnegada actividad de San Bernardino: Padre, he anunciado tu nombre a todo el mundo (Jn. 17,6)
Clemente VII concedió la fiesta a los Frailes Menores en 1530, y en 1721 Inocencio XIII, cediendo a la devoción popular, la declaró fiesta universal para toda la Iglesia.
Al fundirse las tres corrientes litúrgicas mencionadas en una celebridad, la dejaron penetrada y perfumada de sus respectivos significados.
El carácter fundamental del oficio de día es una manera de contemplación de conjunto en el establo de Belén; una síntesis, que, repitiendo los mismos conceptos de Navidad – y también los mismos Himnos -, añade el nuevo misterio, la Circuncisión de Cristo, quien por primera vez se ofrece Víctima por nosotros.
"Ad prohibendum ab idolis" se intitula la misa de hoy en el sacramentario Gelasiano; y con un sentido de la realidad punzante en aquellos días y con el acierto de "adaptación de los textos bíblicos", tan frecuente en la liturgia se repite en la capítula de Laudes y en la epístola de la misa, la de San Pablo a Tito (2, 11 – 15), que ha sido un tema con variaciones en los "tiempos" de Adviento y Navidad: La gracia de Dios Salvador nuestro nos enseñó a renunciar a la impiedad y a los deseos del siglo...
Esta es la circuncisión del corazón y el anuncio de que somos justificados por la fe de Abraham (Lecc. I Noct.) San León Magno insiste en el misterio de la Encarnación con sus fórmulas inmortales, que han venido a ser clásicas en la materia (Lecc. II Noct.); y San Ambrosio, a su vez, expone cómo en la circuncisión de aquel "Parvulillo", "sometido a la Ley, para granjearse a aquellos que estaban bajo la Ley", "se prefiguraba la futura expiación de toda culpa" (Lecc. II Noct.).
Pero sobre todo, son de un subido valor literario, ungido de piedad romana la serie de Responsorios de Maitines, y las antífonas de Laudes, dedicadas a cantar en todos los matices las gratulaciones de la "Doncellita que hermoso de entre los hijos de los hombres"; a "Aquel que yacía en el pesebre y brillaba en el cielo". EN alguno de estos Responsorios van incrustados versos de Sedulio – la estrofa cuarta del Himno de LAUDES – y hexámetros extralitúrgicos del Paschales Carmen, algo despojados de su forma métrica para adaptarse mejor a las antiguas melodías: "Templo de Dios de pronto fue – ungido el pecho púdico; - y, sin viril consorcio, - concibe al Niño – Dios y Rey". Esta innovación fue el germen de los ingenuos, y harto exuberantes a la postre, Oficios en verso medievales (P. Wagner).
Los tres Himnos de este Oficio, extractados del Iubius de Nomine Iesu, se atribuyen, con razón, a San Bernardo († 1153) Efectivamente, parecen eco de las Lecciones del II y III Nocturnos del mismo Santo y un desahogo de su enamorado corazón.
La corriente mística que, arrancando de San Bernardo, templó las barbaras magnificencias de carolingias y los heroísmos de las Cruzadas, había de desembocar en el Franciscanismo, más puro que alborada florentina. Un mismo movimiento de amor y una pasión tierna por la Humanidad de Cristo, envolvía la piedad nueva de los siglos medios. El Homo Christus Jesús de San Pablo y de San Agustín adquiría una intimidad humilde, ingenua, profunda, y como un aire de familia. Un vino nuevo que tiene todo el regusto de los odres añejos de la tradición.
San Agustín tiene un nombre que le orienta en sus fluctuaciones críticas para llegar a su "dulzura felicísima y segura", Jesús. "Su madre puso en sus tiernos labios la miel sabrosa de Jesús, mezclada con la primera sal de catecúmeno. " Cuando el Hortensius de Cicerón le despertó el estudio acérrimo de la sabiduría, una cosa echa de menos en aquel libro: " Nada por sabio, por elegante, por verídico que fuese, era capaz de retenerle sin el nombre de Jesús". Si le "embrujan" los maniqueos, es porque "recubrieron con el delicioso vocablo de Jesús y del Paráclito, los bordes de su copa como miel emponzoñada." Desengañado de ellos, hubiera confiado su alma atormentada a los académicos, "si hubiesen puesto en sus pestilentes libros el salutífero nombre de Jesús". Y, no obstante, los himnos del melifluo Doctor, no distan menos de Prudencio, de San Ambrosio y San Agustín que del mismo Virgilio.
La esclavitud de Jesús nos ha hecho libres. Caminemos, pues, no en el espíritu del temor servil, sino en la libertad amorosa y confiada de los hijos de Dios.
La circuncisión es, además, figura del bautismo, diciendo el Apóstol: Hemos recibido la circuncisión espiritual de Cristo, siendo sepultados con Él por el bautismo, y con Él resucitamos a la vida de la gracia por la fe, perdonándonos graciosamente todos los pecados (Col. 2,11 – 13).
Al entrar, pues, en el año civil, renovemos las promesas del bautismo. Año nuevo, vida nueva, dice el refrán del pueblo. ¡Vida nueva en Cristo, que es de ayer y de hoy y del futuro sempiterno!
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