Nacido en Cuet (Francia) en 1803; muerto heroicamente en la isla de Futuna de la Polinesia el 28 de abril de 1841.
Se hizo sacerdote y ejerció el ministerio en una pequeña parroquia de la Francia rural durante algunos años. Lleno de deseos de predicar el Evangelio en tierras de misión y de morir mártir, entró en la Compañía de María (padres maristas) y pidió ser enviado como misionero en las lejanas tierras de Oceanía. Al final de 1837, llegó a la isla llamada Futuna, en el océano Pacífico, que tenía poco más de mil habitantes. Allí no se había anunciado aún el nombre de Cristo.
Su incansable labor pastoral en la isla se conoce por el testimonio del hermano lego que le acompañaba.
El rey Niuliki le acogió con buenas maneras al principio.
En medio de dificultades de toda clase, bajo un sol que abrasaba, pasando hambre con frecuencia y rendido por el cansancio, él perseveraba en sus correrías apostólicas; solía acudir a casa –por llamar de alguna manera al cobertizo que le daba cobijo– como si regresara de un deporte, o de una fiesta; habitualmente se mostraba alegre, contento, lleno de ánimo y de optimismo. El trato con los indígenas, dificultado por la distancia del lenguaje que iba aprendiendo poco a poco, no era fácil; no obstante, consiguió convertir a algunos paganos.
Destaca su paciencia y amabilidad exquisita que mostraba con los naturales de Futuna, a los que no sabía negar nada; siempre se le vio dispuesto a la disculpa y a la comprensión, sabiendo excusarlos por más que se mostraran rudos e incómodos. Baste decir que los nativos comenzaron a llamarle «hombre de gran corazón».
Como las dificultades apostólicas eran frecuentemente más de las previstas, solía decir a su acompañante: «Hermano, esta misión es difícil, es preciso que seamos santos». El escaso fruto que cosechaba no le llevó en ningún momento a adoptar actitudes negativas, consciente de que «uno es el que siembra y otro el que siega». En los momentos de mayor dificultad, su recurso era la Santísima Virgen de quien siempre fue extremadamente devoto.
La predicación del Evangelio traía como consecuencia inmediata la abolición del culto a los espíritus, fomentado por los notables de la isla en beneficio propio. Este punto fue el que le llevó a la enemistad con personajillos que soliviantaron al rey para que determinara la expulsión de la isla del «padre blanco». Al no aceptar Pedro esta propuesta que intentaba desarraigar la fe cristiana, el jefe de los ancianos y sus amigos fueron a matarlo a palos, dentro de su misma choza, sin que el padre Chanel intentara en ningún momento defenderse.
Viendo mal las cosas, justo el día antes de su muerte, había comentado: «No importa que yo muera; la religión de Cristo está ya tan arraigada en esta tierra que no se extinguirá con mi muerte».
Hubo frutos abundantes de conversiones posteriores a su martirio; a los pocos años se convertía Futuna y a continuación otras más. Los nativos lo consideran su protomártir.
Quizá pensó que la labor apostólica que desarrollaba en Francia bien podía ser cubierta con la acción pastoral de cualquier sacerdote, mientras que la posible a realizarse en medio del Pacífico precisaba otro tipo de disposiciones que él estuvo dispuesto a dar. El amor a Dios y a los hombres le llevó a tomar por su cuenta la decisión de distribuir mejor al clero; y le fue bien, muy bien. Enriqueció a la Iglesia con un mártir más y con un santo a imitar.
Se hizo sacerdote y ejerció el ministerio en una pequeña parroquia de la Francia rural durante algunos años. Lleno de deseos de predicar el Evangelio en tierras de misión y de morir mártir, entró en la Compañía de María (padres maristas) y pidió ser enviado como misionero en las lejanas tierras de Oceanía. Al final de 1837, llegó a la isla llamada Futuna, en el océano Pacífico, que tenía poco más de mil habitantes. Allí no se había anunciado aún el nombre de Cristo.
Su incansable labor pastoral en la isla se conoce por el testimonio del hermano lego que le acompañaba.
El rey Niuliki le acogió con buenas maneras al principio.
En medio de dificultades de toda clase, bajo un sol que abrasaba, pasando hambre con frecuencia y rendido por el cansancio, él perseveraba en sus correrías apostólicas; solía acudir a casa –por llamar de alguna manera al cobertizo que le daba cobijo– como si regresara de un deporte, o de una fiesta; habitualmente se mostraba alegre, contento, lleno de ánimo y de optimismo. El trato con los indígenas, dificultado por la distancia del lenguaje que iba aprendiendo poco a poco, no era fácil; no obstante, consiguió convertir a algunos paganos.
Destaca su paciencia y amabilidad exquisita que mostraba con los naturales de Futuna, a los que no sabía negar nada; siempre se le vio dispuesto a la disculpa y a la comprensión, sabiendo excusarlos por más que se mostraran rudos e incómodos. Baste decir que los nativos comenzaron a llamarle «hombre de gran corazón».
Como las dificultades apostólicas eran frecuentemente más de las previstas, solía decir a su acompañante: «Hermano, esta misión es difícil, es preciso que seamos santos». El escaso fruto que cosechaba no le llevó en ningún momento a adoptar actitudes negativas, consciente de que «uno es el que siembra y otro el que siega». En los momentos de mayor dificultad, su recurso era la Santísima Virgen de quien siempre fue extremadamente devoto.
La predicación del Evangelio traía como consecuencia inmediata la abolición del culto a los espíritus, fomentado por los notables de la isla en beneficio propio. Este punto fue el que le llevó a la enemistad con personajillos que soliviantaron al rey para que determinara la expulsión de la isla del «padre blanco». Al no aceptar Pedro esta propuesta que intentaba desarraigar la fe cristiana, el jefe de los ancianos y sus amigos fueron a matarlo a palos, dentro de su misma choza, sin que el padre Chanel intentara en ningún momento defenderse.
Viendo mal las cosas, justo el día antes de su muerte, había comentado: «No importa que yo muera; la religión de Cristo está ya tan arraigada en esta tierra que no se extinguirá con mi muerte».
Hubo frutos abundantes de conversiones posteriores a su martirio; a los pocos años se convertía Futuna y a continuación otras más. Los nativos lo consideran su protomártir.
Quizá pensó que la labor apostólica que desarrollaba en Francia bien podía ser cubierta con la acción pastoral de cualquier sacerdote, mientras que la posible a realizarse en medio del Pacífico precisaba otro tipo de disposiciones que él estuvo dispuesto a dar. El amor a Dios y a los hombres le llevó a tomar por su cuenta la decisión de distribuir mejor al clero; y le fue bien, muy bien. Enriqueció a la Iglesia con un mártir más y con un santo a imitar.
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